La arboleda
Creo que el esplendor de mi infancia fue único, porque se desarrolló en la absoluta miseria, pero también en la absoluta libertad; en el monte, rodeado de árboles, de animales, de apariciones y de personas a las cuales yo les era indiferente. Mi existencia ni siquiera estaba justificada y a nadie le interesaba; eso me ofrecía un enorme margen para escaparme sin que nadie se preocupase por saber dónde estaba, ni la hora a que regresaba. Andaba por los árboles; las cosas parecían desde allí mucho más bellas y la realidad se abarcaba de una manera total; se percibía una armonía que era imposible disfrutar cuando se estaba allá abajo, entre la algazara de mis tías, las maldiciones de mi abuelo o el cacareo de las gallinas... Los árboles tienen una vida secreta que sólo les es dado descifrar a los que se trepan a ellos; subirse a un árbol es ir descubriendo todo un mundo único, rítmico, mágico y armonioso; gusanos, insectos, pájaros, alimañas, todos seres aparentemente insignificantes, nos van comunicando sus secretos.
Una vez, caminando entre aquellos árboles, descubrí el feto de un niño; sin duda, había sido abandonado en la hierba por una de mis tías que había malparido o que, sencillamente, no quería tener otro hijo. Ahora tengo mis dudas y no sé si aquel cuerpo pequeño y lleno de moscas era un feto o el cadáver de un niño recién nacido. De todos modos, pienso que se trataba de un primo con el cual yo ya no iba a poder jugar.
La casa de mi abuela se llenaba a veces de mis primos que iban con sus madres a pasar el fin de año todos juntos. En otras ocasiones alguna de mis tías venía huyendo de su marido, porque éste le había propinado alguna paliza descomunal; luego, cuando regresaba a la casa del marido, dejaba algún hijo al cuidado de mi abuela. Casi siempre en aquella casa había algún primo más o menos de mi edad. En la casa había una incesante actividad; mis tías lavaban la ropa, barrían el piso, sacudían el polvo, planchaban, en medio de un escándalo incesante. Mi abuela reinaba en la cocina; ninguna de mis tías aprendió nunca a cocinar; mi abuela no se lo permitió. La cocina era el sitio sagrado donde ella oficiaba ante un fogón que alimentaba con leñas secas, que yo le ayudaba a recoger. Aunque en la casa había siempre mucha gente, yo me las arreglaba para escaparme solo al monte, a la arboleda o al arroyo. Creo que la época más fecunda de mi creación fue la infancia; mi infancia fue el mundo de la creatividad. Para llenar aquella soledad tan profunda que sentía en medio del ruido, poblé todo aquel campo, bastante raquítico por cierto, de personajes y apariciones casi míticos y sobrenaturales. Uno de los personajes que veía con enorme claridad todas las noches era el de un viejo dándole vuelta a un aro, debajo de la inmensa mata de higuillos que crecía prodigiosamente frente a la casa. ¿Quién era aquel viejo? ¿Por qué le daba vueltas a aquel aro que parecía ser la rueda de una bicicleta? ¿Era el horror que me aguardaba? ¿El horror que aguarda a toda vida humana? ¿Era la muerte? La muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces tal vez la muerte me abandone.
Cuando tenía cinco años contraje una enfermedad mortal por aquella época: la meningitis. Casi nadie podía sobrevivir a esa enfermedad; se me hincharon los ganglios de la cabeza, no podía mover el cuello y me daban unas fiebres terribles. ¿Cómo curar o al menos combatir aquella enfermedad en el campo, sin atención médica, sin ningún tipo de medidas sanitarias? Mi abuela me llevó a un templo donde oficiaba un famoso espiritista del barrio de Guayacán; el hombre se llamaba Arcadio Reyes. Me dio unos despojos y una botella de agua que se llamaba Agua Medicinal, porque él la santiguaba, y me recetó unas medicinas que hubo que ir a comprar al pueblo. También me dio, mientras me santiguaba, unos ramalazos en la espalda y en todo el cuerpo con unas hierbas y, luego, con esas mismas hierbas me hizo un cocimiento que yo debía tomar en ayunas. Me salvé. También me salvé cuando se partió el gajo más alto de la mata de ciruelas en el que yo estaba encaramado y me vine al suelo entre los gritos de mi madre que me daba por muerto. Salí ileso también cuando me caí del potrico cerrero que intentaba domar y fui a dar con mi cabeza entre las piedras; incluso me salvé también cuando rodé por el brocal del pozo, que no era más que unos pedazos de madera cruzados, y fui a dar al fondo que, por suerte, estaba lleno de agua.
Mi mundo seguía siendo el de la arboleda, el de los techos de la casa, donde yo también me encaramaba a riesgo de descalabrarme; más allá estaba el río, pero llegar a él no era cosa fácil; había que atravesar todo el monte y aventurarse por lugares para mí entonces desconocidos. Yo siempre tenía miedo, no a los animales salvajes ni a los peligros reales que pudiesen agredirme, sino a aquellos fantasmas que a cada rato se me aparecían: aquel viejo con el aro bajo la mata de higuillos y otras apariciones; como una vieja con un sombrero enorme y unos dientes gigantescos que avanzaba no sé de qué manera por los dos extremos, mientras yo me encontraba en el centro. También se contaba que por un lado del río salía un perro blanco y que quien lo viera, moría.