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Anna advirtió una nueva presencia en Ashton Park. Era polaco, o eso les había dicho la señora Robson. Un hombre de pelo oscuro y cejas pobladas llamado Pawel, que a veces se sentaba en el comedor con los Ashton. No hablaba mucho. Anna oyó comentar a la señorita Weir que había luchado contra los nazis antes de huir de Polonia, «pero con el vigorizante aire de Yorkshire enseguida estará recuperado y listo para dar clase».
Los niños murmuraban sobre él con admiración. ¡Un hombre que se había enfrentado a los nazis! En Inglaterra aún seguían en un ambiente de preconflicto y no parecía suceder nada dramático.
Los Ashton no conocieron propiamente a Pawel Bielinski hasta que este se sentó a cenar con ellos en su primer fin de semana en la casa. La casualidad lo había conducido hasta Ashton Park. Tras la desastrosa derrota de Polonia, había sido rescatado por Peter Norton de uno de los campos para refugiados polacos de Rumania. Y, cuando llegaron a Londres, Peter lo había enviado a Ashton a restablecerse.
— Es pintor — dijo a Elizabeth por teléfono— , así que puede dar clases de arte.
El joven a quien Thomas tenía delante, al otro lado de la mesa, era delgado, distante y parecía aturdido. También estaba muy agotado, ya que apenas había abandonado su habitación desde su llegada. Su mirada perdida hizo que Thomas recordara a aquellos veteranos de guerra que había visto con su hermana durante la Gran Guerra, cuando la casa se convirtió en hospital.
Ignoraba si Pawel había llegado a luchar en el frente, pero pensó que era demasiado pronto para poner el dedo en la llaga. Dirigió, pues, la conversación hacia un terreno más neutro.
— No se desespere con estos días tan lluviosos — dijo a Pawel— . Aquí siempre llueve en noviembre, pero diciembre suele ser sorprendentemente seco.
— Querido, el año pasado llovió durante toda la Navidad… — repuso Elizabeth.
— Lo habitual es que no llueva.
— Varsovia ya está cubierta de nieve en esta época — aportó Pawel.
Hablaba un inglés bastante decente, pero parecía más feliz sin decir nada.
Elizabeth no puso mucho esfuerzo en entablar conversación con su nuevo huésped, pero le observó discretamente. Se fijó en su postura erguida y en sus grandes y delicadas manos. Y en sus ojos oscuros. Le recordaba a esos suaves artistas mal afeitados que habían frecuentado la London Gallery antes de la guerra. Pero fingió indiferencia.
Esa primera noche ni Elizabeth ni Thomas causaron demasiada impresión en Pawel. De momento se conformaba con poder responder a las preguntas de esta imponente pareja inglesa que le había concedido un hogar cuando menos se lo esperaba.
A la hora del café, Thomas le preguntó con amabilidad sobre su amistad con los Norton.
— Peter me ha contado maravillas de usted. ¿Cómo se conocieron?
— Asistió a la exposición que hice en Varsovia el año pasado y compró algunos de mis cuadros. Qué suerte tuve de que viniera — dijo, y esbozó su primera sonrisa.
Luego, poco a poco, empezó a explicar detalles de su pasado. Como el hecho de que se había criado en un pueblecito, Sulejów, pero siempre había soñado con mudarse a Varsovia, una ciudad en la que bullía la música y la cultura.
— ¿Y ha pintado desde siempre? — preguntó Elizabeth, a quien las vocaciones tempranas siempre despertaban curiosidad.
— Tuve suerte y entré en la escuela de arte de Varsovia — dijo él encogiéndose de hombros.
Mientras ofrecía ese somero resumen de su vida carente de todo atisbo emocional, apenas reconocía a la persona a quien describía. No se molestó en contarles que su madre viuda habría preferido que fuera médico, ni que no había sido tarea fácil para un judío conseguir una plaza en una buena escuela de arte.
— En 1938 había pintado suficientes lienzos como para montar una exposición pequeña. Lady Norton se presentó en la galería… Acababa de llegar a la embajada británica.
Era distinguida, eso lo había percibido él al instante: rostro inquieto, cabello corto y algo despeinado, y extremidades largas y torpes. Ella había elogiado la rápida luz de sus cuadros, que era exactamente lo que él quería oír. Que sus escenas metafóricas le recordaban a Paul Nash: todos esos paisajes desafiantes, esas montañas de la mente…
— Compró tres cuadros allí mismo — dijo Pawel, con una leve sonrisa— . A partir de ahí cené varias veces con los Norton, en la embajada, y así tuve la suerte de ver su colección de arte: obras de Paul Klee, Leger, Kandinsky. Fue muy educador. Esa dama es un espíritu libre…
— Y no pierde el entusiasmo — añadió Thomas.
— Sí — afirmó Pawel, con énfasis.
— ¿Cómo le ayudó a escapar? — preguntó Elizabeth.
— Estaba con un destacamento al este de Polonia cuando llegó la noticia de la invasión rusa. Los soldados soviéticos nos rodearon, pero reinaba el caos y muchos escapamos, cruzando el río hacia Rumania, donde fuimos encerrados en campos de refugiados. Lady Norton me encontró allí.
Había oído que se esperaba la llegada de un cargamento británico de ayuda humanitaria: navajas de afeitar, jabón, tabaco, medicinas, comida. Fue a esperar los camiones. No podía creer lo que veían sus ojos cuando se abrió la puerta del Ford y se apeó una silueta que le resultaba familiar: angulosa, reconfortante.
— ¡Lady Norton! — gritó él.
Vio que ella tardaba un poco en reconocerlo. Luego la alegría le cambió las facciones.
— Tenemos que sacarte de aquí — dijo ella, abrazándolo— . Ayúdame a descargar, y luego podrás volver a casa conmigo.
Tras su propia huida de Polonia, Peter había recaudado fondos en Londres para los campos de refugiados polacos y luego se había ofrecido voluntaria a transportar los suministros.
Visitaron tres campos más, con Pawel desempeñando funciones de ayudante. Luego la acompañó en el camión de regreso a Italia, donde, tras mucho tira y afloja y muchas gestiones por parte de Peter Norton, un cónsul británico le selló el visado.
Viajaron por carretera a través de una Francia en calma que se preparaba para la guerra. Pawel durmió durante gran parte del camino y Peter no lo abrumó con demasiadas preguntas sobre sus experiencias. En cuanto llegaron a Londres, ella lo instaló en su casa de Chelsea para que se recobrara y pergeñó el plan que le enviaría a la escuela para evacuados de Ashton.
— Necesitará mucho tiempo para recuperarse, así que, por favor… descanse. Las clases pueden esperar — dijo Elizabeth, volviéndose hacia él.
— Gracias… gracias por todo — dijo Pawel mientras se levantaba de la silla. Tras dar las buenas noches a sus anfitriones, quedó impresionado por la expresión cautelosa, vigilante, de la señora Ashton.
Se encerró en su habitación, satisfecho de estar solo. Llevaba meses sin probar el alcohol, y el vino de la cena aún corría por sus venas mientras se desnudaba. Apagó la lamparita de la mesilla de noche y se quedó tumbado en la oscuridad. Cerró los ojos con la esperanza de disfrutar de un sueño sin pesadillas.