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6 de octubre de 1939
Querida mamá:
Aquí hay muchos árboles y castaños de Indias. Ayer hicimos una gran montaña de hojas y nos escondimos debajo.
Anna nunca había notado el otoño hasta entonces. En casa, los escarpados montes de casas pareadas tapaban la luz y ocultaban el paso de las estaciones. Era verano cuando salía a la calle, pero luego lo único que recordaba era que se acortaban los días, y esa larga espera hasta Navidad. Hojas mojadas en la acera y ramas desnudas recortadas contra un cielo blanquecino.
Pero ese año, en el remoto Yorkshire, Anna presenció por primera vez el esplendor del otoño. Grandes avenidas arboladas teñidas de ocre. Castañas crudas centelleando sobre los amplios campos y hojas a la deriva impulsadas por feroces ráfagas de viento. El tiempo se le metía entre los dedos hasta penetrar en ella, hasta hacerla sentir nueva y distinta.
Ese día, una leve llovizna había convencido a muchos niños de meterse en casa, pero Anna había optado por seguir fuera un rato más, para seguir jugando con críos a los que apenas conocía. En el vacío jardín las rosas se mantenían extrañamente impávidas, como detenidas en el tiempo. El silencio era tal que podía oírse un suspiro de lluvia, próximo o lejano.
En ese momento, bajo el cielo encapotado, Anna se percató de que estaba decepcionada. Unas semanas antes había emprendido un viaje convencida de que la llevaría a la costa, a ella y a todos los demás. Se había imaginado correteando sobre arena blanda, en una eterna tarde de sol y sin colegio. Ahora se preguntaba cuándo podría volver a casa al lado de su madre.
Se hallaba junto a un macizo de rosas maltrechas, amarillas pero con los bordes secos, rotas por la lluvia. No desprendían aroma alguno. Los setos eran como rígidas aljabas en las que gotas de agua asomaban como flechas. Anna sacudió un seto con un palo y el agua salpicó sus espinillas desnudas.
Ahora llevo uniforme. ¿Eso significa que voy a quedarme mucho tiempo más? Estoy bien pero te echo de menos. Muchos besos, Anna.
El día del reparto de uniformes había marcado un hito importante. Faldas grises para las chicas, pantalones cortos del mismo color para los chicos, camisas blancas para ambos. Solo disponían de algunas tallas, de manera que muchos evacuados usaban prendas que les iban grandes, con las mangas arremangadas. Pero a la mañana siguiente, cuando bajaron a desayunar, Anna se dio cuenta de que ahora todos parecían más o menos iguales.
Contó que había seis maestros en el colegio; o siete, si incluíamos al señor Ashton. El director era un tal señor Stewart, un escocés que ya había desempeñado ese cargo en un colegio de Pimlico. El señor Stewart poseía un porte muy rígido, estilo militar, y un gran bigote veteado de gris, corno el del señor Chamberlain. Anna lo vio en más de una ocasión paseando solo, abriéndose paso con un bastón entre las hojas caídas.
Algunos niños no superaban su añoranza y lloriqueaban a todas horas, lágrimas que parecían fundirse con los mocos de un eterno resfriado. Pero Anna no lloró. A medida que pasaban las semanas fue enorgulleciéndose de ser una de las evacuadas más valientes, capaz de adaptarse a todo. Aún echaba de menos su casa, pero una parte de ella quería vivir aquella aventura hasta el final.
Nunca había estado en un sitio que ofreciera tantos rincones secretos para explorar. En el jardín había una estatua imponente del Tiempo, y una caseta abandonada en el bosque… y más allá un cementerio para mascotas en el que podían leerse curiosos nombres. En los pasillos de la casa colgaban retratos fantasmales de personas olvidadas, y ocultas escaleras ascendían hasta buhardillas polvorientas abarrotadas de muebles y papeles viejos.
Uno de los chicos mayores encontró lo que antaño debió de ser el cuarto de los niños. La estancia estaba pintada de un color azul aciano, ya desvaído, y en ella se amontonaban montañas de juguetes viejos. El lugar se convirtió en la guarida secreta de algunas de las niñas más avispadas, entre ellas Anna. Contenía una casa de muñecas, aún habitada por preciosas muñequitas de porcelana cuyos rostros mostraban una expresión de sobresaltada felicidad. A un lado había un viejo balancín con forma de caballo, de crines flacas y con las correas desgastadas. En los estantes se acumulaban rompecabezas de madera cubiertos de polvo. También había soldaditos de plomo y un tamborilero mecánico que aún funcionaba si se le daba cuerda. Muñecas de cabellos alborotados y ositos de peluche tuertos.
¿Tenían los Ashton una hija?, se preguntó Anna. Tal vez estuviera encerrada en alguna parte de la casa…
— ¿De quién era la casa de muñecas que hay en el cuarto de los niños? — preguntó un día en tono casual a la doncella, la señora Robson, mientras esta doblaba la colada.
— Pues tiene que ser de la señorita Claudia — dijo ella— . La hermanita del señor Ashton. Murió de gripe cuando era joven.
La noticia sobresaltó a Anna. Una niña muerta, una hermana muerta, en Ashton Park. Quizá la familia soportara la carga de una maldición.
— Y el señor Ashton… ¿siempre ha sido cojo?
— Oh, no — respondió la doncella con gran énfasis— , era el hombre más apuesto de Yorkshire. Corría, montaba, bailaba… todo.
La enérgica señora Robson no parecía muy afectada por la revelación, pero Anna se estremeció. Ver tu vida cambiada de manera tan drástica… ¡qué horror!
¿Qué le habría pasado?, se preguntaba Anna. Tal vez las heridas de guerra lo habían dejado inválido. Tal vez había ganado una medalla al valor en la Gran Guerra, al mando de sus hombres. O tal vez hubiera sufrido un accidente de automóvil…
— Es horrible — fue todo lo que consiguió balbucear, con la esperanza de que eso alentara las confidencias de la señora Robson.
— Él puede con eso. Y tiene a mucha gente que le ayuda.
La señora Robson estaba ocupada contando fundas de almohadas, pero al mirar de reojo a la niña, cuyos ojos se habían llenado de lágrimas al enterarse de la desgracia del señor Ashton, reaccionó de manera severa, casi con irritación.
— Hay cosas mucho peores que ser un Ashton, aunque esté tullido. Reserva tu compasión para los que tienen que bajar a las minas todos los días: allí, si te partes el espinazo estás acabado, como una herramienta rota. El señor Ashton tiene muchas cosas de las que disfrutar, mucho de lo que alegrarse. Está bien.
El discurso de la buena mujer contenía una marcada nota de reproche, pero la compasión de Anna recaía en aquel hombre bueno y amable, que tanto se esforzaba en las lecciones para que aprendieran. Hasta entonces no había caído en lo mucho que él debía de haber perdido.
La siguiente vez que el señor Ashton se presentó en su clase, ella sintió un escalofrío, una secreta sensación de vergüenza ya que había estado pensando en él. Él había despertado su compasión, y luego, al verlo avanzar en la silla de ruedas hacia la parte delantera de la estancia, se dijo que ya no había forma de contenerla.
Thomas Ashton acercó la silla al pupitre del maestro y luego miró hacia delante: catorce semblantes le observaban, expectantes, respetuosos, quizá también un poco inquietos.
Qué extraño era todo eso. Encontrarse en ese momento dando clase a un grupo de críos desconocidos, todos menores de diez años. Su primera lección de latín.
— Empecemos por el principio — dijo él, con un carraspeo— . ¿Sabéis qué es lo primero que todos los niños aprenden en latín? Amo, amas, amat, amamus, amatis, amant, la conjugación del verbo amar. Aprended amo, y eso os abrirá las puertas hacia una de las mayores lenguas muertas de la historia.
Sonrió al decir estas palabras para ver si así los niños se tranquilizaban un poco.
— A partir de aquí, todo es bastante fácil — prosiguió. Se desplazó hasta la pizarra para escribir la conjugación en ella— . Repetid después de mí. Amo, yo amo; amas, tú amas; amat, él o ella ama…
Empezó a recitar las palabras y los alumnos le imitaron.
— Amo, amas, amat, amamus, amatis, amant.
— Otra vez.
Los niños repitieron la letanía una y otra vez, sin entender nada, todo sea dicho, de aquel rígido estribillo. Yo amo, tú amas, todos nosotros amamos.
— Muy bien — dijo Thomas, acallando aquel coro con un gesto de la mano— . Ahora ya sabéis hablar en latín. Recordad esas palabras y ellas no os abandonarán nunca.
Sonrió, y vio que tres hileras de caritas curiosas le devolvían la mirada, inocentes y obedientes.
¿De verdad enseñar era tan fácil?, se preguntó mientras recordaba el internado donde él había estudiado, los intimidatorios profesores, las rutinarias palizas, los innumerables miedos del día a día. Su único deseo era ayudar a esos niños huérfanos.
— Incluso en la actualidad encontraréis rastros de latín en los sitios más extraños — dijo Thomas mientras daba una moneda a uno de los alumnos para que fuera pasando de mano en mano; en ella, debajo de la imagen del rey, aparecía la inscripción Georgius Rex.
— ¿Ha sido siempre profesor de latín, señor? — preguntó Katy, una niña con coletas.
La pregunta, formulada con cierta brusquedad, pilló a Thomas desprevenido. De repente se vio a sí mismo tal y como debían de verlo ellos: un hombre en silla de ruedas, aparentemente enfermo, empeñado en que aprendieran una lengua muerta. No debería sentirse obligado a dar explicaciones a un hatajo de críos… ¿o sí?
— No, no siempre he sido profesor — dijo con un leve encogimiento de hombros, consciente de la expresión de curiosidad de los semblantes de sus alumnos— . Las cosas no siempre son lo que parecen. Antes era diplomático — añadió.
— ¿Qué es «diplomático», señor?
— Alguien que trabaja para mantener la paz entre distintos países.
— ¿Y pueden parar las guerras?
— Lo intentan.
— ¿Pueden parar esta guerra, señor?
— Ojalá — dijo con un deje de ironía— , pero ha habido demasiadas meteduras de pata.
Se hizo el silencio. Thomas paseó la mirada por la estancia; de repente sintió el peso de aquellas caritas confiadas que le observaban, a la espera de que su maestro los tranquilizara diciendo que todo iría bien. Esbozó una sonrisa que quería transmitir confianza.
— Pero no me cabe duda de que veremos el final de herr Hitler: es solo cuestión de tiempo. Y luego todos volveréis de nuevo a casa.
El suspiro de alivio que se extendió por la clase le provocó una sensación incómoda: ahora todos creían que la victoria estaba a la vuelta de la esquina, solo porque él lo había dicho.
— Pero, mientras tanto… aprenderéis latín — les advirtió con falsa severidad. Algunos alumnos sonrieron, pero entonces sonó el gong que anunciaba el final de la clase.
Thomas se desplazó hacia la puerta; Anna Sands, que estaba sentada en la última fila, se levantó a abrírsela.
— Gracias, Anna — dijo él, pero la niña, tímida, no levantó la cabeza. Tenía unos ojos que parecían estar siempre alerta, pensó Thomas antes de salir de la clase.
Anna volvió a su asiento. ¿Los Ashton tenían hijos?, se preguntó. Esperaba que sí. Él debía de ser un buen padre.