El «caso» Padilla

La Seguridad del Estado seleccionó como chivo expiatorio a Heberto Padilla. Padilla había sido el poeta irreverente que se había atrevido a presentar a un concurso oficial un libro crítico como Fuera del juego.

En el extranjero ya se había convertido en una figura internacional y había, por tanto, que destruirlo, destruyendo así a todos los demás intelectuales cubanos que tuvieran una actitud semejante.

En 1971, Padilla fue arrestado junto con su esposa, Belkis Cuza Malé. Fue encerrado en una celda, intimidado y golpeado; a los treinta días salió de aquella celda convertido en un guiñapo humano. Casi todos los intelectuales cubanos fuimos invitados por la Seguridad del Estado a través de la UNEAC para escuchar a Padilla. Sabíamos que estaba detenido, y estábamos sorprendidos con su aparición. Recuerdo que la UNEAC, custodiada por policías vestidos de civiles, estaba estrictamente vigilada; sólo podíamos entrar a escuchar a Padilla las personas que aparecíamos en una lista, que era chequeada minuciosamente. La noche en que Padilla hizo su confesión fue una noche siniestramente inolvidable. Aquel hombre vital, que había escrito hermosos poemas, se arrepentía de todo lo que había hecho, de toda su obra anterior, renegando de sí mismo, autotildándose de cobarde, miserable y traidor. Decía que, durante el tiempo que había estado detenido por la Seguridad del Estado, había comprendido la belleza de la Revolución y había escrito unos poemas a la primavera. Padilla no solamente se retractaba de toda su obra anterior, sino que delató públicamente a todos sus amigos que, según él, también habían tenido una actitud contrarrevolucionaria; incluso a su esposa. Padilla nombraba una por una a todas las personas: José Yanes, Norberto Fuentes, Lezama Lima. Pero Lezama se negó a asistir a aquella retractación. Mientras Padilla seguía mencionando a los escritores «contrarrevolucionarios», Virgilio Piñera se fue deslizando de su silla y se sentó en el piso para hacerse invisible. Todas las personas a las que Padilla había señalado como contrarrevolucionarios, entre golpes de pecho y lágrimas en los ojos, tenían que acudir al micrófono donde estaba Padilla, asumir sus culpas y reconocer que eran unos miserables y unos traidores al sistema. Desde luego, todo aquello fue filmado por la Seguridad del Estado y aquella película recorrió todos los medios intelectuales del mundo, especialmente fue mostrada a todos aquellos escritores que habían firmado una carta por el injusto arresto de Padilla, entre los que se encontraban Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Juan Rulfo y hasta el mismo García Márquez, hoy convertido en una de las vedettes más importantes que tiene Fidel Castro.

Sucesivamente, pasaron por el micrófono haciendo su confesión todos aquellos escritores. La de Pablo Armando Fernández fue extensa y miserable; se acusaba de una manera aún más violenta de la que lo había hecho Heberto Padilla. César López también acudió allí y confesó todos sus errores ideológicos. También Norberto Fuentes; sólo que éste, al final, cuando todo parecía haber terminado tal como había sido preparado por la Seguridad del Estado, pidió la palabra y volvió al micrófono. Dijo que no estaba de acuerdo con lo que allí sucedía, que Padilla estaba en un momento muy difícil y que no le quedaba más remedio que hacer aquella confesión, pero que él no pensaba de ese modo, porque él había trabajado y, siendo un escritor, estaba muriéndose de hambre y no se consideraba un contrarrevolucionario por haber escrito sencillamente varios libros de cuentos imaginativos y algunos críticos. Terminó dando un puñetazo, y los miembros de la Seguridad del Estado que estaban allí se pusieron de pie y vi a algunos de ellos llevarse las manos a la cintura, donde tenían la pistola. Norberto Fuentes fue acallado entre gritos de violencia.

Al mismo tiempo que se desarrollaba aquel espectáculo bochornoso de la confesión de Padilla, el gobierno de Castro organizaba lo que se llamó el Primer Congreso de Educación y Cultura, que trataba acerca de todo lo contrario de lo que su nombre enunciaba; estaba claro que lo que se quería era acabar con toda la cultura cubana. Allí se dictaron postulados con respecto a la moda, que se consideraba como una forma de diversionismo ideológico y una sutil penetración del imperialismo norteamericano.

El mayor encarnizamiento de ese congreso fue contra los homosexuales. Se leyeron acápites donde se consideraba el homosexualismo como un caso patológico y, sobre todo, donde se decidía que todo homosexual que ocupase un cargo en los organismos culturales debía ser separado, inmediatamente, de su centro de trabajo. Comenzó el parametraje, es decir cada escritor, cada artista, cada dramaturgo homosexual, recibía un telegrama en el que se le decía que no reunía los parámetros políticos y morales para desempeñar el cargo que ocupaba y, por tanto, era dejado sin empleo o se le ofertaba otro en un campo de trabajos forzados.

Trabajar en la agricultura o tener un cargo de sepulturero eran las ofertas que se les hacían a los intelectuales parametrados. Evidentemente, llegó la noche oscura para todos los intelectuales cubanos. Ya para entonces era imposible pensar en abandonar el país, pues desde 1970 Fidel había proclamado que todo el que quería irse del país ya lo había hecho, convirtiendo la Isla en una cárcel cerrada, donde todo el mundo, según él, estaba feliz de permanecer.

Todo artista que hubiera tenido un pasado homosexual o algún desliz político corría el riesgo de perder su puesto. Recuerdo el caso de los Camejo, que habían creado una de las instituciones artísticas más importantes de toda la Isla, el teatro Guiñol. Súbitamente, ellos y casi todos los actores que integraban aquel grupo fueron parametrados y el teatro fue destruido.

Agentes de la Seguridad del Estado, como Héctor Quesada o el teniente Pavón, eran ahora quienes efectuaban la caza de brujas. Volvieron otra vez las recogidas y volvieron otra vez los espléndidos muchachones de la Seguridad a disfrazarse de bugarrones obsequiosos para arrestar a cualquiera que les dirigiese una mirada.

Uno de los escándalos más sonados de aquel momento fue el arresto de Roberto Blanco y su juicio público. Era uno de los directores teatrales más importantes de Cuba entre los años sesenta y setenta, pero había cometido la imprudencia de mirar el falo erecto de uno de aquellos hermosos jóvenes y, esposado y pelado al rape, fue conducido a un juicio público que se celebró en el mismo teatro del cual era director.

La humillación pública ha sido uno de los métodos más utilizados por Castro: la degradación de las personas ante un público, siempre dispuesto a burlarse de cualquier debilidad ajena o de cualquier persona caída en desgracia. Y no sólo la acusación, sino el arrepentimiento, entre golpes de pecho, ante un público que aplaudía y se reía. Y después, naturalmente, rapados y esposados, la purificación de sus debilidades en un campo de caña o cualquier otro trabajo agrícola.

Las detenciones se sucedían constantemente. Escritores que incluso habían obtenido premios nacionales de poesía eran súbitamente condenados a ocho años de cárcel por diversionismo ideológico, como fue el caso de René Ariza. Otro premiado que también fue condenado, pero a treinta años de cárcel, fue José Lorenzo Fuentes. El Beny también había sido arrestado por corrupción de menores o algo por el estilo, y estaba por entonces en un campo de trabajos forzados. Algunos, claro, intentaban marcharse del país como fuera posible. Esteban Luis Cárdenas intentó lanzarse de un edificio y caer dentro de la embajada argentina; cayó dentro del patio de la embajada, pero las autoridades cubanas que no estaban dispuestas a respetar ningún tratado diplomático, entraron y se lo llevaron a la cárcel.

¿Cuántos jóvenes no perecieron (y perecen) ahogados, intentando cruzar el estrecho de la Florida o, sencillamente, balaceados por los guardacostas de la Seguridad del Estado? Otros muchos optaron por una forma de escapar más segura, es decir por el suicidio, como fue el caso de la poetisa Martha Vignier, que se lanzó del tejado de su casa haciéndose pedazos contra el pavimento.

En aquel momento tal vez quedaban muy pocas opciones para los escritores o para cualquier otra persona en aquel país. Era un estado policial, y lo más práctico para muchos fue hacerse policía; ése fue el caso de Coco Salá, Hiram Pratt y Oscar Rodríguez, súbitamente convertidos en informantes del régimen de Fidel Castro. Otros, contra viento y marea, querían seguir escribiendo y formaban pequeños grupos, como el que formamos en el Parque Lenin los hermanos Abreu y yo.

Una vez mi necesidad de leer un cuento era tanta que alquilamos un bote en la playa Patricio Lumumba, cuando todavía esto se podía hacer y, mientras navegábamos muy cerca de la playa, porque no podíamos alejarnos mucho, yo leí aquel cuento a Reinaldo Gómez Ramos, Jorge Oliva y los hermanos Abreu.

Ahora, no se trataba solamente de conservar aquellos escritos a buen recaudo y en su momento oportuno enviarlos al extranjero, se trataba de expedirnos a nosotros mismos como fuera; de irnos de aquel sitio a nado, cruzando la base naval de Guantánamo, infiltrándonos en un avión en forma clandestina, cosa además completamente imposible.

Se decía que una persona había fabricado con una de las sillas de Coppelia y un ventilador gigantesco, una especie de helicóptero con el cual había remontado las cercas de la base de Caimanera y había caído en territorio norteamericano.

Algunos fueron afortunados en aquel momento, como fue el caso de Jorge Oliva y Ñica, que se fueron nadando por la base de Guantánamo y, cuando lo supimos, ya estaban en Nueva York. Se comentaba que Jorge Oliva le había mandado un telegrama a Guillén en el que le decía: «¿No decías que era pargo? Pues bien, me fui nadando».

Afortunadamente, durante todos esos años, mi amistad con Jorge y Margarita Camacho fue indestructible y siempre se las arreglaron para hacerme llegar alguna carta de consuelo y, junto a ella, muchas veces me hacían llegar, con algún turista francés, una camisa, un par de zapatos, un pañuelo o un perfume; en fin, algo que se convertía en un símbolo de vida, al pensar que había llegado de una región libre y hasta tenía un olor diferente.

Al estrenarse aquello, uno caminaba de una forma diferente; hasta cierto punto eso nos volvía un poco más libres o nos ponía en contacto con un mundo donde aún se podía respirar. Pero lo más impresionante de todo era cuando uno de aquellos turistas, a los que habíamos contado nuestros horrores, volvía a Occidente. Aquella persona se convertía ante nosotros en una especie de ser mágico por el solo hecho de poder coger un avión y salir de aquella isla; salir de aquella prisión. Con cuánta envidia veíamos a Olga traspasar la barrera de cristal que sólo podían atravesar aquellos que tenían autorizado el permiso de salida o los extranjeros que venían de visita al país. Olga se perdía detrás de aquellos cristales y corríamos todos hasta el balcón desde donde podíamos verla subir la escalerilla del avión. Era un goce enorme poder pensar en subirse a aquel avión y despedirse de aquel infierno. Y, cuando el avión se elevaba, lo veíamos perderse entre las nubes lleno de gente que podía marcharse, aborrecer todo aquello, decir lo que quisieran, comprarse un par de zapatos cuando lo quisieran. Pero nosotros nos quedábamos allí y hacíamos una larga cola para tomar la guagua en que regresaríamos a La Habana, mirándonos con nuestras telas rústicas y nuestra piel chamuscada por el sol y la falta de vitaminas.

Antes que anochezca
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