17
Thomas tampoco pudo olvidar fácilmente la pregunta del chico.
— Uno de los niños me ha preguntado por la silla de ruedas — le confesó a Elizabeth a la hora de la cena.
— ¡Qué descarado! ¿Se ha mostrado grosero?
— No, simplemente curioso.
— ¿Y qué le has dicho?
Él tardó unos instantes en contestar.
— Me limité a decir que me había puesto enfermo durante unas vacaciones.
Elizabeth notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y acarició la mano de Thomas.
— Tranquila, querida — dijo él, y por un momento se estableció entre ellos una corriente de comprensión.
Hacía ya algún tiempo que el tema de la invalidez de Thomas no surgía en sus conversaciones, pero ninguno de los dos olvidaría nunca aquel viaje a Brujas, en el verano de 1931.
Todo había empezado como un regalo para Elizabeth. Thomas había pasado por una temporada de mucho trabajo y quiso compensar a su esposa con unas vacaciones en el extranjero.
Habían llegado a Brujas la última semana de agosto, y la ciudad ardía bajo un calor abrasador. Las callejuelas pintorescas eran estrechas, cerradas, adoquinadas, con sorprendentes agujas que se elevaban desde recónditos callejones. Habían accedido al interior de las famosas iglesias a través de pesadas y altas puertas, y se habían maravillado de la amplitud de unos edificios que parecían tan compactos desde fuera: interiores muy altos, de piedra, brillantes y abovedados, bañados por la blanquecina luz del norte que se derramaba sobre las columnas labradas y los pulidos suelos. Los ruidos quedaban amortiguados, y el lugar poseía un aire solemne que sosegaba el espíritu.
«Qué hermosa es», se repetía Thomas al contemplar a Elizabeth bajo la elegante luz de la iglesia que realzaba el brillo cobrizo de sus cabellos; su rostro de marfil le parecía una delicada obra de arte medieval.
Después caminaron por las estrechas y bochornosas calles, repletas de visitantes. El aire cargado traía consigo amenazas de tormentas.
Dieron un paseo en barca para refrescarse, pero los canales apestaban y estaban infestados de mosquitos, con lo que no sintieron alivio alguno. Thomas notó por primera vez una irritación en la garganta mientras sumergía la mano en esas aguas: nada serio, solo un leve escozor.
El segundo día se refugiaron del calor en las galerías de arte. Pasaron horas contemplando los exquisitos tonos azulados de la obra de Hans Memlinc, Madonnas serenas sobre un fondo campestre y feudal. Los cuadros eran tan ricos en detalles, tan nítidos, que acababan sumiendo a los observadores en un estado casi de ensueño. Los extraños matices azules causaron en Thomas una fuerte impresión, y su mente empezó a divagar, a sumergirse en un mundo submarino de colores, líneas y texturas. Pensó que podía palpar los pliegues de las túnicas de las Madonnas. Mientras caminaba por los fríos suelos de piedra del museo, sus pasos le parecían campanas lejanas que repicaban en su cabeza.
— ¿Te encuentras bien? — le preguntó Elizabeth.
— Creo que me he resfriado — dijo él con un carraspeo.
Por la noche la garganta le dolía a rabiar y al amanecer deliraba de fiebre. El médico lo visitó en la habitación del hotel: la expresión de su rostro no presagiaba nada bueno.
— Es polio — le confirmó a Elizabeth— . Hay una epidemia en la ciudad en estos días. No deben beber agua.
¿Por qué no nos lo advirtió nadie?, pensó Elizabeth mientras Thomas se hundía cada vez más en el delirio febril.
Lo llevaron al hospital de la ciudad. Durante dos días Thomas se mantuvo semiinconsciente, incontinente y alimentado por vía nasal. Luchó por vivir como un pez fuera del agua, hasta que los médicos tuvieron que hacerle una punción en la garganta para introducirle oxígeno.
Elizabeth estaba histérica: veía a su apuesto marido indefenso, pálido y drenado, tan débil que la muerte parecía inminente. Un chico ingresado dos camas más allá falleció, sus pulmones sucumbieron al ataque del virus.
No se separó de la cama de Thomas ni de noche ni de día. Con su limitado francés interrogó a los médicos una y otra vez, exigente y apasionada. No es un simple inglés, intentaba explicar, es Thomas Ashton, diplomático y heredero de una gran fortuna. Ce n'est pas possible de faire quelque chose?
Una semana después, los progresos habían sido nulos. Era posible obtener mejores cuidados en Bruselas, pero los hospitales estaban llenos. Elizabeth ardía en deseos de trasladarlo a Inglaterra y los belgas no hicieron nada por detenerla.
Thomas no se enteró de nada: tendido en un avión, con una máscara de oxígeno que le cubría la cara, se debatía entre la vida y la muerte. Notaba el murmullo del motor atravesando su cuerpo inmóvil, debilitado, cada vez más cerca del final. Elizabeth contempló los paisajes de Kent y Surrey que se extendían a sus pies como si fueran un pueblecito de juguete; le zumbaban tanto los oídos que tuvo que cerrar los ojos y replegarse en sí misma, hasta que Thomas fue solo un cuerpo acostado a su lado. Ella notó cómo su corazón se iba cerrando al dolor.
En el hospital de St. Thomas, las enfermeras se apresuraron a acostar a Thomas dentro de un artilugio con aspecto de sarcófago que recordaba a los instrumentos de tortura.
— Esta máquina forzará el movimiento de sus pulmones — explicó el médico— y respirará de forma mecánica. Ahora debería estar fuera de peligro.
Thomas pasó cinco meses en aquel pulmón de acero, al borde de la muerte. Elizabeth era una figura fija en el pabellón de polio, al igual que lo eran Norton y la madre de Thomas. Todos instaban a Thomas a que viviera, pero en privado temían las consecuencias de la enfermedad. Apenas podían verlo, ya que estaba prácticamente encerrado en la máquina. Pero las enfermeras que lo aseaban con una esponja iban viendo cómo se deterioraba ese cuerpo hasta que sus extremidades no eran ya más que palillos, con leves protuberancias en codos y rodillas.
Atrapado en el interior del pulmón de acero, Thomas se sentía como si lo hubieran dejado a merced de una tormenta eterna. A veces perdía la noción de su cuerpo, como si se precipitara desde sí mismo hacia un abismo sin fin. Sin embargo, el menor roce en su piel le causaba un intenso dolor, como si todo su cuerpo estuviera en carne viva. Su alma se mantuvo mientras el virus arrasaba su cuerpo con la fuerza de un incendio, reduciendo a cenizas nervios y músculos.
El mero hecho de tomar aliento y expulsarlo de sus pulmones por sí solo era ya una gesta aterradora. Cada vez que lo sacaban del pulmón de acero para asearlo o darle de comer, lo invadía el pánico, le faltaba el aire.
El sonido rítmico de la bomba de aire lo mantenía aislado de todo. Su entorno existía en forma de eco débil, como quien intenta distinguir algo al otro lado de una ventana lejana. Se sumergió en un mundo propio de visiones y sueños. Tenía la sensación de que su hermana estaba a menudo a su lado, y juntos levantaban la vista hacia los rayos de sol que se filtraban por las ramas de los árboles de Ashton Park. Flotaba un fuerte olor a ajo silvestre. Algunas veces se hallaba con sus hermanos, en las trincheras, arrastrándose sobre el lodo y los cadáveres, antes de que Claudia lo llevara a los bosques de Ashton cogido de la mano. Otras, cuando abría los ojos, veía el semblante envejecido de su madre que lo contemplaba con los ojos fijos en él, mientras su padre se mantenía detrás de ella. En esos momentos no sabía si estaba vivo o muerto.
A menudo lo único que notaba era el latido de su propio pulso. La sangre latía por su cuerpo: estaba histérico, sudoroso, como quien corre por llanuras llenas de grietas insondables. La arena le hacía perder velocidad hasta que ya no podía mover las piernas, hasta que se derrumbaba exhausto. Su madre y su padre, sus hermanos, su hermana, todos caían con él.
En los mejores días se sumergía en un olvido sereno, como si le hubieran abandonado en un presente eterno. Esa luz poseía una cualidad especial — cantaba— y su alma parecía flotar como si fuera una esfera. Esos momentos en que salía de su cuerpo eran gloriosos, eufóricos. Veía como una esfera. Esa luz guardaba alguna relación con el amor, con las caras de los seres queridos, con el sol matutino que lo despertaba cuando era niño, con las vacaciones estivales, y con el gris plateado de Oxford. Recuerdos simultáneos que se unían en un todo familiar y acogedor.
A los seis meses empezó a salir de la tormenta. Lo sacaron del pulmón de acero y empezó a respirar por sí solo. Las enfermeras lo trasladaron al pabellón de convalecientes, donde le asignaron una mullida cama. Recuperó la claridad de ideas y lo sentaron en la cama. Se esforzó por mostrarse irónico y comunicativo, aunque el cuerpo acusaba los estragos de la enfermedad y le Saqueaban las fuerzas.
Ahora que había recobrado la capacidad de respirar, Thomas tenía la sensación de que podía conseguir cualquier cosa. Se convenció de que con el tiempo recuperaría las fuerzas y podría volver a ponerse de pie.
El pabellón para convalecientes estaba pintado en tono eau-de-nil. A veces, al despertar, el brillo del sol teñía la habitación de blanco; otras, las sombras se apoderaban de las paredes y las teñían de un exquisito color turquesa, como los muros de una piscina. Las pálidas cortinas se agitaban por el viento produciendo leves pero insistentes sonidos, mientras que los ruidos procedentes del exterior — las sirenas de los transbordadores, los coches lejanos, el traqueteo de los trenes sobre el puente de Charing Cross— se colaban en su conciencia como si formaran parte de un sueño. Por la ventana sentía la presencia del Támesis, las lentas exhalaciones de la marea.
En cierto sentido fue una época de tranquilidad. Los médicos ya habían advertido a Elizabeth hacía tiempo que era improbable que Thomas volviera a andar, pero nadie le había dado la noticia a él. Pero cuando empezó a recobrar las expectativas, el dolor y la pena de su nueva condición hicieron mella en él. Parte de sus músculos habían quedado reducidos a la nada: apenas podía mover las piernas, ni sentía el menor atisbo de fuerza en sus extremidades.
Finalmente se encaró con el médico.
— ¿Cree que me recuperaré totalmente?
El doctor no contestó enseguida.
— ¿Se refiere a si volverá a caminar? Es pronto para saberlo.
— ¿Me quedaré inválido para siempre? Necesito saber…
— Me temo que aún no hay nada seguro. — El médico desvió la mirada— . Algunos grupos de nervios han quedado afectados por el virus de la polio. Solo el tiempo dirá qué músculos pueden volver a funcionar… y cuáles se han perdido.
Empezaron unos largos meses de recuperación. Todos los días un fisioterapeuta estiraba sus extremidades adormecidas, intentando deshacer los tensos nudos. Le dolía todo el cuerpo: los huesos, los músculos, los nervios. Thomas intuyó enseguida que podría volver a usar los brazos y las manos. Pero los músculos que necesitaba para ponerse de pie, y para caminar o correr, habían quedado deteriorados para siempre.
Nunca podría volver a andar.
El hecho no le afectaba demasiado cuando estaba en el hospital, rodeado de docenas de personas en su misma condición, pero en cuanto aparecía una visita, no podía evitar una oleada de vergüenza y de humillación por su deterioro físico. Aquella sonrisa tan propia de él nunca había parecido tan impostada, tan desesperadamente irónica.
Una enfermera de otro centro sacó un molde de escayola de su espalda y regresó varias semanas después con un corsé ortopédico de piel. Con él puesto, se sentó en la silla de ruedas. El corsé le daba apoyo y le confería una postura extrañamente erguida. Cuando Norton fue a visitarlo y vio a Thomas mirando por la ventana, se le encogió el corazón. Ahí estaba su amigo, rígidamente sentado en la silla de ruedas, con el cabello recién cortado y bien peinado, y las piernas muertas e inútiles. Thomas tenía un aspecto digno, valiente, y a la vez tremendamente mutilado.
Thomas conservaba la esperanza de poder andar con la ayuda de soportes ortopédicos y, en contra del consejo de sus médicos, intentó en muchas ocasiones avanzar entre las barras paralelas del hospital, pero le faltaba la fuerza necesaria para darse impulso, incluso con ayuda de muletas. Por fin se rindió a la silla de ruedas.
Al principio, en el hospital, se había sentido eufórico solo por estar vivo. «Un soplo de vida es mejor que nada», se repetía a sí mismo. Compensaba su mala suerte con todas las desgracias que asolaban el mundo y fue haciendo acopio de esperanza. Pero poco a poco, el horror por su estado empezó a sobrecogerlo: era un tullido condenado a vivir en una silla de ruedas. Cuando la enfermera le cambiaba las sábanas y él miraba hacia sus extremidades inferiores, la visión de las prominentes articulaciones de sus rodillas sobre los demacrados muslos y pantorrillas le parecía repulsiva.
También cargaba con otra idea, sorda y apenas expresada: la de que todo eso era el precio que debía pagar por haber sobrevivido a la guerra que se había llevado a sus hermanos. Su expiación.
Le dieron el alta diez meses después de las malogradas vacaciones en Brujas: salía por fin del hospital, dejaba atrás a aquellas pacientes enfermeras que habían respetado su talante reservado. Y se enfrentaba con aprensión al retorno a su vida conyugal.
La tarde antes del regreso de su marido, Elizabeth revisó el estado de la casa de Regent's Park. Había pedido que se dispusieran muchos ramos de flores para celebrar su regreso, alegres jarrones con tulipanes y rosas amarillas. También había sacado del estudio una fotografía de Thomas con el equipo de atletismo de Oxford.
Los meses de Thomas en el hospital habían sido igualmente terribles para ella, y poco a poco había notado cómo su corazón se iba alejando de él. En ocasiones se había hundido por el temor a que muriera, pero ahora, en cambio, volvía a casa como un hombre distinto. Había pasado muchas noches llorando por él. Pero también lloraba por sí misma, por la muerte de su propia felicidad, a pesar de que ese egoísmo la avergonzaba profundamente. Ella había unido su vida a la de Thomas, y a partir de ahora sus esperanzas mutuas estaban en peligro. Incluso en los momentos más gloriosos, la silla de ruedas seguiría ahí.
Thomas salió del hospital un precioso día del mes de junio. Esperaba a su esposa en el vestíbulo, vestido con un batín nuevo que le cubría las piernas. Elizabeth llegó con el coche más espacioso y Thomas fue colocado en el asiento trasero por Carter, un fuerte y joven chófer que había sido contratado como su asistente personal.
El coche se dirigió a la casa, en Sussex Place, y su madre salió a recibirlo, acompañada por el mayordomo, Ropner. Incluso los criados sentían aprensión ante la idea de ver a Thomas por vez primera en su nuevo estado.
— Hola, Ropner. Me alegro de verte.
— Es un placer tenerlo en casa, señor.
Thomas se sentía miserable y avergonzado, pero sonrió con educación y recurrió a su cortesía innata para facilitarles el trance. Carter lo ayudó a bajar del coche, lo sentó en la silla y lo subió por la escalera.
En cuanto entraron, Thomas se desplazó por la planta baja; se detuvo a admirar el ascensor nuevo que Elizabeth había hecho instalar. En él subieron hasta el estudio, donde Thomas dio sus más efusivas gracias a la señora Bruton, el ama de llaves, por el espléndido ramo de tulipanes que adornaba la mesa de palo de rosa.
— Ha sido idea de la señora Ashton, señor.
— Vaya… gracias, Elizabeth. Y esa siempre ha sido mi mesa favorita — añadió, buscando desesperadamente algo que decir.
Al otro lado de las ventanas le aguardaba un paisaje familiar, el lago y el quiosco de Regent's Park. Algunos brotes tardíos aún decoraban los árboles y los cisnes se deslizaban por el agua.
— ¿Ha sido un buen año para las flores?
— Como todos…
— Veo que los cisnes negros siguen ahí.
— Sí, este año hay dos.
Él sonreía y hablaba en tono amistoso con Elizabeth y con su madre, aunque se sentía absolutamente alejado de ambas. Se retiró a leer el periódico mientras se ocupaban de deshacer su mínimo equipaje.
Más tarde, bajar a comer fue toda una aventura. ¿Y luego qué?, se preguntó.
Dijo que le apetecía salir, y Elizabeth lo acompañó a disfrutar del esplendoroso verano del parque. Pero Thomas aún recordaba cómo esa primera salida en silla de ruedas no había tardado en convertirse en una dura prueba. Mientras su mujer empujaba la silla a través de los jardines que bordeaban el lago, él notaba la mirada curiosa de los extraños y la compasión que destilaban sus ojos. Aunque iba muy erguido y charlaba amablemente con Elizabeth, en su interior se sentía humillado hasta la médula.
Recordaba que se había obligado a mantener una máscara de buen humor, a no dejarse llevar por la melancolía o el silencio. Pero incluso estar sentado en la silla le resultaba incómodo, porque tenía que girar los hombros para hablar con Elizabeth o dirigir la mirada hacia delante y hablar en una voz falsamente alta, como un idiota. Además, notaba que a ella le costaba empujar la silla y eso ofendía a su caballerosidad innata.
Después, terminada la cena, le asaltó el terror del dormitorio. Un feroz pudor invadió a Thomas: no soportaba que su esposa viera el corsé ortopédico, ni sus piernas atrofiadas. Carter lo ayudó a bañarse, lo que fue humillante, pero no tanto como lo habrían sido las castrantes atenciones de una esposa. Luego se metió en la cama por sí mismo. Elizabeth, que estaba en el vestidor, no tardó en acostarse a su lado.
El suyo era un matrimonio que se había basado en la belleza mutua, y por ello Thomas temía cualquier muestra de intimidad física. Y en cuanto a Elizabeth, no podía evitar la aprensión ante la idea de ver esas extremidades atrofiadas. En sus visitas al hospital él siempre había estado tapado o vestido, y ahora la aterraba ver su cuerpo desnudo y su propia reacción. Se repetía que aún amaba a Thomas, pero se le encogía el corazón al pensar en su nueva vida juntos. Y había renunciado a la idea de tener hijos.
Pero Thomas sabía que no era impotente. En la tercera noche, al amparo de la oscuridad, él se giró hacia su esposa y la acarició hasta disolver sus mutuos pudores. Entonces ella lo agarró con fuerza por los hombros y gritó cuando él la penetró. Después, abrazados en la cama, ambos se sintieron aliviados de haber superado esa sensación de torpeza.
A la mañana siguiente él dejó que su esposa lo vistiera. Con solo ver sus piernas, todos los miedos de Elizabeth se desvanecieron. Eran las mismas, aunque más delgadas, más flojas. No había en ellas nada particularmente desagradable o extraño, nada que temer. Se rieron, y ella le acarició los muslos con afecto.
A partir de ese momento Thomas intentó reemprender su vida. Durante el verano de 1932 se esforzó por recuperar la fuerza a través de cualquier ejercicio imaginable. Un fisioterapeuta lo visitaba tres veces por semana para estirar y masajear sus músculos. A solas en su estudio, Thomas pasaba horas apretando una pelota de goma para fortalecer las manos.
Por último, emprendió el viaje que había pospuesto durante demasiado tiempo: el regreso en tren a Ashton Park, donde les habían preparado unos nuevos aposentos en la planta baja.
Carter los llevó por la larga avenida que conducía a la casa y subió a Thomas en su silla por la escalera que conducía al Marble Hall. Las ruedas crujían en el suelo de madera y todas las estancias parecían tener una altura inusual desde su nueva postura. Le habría gustado subir a admirar la vista desde su antiguo dormitorio, como solía hacer, pero no quiso causar molestias.
Se percató de lo separado que se hallaba de su propio pasado.
Pasó muchas semanas recuperándose en Ashton, esforzándose de nuevo por atender a los granjeros que tenían arrendadas sus tierras y por cumplir con las otras obligaciones que exigía la finca.
Para ejercitar las manos y los brazos, a menudo dedicaba las mañanas a tocar el piano en el salón. La música también le servía de excusa para estar solo. Anhelaba la soledad, y a la vez la temía. Había muchas horas vacías en que estaba a solas con sus pensamientos, intentando abrazar esa nueva vida en silla de ruedas.
A veces llegaba al final del día asumiendo su estado con resignación. Pero a la mañana siguiente despertaba de nuevo en el último peldaño de la escalera, desesperado, y tenía que lidiar todo el día con la repulsión que le provocaba su nueva vida.
Fue encerrándose en sí mismo. A pesar de la apariencia equilibrada que le conferían sus modales, se alejaba del mundo. Intentó mantenerse abierto para Elizabeth, pero en la calidez de su trato mutuo había cada vez más fingimiento.
¿Habían alcanzado alguna vez esa complicidad casera, continua y tácita entre cónyuges, que no necesita palabras? Si era así, no la sentía en esos momentos. Ambos bloqueaban al otro, a pesar de las sonrisas y de las leves caricias que se dedicaban cuando se cruzaban.
Thomas respiraba tranquilo cuando se encerraba a solas en su estudio. Allí podía encontrar su propio nivel: a base de concentración podía amortiguar el dolor y la pena. Recordaba haber abierto de nuevo los clásicos y haber leído las Meditaciones de Marco Aurelio:
La vida del hombre pasa en un instante, su carne es huidiza; su comprensión, turbia; su cuerpo, pasto de gusanos; su alma, un torbellino; su destino, desconocido; su reputación, inestable… ¿Qué puede convertirse en guía del hombre? Una cosa y solo una: la filosofía. Ser filósofo significa mantener el espíritu interior divino libre de reproches y de heridas, más allá del placer y del dolor…
«El espíritu divino.» Thomas siempre se había enorgullecido en secreto de sus solitarias epifanías de júbilo, de esos momentos en que todo parecía conectado. Desde las delicadas venas de los nomeolvides a las constelaciones celestes, todo le parecía seguir un modelo, unirse en una única alma en una difusa sensación que casi rozaba la infinitud. Pero ya nada suscitaba esas elevadas emociones. Todas esas ideas vagas de la naturaleza no eran para él más que ilusiones nacidas de la juventud y la salud.
Podía pasar horas solo, ajeno e inconmovible, mientras las sombras se apoderaban del estudio. Los criados no se atrevían a molestarlo. Al final era Elizabeth quien entraba y encendía la luz, e intentaba animarlo con las trivialidades del día.
Intentó estabilizarse ayudándose de conceptos como ritual y orden, con plegarias al Dios al que había rezado de niño en la capilla del colegio. Pero cuando intentaba oír la voz de Dios, lo único que le llegaba era el eco subjetivo de su mente, que lo replegaba más aún en sí mismo.
Bebió más para sentir menos, aunque la bebida le impedía dormir. Las luces seguían encendidas en su cabeza, despertándole con destellos brillantes. Durante un tiempo las traducciones del griego o del latín fueron lo único que lo ayudó a mantener la cordura. El emparejamiento consciente de palabras y significado lo reconectaba con su mente. Pero incluso cuando sostenía una pluma para escribir, notaba la dislocación entre su alma y su cuerpo. A veces sus nervios, que aún acusaban el golpe recibido, se sobrecargaban de expectativas, su cuerpo ardía con un exceso de vigilia y los dedos le temblaban ante la más mínima sensación. Incluso contemplar el cielo parecía a veces peligroso, como si este pudiera quebrarse, o caer, o ser absorbido por su mente.
Al mismo tiempo, era consciente de que se alejaba de Elizabeth: de que iba cerrándose a sus gestos de afecto y cariño. Cuando hacían el amor, al abrigo de la oscuridad, era de un modo maquinal, evitando mirarse a los ojos. El disgusto que sentía hacia sí mismo envenenaba cualquier cariño que pudiera existir entre ellos; lo sabía, pero no podía hacer nada por superarlo. Ya no podía mirarla como es debido, ni siquiera a la luz del sol.
Al final su único recurso fue pensar que esa época de oscuridad acabaría algún día. Esperar a que llegara la esperanza. Tocaba el piano todos los días, dejándose mecer por los ordenados preludios y fugas de Bach. Poco a poco empezó a respirar más hondo, a salir más a tomar el aire… hasta que por fin la devastadora oleada de desesperación fue retrocediendo, dejando atrás solo el dolor sordo de la resignación.
En noviembre de 1932 saltó la noticia de la elección de Roosevelt, un hombre que había sufrido un severo ataque de polio una década atrás, como presidente de los Estados Unidos de América. Su ejemplo dio alas a las esperanzas de Elizabeth de que algún día Thomas recuperaría su energía y su chispa. Pasado el epílogo de depresión que siguió a su enfermedad, empezaron a hablar de su vuelta al trabajo.
Regresaron a Sussex Place y Thomas fue a visitar a sus colegas de Whitehall, decidido a demostrar que ya estaba bien. Unas semanas después acudió al Ministerio de Asuntos Exteriores por primera vez en la silla de ruedas. En esa primera jornada Norton se tomó la molestia de conducirlo hasta su despacho del Departamento Central.
A Thomas le resultó raro sentarse a la mesa de trabajo sin necesitar silla. Los asuntos de Europa habían sufrido un cambio drástico desde que él se sumergió en el pulmón de acero. Adolf Hitler, antaño un agitador de la política callejera de poca monta, estaba a punto de convertirse en el canciller del Reich alemán.
— Es una suerte que no estemos ya en Berlín — comentó a Elizabeth durante la cena.
— Nos marchamos en el momento preciso — concedió ella, que, como Thomas, buscaba algún motivo para sentirse afortunada.
Desde entonces habían sido muy prudentes el uno con el otro. La muerte del deseo no se mencionó nunca.