12

El momento del día que Anna prefería de su vida en Ashton era el que seguía a la cena. El resto de las horas quedaba repartido entre las clases, los oficios religiosos y las comidas. Pero siempre quedaba ese período de tiempo que precedía al sonido del timbre que indicaba la hora de acostarse, en el que se les permitía correr por la casa: un rato en el que se hacían amigos y se inventaban juegos, y en el que podían pasar cosas imprevistas.

A Anna le encantaba vagar por los oscuros pasillos y los cuartos en desuso que había en la casa. Arriba existía una habitación para equipajes, llena de maletas mohosas y de trastos viejos, raquetas de tenis y palos de criquet. Allí se construyó una guarida detrás de un baúl abierto. Pero un día se lo mostró a Beth Rothery, y a partir de ahí otros niños lo usaron como escondrijo, con lo que el lugar perdió su encanto.

Algunas tardes se encaminaba a la salita de cerca de la cocina donde había un viejo piano de cola. Su madre le había enseñado a tocar Danny Boy:era la única pieza que sabía, pero la tocaba con las dos manos, como una pianista de verdad. Sin embargo, la sala le gustaba más cuando estaba llena de grupos de niños, metiendo ruido con los palillos y tirando de las cuerdas del piano, entre gritos y bailes.

Con el tiempo los juegos se convirtieron en desafíos, normalmente orquestados por Billy Carter, que un día saltó desde la ventana de su dormitorio hasta la repisa de piedra que rodeaba la casa y avanzó por ella pegado al muro hasta el dormitorio de las chicas. Pero luego le desafiaron a que volviera a la cama por el pasillo, donde lo descubrió la señorita Harrison y lo castigó a estar dos horas de cara a la pared.

En otra ocasión fue Anna la que sacó la pajita más corta: le tocó llamar a la puerta de la habitación de uno de los maestros en plena noche y luego salir corriendo.

— ¡La del señor Stewart! ¡La del señor Stewart! — propuso Katy Todd, regocijándose en el riesgo ajeno.

— Su cuarto está demasiado lejos — adujo Beth.

— Pues la de la señorita Harrison, a ver si lleva peluca…

— No. Solo lo haré si es la puerta de la señorita Weir — dijo Anna, que ya estaba asustada por el reto; la alivió ver que se mostraban de acuerdo con su elección: esperaba que la señorita Weir, siempre amable y tranquila, no se lo tomaría muy a pecho.

Las niñas de su dormitorio permanecieron despiertas hasta que la señorita Harrison hubo terminado de hacer la ronda por su piso. Entonces Anna salió de la cama y caminó sobre la larga alfombra roja que iba por el pasillo y giraba hacia la habitación de la señorita Weir.

Volvió la cabeza. Katy Todd la seguía a cierta distancia, para comprobar que cumpliera el desafío.

Dobló la esquina. En uno de los extremos del descansillo había una luz encendida, para que el dormitorio de los más pequeños no quedara totalmente a oscuras. Despacio, de puntillas, se encaminó hacia la puerta cerrada del cuarto de la señorita Weir. Tenía el corazón acelerado y los ojos muy abiertos. Levantó la mano… y llamó, tan flojito como pudo.

Dio media vuelta y salió corriendo. Pero tropezó y cayó al suelo; se quedó quieta durante un momento. Aterrada, se incorporó y corrió de nuevo hacia el recodo del pasillo.

Oyó abrirse la puerta, y una voz que decía:

— ¿Sí?

Volvió la vista y vio a la señorita Weir en el umbral de su cuarto, en camisón, buscándola. Por un momento sus miradas se cruzaron. Anna giró hacia el otro lado del pasillo: no paró de correr hasta llegar a su dormitorio y meterse en la cama.

— ¿Lo has hecho? — preguntaron las otras.

— Sí. Pero me ha visto.

— ¿Viene?

— No lo sé…

El corazón de Anna seguía latiendo a toda prisa: temía que la señorita Weir se plantara en su dormitorio en cualquier momento y la sacara de la cama. Pero transcurrieron unos minutos y no pasó nada. Anna se tranquilizó. Las demás niñas se durmieron.

Pero Anna seguía viendo el semblante perplejo de la señorita Weir, el que había atisbado de reojo mientras huía, pálido a la luz de la lámpara. Se durmió con el corazón levemente encogido.

Al día siguiente intentó evitar a la señorita Weir, con la esperanza de que no la hubiera reconocido bajo la escasa luz del pasillo. Pero después del servicio religioso se topó con ella en el Marble Hall.

— Anna…

Ella bajó la cabeza y dio un paso atrás, como los cangrejos, incapaz de mirar a la maestra a la cara.

— ¿Va todo bien, Anna?

— Sí, señorita.

— Pero anoche llamaste…

— Lo siento mucho, señorita, no debería haberla molestado.

— No te estoy regañando, Anna. ¿Te pasa algo?

— Nada, señorita.

— Entonces, ¿por qué llamaste?

Anna levantó la vista, azorada, y balbuceó la verdad:

— Era sólo una broma…

— Vaya… — La señorita Weir ladeó la cabeza.

— Ni siquiera quería hacerlo.

Una expresión distinta invadió los rasgos de la señorita Weir; Anna no habría sabido decir si era de enfado o de curiosidad.

— ¿Cuándo volveremos a casa? — preguntó, poniendo ojos de huérfana. Se sintió culpable por apelar a su compasión. Pero la expresión de la señorita Weir se suavizó al instante.

— Me temo que eso aún no lo sabemos.

Anna agachó la cabeza, con aspecto contrito, aunque temía que se le escapara la risa.

— Espero que no tenga que pasar mucho tiempo — dijo la señorita Weir en tono amable.

— Sí, señorita — dijo Anna, esforzándose por reprimir una sonrisa e intentando adoptar una postura solemne.

— No dudes en llamar a mi puerta si necesitas algo, pero la próxima vez no te marches corriendo.

— Sí, señorita.

— Bien, pues dejémoslo…

Cuando entró en clase, las otras niñas fueron hacia ella.

— ¿Qué te ha dicho? — preguntaron.

Radiante, pero aún temblorosa por el mal trago, Anna les contó que había fingido estar añorada y lo bien que había funcionado: había salido del paso sin un castigo, sin tan siquiera una reprimenda, nada. Se regodeó en lo que había hecho a sabiendas de que eso le granjeaba el respeto de las otras.

Pero a medida que transcurría el día fue sintiéndose incómoda: culpable por haber mentido, por haberse burlado de la amabilidad de la señorita Weir. Se sentía mala.

Nunca más, decidió Anna. Nunca más volvería a engañar a nadie de ese modo.

La conversación de Ruth Weir con Anna en el pasillo no pasó desapercibida para Elizabeth Ashton.

La estampa removió algo en Elizabeth. Y cuando hubo revisado las listas de tareas con el personal doméstico, se dio cuenta de que ese algo había sido una momentánea punzada de celos: la complicidad que se desprendía de la escena le había sentado mal.

La iniciativa del colegio había partido de ella, y, por tanto, debía ser también ella la que mantuviera una relación más estrecha con los evacuados. Pero al ver cómo se relacionaba aquella joven maestra con los niños, al notar su acercamiento espontáneo a ellos, fue consciente de que ella no tenía la misma disposición.

Decidió ir caminando hasta el pueblo a recoger las nuevas cartillas de racionamiento, con la esperanza de que el paseo la sosegara. Anduvo deprisa por el camino, pisando con cuidado sobre las rejillas para el ganado mientras intentaba aclarar sus pensamientos.

Thomas estaba siempre ocupado con las clases y encantado con ello: lo notaba en sus ojos. Se había adaptado rápidamente a su nueva vida. En cambio, ella había delegado todas las tareas docentes y se había quedado solo con las organizativas. Sintió que la confianza en sí misma se evaporaba.

A pesar de los rituales y costumbres inherentes a la nueva escuela, ella se mostraba incapaz de asentarse en la rutina. Vivía en un estado de perpetua inquietud, su vida carecía de ritmo. Los domingos, mientras Thomas se preparaba para la semana siguiente, un pesimismo extraño se apoderaba de ella: desasosiego, pánico ante los días que se avecinaban… ¿Cómo llenar todas esas horas?

Fumaba demasiado. Por las noches apuraba los cigarrillos hasta consumirlos, como si tuviera prisa por encender el siguiente… y por servirse otra copa que mitigara la irritación que le producía el tabaco. Mientras tanto, Thomas leía; en un alarde de tacto, fingía no percatarse de su nerviosismo.

Cuando llegó a la estafeta de correos, admitió para sus adentros que, como siempre, lo que necesitaba, lo que quería, era un hijo propio. Había tenido la esperanza de que esa multitud de niños correteando por Ashton apaciguara ese anhelo, pero no había sido así. Al menos todavía.

Para volver a casa tomó el camino que bordeaba el lago del parque y observó el lento vaivén de la maleza bajo la superficie del agua. Más allá, el jardín de rosas aparecía yermo y vacío, mostrando solo las cabezas desnudas de los rosales, ahora sin flores.

Se dijo que, cuando no les daba el sol, los jardines a veces adoptaban un aire triste. Pero el mal tiempo no parecía desalentar nunca a los niños. En cuanto sonaba el timbre del recreo, una bandada de críos corría hacia el exterior y rodeaba la fuente. Se había percatado de que solían correr en torno a ella: les gustaba mojarse las manos en el agua.

A veces se sentía tentada de salir a tocarlos, como si eso pudiera curar el dolor de su corazón.

— ¿Qué has hecho esta mañana? — le preguntó Thomas durante el almuerzo.

— Fui a dar un paseo por el parque. Estaba precioso — añadió, a sabiendas de que a él le gustaban los comentarios positivos. Pero se abstuvo de mencionar a los niños.

Después, cuando él se fue a dar una clase, ella se sentó en su escritorio y se dedicó a responder cartas y revisar facturas. ¿Es esto todo, se preguntó de repente, o se trata solo de un momento de transición, de preparación para algo nuevo?

Llevaba diez años con Thomas, y ya no sabía lo que sentía por él o por su vida en común.

Corría el verano de 1927 cuando le habían presentado a Thomas en un cóctel que se daba en Londres.

— Creo que no nos habíamos visto nunca — le dijo él con una sonrisa amable, después de que su fornida anfitriona los hubo presentado.

— No, creo que no — repuso ella educadamente, aunque lo cierto era que sabía quién era. Ambos habían asistido a las mismas fiestas aquella temporada, y ella lo había observado yendo de un grupo a otro: siempre, al parecer, a su aire. Con una sonrisa en los labios, pero sin revelar nada de sí mismo.

Elizabeth había reparado por primera vez en Thomas en medio de una estancia llena de gente. Su presencia era tan irresistible que incluso colocado de espaldas a la fiesta, mientras admiraba un cuadro veneciano con un amigo, atraía las miradas de la gente. Movida por la curiosidad, Elizabeth se había abierto paso hacia uno de los lados del salón forrado de seda, desde donde podría verle la cara. Él se había reído por algo, y al hacerlo había echado la cabeza hacia atrás: fue la primera vez que distinguió sus rasgos. Así que ese es Thomas Ashton, pensó. Parece un dios inglés. Se sintió dominada por un miedo instantáneo… y a la vez por unas tremendas ganas de conocerlo.

Lo observó deambular por el salón. Su atractivo era evidente, y tenía una sonrisa amplia, espontánea, capaz de disipar cualquier malestar. Se fijó en sus serenos ojos azules enmarcados por cejas oscuras, y en su suave y espeso cabello peinado hacia atrás, dibujando una elegante curva sobre su frente. Y a pesar de todo no parecía presumido: desprendía una modestia innata, como si fuera ajeno a sus propios encantos físicos.

A la sazón Elizabeth tenía veintiún años; era una joven alta y esbelta, de ojos oscuros, vivos, con una melena cobriza que le caía en forma de ondas hasta los hombros. Aquel verano había empezado a sentirse insegura y frágil. Tres años antes había llegado a Londres para su puesta de largo, y había asistido a todos los bailes de la temporada, siempre perseguida por una fila de posibles pretendientes. Muchos de esos jóvenes aspiraban a ser oficiales de la Guardia Real y a menudo le costaba encontrar algo, cualquier cosa, de la que poder hablar con ellos. Existía una regla no escrita que decía que las chicas debían ser bonitas y parlanchinas: las anfitrionas no tardaban en abandonar a su suerte a las chicas que no tenían facilidad de palabra.

Su propia puesta de largo se celebró en la casa de su tía, en Eaton Terrace: el amplio salón se despejó de muebles para convertirse en sala de baile y se adornó con claveles y rosas. Pero no hubo ningún oficial de la Guardia Real, ningún banquero, ningún abogado, que le llamara la atención de una manera especial. Bailó con muchos caballeros: altos, delgados, fornidos, estadounidenses, listos, insulsos, ricos. Al término de la temporada de baile, con la llegada del otoño, se iniciaron las partidas de caza. Se paseó por las fiestas londinenses durante los dos años siguientes, y entretanto trabajó en una escuela benéfica de Chelsea para ahorrarse así el tedio de la búsqueda de marido.

— ¿No estarás siendo demasiado exigente? — le había preguntado su madre.

Las fiestas se habían desarrollado sin demasiadas novedades: los mismos platos de mousse de salmón y lengua, las mismas sillas doradas dispuestas en torno al salón de baile para acoger a las carabinas de las debutantes. Pero las señoras de cierta edad que observaban los bailes veían claro que no todas las chicas tendrían suerte en ese juego de las sillas que era la búsqueda de marido. Sabían ya que, terminada la guerra, había cuatro millones de mujeres de más, cuatro millones de jóvenes mujeres a lo largo y ancho del país que estaban destinadas a ver frustradas sus aspiraciones románticas. La señora Fairfax estaba preocupada por su hija, aunque conservaba algunas esperanzas ya que Elizabeth era hermosa y lista.

— Pero es caprichosa — le decía a su marido, un soldado condecorado que en privado sentía un gran alivio al poder eludir, de momento, las facturas que implicaba una boda. Era como si nada pudiera acercarse a las imágenes platónicas que se habían grabado en la mente de Elizabeth: en ellas los colores eran siempre más brillantes; la luz, más intensa; las formas, más llenas. Había llegado a Londres rebosante de un anhelo impreciso, de ambición, de energía. Pero sin estudios universitarios, ¿qué podía hacer excepto esperar a casarse?

Empezó a volverse impaciente, cínica, hastiada de todo. Jugó con la idea de abrir una sombrerería. Soñó con viajar a África. Intentó trazar planes que supusieran algún cambio, algo a lo que dedicar su vida.

Pero la visión de Thomas Ashton alentaba en ella nuevas esperanzas. Antes de que se hubiera percatado de ello, él se había convertido en un reto. Era un joven y brillante diplomático destinado en Berlín que había vuelto a Londres a pasar el mes de junio, y ella asistió a tantas fiestas como le fue posible con la esperanza de coincidir con él.

No tardó en descubrirse pensando en Thomas a todas horas. Al principio fue más bien por una cuestión de vanidad: Thomas era el hombre más apuesto, el más romántico, el más deseable de todas las fiestas, y la parte de obstinación de su carácter impedía que Elizabeth pudiera conformarse con nadie más. Pero a eso pronto le siguió la humildad que nace del deseo, ya que él no demostraba el menor interés por ella. Cada vez que se cruzaban, ambos parecían agradablemente sorprendidos de volver a verse. Pero mientras la sorpresa de ella era fingida, la de él era genuina.

A esas alturas estaba completamente cautivada. Por su inteligencia, su gentileza, su cortesía, pero también por su inusual indiferencia, que apuntaba a una melancolía interior. Había algo tenso y escondido en ese hombre, y ella sabía que cuando amara, sería algo especial.

En cualquier reunión ella prefería verlo de lejos, ya que eso le concedía tiempo para serenarse. Los encuentros por sorpresa suponían una agonía, porque la pillaban de improviso y apenas podía contener el temblor. Tenía que respirar hondo para mostrarse vital, ingeniosa o interesante. Intentaba mirarlo a los ojos con sutileza. Aquella mirada azul que se posaba en ella y la hacía temblar, pero que a la vez denotaba que él no sentía… nada. Se limitaba a sonreír y a entablar una conversación cortés.

La temporada siguió adelante: fiestas, cenas, cócteles. Ella empezó a disfrutar del vino y a dejarse caer por el Embassy Club acompañada de otros hombres, pero todos eran burdos y sosos en comparación con Thomas. Peor aún, él regresó a Berlín, y Elizabeth supo que tendrían que pasar meses antes de que volvieran a verse. Quizá encontrara el amor en Alemania. Sufría por su ausencia, pero eso solo servía para incrementar su deseo.

Buscaba pasar tiempo a solas para poder pensar en Thomas. Se separaba de sus amigos y se acercaba a una ventana solo para cerrar los ojos y conjurar su rostro. En una ocasión, mientras subía la escalera de su casa, la cara de Thomas le vino a la mente y se quedó paralizada: tuvo que apoyarse en la pared para recobrar el aliento. A veces la sensación de tenerlo cerca era tan fuerte que llegaba a gritar su nombre.

Se veía cogiendo su mano. Anhelaba acercar los dedos a aquel rostro y mirarlo a los ojos. Ansiaba la llegada de la noche, porque en la oscuridad de su habitación podía dejarse llevar por el placer de imaginar su presencia. Si cerraba los ojos el tiempo suficiente, a veces creía advertir, por un breve instante, cierta sensación difusa de la intimidad que tanto deseaba… pero el momento se desvanecía enseguida.

Escribía su nombre en trozos de papel. Escribió cartas que nunca envió. Recabó información sobre él, solo por el placer de oír su nombre en voz alta. Como su familia también procedía de Yorkshire, sabía algunas cosas sobre los Ashton: sobre la casa, las cacerías, la muerte de sus hermanos en la guerra y la de su hermana debido a la gripe. Recordaba haber conocido a Claudia cuando era niña, y la noticia de su inesperada muerte le había causado en su día una profunda impresión, pero ahora que amaba a Thomas, las penas que había soportado esa familia la golpeaban con una intensidad nueva. Se descubrió llorando por cosas que habían sucedido una década atrás. Thomas era ahora la imagen del patetismo noble, de la entereza.

Se dijo que ya faltaba poco para que regresara de Berlín, y eso al menos le daría la oportunidad de averiguar si había allí alguna otra mujer que se hubiera adueñado de su corazón. Entretanto, contenerse era cada vez más difícil. Estaba desesperada por acercarse a ese hombre, que parecía totalmente ajeno a su existencia.

En la siguiente visita de Thomas a Londres, en el verano de 1928, la situación respecto a Elizabeth no habría cambiado de no haber sido por su amigo y compañero del Ministerio de Asuntos Exteriores, Clifford Norton. Erudito, reservado y más bien austero, Norton solía evitar las fiestas, pero se encontró por casualidad con Thomas en una recepción que se celebraba en una galería de arte a la que lo había arrastrado su esposa Peter. Los dos diplomáticos se refugiaron en un rincón y se pusieron al día de las últimas noticias de trabajo mientras la esposa de Norton deambulaba por la galería. Elizabeth también estaba allí y vio a los dos hombres juntos. En un arranque de valor, se encaminó hacia Thomas para saludarlo… aunque la conversación duró solo un momento.

La charla fue banal, pero Norton adivinó el interés de aquella joven por Thomas. En años sucesivos ella comprendió que Norton no la tenía en demasiada estima, dado el sentimiento de protección que guiaba su amistad hacia Thomas. Sin embargo, cuando Thomas buscaba una pareja a última hora para que lo acompañara a un concierto, Norton se acordó de Elizabeth y propuso su nombre.

Dos días después ella estaba sentada al lado de Thomas en el Wigmore Hall. Los cuatro músicos, impecables en su atuendo, saludaron al público y se subieron al pequeño escenario; permanecieron inmóviles hasta que el director asintió con la cabeza y las notas del melancólico cuarteto de cuerda de Debussy empezaron a flotar en la sala.

Era música de cámara que ya conocía y que siempre le había parecido amablemente melancólica, pero esa noche Thomas se descubrió intensamente conmovido y se preguntó si aquella misteriosa reacción tendría algo que ver con el hecho de ir acompañado de Elizabeth. Se volvió hacia ella en alguna ocasión y se encontró con su mirada. Parecía cautivada, pensó él, conmovido no solo por la música sino también por la intensidad que emanaba de esa mujer sentada a su lado.

Lo que no podía saber era que ella temblaba por su presencia, que el corazón le ardía con la alegría agridulce de un deseo largo tiempo acariciado. En cuanto él dirigía los ojos hacia ella, ese corazón parecía dar un vuelco. Es el hombre al que amo, le decía la música, le decía su cuerpo estremecido, mientras intentaba calmar el temblor de sus manos.

Por el rabillo del ojo, Thomas contemplaba su cuello largo, la firme elevación de sus senos, sus elegantes tobillos. Observó el modo en que aquellos dedos finos parecían centellear al ritmo de la música. A mi madre le gustaría esta chica, pensó; luego se dio cuenta de que también a él le gustaba. Lo atraía su gracia femenina, su tenue fragancia, y la encantadora expresión de su cara. Se sintió orgulloso de ser su acompañante. Es más, se sintió de repente en casa, como si lo conocieran y lo entendieran. Era extraordinario, pensó, dado lo poco que se habían tratado.

Durante el descanso, mientras charlaban, la conversación de la joven causó en él una honda impresión. Quizá porque abordó con mucho tacto el tema de su hermana Claudia, rompiendo así la reserva habitual en él y dando pie a una conversación sincera. Él no podía saber que Elizabeth ya había soñado en cómo entrar en su vida, que cada gesto, cada palabra que pronunciaba, llevaba la impronta de todos esos días y sus respectivas noches de anhelo íntimo. Thomas solo tuvo la misma sensación que cuando uno se reencuentra con alguien a quien conoció tiempo atrás.

Una velada de una intensidad imprevista, y sorprendentemente tierna, pensó él mientras escuchaban el elegante canto fúnebre del cuarteto de cuerda de Ravel durante la segunda parte del concierto.

Después de que la acompañara a casa, Elizabeth se encerró directamente en su habitación, atrapada entre la fascinación y el temor. Sabía que no podría desprenderse de ese amor, porque al fin tenía alguna esperanza. Tendría que seguir adelante, sufrir por él si fuera preciso.

Todo eso había sucedido once años atrás. Ahora, mientras caminaba por los pasillos de Ashton, Elizabeth sentía algo parecido a la protección hacia su yo joven… y hacia esa forma incondicional en que se había dejado arrastrar por sus sentimientos, sin detenerse nunca a considerar adónde podían conducirla.

Se paró un momento en el pasillo de piedra, atraída por su luz cobriza. Los últimos rayos del sol vespertino penetraban a través de las ventanas y sin poder evitarlo levantó la vista, intentando evocar la primera vez que había visto aquella cúpula azul, años atrás… con el nerviosismo y la inseguridad que habían empañado su primera visita a Ashton Park. Había llegado en su propio coche y avanzado, con cautela, por la larga avenida blanca, pero cuando la casa surgió por fin ante sus ojos, le falló el valor. Incluso entonces ya se había preguntado si aquel enorme caserón podría ser algún día su hogar.

En ese primer viaje ella había llegado a tiempo para unirse al té que se servía a los invitados. Fue un momento de confusión, había mucha gente a la que no conocía; luego mantuvo un breve encuentro con el padre de Thomas, que la miró con una desconcertante franqueza, y con su madre, que le pareció distraída y algo ausente.

Una doncella le deshizo el equipaje mientras ella tomaba un baño, algo que le resultaba nuevo. Recordaba haber notado que la anticuada bañera estaba manchada de restos oscuros dejados por el agua turbia. A solas en su habitación, se vistió con cuidado: quería mostrarse elegante y recatada. Se recogió el pelo con manos torpes por los nervios y ni siquiera soportó la idea de ver el resultado en el espejo. Respiró hondo, exhaló el aire y descendió lentamente la gran escalera de caoba en busca de algo de beber.

Desde el umbral del estudio solo distinguió a Thomas, vestido con un traje tan perfecto que la hacía sentir casi incómoda. Ella vaciló, pero suspiró aliviada cuando su entrada en la sala fue recibida con evidente placer; de repente se sintió más cómoda con aquel vestido largo y ajustado.

La cena, sin embargo, constituyó una nueva prueba.

— Whitby fue fundada por los benedictinos — le dijo el padre de Thomas en tono pomposo después de que sirvieran el faisán— , pero las otras grandes abadías de la zona, Rievaulx, Jervaulx, Byland, Fountains, eran cistercienses, por supuesto.

Por supuesto. Ella no sabía ni una palabra de los monasterios de Yorkshire; podía sonreír y asentir a las palabras de su anfitrión hasta la extenuación, pero no conseguía encontrar algo que decir. Tal vez fue esa sensación de incomodidad durante la cena lo que le impidió conciliar el sueño aquella noche: con la cabeza hundida en una almohada que olía a viejo, deseó poder irse a casa.

El día siguiente resultó aún más duro. Thomas la paseó por la casa y los jardines. Estaba a solas con el hombre a quien amaba, y sin embargo ella se mostraba casi incapaz de tener una idea, un punto de vista, algo que aportar.

— Este verano el tiempo ha sido muy decepcionante. Demasiada lluvia.

— En Berlín hemos tenido más suerte.

— Me gustaría ver Berlín.

— No es una ciudad bonita, pero resulta tonificante: tienen algunos arquitectos muy originales.

No hubo una invitación para visitarlo en la embajada. Tal vez él hubiera cambiado de opinión ahora que sabía que era así de insulsa.

Los pasillos eran largos, el ruido de sus pasos resonaba en ellos. El Marble Hall estaba lleno de ecos de puertas que se abrían y cerraban. Los retratos la vigilaban desde las alturas, ella pensaba con temor que la atravesaban con la mirada. Entretanto, Thomas seguía mostrándose encantador y considerado; caminaba a su lado, pero a la distancia suficiente para que las manos de ambos no se rozaran. Ella disfrutaba con solo ver la gracia de sus movimientos.

Pero a la hora de comer sus padres se mantuvieron distantes.

— La salsa de Cumberland es perfecta para el cordero, ¿no crees? — comentó Miriam Ashton— . ¿Admiras a Ramsay MacDonald? Aquí en Ashton apreciamos mucho su obra, porque tenemos la sensación de que comprende el paisaje — prosiguió. Hablaba sin mirar a Elizabeth a la cara y, al parecer, sin esperar respuesta.

Esa tarde una llovizna les impidió salir. Thomas y Elizabeth se dedicaron un rato a hacer un puzle de un cuadro de Turner en el estudio hasta que, por fin, un sol tímido se derramó sobre el cielo sombrío y la lluvia amainó. Thomas propuso que dieran otro paseo: la condujo por las pendientes de hierba, donde el suave murmullo de los árboles llenaba los abruptos silencios de su conversación.

Por fin Elizabeth empezó a sentirse algo más cerca de aquel anfitrión que pecaba de un exceso de formalidad. Cuando llegaron al bonito templo jónico, con el río cayendo en forma de cascada de fondo, notó que Thomas se abría un poco.

— Qué vista tan magnífica — dijo ella con una convicción creíble, mientras notaba cierta tensión súbita en Thomas. Ella no podía ofrecer más que comentarios banales, tópicos. Thomas se mantuvo inmóvil y dirigió la vista hacia el río.

— Es mi lugar preferido — dijo él con pasión.

Invadida por una sensación de pánico, Elizabeth contempló el paisaje que se extendía ante ellos. Comprendió que él quería ver si ella podría amar ese lugar, si el entorno era capaz de conmoverla tanto como a él. En realidad, la vista le decía poco: era un paisaje hermoso, mortecino, sin nada que destacara. Pero mientras lo observaba, notó que Thomas volvía la cara hacia ella. Pudo oír sus propios latidos mientras esperaba, percibiendo los ojos de Thomas clavados en ella. Entonces se volvió hacia él.

Lo que vio hizo que el corazón le diera un vuelco. En sus ojos brillaba una esperanza ansiosa, su rostro era el más bello que ella había visto nunca. Él se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en sus hombros. Su tenso semblante fue hacia ella, sus ojos la atravesaron, su boca le abrió los labios. Se besaron, fundidos en un abrazo. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y se apretó contra su cuerpo. Por dentro se sentía agitada por una fuerte corriente, invadida por la deliciosa expectativa del amor.

Cuando se atrevió a mirarlo a los ojos, él puso la mano en su barbilla y no dejó que apartara la vista: se habían encontrado.

Pasearon y pasearon, entre risas, besos y abrazos; pasaron por la pista de tenis y por el pabellón de los sauces, dejaron atrás el lago. El sol partía el triste cielo con intensos destellos dorados.

Sus caras brillaban de júbilo cuando volvieron a casa para tomar el té. La felicidad los estremecía. Todos los presentes pudieron advertirlo. El padre de Thomas parecía aprobarlo en silencio.

El domingo fue un día tranquilo. Tras el servicio en la capilla, Thomas llevó a Elizabeth a remar al lago. Sus dedos se rozaron, se besaron muchas veces. Los avances de Thomas eran francamente decorosos y Elizabeth se dejó llevar. Y aunque ardía por dentro de ganas de tocarlo, se contuvo.

Por fin Thomas la invitó a ir a Berlín. Asegurado ya el próximo encuentro, Elizabeth se sintió lista para partir. Después del té, mientras realizaba el largo viaje hacia el sur, notó con alivio cómo se evaporaba toda la tensión. Había vivido suficiente amor para un fin de semana; no quería perderlo por exceso o por prisa.

Se llevaba consigo el recuerdo de Thomas con el brazo alzado, despidiéndose de ella desde la escalinata de Ashton Park. Con los hombros relajados, era la viva imagen de la serenidad. Este es mi hogar, mi esperanza, parecía expresar su cuerpo mientras le decía adiós.

Incluso entonces, en el momento de mayor euforia, Elizabeth había notado una leve sensación de inquietud. Sabía que había conseguido a Thomas a hurtadillas. Sin que él se diera cuenta, ella había orquestado sus emociones. Él creía haberla conquistado, pero ella sabía la verdad: lo había forzado a amarla.

Pero ahora, tantos años después, la culpabilidad de Elizabeth había adoptado otro matiz: había perseguido a Thomas con denuedo solo para luego perder su amor por él.

A veces, desde el otro extremo del comedor, veía a Thomas hablando con alguien y de repente el corazón le daba un vuelco al apreciar su sonrisa. Y regresaba a ella el recuerdo de lo mucho que lo había deseado antes de casarse. Pero sabía que ahora era solo un sentimiento recordado, no una emoción en presente.