Himnos

Regresamos a Holguín otra vez, entonando los himnos que habíamos cantado en la Plaza de la Revolución. Algunos con cartas o fotos de las novias que habíamos encontrado, súbitamente, en aquel desfile. Y volvíamos otra vez a subir la Sierra Maestra con nuestra hamaca, con nuestras mochilas, nuestras barras de chocolate, nuestros himnos. Nos bañábamos en el río cerca del Pico Turquino, escalábamos el Pico Turquino, disfrutábamos de aquella temperatura, para nosotros casi polar, y descendíamos corriendo, como cabras en una montaña, llenos de júbilo y de alegría. Indiscutiblemente, le habíamos encontrado un sentido a la vida, teníamos un plan, un proyecto, un futuro, bellas amistades, grandes promesas, una inmensa tarea que realizar. Éramos nobles, puros, jóvenes, y no teníamos ningún cargo de conciencia. Era extremadamente grato respirar aquel aire de las montañas, aquel olor a pino, a tierra fresca, a comida preparada al aire libre. Casi siempre nos deteníamos a descansar en un campamento llamado Minas del Frío. Era un campamento para formar maestros voluntarios. Creo que ése fue uno de los pocos campamentos de reclutamiento comunista que se hizo antes del campamento de La Pantoja, donde nosotros estudiábamos contabilidad agrícola. Aquellos jóvenes se hacían maestros voluntarios, pero en realidad lo que recibían era un adoctrinamiento comunista. Recuerdo un joven que lloraba en aquella montaña, solo; tenía una larga barba, pero sentía frío y miedo. Me dijo que en realidad no estaba aprendiendo ninguna materia pedagógica, que lo estaban adoctrinando, que tenía miedo de rajarse. «Rajarse» significaba no reunir las condiciones para sufrir aquel clima o aquel tratamiento que allí se llevaba y ser, por lo tanto, expulsado del campamento. No se rajó; lo vi una vez cuando bajaron de la Sierra y se albergaron en La Pantoja, donde yo estaba. Ya no supe qué fue de él, pero comencé a notar cierto desencanto en algunas personas, entre ellas mi propia madre.

Mi madre había regresado de Miami, cansada ya de cuidar a niños ajenos, cagones y llorones. Cuando regresó a Holguín aún era bella y joven mi madre; seguía practicando la castidad absoluta. Me fue a ver a la beca y me contó que ya prácticamente todos los productos habían desaparecido del mercado: no había jabón, no había comida, no había ropa. Yo estaba dentro de la beca y utilizaba un uniforme que me daba el gobierno revolucionario; no necesitaba otra ropa, y no le hice mucho caso a las quejas de mi madre.

Por aquellos tiempos ya habíamos aprendido un poco de contabilidad y el gobierno de Fidel Castro decidió hacer un cambio de la moneda, es decir, toda la moneda que había sido acuñada hasta esa fecha fue devaluada y se imprimieron nuevos billetes. Fue, desde luego, un golpe político magistral, pues al recaudar toda la moneda antigua se recaudaba prácticamente todo el poder que podía ejercer el dinero en manos ajenas a la Revolución y se entregaban a cambio otros papeles que tenían un valor limitado, que no servían para cambios internacionales. Además, al que tenía mucho dinero se le entregaba solamente una pequeña cantidad. Para suplir la otra parte se les daba un bono o comprobante por el que, supuestamente, se le reembolsaría mensualmente.

A mí, por una de esas cuestiones que podríamos llamar truculencias del azar, me tocó ir como uno de los empleados que debía cambiar el dinero viejo por billetes nuevos a un banco del pueblo de Velasco. Naturalmente, lo primero que hice al llegar allí fue preguntar por Cuco Sánchez y su familia. La gente no quería hablarme de eso, hasta que, finalmente, alguien me dijo que estaba preso, que a la familia le habían intervenido la bodega y que casi todos sus hijos eran «desafectos» al régimen y algunos estaban alzados. Estábamos a principios del año 1961 y ya había gente alzada. Entre ellos estaban hombres como Cuco Sánchez.

Al principio yo tenía diecisiete años y cantaba los himnos de la Revolución y estudiaba, indiscutiblemente, el marxismo; llegué a ser uno de los directores de los círculos de estudios marxistas y, desde luego, joven comunista. Yo pensaba que todos aquellos hombres que se alzaban contra Fidel estaban equivocados o locos. Creía o quería creer que la Revolución era algo noble y bello. No podía pensar que aquella Revolución que me daba una educación gratuita pudiera ser algo siniestro. Pensaba que seguramente habría elecciones y Fidel Castro sería elegido por vía democrática. Pero, si había algo seguro, era que nos estaban adoctrinando y todavía no habían comenzado las verdaderas agresiones de Estados Unidos; es decir, aquella revolución fue comunista desde el principio. Tengo que confesarlo porque yo fui una de las personas a las que se entregaron textos comunistas para que los estudiara y los divulgara. Ya habían intervenido gran parte de las propiedades privadas; sencillamente, el comunismo estaba poniéndose en práctica aunque no podía declararse oficialmente, pero todos nuestros profesores eran comunistas, los cuadros de mando eran comunistas, toda la escuela no era más que un centro comunista, como lo era el centro de maestros voluntarios de Minas del Frío; los mismos textos de alfabetización de los campesinos también lo eran. Pero estábamos tan entusiasmados que no podíamos pensar que nada grave fuera a suceder; o no queríamos pensarlo. Es casi imposible para el ser humano concebir tantas calamidades de golpe; veníamos de incesantes dictaduras, de incesantes abusos, de incesantes atropellos por parte de los poderosos y ahora era nuestro momento; el momento de los humildes.

Yo no me había olvidado de mis pretensiones literarias, a pesar de estar en aquel ambiente tan poco literario y tan sumamente politizado. Escribía grandes poemas, no sé en nombre de quién; tal vez del tiempo, de la lluvia o de la neblina, cuando la había o cuando la recordaba. Yo seguía siendo, en el fondo, aquel muchacho solitario que se paseaba por el campo, medio desnudo, cantando grandes canciones casi operáticas. Ahora las escribía en unos cuadernos que después perdí.

Finalmente me gradué como contador agrícola. Pero algo sucedió antes de mi graduación que me llenó de una enorme tristeza y que me recordó las palabras de mi abuelo. El decía siempre que el comunismo era el fin de la civilización, que era algo monstruoso. Su día más feliz fue cuando murió Stalin. «Al fin se murió ese cabrón», dijo con alegría.

Antes que anochezca
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