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A principios de 2006, Anna Sands creyó ver a su madre en la televisión. Estaba viendo un documental sobre el Blitz, que comenzaba con tranquilas imágenes del Londres de antes de la guerra — hombres con bombín que se apresuraban a ir al trabajo, señoras paseando cochecitos de bebé por los parques— , pero de repente esas escenas en blanco y negro daban paso a otras en color que mostraban la ciudad durante la guerra, y fue entonces cuando creyó ver a su madre, caminando por la calle vestida con un bonete y zapatos de tacón alto.

La visión fue tan fugaz que Anna se preguntó si se había tratado de una ilusión. Su madre había aparecido unos segundos, como en un sueño, durante una toma general de unos edificios en llamas. Al día siguiente, Anna llamó a la BBC para pedir información sobre la grabación. Durante semanas hubo innumerables llamadas e intercambios de mensajes, hasta que por fin se encontró en un edificio anexo al Imperial War Museum, con una petición por escrito que la autorizaba a realizar un visionado privado. Un archivero muy parlanchín, cargado con un rollo de película de 16 mm, la condujo a una sala de proyecciones.

— Es una de nuestras cintas más populares — le dijo— : la única grabación en color del Blitz. La rodó una mujer, con una simple Bolex casi de juguete, de manera que el resultado es un poco raro: muestra un Londres borroso, como si la ciudad apareciera en un sueño.

Puso la cinta en la bobina de un ruidoso proyector que tenía una pantalla pequeña. Anna se sentó y vio tomas al azar de Londres durante la guerra, capturadas en los vibrantes y puros colores de las viejas películas. Gente que paseaba y sonreía a la cámara. Obreros tomando el té y comiendo sándwiches, todos tranquilamente ajenos al fondo de edificios destruidos y calles agujereadas. Durante unos diez minutos Anna no vio más que a extraños hasta que, de repente, la vio a ella: era su madre, andando por una calle desierta, ridículamente arreglada con sombrero y traje chaqueta en aquel entorno lleno de escombros. Anna profirió un grito. El joven paró la máquina y rebobinó la cinta.

La imagen duraba nueve segundos. Eso era todo. Una toma de su madre andando por la calle que se cortaba bruscamente para dar paso a otra escena.

El archivero se llamaba Robin. Le enseñó cómo rebobinar la cinta y luego la dejó para que viera a su madre las veces que quisiera mientras él iba a hacer una llamada telefónica.

— Está fuera de las normas — le dijo— , pero creo que necesita tiempo para estar a solas.

Anna puso la escena repetidas veces y observó el paseo de su madre, aquella mujer que parecía libre de cualquier preocupación. Era sorprendentemente reconocible, aunque la cámara no la tomaba de cara. ¿De verdad era ella?

Habían pasado más de sesenta años desde que Anna la vio por última vez. Allí estaba ella, una anciana que contemplaba a su madre en la flor de la vida. Pero mientras proyectaba la escena una y otra vez, el espíritu de su madre empezó a alejarse. Como si al tener a Roberta allí, más allá del control que ejercía su propia imaginación, la hubiera liberado.

Su madre había tenido una vida propia, eso era todo. Era Roberta Sands, que se alejaba caminando de todos ellos para hacer sus cosas, hasta que el azar la convirtió en una de las muchas víctimas de la guerra.

Anna había esperado muchos años para despedirse de su madre. Cuando era niña no hubo entierro, y la presencia de su madre siguió cerniéndose sobre ella como un observador imaginario durante su vida. A veces se sentía culpable. Pero ahora comprendía que su madre había sido una persona independiente, que caminaba por la calle para dirigirse a encuentros de los que Anna nada sabía. Ahora podía pasar esa página. Tal vez lo lograra cuando la sorpresa se hubiera mitigado.

Pasaron varios meses antes de que Anna recuperara la tranquilidad. Ya se había retirado del mundo editorial y vivía sola, pero recibía frecuentes visitas de sus hijos y nietos.

Su matrimonio había terminado muchos años atrás.

— Yo quería compartir mi vida contigo — le había dicho Jamie cuando se separaron— , pero tú no te uniste al camino. Siempre estabas en otro lugar.

Era cierto; tras la visita a Thomas Ashton, Anna se había ido alejando poco a poco de su marido. Nunca había intentado hablarle de ese amor extraño y retrospectivo que había sentido por su maestro. Jamie la habría tomado por loca.

Que la abandonara había sido un alivio en cierto sentido. Pudo disfrutar de sus hijos sin preocuparse más de sus carencias como esposa. Con Jamie, siempre se había sentido una impostora emocional… y a lo largo de los años, siempre que lo veía, no podía dejar de pensar en lo guapo que era, sorprendida de haber estado con un hombre así. Jamie, por su parte, siempre achacó el fracaso de su matrimonio a la desgraciada infancia de Anna durante la guerra.

Después del divorcio, ella y sus hijos se habían instalado en una vieja casa georgiana en Clerkenwell, y ella había iniciado un largo proceso de restauración: reparó las instalaciones, pulió las cornisas, cambió las chimeneas y las persianas. Incluso arrancó el papel de las paredes y descubrió debajo capas y capas de distintos papeles, que se remontaban al original, estilo regencia.

— Es como pasar las páginas de la historia de la casa, revelar su pasado y liberar a sus fantasmas — explicaba ella a las visitas curiosas. Sus hijos la consideraban un poco excéntrica, pero también disfrutaban de sus excursiones en busca de antigüedades.

Tras una infancia sin el calor de un hogar, Anna había encontrado tanto consuelo en la maternidad que nunca se preocupó mucho por encontrar otra pareja. Tenía amigos, y eso le bastaba.

En la actualidad había reducido la vida a sus ingredientes esenciales: lectura, música y una casa sencilla. Y los tres pequeños libros de poesía que había escrito a lo largo de los años, sus esmeradas reflexiones sobre la vida. Libros que habían cosechado buenas críticas en su momento, pero que ya no se editaban. Sin embargo, en los últimos tiempos, incluso el impulso para encontrar palabras la había abandonado: esa era la medida de su plácida autosuficiencia. Tal vez fuera un poco solitaria, pero en los días buenos sabía cómo valorar la belleza que había en las cosas cotidianas. Algo, se decía a veces, que había aprendido de Thomas Ashton.

Un domingo a la hora del almuerzo, justo después de su setenta y cinco cumpleaños, uno de sus nietos le preguntó si había sido rica cuando era joven. La pregunta la desconcertó.

— ¿A qué viene eso?

— A que escribiste un poema sobre una casa de largos pasillos, así que debiste criarte en una gran casa — dijo él.

Ella sonrió y le explicó que había vivido en una finca en el campo durante la guerra.

— Esa era la casa de largos pasillos, pero no me pertenecía.

La asaltó el recuerdo de sus correrías por aquel parque bañado por el sol. Más tarde, ya a solas en su casa, buscó el poema y lo leyó para sus adentros antes de acostarse.

Retorno a la vieja casa

Regresemos a la vieja casa,

aquella que un día conocimos.

La puerta familiar,

las habitaciones ventiladas,

la luz de las escaleras,

siguen en el fondo de tu mente.

Y si ya no es tan alta

como la casa que conociste,

y te parece menos brillante, y más vacía,

no tienes por qué darle la espalda;

porque un lugar es también un tiempo,

y ahora que eres mayor,

hace mucho que has perdido

tu propio pasado.

Regresemos a la vieja casa

aquella que un día conocimos,

aunque ahora pertenezca a un extraño,

aunque sus ventanas sean agujeros ciegos,

y los largos y anodinos pasillos

hayan olvidado los viejos tiempos.

La vieja casa: la última estrofa era significativa. A pesar de que Anna ya era vieja, en el fondo seguía siendo una niña que correteaba por los largos pasillos de la casa Ashton. Recordaba el exterior de la casa como si fuera la maqueta de un arquitecto: la veía entera, como si fuera una fotografía tomada desde lejos. Y, sin embargo, el interior se le antojaba un espacio interminable, con intrincados pasillos y altas escalinatas, descansillos extraños e inmensos cuartos vacíos.

Había estado en muchos lugares a lo largo de su vida, pero en el fondo seguía llevando la huella de Ashton Park: la larga avenida blanca, los gastados muros de arenisca, la vista matutina de la solitaria campiña. A veces, sentada en una habitación, se sumergía en los eternos y sombríos corredores de Ashton y en el ruido de los niños que jugaban en el jardín. Era su refugio, pensó mientras cerraba el libro.

A la mañana siguiente despertó temprano, acompañada por el rumor de una lluvia suave, un rítmico latido que la hizo caer en una especie de estado de ensoñación. El ruido se filtró en su interior, devolviéndola a los viejos tiempos, a lugares perdidos, a días lluviosos de otra época. De nuevo se halló en el paisaje de su infancia, contemplando aquel amplio cielo y los campos de un verde grisáceo: Ashton, bajo los últimos vestigios de la luz del crepúsculo. Toda inquietud quedó sofocada por la infinita serenidad del lugar: su soledad, sus onduladas pendientes. Esa luz del cielo que destilaba una bondad única.

Pero a pesar de que se veía caminando sobre la hierba, el sueño empezó a desdibujarse. Se esforzó por aferrarse a la línea del horizonte, pero esta se mostraba esquiva, como una melodía cada vez más tenue… hasta desaparecer por completo. Volvió en sí con un intenso pesar que le oprimía el pecho, por no estar corriendo por esos campos, cruzando el bosque, bajando hacia el río. El paisaje se apagaba, la luz agonizaba… Aquel sueño privado se había desvanecido dejando un humo silencioso e incoloro.

Permaneció tendida en la cama, totalmente despierta ya, aún afectada por la intensidad de su sueño. Habían pasado muchos años desde que regresó a Ashton Park, y no obstante el lugar se negaba a abandonarla. La asaltó un fuerte deseo de ver de nuevo la casa de su infancia, ya que así la recordaba aunque ella hubiera sido solo una visitante temporal. Debía volver.

Así pues, al día siguiente tomó uno de los primeros trenes hacia York, donde la estación aún conservaba aquel andén curvado que recordaba, y desde allí cogió un autobús que iba directo al pueblo de Ashton.

Titubeó al encontrarse frente a las verjas del parque. Allí estaba, su sitio, su pasado, ahora abierto al público, con una caseta donde los visitantes debían comprar la entrada solo para acceder al parque.

Pero la curiosidad y la emoción ya se habían apoderado de ella. Pagó la entrada, que le daba derecho a visitar «casa y jardín», y emprendió el camino por la avenida. Era una señora de setenta y cinco años, artrítica y de andar pesado, que avanzaba despacio para no fatigarse.

Pasó ante los mismos árboles, bajo el mismo cielo. Reconoció también los cardos del borde de la avenida. El aroma a ajo silvestre. El tronco podrido de un roble caído al que se había subido de niña, tantos años atrás.

Al doblar el recodo la casa apareció ante sus ojos, con sus alas curvas. Se detuvo para observar aquella fachada impertérrita y una oleada de tristeza la inundó. ¿A qué venía eso? ¿Era la nostalgia típica de la vejez por la infancia perdida? No habría sabido decirlo.

El león y el unicornio seguían firmes sobre los postes, más sucios de lo que los recordaba. Y más pequeños. Sus rostros inexpresivos la dejaban fuera del pasado común: las piedras no tenían recuerdos. En esos momentos ella se veía invadida por una mezcla de añoranza y emoción, aunque no pudo dilucidar si estaba contenta o triste. Lo único que sabía era que el lugar agitaba antiguos posos de emoción que flotaban en su corazón.

Se volvió hacia la planicie que subía levemente hacia la casa, una vista que de niña la había llenado de esperanza. Evocó sus primeras semanas allí, aquel otoño en Ashton Park: enormes robles de hojas doradas, luz cobriza que acariciaba sus manos y despertaba sentimientos nuevos.

Ese día el cielo, blanquecino y sereno, mitigaba los matices típicos de octubre. En las próximas semanas, con la llegada del invierno, ella también acusaría las frías mareas del año que agonizaba. Pero de momento no había la menor señal de ello. Había llegado a tiempo de disfrutar de Ashton Park en todo su sobrio esplendor otoñal… Entonces, ¿por qué se sentía tan distante a esa escena que tenía ante sus ojos?

Pero hay un árbol — de entre todos, uno— ,

un solo campo de todos los que he visto,

y ambos me hablan de algo que se ha perdido…

Quizá la vida fuera una larga historia de separación, como decía Wordsworth. De personas, de lugares, del pasado que ya nunca podías alcanzar a pesar de haberlo vivido.

Pero aún no había renunciado a las esperanzas sobre ese lugar. Se encaminó a la casa y subió la escalera hacia las altas puertas de caoba, que aún crujían al abrirse. Entró en el Marble Hall: recordó haber estado allí, esperando la llegada de su padre, muchos años atrás. Y todas las horas en que jugó al bádminton sobre aquel suelo de escaques, con la música que Thomas tocaba al piano sonando de fondo.

Ahora había una señora que vendía postales en una mesita y proporcionaba información sobre los detalles clásicos de la casa.

— En la cúpula pueden ver a Apolo tocando la lira, y grifos sobre las chimeneas de piedra…

Anna se plantó en el centro del Marble Hall. Hasta ella llegaron voces, ecos del pasado, Hillary Trevor llamando a los niños que tenían correo, rodeada por una multitud de caras que esperaban noticias de casa… Maltby. Bailey. Peet. Rothery. Todd. Russell. Y ahí era donde solían colocar el árbol de Navidad; recordaba haber colgado las bolas y todo el placer que traían entonces las fiestas navideñas, esa felicidad sin complicaciones que está reservada a los niños… Tyler. Dixon. Burnham. Peake.

Se dirigió a la escalera de piedra, pasando ante la puerta de los aposentos de Thomas. ¿Hay alguien ahí? El lugar estaba lleno de fantasmas del pasado, de olvidados, de muertos. De recuerdos de Thomas y de la luz invernal de sus ojos.

— Disculpe, señora… — Un caballero vestido con una americana de lana la detuvo y le explicó que no podía deambular por su cuenta, sino que debía seguir la visita guiada. De manera que se unió a un grupo y vio el comedor, el salón y todos aquellos rincones familiares ahora redecorados al estilo eduardiano: todo parecía tan distinto a la improvisada escuela que hubo en su día, con sus pupitres y dormitorios comunes…

Pero cuando llegaron a la biblioteca respiró aliviada al encontrarla idéntica; seguía siendo la misma sala con una galería superior llena de libros antiguos.

— El difunto Thomas Ashton era un experto en lenguas clásicas y realizó numerosas traducciones de gran calidad — decía el guía con tanto entusiasmo como merecía esa información— . Su colección de obras en griego y latín se conserva en la galería superior.

Anna levantó la vista hacia donde señalaba el guía, y le vino a la memoria el día en que Thomas le había mostrado la puerta secreta. Poseída por un atisbo de rebeldía, dejó que el grupo siguiera sin ella y se quedó rezagada.

Encontró la manecilla oculta y comprobó que el crujido de la puerta era el mismo que recordaba. Allí estaba ella, una vieja que se escabullía por esos empinados escalones de la biblioteca para encontrar… ¿qué? Lo ignoraba. Pero se plantó delante de los libros de Thomas y acarició los lomos con su mano arrugada.

Sus dedos se detuvieron en un libro fino que sobresalía un poco. El corazón le dio un vuelco al reconocerlo al instante: era el libro de Tennyson que había pertenecido a Ruth Weir, aquel que ella le había entregado a Thomas tantos años atrás. Extrajo el libro del estante y lo abrió. Allí seguían la hoja doblada y la flor seca. Pero había otra carta… escrita por Thomas.

Nadie miraba, de manera que guardó el libro en su bolso. Luego descendió la escalera y salió al jardín con el corazón en un puño.

Se paró un instante frente al reloj de sol del jardín de las rosas, extrañamente satisfecha de haber recuperado el libro de Ruth Weir. Buscando un rincón tranquilo donde sentarse, caminó hasta un banco que había debajo del haya roja, aquel árbol que había sido plantado, según le había dicho Thomas, en honor de su bautismo. Se sentó con cautela en el banco antes de abrir el libro. Ahí estaba la nueva carta, escrita por Thomas. Estaba fechada en el mismo año en que ella había ido a verlo. Pero el sobre iba dirigido a Ruth. Una carta sin enviar dirigida a una mujer muerta.

Mayo, 1964

Queridísima mía:

De las muchas personas con las que nos cruzamos a lo largo de nuestra vida, es extraño que tantos de nosotros nos encontremos ligados a una de ellas en particular. Una vez hemos visto esa cara, se apodera de nuestro corazón una angustia involuntaria que no tiene remedio. Todas las maravillas del mundo toman forma en esa persona, y a partir de ahí ya no hay salvación, porque esa clase de amor no termina, o cuando menos no hasta la muerte.

Para los afortunados, ese amor es correspondido. Pero a muchos otros, en todas partes, en cualquier parte, les espera una interminable y dolorosa tristeza para la que no existe alivio. El amor incurable es el amor nivelador. Y, sin embargo, creo de verdad que este amor agridulce es infinitamente mejor que la desesperación que invade a aquellos que tienen el corazón seco.

Tú eres la mujer a la que amé, Ruth. No he podido tenerte durante todos estos años, pero me consuela pensar que disfrutamos de nuestro momento juntos; fue extraordinario y de él conservo un maravilloso recuerdo.

Hoy ha sido un día hermoso. La luz del atardecer ha dotado a los árboles de un verde tan radiante que se percibía la vida en cada una de sus hojas. La visión me ha llenado de una extraña alegría; sentado junto a la ventana, mi espíritu ha vagado hacia los campos hasta comprender la maravillosa verdad: que todo estaba iluminado por la luz que tú me diste un día. Tal vez ya no estés, pero al darme tu amor me abriste los ojos al milagro cotidiano del mundo que me rodea. En los días buenos aún te veo por todas partes. Es un regalo inestimable, por el cual te doy las gracias, amada mía.

Al leer esas palabras, Anna notó un pinchazo en el corazón por el que la vida parecía escapársele. Intentó recuperarse; se meció con suavidad en el banco, respirando profundamente.

Era una carta abrumadora. La expresión de un amor absoluto, nada menos, el amor que Thomas había albergado por Ruth Weir durante todos esos años. El amor que ella había presenciado a hurtadillas desde el armario, pero que nunca había conocido en persona.

¿Qué era ese dolor que la atravesaba? ¿Celos? ¿Admiración? Esa carta revelaba la clase de amor que ella había añorado siempre, pero pertenecía a otra persona, a una época muerta, inalcanzable. Y ella siempre había estado, y siempre estaría ya, fuera de ese amor.

Años atrás había sido testigo de un amor incondicional. Y lo que leía ahora en la carta de Thomas, tantos años después, era la infinita paciencia de su amor.

El amor lo soporta todo, lo cree todo, lo espera todo, lo sufre todo. El amor nunca termina…

Las palabras de los Corintios acudieron a su memoria, pero en ellas reconoció también su propia devoción. El de Thomas fue un amor perdido. El de ella había sido un amor nunca conocido del todo. Incluso después de que hubiera pasado tanto tiempo desde la muerte de Ruth, ella notaba la grandeza del amor en esa carta: él era capaz de hallar la paz en las simples hojas de un árbol. Pero ella era ajena a todo eso; podía ir a Ashton Park, contemplar los jardines de su luminosa infancia, y ver solo una vida que estaba fuera de su alcance.

¿Cómo podía hallarse allí, después de tantos años, aún enamorada de alguien que llevaba mucho tiempo muerto? ¿Cómo le había sucedido eso? Después de todas las personas que había llegado a conocer, de todos los lugares en los que había estado. ¿No había existido nadie capaz de tocarle el corazón, de borrar de un plumazo su devoción por ese hombre al que había conocido cuando era niña? Pero la realidad era esa: ahí estaba, en Ashton Park, aún presa de su primer amor, aún inmersa en el recuerdo de sus ojos.

Le dolía el cuerpo y le faltaba el aire, como si una enredadera le aprisionara el corazón. Rompió a llorar; eran los ojos secos de la vejez que derramaban las últimas lágrimas… hasta agotarlas todas. Sus sollozos se calmaron, su respiración se volvió más profunda, más calmada.

Bajó la vista hacia esa carta que nunca había sido enviada. La luz del amor. Pasados tantos años de la muerte de Ruth, aún había para él momentos en que podía volver a trazar las formas de su maravillosa experiencia. ¿No había sido así también para ella? Le habría gustado decirle a Thomas que pasear por la calle y ver edificios, árboles y personas, o el más nimio detalle de cualquier cosa, había constituido para ella una experiencia mágica y cotidiana gracias al amor que él había encendido en ella tanto tiempo atrás.

Su vida pasó ante sus ojos, en forma de destellos brillantes: momentos de ternura, de alegría… su madre bailando con ella, o el regreso de su hija después de su primer día de colegio, esa mirada cargada de dependencia y de amor que había visto en ella.

Tal vez bastara con haber amado a Thomas. Tal vez bastara solo con haber amado: solo con haber visto el mundo, haberlo experimentado a través de los ojos del amor.

Anna jadeaba un poco, sentía los latidos del corazón. Pero entonces, al pasear la mirada por el parque, este pareció florecer ante ella una vez más, como por arte de magia. Era solo una ilusión, lo sabía, pero allí estaba Ashton Park, rebosante de belleza ante sus ojos…

Más tarde, cuando la encontraron muerta en el banco, nadie supo quién era ni por qué estaba allí, ni si ese súbito ataque que la había postrado bajo el haya roja tenía algún significado especial.

Uno de los guías, Rufus, estaba terminando su turno cuando un visitante entró en el salón y dio la voz de alarma.

Él nunca había visto a una persona muerta, pero en cuanto estuvo frente a aquella anciana, su cuerpo inerte le resultó inconfundible. Llamó a su jefe para comunicárselo.

— La encontró un turista. Dice que la había visto antes en el jardín de rosas. Sí, en ese momento parecía estar bien.

Rufus contempló el semblante lívido de su jefe mientras ambos esperaban la llegada de la ambulancia. Pero se avergonzó al descubrirse mirando la hora de reojo, preocupado por no llegar tarde a la cita que tenía esa noche. Dedicó un pensamiento rápido a la familia de aquella pobre mujer, pero enseguida pasó a preguntarse qué camisa se pondría para la cita, incluso mientras el cadáver era trasladado a la ambulancia. Se dijo que, al fin y al cabo, esa buena señora ya había vivido mucho.

Una hora más tarde relató la inesperada escena a su novia, durante la cena.

— Una anciana que había venido de visita ha sufrido un infarto — dijo, y no volvió a pensar en ella.

Hacía ya un buen rato que se había ido la ambulancia cuando el guardia inició la última ronda a la casa Ashton antes de que fuera de noche. Cerró las ventanas y las puertas que daban al jardín después de comprobar que no hubiera nadie deambulando por los pasillos. Los últimos rayos del sol de la tarde iluminaban en vano los espejos antiguos del salón, pero cuando el guardia bajó las persianas de madera y cerró la puerta, apagó también cualquier atisbo de luz.

El silencio y la oscuridad fueron apoderándose entonces de aquellas estancias vacías, hasta que la casa quedó absolutamente inmóvil, como una fotografía, lista para recibir a los visitantes del día siguiente.