La tierra
Con el tiempo, mis tías se fueron convenciendo de que no iban a poder atraer a ningún otro hombre; mi madre también se había convencido del imposible regreso de su amante, quizás antes que mis tías. Entonces, todas se volvieron más beatas, se hicieron médiums e iban todas las semanas al templo de Arcadio Reyes, acabando poseídas por violentos espíritus que las conmocionaban. La misma casa de mi abuelo se convirtió en una especie de sucursal del templo espiritista de Arcadio Reyes; allí acudían vecinos de todos los barrios cercanos y algunos remotos para ser despojados espiritualmente por mis tías. Todas mis tías se ponían alrededor de la persona que iba a ser despojada; a veces esas personas eran libradas de su mal con una visita, pero otras veces el mal era tan terrible que tenían que ir varias veces a la casa y hacerse varios despojos.
Una noche mi prima Dulce Ofelia y yo, en medio de una de aquellas sesiones espirituales, cogimos un puñado de tierra y lo tiramos contra la pared; inmediatamente, una de mis tías cayó en trance. Recientemente se habían muerto los padres de mi abuela y los herederos tenían una guerra familiar por la repartición de la tierra; aquel puñado de tierra era, sin duda, según decía la posesa, el reclamo de un espíritu que pedía la repartición justa entre los herederos porque, de lo contrario, iban a acaecer terribles desastres a toda la familia. En aquel momento mi prima y yo nos reímos de los vaticinios de aquel espíritu; sin embargo, más adelante sucedieron ciertamente muchas calamidades y se perdieron aquellas tierras. Tal vez nuestras manos fueron instrumento de algún espíritu profético y burlón. De todos modos, vuelvo a la tierra: mi infancia comenzó comiendo tierra, mi primera cuna fue un hueco de tierra hecho por mi abuela; metido en aquel hoyo, que me daba más arriba de la cintura, aprendí a ponerme de pie. Esa misma técnica la había utilizado mi abuela con todos sus hijos; yo, metido en el hueco, palmoteaba en el piso de tierra. Después, tiraba tierra contra la pared y una de mis diversiones solitarias era construir castillos de fango; amasaba la tierra con agua que traía desde el pozo lejano; uno de mis juegos favoritos, con mis primos, era lanzamos tierra; escarbar la tierra era descubrir insólitos tesoros en forma de vidrios de colores, caracoles, trozos de cerámica. Regar la tierra y ver cómo absorbe el agua que le ofrendamos es también un acto único; caminar por la tierra, después de un aguacero, es ponemos en contacto con la plenitud absoluta; la tierra, satisfecha, nos impregna con su alegría, mientras todos sus olores llenan el aire y nos colman de una ansiedad germinativa.
Cuando nacíamos, la comadrona rural que nos cortaba el cordón umbilical tenía por costumbre frotar el ombligo con tierra; muchos niños morían a causa de la infección, pero sin duda los que se salvaban habían sabido aceptar la tierra y estaban listos para soportar casi todas las calamidades por venir. En el campo estábamos unidos a la tierra de una manera ancestral; no podíamos prescindir de ella. Ella estaba presente en el momento de nuestro nacimiento, en el de nuestros juegos, en el trabajo y, desde luego, en el momento de la muerte. El cadáver, dentro de una caja de madera, se entregaba directamente a la tierra; pronto el ataúd se pudría y el cuerpo tenía el privilegio de diluirse en aquella tierra y hacerse parte vital de ella, enriqueciéndola. El cadáver renacía como árbol, como flor o como algún tipo de planta que tal vez alguien como mi abuela algún día olería, pudiendo vaticinar sus propiedades medicinales.