La Habana
En 1960 fui a La Habana. El 26 de julio Fidel Castro pronunciaba un enorme discurso y necesitaba público para llenar la Plaza de la Revolución. A nosotros, más de mil jóvenes, nos metieron en un tren cañero y llegamos a La Habana después de un viaje que duró más de tres días. Casi todos íbamos erotizados en aquel tren; los cuerpos sudorosos y pegados unos a otros. Yo también me erotizaba, pero seguía empecinado en mi absurdo machismo al que me era muy difícil renunciar por problemas de prejuicios.
Yo tenía entonces dos novias: Irene, a la que había conocido antes de entrar a la beca, y Marlene, que era ya como mi novia clásica. Se turnaban y me visitaban en la beca los domingos, que eran los días de visita. Yo entonces era muy «macho»; trataba de serlo y, aunque a veces tenía relaciones platónicas con otros muchachos, eran relaciones varoniles, relaciones de fuerza; simulacros de lucha y juegos de manos.
Llegamos a La Habana. Me fascinó la ciudad; una ciudad, por primera vez en mi vida; una ciudad donde nadie se conocía, donde uno podía perderse, donde hasta cierto punto a nadie le importaba quién fuera quién. Nos alojamos en el hotel Habana Libre, es decir, el hotel Habana Hilton, súbitamente convertido en hotel Habana Libre. Dormíamos seis o siete jóvenes en cada habitación.
Desde luego, las «locas» de La Habana se dieron banquete con aquellos becados, que llevábamos como seis meses sin tener ninguna relación sexual y que de repente llegábamos al centro mismo de La Habana. Un amigo mío, que se llamaba Monzón, me dijo que en una misma noche se templó a más de veinte locas, a diez pesos por cabeza; hizo casi una pequeña fortuna durante su estancia con aquel desfile revolucionario. Era un hombre guapísimo, bellísimo, que después ocupó varios cargos en la Revolución. Una vez tropecé con él en la calle, hace más de diez años, y me dijo que dirigía no sé qué empresa y que viajaba casi constantemente a Bulgaria y a otros países socialistas.
El caso es que aquel primer viaje a La Habana fue mi primer contacto con otro mundo; un mundo hasta cierto punto multitudinario, inmenso, fascinante. Yo sentí que aquella ciudad era mi ciudad y que de alguna manera tenía que arreglármelas para volver a ella. De todos modos, en el poco tiempo que estuvimos allí, nuestra función fue desfilar y desde luego, desfilamos frente a la Plaza de la Revolución durante todo un día; aplaudiendo, coreando las consignas típicas del momento, entusiasmados hasta cierto punto. Yo me eché una novia de paso; una muchacha de La Habana, la cual desde luego estaba desesperada por conquistar un becado, un rebelde o un campesino. Después me mandó varias cartas a la beca, a las cuales no respondí. En su última carta se mostraba insultada y decía que iba a ir a buscarme a la misma beca. Yo le di la carta a varios amigos míos y la leyeron riéndose, pero estaba aterrado de pensar que aquella mujer se apareciese a buscarme allí y fuera a darme un escándalo. Me decía que estaba en estado y que iba a tener un hijo mío, cosa insólita porque sólo habíamos frotado nuestros sexos en plena plaza pública; podía ser tan mío como de Fidel Castro.