El arresto

Yo creía que mi situación había llegado ya al colmo, pero si algo le enseña a uno un sistema totalitario es que las calamidades son infinitas. En el verano de 1973 Coco Salá y yo nos bañábamos en la playa de Guanabo. Allí tuvimos relaciones sexuales con unos muchachos, metidos en los manglares. Realmente, pasamos un buen rato con ellos.

Después de haber hecho el amor con los muchachos, depositamos los bolsos en la arena y seguimos bañándonos. Como a la media hora fuimos robados por aquellos recientes amantes, se llevaron nuestros bolsos. Coco llamó a la policía, cosa que nunca se debe hacer en un caso semejante, y la patrulla nos montó en su carro y recorrimos la playa para ver si encontrábamos a los ladrones. Efectivamente, en un pinar cerca de la playa iban los muchachos con nuestros bolsos.

La policía los detuvo; el hecho era obvio; tenían nuestras propiedades. Fuimos hasta la estación de la policía, cosa que no hubiera hecho yo, pues, cuando se vive en un país como aquél, lo mejor es evitar todo contacto con la policía. Los muchachos llegaron muy campantes allí con los bolsos y dijeron: «Estos son unos maricones que trataron de rescabuchamos, nos tocaron la pinga y les cogimos los bolsos porqué les caímos a golpes y ellos salieron huyendo. En realidad, íbamos con los bolsos a la estación de policía para entregarlos». La historia no era creíble pero, evidentemente, nosotros éramos homosexuales y los muchachos, por demás, tenían un tío que era policía y trabajaba en la estación de Guanabo. De manera que de acusadores pasamos a ser acusados, y esa noche ya estábamos arrestados y dormimos allí en la estación de policía.

Yo pensaba, ingenuamente, que no tenían pruebas contra nosotros y que si algo se podía demostrar era que ellos nos habían robado. Pero olvidaba un artículo de la ley castrista que dice que, en el caso de que un homosexual cometa un delito erótico, basta con la denuncia de una persona para que él mismo pueda ser encausado. Nosotros fuimos no sólo encausados, sino conducidos a la cárcel de Guanabacoa.

Allí llamaron a la UNEAC, que elevó los peores informes sobre mí. De repente, todo lo positivo desapareció de mi expediente y yo sólo era un contrarrevolucionario homosexual, que había publicado libros en el extranjero.

Nos pusieron bajo fianza. Recuerdo que Tomasito La Goyesca se encargó de buscar el dinero; cosa que no hubiera sido fácil para nosotros, pues había que pagar cuatrocientos pesos que ninguno de los dos teníamos. Cuando salimos a la calle, teníamos aún esperanzas de poder salir absueltos; todo en realidad era absurdo y no había pruebas contra nosotros.

Naturalmente, tenía que seguir asistiendo a la UNEAC para firmar el libro y cobrar mi sueldo, pero allí, cada día me miraban más como un apestado y ahora, con un juicio pendiente, ya era el colmo. De pronto, me volví invisible; ni los porteros me saludaban cuando pasaba junto a ellos, a pesar de que algunos eran también homosexuales.

Yo había nombrado a un abogado para que se hiciera cargo de mi caso. El me había dicho que no me preocupara, que en realidad no había ninguna prueba y no podían acusarme de ningún delito. Pero una tarde me llamó bastante nervioso y me dijo que fuera a verlo a su casa. Allí sacó un enorme pliego, donde aparecían como pruebas los títulos y los contenidos de todas mis novelas publicadas en el extranjero. Todo aquel enorme informe, en el que se me acusaba de contrarrevolucionario y de sacar todos mis libros hacia el extranjero sin permiso de la UNEAC, aparecía firmado por personas que hasta aquel momento eran, aparentemente, excelentes amigos y que me daban palmaditas en los hombros diciéndome que no me preocupara, que no me iba a pasar nada. Entre los firmantes, que ahora me acusaban de mi incesante labor contrarrevolucionaria, se encontraban Nicolás Guillén, Otto Fernández, José Martínez Matos, Bienvenido Suárez.

Indudablemente, ya no se trataba de un delito común, de un escándalo público, como originalmente se había levantado la causa. Ahora se trataba de un contrarrevolucionario que hacía incesante propaganda contra el régimen y la publicaba fuera de Cuba; todo se había preparado para meterme en la cárcel. El fiscal, en sus conclusiones provisionales, dijo que la pena que me correspondía era la de ocho años de prisión.

De manera insólita, Coco Salá había sido separado de esa causa y sólo se le acusaba de escándalo público y de una manera muy marginal. Su nombre apenas aparecía en toda la causa.

Mi tía, naturalmente, estaba enterada de todo. También ella había hecho un largo informe al tribunal, donde contaba mi vida depravada y mi actividad contrarrevolucionaria. No tenía escapatoria.

Olga, la esposa de Miguel, por esos días regresó de París. Por última vez, pues también ella tenía miedo de que en un momento determinado no la dejasen salir más de Cuba; le conté todo lo que me pasaba. Ella en París se pondría de acuerdo con mis amigos Jorge y Margarita Camacho y con mi editor. Algo harían para ayudarme a salir clandestinamente del país. Yo le dije el peligro inminente que corría de ser arrestado antes de que se celebrase el juicio. Lo mejor era que no tuviera que presentarme al juicio y que pudiera darme a la fuga. En ese caso me escondería en algún lugar y le enviaría un telegrama a Olga que dijera: «Envíen libro de las flores». Ellos enviarían un bote plástico, un pasaporte falso con mi fotografía y un equipo submarino; algo con lo que yo pudiese irme del país.

Eran, desde luego, esperanzas remotas; esperanzas de desesperado, pero casi siempre las esperanzas son de los desesperados. Yo no quería resignarme a la cárcel; antes de que Olga se fuera mecanografié rápidamente mi poema «Morir en junio y con la lengua afuera», cuyo borrador tenía en casa de unos amigos que todavía viven en Cuba, y «Leprosorio», escrito a partir de mi experiencia en la cárcel de Guanabacoa. Olga sacó estos poemas.

Yo tenía un amante negro bellísimo con quien iba con frecuencia a hacer el amor entre los matorrales del Monte Barreto. Ya no podía hacerlo en la casa de mi tía porque me amenazaba con llamar a la policía. Ser poseído por aquel hombre en medio de aquel campo, desnudo, y con aquel olor a yerba, era ya de por sí más excitante que si lo hubiera hecho en una cama. Le conté por lo que estaba pasando y me dijo que me encontraría al día siguiente en la playa; de allí nos iríamos a Guantánamo, y él me ayudaría a escaparme por la base naval.

Esa noche me reuní con Hiram Pratt y con Coco Salá. Le comuniqué a Hiram Pratt mi decisión de irme del país en una lancha por la base naval de Guantánamo. Fue un acto de extrema inocencia, indiscutiblemente; en Cuba no se puede confiar ningún secreto. El caso es que al día siguiente por la mañana, me levanté bien temprano. Ya le había entregado mi máquina de escribir a los hermanos Abreu y ellos me habían conseguido algún dinero para irme a Guantánamo. La policía, sin embargo, había madrugado más que yo.

Sentí un toque en la puerta y me asomé por el balcón. Había varios policías rodeando la casa; entraron, y al momento me arrestaron. Fui tratado con violencia innecesaria. Me dieron golpes, me quitaron la ropa para ver si llevaba algún arma, me hicieron vestir de nuevo y me condujeron al carro patrullero. En el momento en que me montaban en el carro mi tía abrió la puerta; vi su rostro radiante y su mirada de complicidad dirigida hacia aquellos policías que me arrestaban.

Me llevaron a una celda de una estación de policía de Miramar. Había allí más de veinte detenidos. Antes de entrar fui interrogado brevemente; los interrogatorios mayores vendrían después. El interrogador me preguntó la causa de mi arresto. Yo le contesté que no lo sabía, que estaba libre bajo fianza y que, por tanto, mi arresto era ilegal. Eso bastó para que el interrogador me cayera a golpes.

Antes que anochezca
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml