El Repello

En Holguín se respiraba un ambiente machista que mi familia compartía y en el cual yo había sido educado. Mis amores a los trece años eran, sin embargo, un poco ambiguos. Me enamoré de Carlos, un muchacho de la fábrica con el que tenía muchas cosas en común, incluso nos parecíamos físicamente; ambos habíamos sido abandonados por nuestros padres y éramos hijos únicos apegados a nuestras madres. Ahora yo iba al cine con Carlos; nuestras relaciones se limitaban a sentamos juntos en el cine y juntar nuestras rodillas, como por casualidad; así, con las rodillas muy pegadas, veíamos desfilar indios feroces o cantar a Pedro Infante, durante horas. Tenía también novias, tal vez influido por el ambiente del pueblo: Irene, Irma, Lourdes, Marlene. También sostenía batallas con los enamorados de aquellas novias o con los novios a los cuales yo les quitaba la muchacha; me recuerdo trincándome a trompadas con un joven guapísimo llamado Pombo, quien por cierto me propinó un tremendo piñazo en la cara; con el tiempo yo creo que me sentí más enamorado de Pombo que de Lourdes, que era la novia que yo le había «levantado»; pero quizá, precisamente para mortificarlo, seguía con ella.

Mientras todo esto sucedía, yo seguía deseando a Carlos; él fue el que me llevó al Repello de Eufrasia, que era un enorme burdel con un gran salón de baile. Estaba situado en la cumbre de la loma de tierra colorada que se llamaba La Frontera; el nombre era muy apropiado, pues, una vez que se atravesaba aquel barrio, se había traspuesto la barrera de la civilización o de la hipocresía y cualquier cosa podía suceder; casi todos los que allí vivían eran delincuentes y prostitutas. Para mí fue una gran revelación y una indiscutible atracción visitar aquel lugar. Lo llamaban Repello porque las mujeres que allí bailaban movían de tal manera la cintura, que más que bailar era como una frotación contra el sexo del hombre. El repello es un movimiento circular que va pegando algo que después resulta muy difícil de despegar; en este caso el sexo de la mujer repellaba el sexo del hombre y, una vez terminada la pieza, el hombre invitaba a la mujer a hacer el amor, cosa que por dos o tres pesos se realizaba en la casa que quedaba en frente. Por cierto, cada pieza costaba cinco centavos; el bailador tenía que pagar cinco centavos por bailar con la mujer que lo repellaba; el órgano comenzaba a tocar, y Eufrasia, la dueña del Repello, vestida de rojo y provista de una enorme cartera blanca, le daba un golpecito a cada bailador en la espalda en señal de que le diera los cinco centavos. De aquellos cinco centavos, dos pertenecían a la bailadora; Eufrasia llevaba en la mente la cuenta de las piezas que había bailado cada una de las putas y les daba su parte. Yo bailé con Lolín, una mulata joven de unos muslos poderosísimos; al fin, por embullo de algunos amigos, entre ellos Carlos, fui a la casa de enfrente a templar con Lolín. Recuerdo que lo hicimos a la luz de un quinqué y recordé a mi madre en el campo; yo estaba nervioso y no se me paraba, pero Lolín se las arregló de tal modo que, finalmente, me eroticé. ¿O fui yo el que me las arreglé pensando en el rostro de Carlos, que me esperaba afuera? De todos modos, fue la primera vez que eyaculé en el sexo de una mujer.

La casa de mis abuelos no era ni siquiera de ellos; se la había semicomprado Osaida, una de sus hijas, que tenía pensado irse para Estados Unidos con su marido. A Osaida se le había muerto una de sus hijas y nunca volvió a recuperarse completamente; quizá Florentino, su esposo, esperaba que marchándose para el Norte pudiera sentirse mejor. No creo que fuera así; dentro de la soledad y el horror de los pantanos de Miami, Osaida creo que, con el tiempo, se volvió un poco más desdichada.

La casa siguió siendo pequeña para nosotros; había solamente dos cuartos para diez personas, por lo que yo a veces iba a dormir a la casa de mi tía Ofelia. Desde luego, nadie podía tener el privilegio de dormir separado, sino de dos en dos o de tres en tres. Mis abuelos en el campo podían dormir separados y odiarse a cierta distancia y con cierto respeto; ahora tenían que dormir juntos; tal vez por eso reiniciaron sus relaciones sexuales. A veces yo, mientras escribía, los sentía en la cama en combates sexuales que eran bastante escandalosos; yo aprovechaba aquellas circunstancias para deslizarme debajo de la cama en que fornicaban y sustraer algún dinero de la caja de madera de la tienda, que mi abuelo todas las noches depositaba debajo de la cama; ésa era, por decirlo así, la caja contadora.

Pero, generalmente, iba a dormir a la casa de mi tía y compartía la cama con mi primo Renán, un adolescente de unos dieciséis años, un don Juan, según decían. Renán, después de tener unas semiaventuras eróticas, llegaba a la casa y se masturbaba en la misma cama donde yo dormía; yo disfrutaba de aquellas masturbaciones y, a veces, como si estuviera dormido, creo que lo ayudaba.

Cuando tenía tiempo, iba a una escuela que llamaban Primaria Superior, donde tenía una maestra de anatomía que nos obligaba a recitar con puntos y comas todo el texto de un terrible libro de anatomía, fisiología e higiene; quien no lo recitara de memoria, no pasaba el curso. Allí también me enamoré de mi profesor de gramática, un hombre de unos setenta años. Así, mis amores platónicos de entonces se dividían entre Carlos, que tenía unos catorce años, y el viejo profesor de setenta. De ese modo, cuando mi primo se masturbaba pensando en alguna de las muchachas a las que quizás había besado en uno de los pocos y raquíticos parques del pueblo, yo también lo hacía pensando en el profesor de gramática, que nunca se había fijado en mí para nada, aunque los alumnos decían que era homosexual y muchos hasta hacían alardes de habérselo templado.

En 1957 mi prima Dulce Ofelia y su madre vinieron de Miami a pasarse una temporada en Holguín. Dulce se había convertido en una muchacha bellísima. Era el momento en que mi amistad con Carlos estaba en pleno apogeo; íbamos todas las noches juntos al cine. Mi prima captó algo extraño en aquellas relaciones y, tal vez por eso, se enamoró de Carlos. Las cosas cambiaron para mí; ya no éramos Carlos y yo los que íbamos al cine, sino ellos dos, y yo de chaperón; se sentaban junto a mí en el cine y yo los veía besarse. Lo que tantas veces yo hubiera deseado hacer con Carlos lo hacía ahora mi prima delante de mí y yo tenía que cuidarlos para que no pasara nada «malo», según me orientaba mi abuela. El romance duró un mes, hasta que mi prima regresó a Miami. Carlos intentó otra vez salir conmigo, pero yo no quise saber nada más de él; secretamente, me había traicionado y no tenía que explicarle más nada; él comprendía. Carlos se sentaba en el portal y empezaba a hablar con mis abuelos esperando que yo saliese; pero yo me enclaustraba en el comedor; había comenzado a escribir otra novela terrible, El caníbal, que, afortunadamente, se perdió. Nunca más volví a ir al cine con Carlos.

Por aquella época yo engolé la voz, puse cara de guapo y aumenté el número de mis novias; creo que hasta yo mismo llegué a pensar que alguna de aquellas muchachas me gustaba. En la escuela cortejaba a todas las alumnas y me cuidaba mucho de que alguien pudiera imaginar que a mí no me atraían las mujeres. Pero un día, mientras la maestra de anatomía repetía su mamotreto, un compañero de mi clase se sentó junto a mi pupitre y con un diabolismo absolutamente sincero me dijo: «Mira, Reinaldo, tú eres pájaro. ¿Tú sabes lo que es un pájaro? Es un hombre al que le gustan los otros hombres. Pájaro; eso es lo que tú eres».

Antes que anochezca
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml