Un viaje
Hiram Pratt y yo emprendimos, de una manera bastante difícil, un viaje por toda la Isla y llegamos hasta Guantánamo. Ibamos en un tren destartalado, que se detenía en todos los pueblos y que a veces daba marcha atrás y regresaba hasta su punto de partida. Por el camino, y en un lugar en que vimos una cantidad enorme de naranjas en el suelo, quizá desparramadas por algún camión de carga, nos lanzamos por la ventanilla del tren, desesperados, para comer aquellas frutas y no morirnos de hambre; fue una guerra a muerte, prácticamente, ya que todas las personas que iban en el tren se lanzaron con igual desesperación sobre aquellas naranjas.
El tren iba lleno de reclutas; todo el mundo iba erotizado y los actos sexuales se realizaban en los baños, debajo de los asientos, en cualquier sitio. Hiram masturbaba con el pie a un recluta que parecía dormir en el suelo; yo tenía la suerte de poder utilizar ambas manos. Fue un viaje extraordinario; en Santiago de Cuba dormíamos debajo de los puentes, en las alcantarillas.
Una noche nos acostamos a dormir en un ómnibus de una terminal intermunicipal; nos tiramos en los asientos de atrás, pensando que aquellos ómnibus estarían allí por lo menos dos o tres días, y cuando despertamos al día siguiente nos encontrábamos en el Caney, a muchos kilómetros de Santiago y sin saber cómo regresar a la ciudad.
Nuestra juventud tenía una especie de rebeldía erótica. Me veo completamente desnudo debajo de un puente de Santiago con un joven recluta, también absolutamente desnudo, mientras pasan a toda velocidad vehículos que nos iluminan. Hiram Pratt salió de Santiago de Cuba en la cama de un camión donde iba un negro y a los pocos minutos de su salida, ya le iba mamando el miembro, mientras el camión corría a toda velocidad por la carretera. Me imagino el asombro de los campesinos cuando veían pasar el camión con aquella visión.
Llegar a una playa entonces era como llegar a una especie de sitio paradisíaco; todos los jóvenes allí querían hacer el amor, siempre había decenas de ellos dispuestos a irse con uno a los matorrales. En las casetas de la playa de La Concha, cuántos jóvenes me poseyeron con esa especie de desesperación del que sabe que ese minuto será tal vez irrepetible y hay que disfrutarlo al máximo, porque de un momento a otro podía llegar un policía y arrestamos. Después de todo, los que no estábamos todavía en un campo de concentración éramos privilegiados y teníamos que aprovechar nuestra libertad al máximo; buscábamos hombres por todos los sitios y los encontrábamos.
Hiram y yo fuimos en nuestra aventura erótica hasta Isla de Pinos y allí pudimos pasamos regimientos enteros; los reclutas, desesperados por fornicar, cuando se enteraron de nuestra llegada, despertaron a todo el campamento. Los jóvenes, envueltos en sábanas o desnudos, iban a nuestro encuentro y nos metíamos en unos tanques abandonados y hacíamos un terrible estruendo.
Un día empezamos a hacer un inventario de los hombres que nos habríamos pasado por aquella época; era el año sesenta y ocho. Yo llegué, haciendo unos complicados cálculos matemáticos, a la convicción de que, por lo menos, había hecho el amor con unos cinco mil hombres. Hiram alcanzaba, aproximadamente, la misma cifra. Desde luego, no éramos sólo Hiram y yo los que estábamos tocados por aquella especie de furor erótico; era todo el mundo. Los reclutas que pasaban largos meses de abstinencia, y todo aquel pueblo.
Recuerdo un discurso de Fidel Castro en el cual se tomaba la potestad de informar cómo debían vestir los varones. De la misma forma, criticaba a los jovencitos que tenían melena y que iban por las calles tocando la guitarra. Toda dictadura es casta y antivital; toda manifestación de vida es en sí un enemigo de cualquier régimen dogmático. Era lógico que Fidel Castro nos persiguiera, no nos dejara fornicar y tratara de eliminar cualquier ostentación pública de vida.