Capítulo 1
Tormenta en la costa
El vendaval, que había aflojado durante un rato, volvió a abatirse con un alarido y un golpeteo como de grandes alas sobre el pueblo, que se agazapaba en la colina desnuda como si buscara refugio. En la choza de Cunori, el hermano del jefe, una parte del punzante humo del hogar no se iba por el agujero que había en el bajo techo de turba y permanecía en el interior. La lámpara de aceite de foca que colgaba del tronco que ascendía hasta el techo parpadeó hasta amortiguarse, trayendo las sombras acechantes, de manera que por un instante la tormenta y las cosas de la tormenta parecieron haberse abierto paso hasta el pequeño bastión circular de calor y protección que era la casa de Cunori. Pero la ráfaga pasó, como habían pasado otras, la lámpara recobró el equilibrio, y las llamas inclinadas volvieron a brincar en el hogar.
Sentado junto al fuego, Cunori escuchaba cómo la tormenta batía sus salvajes alas en torno a la choza, contento porque la oveja había parido ya y no tendría que volver a salir esa noche. Se inclinó hacia delante para captar la luz con la punta de la lanza a la que estaba cambiando el asta. El asta antigua, torcida, astillada y llena de muescas de muchas cacerías, yacía junto a él. La nueva era recta y de un satisfactorio blanco ceniza. La punta larga y delgada reflejó la luz danzante del fuego, convirtiéndose en una llamarada entre sus manos. Tres sabuesos yacían sobre los juncos, con el vientre hacia el calor: unos animales enormes, pintados, de aspecto lobuno. Al otro lado del fuego, en el lado de las mujeres, Guinear hilaba sentada.
Cunori la miraba de vez en cuando mientras trabajaba, pero ella nunca levantaba la vista del huso giratorio y su creciente carrete de lana grisácea. Quería que ella alzara la vista; que dejara de hilar un momento. Quería que a él se le ocurriera algo que la hiciera reír. Le gustaba cuando ella se reía. Ésa era una de las razones por la que se la había pedido a su padre, dos veranos atrás, para poder tener su risa junto a su propio fuego. Pero ella no se reía desde hacía media luna, desde que murió la criatura.
Cunori sentía lo de la criatura, aunque no tanto como si hubiera sido un varón. Se podía contar con las hijas para que ayudaran en las parcelas de campo y todo eso, pero casi tan pronto como estaban suficientemente crecidas para ser útiles uno tenía el problema de que se casaban. Más valía no haber tenido hijas, eso era lo mejor, pues tenías que dar algunas de tus armas a quienes se casaban con ellas, para cerrar el trato. Los hijos eran un asunto muy distinto: te acompañaban de cacería, y traían a sus mujeres a trabajar en las parcelas de campo de la familia, y cuando eras demasiado viejo para cazar, cazaban por ti. Si tenías hijos suficientes, podía ser bueno tener hijas. Tener una hija antes de haber tenido hijos era más bien una desgracia. Pero él sabía que eso no era lo que había pensado Guinear. A ella sólo le importaba que había tenido una hija y que había vivido sólo un día.
«Si la cosecha es buena, le daré a Guinear un juego de pasadores de ámbar para el pelo», pensó, al tiempo que dejaba la lanza para matar lobos y cogía otra que requería pulimento. «Y unas ollas. Y si la cosecha es muy buena, le daré un corte de fina tela rayada de la que venden los mercaderes, para hacerse una túnica».
Pero sabía que los pasadores de ámbar y las ollas e incluso la fina tela rayada no consolarían a Guinear por la pérdida de la criatura. Eso lo llenaba de impotencia, y la impotencia siempre lo disgustaba, así que miraba la hoja de la lanza con el ceño fruncido, y frotaba más y más fuerte, como si la odiara.
El vendaval parecía arreciar más que nunca, y bajo su alarido y golpeteo crecía un nuevo sonido que ora se perdía tras el trasfondo estridente de la tormenta, ora surgía con claridad: el hondo y resonante bramido que era el mar. El viento soplaba hacia el norte, estrellando las aguas contra las rocas negras del cabo, lanzando una ola tras otra como golpes de martillo, como azotando el acantilado.
Alzó la vista asustado, y hasta Guinear dejó de hilar cuando una ráfaga más fuerte que ninguna otra se abatió sobre la choza con un estruendo que hizo temblar hasta el tronco central. Luath, el cabeza de manada, abrió dos ojos como dos lámparas amarillas en la penumbra titilante, emitió un gruñido suave y se irguió, seguido del resto, con los pelos del cuello erizados. En ese momento la piel de ciervo que cubría la entrada se desplazó hacia un lado y una figura entró agazapada, con el temporal revolviendo el aire a sus espaldas.
Cunori se levantó tan rápidamente como los perros. Con una mano agarró su lanza de caza, con la otra hizo la señal para conjurar los espíritus malignos. Pero el recién llegado no era un enemigo vivo ni un espíritu traído por la tormenta, aunque por su aspecto podría haber sido cualquiera de los dos. Cuando se adentró en el resplandor parpadeante de la llama, los perros dejaron de gruñir y se volvieron a echar. Cunori echó la lanza a un lado:
—¡Flann! —gritó indignado—. ¡Nunca has estado más cerca de que te claven una lanza en las costillas! ¿Qué te ha hecho salir en una noche como ésta?
Flann respiraba con dificultad ante la puerta, sacudiendo la cabeza para apartar la desordenada melena de sus ojos.
—Para empezar, la yegua rosilla —dijo jadeando—. Se ha vuelto a escapar y me he ido tras ella hasta los acantilados, y así es que lo he visto. Hay un barco atrapado en la bahía, tratando de doblar el cabo. Ya debe estar frente a la Roca Matadora.
El enfado de Cunori se disipó en un instante. Se acordó de la última vez que un barco se había estrellado contra la Matadora. La corriente había arrastrado muchas cosas hasta la orilla. Él y Flann se miraron sin decirse nada, y surgió entre ellos una gran agitación. Entonces, Cunori se dio la vuelta hacia su mujer, que se había levantado también, y dijo:
—¡Mi capa, Guinear! ¡Rápido! ¡Tráeme la capa!
Cuando se la trajo, Flann ya se había ido a propagar la noticia por el poblado. Se echó la capa sobre los hombros, clavó el broche de bronce y se sumió en la hostil oscuridad tras los pasos de Flann. El viento casi lo dejó sin aliento cuando pasó entre las chozas hacia la puerta de la empalizada. Estaba claro que no era el primero a quien Flann había dado su noticia a gritos, pues otras figuras oscuras caminaban en la misma dirección y cuando llegaron a la puerta vieron que el arbusto de espinas que normalmente cerraba el paso por la noche, había sido desplazado por quienes habían salido antes. Lo dejaron donde estaba para quienes vinieran detrás, y se dirigieron hacia el mar, con las cabezas bajas y los hombros encogidos, inclinados contra el viento.
La luna, que estaba casi llena, parecía atravesar la noche a toda velocidad, ora perdida tras enormes masas de nubes hechas jirones, ora deslizándose a través de escarpados fiordos de cielo despejado. En su ir y venir, dejaba a los hombres de la tribu o bien sepultados en una oscuridad como de ala de murciélago o bien bañados en un fugaz resplandor plateado.
Todos los hombres del poblado habían salido y se dirigían hacia el prometido naufragio, en hileras a lo largo de las colinas, como perros de caza, ansiosos por hacerse con la cosecha que Cámulo, el Señor de las Tormentas, les había enviado. Entre los demás, Cunori llegó por fin a lo que parecía el fin del mundo bajo la ruidosa arremetida del temporal y con el sabor salado de la espuma en los labios. Agachándose contra el viento que luchaba por levantarlo y hacerlo girar como una hoja seca, miró hacia abajo. Desde donde se hallaba, el acantilado descendía en una enorme caída de pendientes cubiertas de hierba y salientes de granito, y acababa en una serie de rocas puntiagudas alrededor de las cuales el agua hervía agitada. La más alejada de éstas, escondida bajo el agua menos durante la marea baja, era la Matadora. Y a la altura de la Matadora, encallado y maltrecho y ya partiéndose, se encontraba el barco que Flann había visto.
La luna, que en ese momento lucía despejada, lo mostraba con claridad: una nave sin mástil, deshecha, lo que quedaba de un mercante romano. Los hombres de la tribu en el acantilado habían visto muchas como ésa —naves de transporte y también galeras— navegando hacia y desde la gran plaza fuerte legionaria de Isca Silurium. A veces, el viento, cuando soplaba del noreste, arrastraba un barco hasta las rocas y cuando esto ocurría rara vez quedaba algún miembro de la tripulación a bordo para contarlo. Después, la carga llegaba a la costa junto con los cuerpos de los ahogados.
Cunori se sujetó el pelo que el viento sacudía en su cara, y miró hacia el buque naufragado, preguntándose cuánto tardaría en partirse. No mucho, pensó, no mucho con un mar así, y dedicó un momento a pensar que no querría estar a bordo de ese barco para, acto seguido, lanzarse cuesta abajo por el estrecho y zigzagueante sendero hacia el mar.
A mitad del descenso estuvo a punto de caer sobre una figura agazapada y se dio cuenta de que era Merddyn el druida, Merddyn el viejo loco, quien en su día fue un hombre poderoso. El viejo estaba acuclillado bajo el refugio que ofrecía una roca saliente. Cantaba con voz suave y se balanceaba hacia atrás y adelante, al tiempo que observaba la escena que se desarrollaba más abajo. Cuando Cunori se detuvo un instante, el viejo alzó la vista y se rió con una carcajada aguda y estridente que parecía más de ave marina que de ser humano.
—¿Has visto? —dijo a voz en grito—. ¿Has visto ahí abajo? Un espectáculo para contemplarlo frotándose las manos, como si fuera una hoguera. ¡Sí! ¡Eso es una buena ola! ¡Les ha pasado por encima! ¡Otra como ésa y a los Águilas les quedará una tripulación menos de la que pavonearse! Una ola más. ¡Oh, ola y reina entre las olas, gran ola de blanca melena y penacho equino, acude rápido con tus arrolladores cascos y tráenos el final! ¡Alegra el corazón de Merddyn el druida!
Cunori lo dejó y siguió bajando por la empinada senda, agazapado contra el viento. Abajo, las olas rompían con estruendo, y batían contra las rocas y contra el barco sentenciado, aunque ya no era propiamente un barco, sino una triste cosa descompuesta que menguaba con cada ola. En un pequeño terreno llano en la parte más baja del acantilado se aglomeraban los miembros de la tribu. Desde ahí se podía arrojar una lanza y alcanzar los restos del naufragio, pero la luna volvía a apagarse entre las nubes, y a través del agua pulverizada y el revuelo de la tormenta no se veían señales de vida a bordo, ni se oía gritar. Ningún socorro podían dar los miembros de la tribu, y aunque hubiera habido algo que hacer, nadie se lo habría planteado. Arrebatar algo al mar traía mala suerte. Otra cosa era que un hombre llegara a la orilla con vida. Le darían cobijo y alimento, cuidarían de sus heridas, y lo dejarían partir libremente. Pero en un naufragio como éste, con el mar así, ningún hombre llegaría vivo a la orilla.
De manera rítmica, sin piedad, llegaban las enormes olas, que se abalanzaban contra las rocas y rompían con un estruendo retumbante que hacía temblar el suelo que pisaba Cunori. Estaba empapado y aturdido por el formidable revuelo de mar y viento. La luna volvía a clarear, y a la luz de ésta, Cunori distinguió la forma oscura de la nave. En ese momento, se alzó sobre ella una inmensa ola encrespada, la gran ola que había invocado Merddyn. Rompió con un estrépito que sacudió cielo y tierra. El oscuro arrecife y el oscuro naufragio quedaron sepultados bajo una masa de agua revuelta de la que salían cortinas de agua pulverizada que el viento se llevaba volando. Cuando la ola regresó, la espuma bajó a raudales entre las hendiduras del arrecife, cubriendo la Matadora. Del naufragio no se veía ni rastro.
Mientras los miembros de la tribu contemplaban aquella escena, una gran nube con orla de plata se deslizó a lo largo de la luna y el mundo quedó a oscuras.
El temporal, como si hubiera cumplido su misión, empezó a remitir desde ese instante, y en un pálido amanecer plateado los hombres de la tribu empezaron a rastrear entre las rocas del Camino de las Focas, en busca de todas las cosas que la tormenta les había traído.
Un cielo alto y grisáceo, veteado de azul y plata, se arqueaba sobre un mundo barrido por el vendaval. Las últimas ráfagas habían pasado y a sotavento del acantilado el aire estaba casi en calma. Seguían llegando unas olas grandes en fila, sin interrupción, que iban a romper entre las rocas y en las pequeñas playas de guijarros. La marea baja dejaba expuesto lo que del naufragio había llegado hasta las estrechas playas: restos de madera y cabos que resultarían útiles; unas pocas ovejas muertas; algunos odres que llegaban rodando hasta que los recogía una cadena de hombres que se habían adentrado en la arena; marineros ahogados a los que había que dar sepultura muy pronto, ya que de no hacerlo sus húmedos espíritus podrían chorrear sobre los hogares del poblado. Con las siguientes dos mareas llegaría más de todo a lo largo de la bahía. Y después de eso, nada.
Rastreando más allá del cabo, con una masa de cuerda empapada, Cunori fue el primero en descubrir dos cuerpos entre las rocas. Los que habían encontrado hasta entonces eran marineros, pero éstos eran diferentes. Eran un hombre y una mujer unidos por un abrazo tan fuerte que ni siquiera las rocas habían sido capaces de deshacer. Ambos eran jóvenes. El hombre tenía aspecto de soldado, un aspecto que Cunori, que era él mismo guerrero, reconocía. Quizá un soldado camino de reunirse con su legión. El cabello largo y mojado de la mujer se extendía flotando hacia atrás y su tono castaño dorado contrastaba con el agua olivácea. «Debía de ser una hermosa melena cuando estaba seca», pensó Cunori. Se agachó para observarlos de cerca y en ese momento algo se revolvió.
Cunori profirió una exclamación de recelo y se echó atrás, para volver a acercarse después.
Vio algo asombroso. Del mar embravecido había llegado algo con vida. Cuidadosamente atado en el hueco del brazo del hombre con lo que parecían cordones de una capa había un niño de pecho. Las rocas, y no el mar, era lo que había matado a sus padres, y sus cuerpos habían protegido al bebé. Ahora se revolvía y emitía un leve y enfermizo gorjeo al tratar de respirar. Estaba azulado y medio ahogado. Si lo dejara solo, en poco tiempo también moriría. Y por un momento, Cunori dudó. Sería mucho más fácil dejarlo allí. Entonces, sin saber por qué, cortó las cintas que lo sujetaban al padre con su cuchillo de caza y lo alzó. Era un varón, de no más de cuatro o cinco meses, y no parecía herido. «Tengo que sacarle el agua de dentro o se morirá», pensó Cunori. Lo puso boca abajo y lo sacudió. Le salió un poco de agua por la boca y Cunori lo sacudió un poco más. De pronto, empezó a llorar con un gemido como el de los corderos recién nacidos, pero desesperadamente flojo. Cunori lo enderezó y lo miró maravillado, sintiendo entre sus manos cómo aquella tenue vida palpitaba y luchaba por la existencia. Con un gesto apresurado y casi avergonzado lo introdujo entre los pliegues de su abrigo mojado y lo recostó en el hueco de su brazo, contra el poco calor que quedaba en su cuerpo. «Comida», pensó. «Tengo que llevarlo rápidamente donde pueda darle calor y comida, o esa chispa de vida se apagará».
Cunori lanzó una vacilante última mirada al hombre y la mujer. No creía que hubieran albergado ninguna esperanza de salvar al bebé. No con un mar así, en una costa como ésta. Habrían querido sólo estar los tres juntos. Pero habían conseguido salvar al bebé y Cunori lo quería. Lo quería para Guinear, pues la consolaría mucho más que un broche de ámbar o una nueva olla. Sosteniendo el niño con fuerza, se dio la vuelta para marcharse.
Se encontró cara a cara con Merddyn el druida y se detuvo, asustado. No era nunca agradable encontrarse a Merddyn inesperadamente. Los ojos del druida eran amarillos, fríos y brillantes como joyas en una cara tan descarnada que parecía una calavera. Eran ojos incómodos, cuya mirada atravesaba y dejaba una estela de aire helado. Y ahora estaban fijos en Cunori. Se apartó un largo mechón de pelo cano y le dijo:
—¿Qué llevas bajo la capa, Cunori, hijo de Cuthlyn?
—Es un niño y está vivo, Anciano Padre —respondió Cunori consciente de que Merddyn lo sabía tan bien como él.
—¿Y qué haces con el niño?
—Se lo llevo a mi mujer, en lugar del que perdió hace una media luna.
—Robar al mar trae mala fortuna —añadió el viejo humedeciéndose los labios—. Si te lo llevas, nos traerá pesares a todos, pues hay abundantes pesares para quienes roban al mar.
—El mar no lo quiere —respondió tenazmente Cunori, resuelto a salirse con la suya ante la primera insinuación de antagonismo. De la misma forma que lo que lo había hecho querer a Guinear con obstinación había sido enterarse de que un cazador llamado Istoreth la quería también—. El mar lo rechaza, por eso lo ha expulsado. Este niño no ha nacido para morir ahogado.
—Igualmente llevarlo al poblado traerá consecuencias funestas y la ira de los dioses. Es un mocoso romano. ¿Qué hemos de hacer nosotros con alguien así? Nosotros, los Hombres Libres de más allá de la frontera. Es de la estirpe que destruyó los Lugares Sagrados y masacró a mis hermanos hace sesenta inviernos, y nos arrebató el poder que era nuestro, que antes de su llegada era para nosotros los conocedores de los secretos de la vida, los del escudo de la luna.
La voz del anciano había subido hasta alcanzar su tono de ave marina, y atraídos por ella, se acercaban hombres de la tribu desde todas direcciones, caminando como podían sobre las rocas para descubrir la causa de aquella protesta.
Cunori estaba enojado. De pronto se preguntó cómo era que, si los Druidas habían sido los titulares de todos los poderes, tal como afirmaba Merddyn, se habían dejado vencer por los Águilas. Borró a toda prisa y con recelo aquel pensamiento, extendiendo furtivamente dos dedos de la mano izquierda para conjurar los influjos maléficos. De cualquier forma, iba a quedarse con el niño.
—Anciano Padre —dijo—, te daré un carnero negro para que los dioses no se enfaden.
Cunori dejó al druida a un lado, con los dedos aún haciendo los cuernos, y caminó por la orilla en dirección al sendero del acantilado. Algunos de sus Hermanos de Lanza se agolparon a su alrededor, y él les gritó, mitad molesto, mitad divertido:
—¡Fuera! ¡Dejadme! Tengo que llevarle esto a mi mujer, o se morirá.
Siguió su camino y los dejó mirándolo, y dejó a Merddyn el druida refunfuñando entre ellos, incómodo al darse cuenta de que sesenta inviernos atrás ningún hombre se hubiera atrevido a desobedecer su voluntad, ni a comprar el favor de los dioses con un carnero negro. Y dejó también atrás al hombre y la mujer abrazados entre las húmedas rocas.
Istoreth, el mismo Istoreth que había querido a Guinear por mujer, entonó un hechizo contra la mala suerte y escupió en dirección a Cunori cuando pasó frente a él. Cunori se rió, devolvió el gesto y enfiló el sendero ascendente. Alcanzó la cima y se dirigió al poblado a un veloz trote de lobo. Cuando se acercó a su choza los perros salieron a recibirlo, aullando y revolviéndose alrededor suyo. Les dijo que se fueran, tal como había hecho con sus Hermanos de Lanza. Después, se agachó bajo el dintel y entró bruscamente en el cálido resplandor del hogar.
Guinear revolvía el guiso de la mañana. Se sentó sobre sus talones, y con el cazo de barro en la mano lo miró inquisitivamente.
—¿Cómo ha ido la caza?
—Bastante bien —dijo Cunori.
—¿Han llegado muchas cosas a la playa?
—En esta marea, odres y madera y algunas ovejas.
—¿Y hombres ahogados? ¿No se ha salvado nadie?
Cunori dudó, y en ese momento el bebé bajo la capa soltó un débil quejido. Guinear dio un respingo como si la hubieran golpeado. Se llevó las dos manos a la boca y abrió bien los ojos.
—¿Qué llevas bajo la capa? —preguntó con un susurro.
Cunori se acuclilló a su lado, casi junto a las brasas del hogar, y desplegó la capa mojada.
—Mira lo que te traigo —dijo—. Es para ti. Cógelo.
Pero Guinear no hizo ademán de cogerlo.
—No —musitó—. Oh, no.
—Es un buen cachorrillo —Cunori insistió, apartando de un manotazo un hocico gris que se acercaba a su brazo.
—No es mío —dijo ella tajantemente.
—Si no te lo quedas pronto no tendrá importancia de quién es —apuntó Cunori—. Y para eso yo lo podía haber dejado en las rocas, donde lo encontré, para que muriera junto a su madre.
Guinear alzó las cejas y lo miró.
—¿Su madre?
Cunori le contó cómo había encontrado el bebé y ella le escuchó alternando la mirada entre la cara de su marido y aquella cosa desvalida en sus manos. Pero únicamente repitió:
—No es mío, no es hijo mío.
—Es igual. Te lo quedas. ¡Es un buen cachorro, un cachorro de hombre!
Cunori le acercó esperanzadamente el bebé, pero ella se resistió. El calor había empezado a revivir la poca fuerza que aún titilaba en la criatura, y al poco inició un tenue lloriqueo. Cunori miró a Guinear ansiosamente. Había estado tan convencido de que debía traérselo, de que en cierto modo el bebé estaba destinado a ser para ella, que no había pensado con claridad. Pero sí sabía que ella había perdido un bebé, y que el bebé que había encontrado había perdido a su madre, de manera que era razonable juntarlos. Encajaba. Y a Cunori le gustaban las cosas que encajaban.
Aquel tenue gemido logró lo que Cunori no había conseguido con sus palabras. De repente, Guinear, con un sonido que asemejaba un sollozo, se inclinó hacia delante y extendió sus manos.
—Dámelo —dijo—. Así no se agarra una criatura.