Nelson Rodríguez7

La inquietud de Guillermo Rosales aquella tarde en mi casa era por leemos un capítulo de una novela que estaba escribiendo inspirado en la personalidad de Stalin. Lo leyó torrencialmente y se marchó. Nelson y Jesús me invitaron a dar un paseo por la playa. Nelson había estado en uno de los campos de concentración en 1964 y ahora, con la nueva persecución, estaba aterrorizado; no se encontraba con fuerzas para volver a pasar por aquel horror. Me dijo que necesitaba mi ayuda porque lo que quería era abandonar el país, pero no me dijo de qué manera pensaba hacerlo. La ayuda que Nelson quería era de tipo intelectual; quería que yo le hiciese una carta recomendando un libro de cuentos que había escrito; era un libro extraordinario constituido por innumerables viñetas donde narraba cosas ocurridas en el campo de concentración donde había estado.

Fue a mi casa, le hice la carta y después fuimos a la UNEAC donde yo tenía que firmar un libro para poder cobrar mi sueldo. Yo ya no podía, desde luego, escribir para la UNEAC; ni siquiera me dejaban revisar los textos que publicaba La Gaceta de Cuba, pero, como todavía no me habían echado del trabajo, era obligatorio que firmara aquel libro. Al terminar en la UNEAC, Nelson y Jesús me invitaron a tomarme un helado en el Carmelo de la calle Calzada; hicimos una larga cola y, finalmente, nos sentamos. Había poco que hablar en un restaurante en Cuba, donde uno no sabe quién está al lado y puede oír las conversaciones, pero yo notaba que Nelson trataba de prolongar su estancia allí. Hubo un momento en que me dijo: «El único que nos hubiera podido salvar de esta situación era san Heberto». Calificaba así a Heberto Padilla cuando éste estaba preso, pero ya Padilla no era un santo; se había convertido ante toda aquella gente en un traidor. «Ahora sólo queda escaparse del país. Eso es lo que pienso hacer», me dijo cuando salimos.

Caminábamos por las calles del Vedado criticándolo todo, hasta el sol, el calor; todo nos molestaba. Nelson estaba muy agradecido por la carta que yo le había hecho; era una recomendación para mi editor en Francia. Finalmente, tarde en la noche, nos abrazamos y nos despedimos. Tuve toda la noche la impresión de que Nelson quería decirme algo más, pero no se atrevió a decírmelo. Nos despedimos con un abrazo.

A los dos días, en la primera página del periódico Granma, venía la siguiente noticia: «Dos contrarrevolucionarios homosexuales, Nelson Rodríguez y Angel López Rabí intentaron desviar un avión de Cubana de Aviación rumbo a Estados Unidos». La nota decía que todo el público del avión había reaccionado contra aquellos antisociales y los habían reducido rápidamente. Decía además que uno de los contrarrevolucionarios había lanzado una granada, pero que por suerte el avión había aterrizado forzosamente en el aeropuerto José Martí, y que los contrarrevolucionarios serían condenados por un tribunal militar. Eso era todo cuanto decía el Granma; evidentemente, no querían darle ningún tipo de publicidad al hecho de que fueran escritores.

Yo estaba aterrorizado. Nelson tenía que haber montado en el avión con mi carta de recomendación para su manuscrito sobre los cuentos de la UMAP. Después supimos cómo sucedieron las cosas. Nelson, su amigo Angel López Rabí, poeta de dieciséis años, y Jesús Castro habían sacado boletos para un avión de vuelos nacionales que volaría rumbo a Cienfuegos. Tomarían el avión con todas sus maletas y sus viejos libros, con la idea de partir hacia Estados Unidos. Jesús y Nelson, durante su servicio militar, se habían apoderado de unas granadas que tenían escondidas en el patio y su plan consistía en amenazar a los pilotos del avión con tirar las granadas si no desviaban el avión. Pero a última hora Jesús Castro tuvo miedo, se arrepintió y no tomó el avión. Cuando el avión despegó, Nelson sacó la granada y le dijo al público que si no desviaban el avión la tiraría. Inmediatamente, varios agentes de la Seguridad y la escolta oficial provista de armas largas, que viaja en todo avión cubano, se lanzaron sobre Nelson para matarlo. Alguien que iba en el avión, y cuyo nombre prefiero no decir porque aún vive en Cuba, me contó toda la historia. Nelson corría por todo el avión con la granada y la metía detrás de los pasajeros aterrorizados en forma de amenaza, mientras sus perseguidores trataban de darle un tiro certero. Nelson le gritó a Angel que lanzara su granada, pero éste no se atrevió y Nelson lanzó la suya. Uno de los jefes de la Seguridad se lanzó sobre la granada para que ésta no hiciese explosión, pero estalló y le hizo un hueco enorme al avión que ya se encontraba a gran altura. En cuanto el avión logró aterrizar, Nelson aprovechó la confusión y se lanzó por el hueco del avión; las hélices del avión lo atraparon y durante un año estuvo hospitalizado en estado de gravedad. Cuando los médicos de la Seguridad del Estado lograron curarlo, fue sentenciado a muerte y fusilado, junto con su amigo Angel López Rabí, de sólo dieciséis años de edad.

Jesús Castro Villalonga, que no había tomado el avión pero sabía lo que se planeaba, fue condenado a treinta años de cárcel.

El resto de los pasajeros que permanecieron sentados en sus asientos, sin colaborar con la policía castrista, fueron arrestados por sospechosos y sometidos a una investigación. Creo que ellos también deseaban que el avión fuese secuestrado.

En cuanto a mi carta, supongo que desapareció en medio de la explosión de la granada y del incendio que se produjo o, quizá, la Seguridad del Estado la guardó para acumular más pruebas contra mí. Ellos sabían que me tenían en sus manos.

Aún en Cuba, escribí un relato sobre las experiencias de Nelson en los campos de concentración, Arturo, la estrella más brillante, y se lo dediqué desde luego a él. Decía así: «A Nelson, en el aire». Después, en el exilio, escribí un poema en el que le pedía a los dioses que Nelson permaneciese siempre así, granada en mano, huyendo de la Isla. No sé si me habrán concedido ese ruego.

Mi tía, lógicamente, se había enterado del intento de fuga de Nelson. Ahora, según ella, yo no sólo era un maricón contrarrevolucionario, sino que estaba vinculado a terroristas que desviaban aviones con granadas en la mano. De una u otra manera yo tenía ya que marcharme de allí, pero no tenía para dónde ir.

En Cuba todas las casas pertenecen al Estado; obtener un simple apartamento es un privilegio que sólo se concede a los altos funcionarios. Para obtener un televisor o un refrigerador había que pasarse muchos años cortando caña, acumulando méritos laborales y políticos, y tener una conducta intachable. Yo no tenía ninguno de esos méritos y mi conducta estaba muy lejos de ser intachable.

Sin embargo, aquella zona estaba llena de residencias vacías, aunque, ciertamente, muchas estaban ocupadas por becadas que, provenientes de los campos de Cuba, eran felices de vivir en esas casas lujosas de Miramar, las cuales fueron destruidas, minuciosamente, por ellas. Una vez mi tía y yo oímos un gran estruendo y era que aquellas muchachas campesinas habían roto todas las ventanas de madera de la mansión y habían hecho una fogata en el patio para hervir la ropa y desempercudirla. Así muchas de las partes más elegantes de aquellas residencias, y también sus muebles, pasaron a convertirse en combustible.

Antes que anochezca
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