Capítulo 4

Los hombres del mar

Tres días más tarde, con las últimas luces de un atardecer de primavera, Beric se halló junto a la entrada norte de Isca Dumnoniorum, mirando las pocas personas que a esa hora tardía aún entraban y salían. Quería entrar, pero dudaba, receloso como un animal que se huele una trampa. Las murallas almenadas de aquella ciudad de frontera imponían e intimidaban. Daban la sensación de que una vez dentro nunca se podría volver a salir. Pero eso era una tontería, y no podía quedarse allí toda la noche. Un hombre pasó junto a él arrastrando tres ponis cargados con fardos. Beric, poniéndose derecho, se unió a la comitiva y pasó bajo el enorme arco, frente a los hombres que allí hacían guardia con largas lanzas, guerreras de piel y cascos de acero.

Una vez dentro volvió a detenerse. ¡Así que aquello era una ciudad! Una ciudad construida por su gente. Su primera impresión fue que había líneas rectas por todas partes, muros y tejados rectos, una calle larga se extendía desde donde él estaba recta como una lanza, hasta que se perdía en una amalgama de sombras crecientes. ¡Y la gente! Una masa cambiante, ajetreada, multicolor. Apabullado, Beric se quedó quieto, hasta que se dio cuenta de que alguien le gritaba improperios y tuvo que hacerse a un lado rápidamente para que no lo arrollara un carro tirado por una mula que salió a toda velocidad de una callejuela.

—¿Estás sordo? ¿O es que estás cansado de vivir? —le preguntó alguien.

El carro siguió su camino con el tintineo de los cascabeles de los arreos, y Beric, recomponiéndose, decidió que la calle romana no era el mejor sitio para pararse a observar. Sin más preámbulos, se dirigió hacia el fuerte, que asomaba por encima de una callejuela, pues era ésa la razón por la que había venido a Isca Dumnoniorum.

Donde acababan las casas, al borde de la pequeña colina, volvió a detenerse. Desde ahí, una calle empedrada ascendía en pronunciada pendiente a través de unos huertos hasta el portón del fuerte. Lo había visto desde lejos, camino de la ciudad, pero no le había parecido tan imponente como ahora; alargado, rojizo, adusto, con unas torres que se recortaban contra un cielo desvaído. Su intención había sido ir al fuerte esa noche, y decirle a quien se encargara de esas cuestiones que venía a alistarse en los Águilas. Pero se había hecho tarde, oscurecía y quizás no lo dejarían entrar una vez fuese oscuro. Con las crecientes sombras, el fuerte parecía agazaparse en lo alto de la colina, vigilante y vagamente amenazador. Quizás por la mañana tendría un aspecto menos intimidatorio. Podría ir perfectamente al día siguiente. Tenía dinero para pagarse el alojamiento, el dinero que le había dado Guinear. Volvería por la mañana, y mientras tanto visitaría la ciudad, un lugar extraño y maravilloso.

No obstante, se entretuvo, indeciso, demasiado confundido por los acontecimientos de los últimos días para seguir con firmeza un único plan. Tras él, oía los sonidos de la ciudad, voces, ruedas, los cascos de los caballos; sonidos que iban y venían a lo largo de las calles y que eran algo nuevo para él, algo que despertaba su curiosidad. Aquí, unos pocos años antes de que él naciera, se había rebelado la tribu contra los Águilas. Estos, mucho más fuertes, habían repelido el ataque, y habían causado muchas bajas. Incluso hoy, faltaban hombres en los clanes fronterizos. En fin, eso era algo de lo que seguro no podían culparlo a él, pensó Beric con amargura.

En lo alto, en el fuerte que había resistido aquel ataque, sonó una trompeta y Beric se preguntó qué querría decir. Al día siguiente lo sabría.

Por el momento, dio media vuelta y se dirigió al centro. Durante el rato que él había estado observando el fuerte, se habían encendido muchas luces. Eran luces amarillentas, como la flor del diente de león al atardecer, que salían de los umbrales de las casas, o de faroles que colgaban en los pórticos o en las esquinas, y aumentaban el contraste entre las zonas iluminadas y la oscuridad. Beric empezaba a sentirse hambriento y muy cansado, pero no quería buscar comida y alojamiento todavía. Estaba demasiado inquieto.

Durante largo rato deambuló por Isca Dumnoniorum. Vio partes de la ciudad que estaban en construcción, y entendió que lo que veía era una ciudad nueva, levantada sobre las ruinas quemadas que dejó el levantamiento de la tribu. Se asomó al interior de tiendas donde vendían cerámica rojiza, hogazas de pan, orfebrería de oro que le pareció sumamente delicada, artículos de piel, o carne. Qué extraño comprar carne en vez de cazarla, pensó. Entrevió patios iluminados en los que había hombres paseando o sentados alrededor de una mesa, mientras unas mujeres les servían vino de una jarra. Debían ser las tiendas de vino; había oído hablar de ellas. En una de ellas vio a un hombre sentado. Junto a él, en el banco, descansaba un casco con una cimera carmesí. Beric se detuvo a mirar. Los soldados que había visto al entrar llevaban un casco de acero con un resalte. Este era el primer Cimera Roja que veía. En un par de ocasiones alcanzó a ver a través de una puerta el ambiente resguardado del interior de una casa, pero había apartado la vista con presteza, pues le causaba dolor. Seguía caminando sin rumbo, mirando a la gente, hombres y mujeres, britanos y romanos, libres y esclavos. Hacía acopio de estampas, olores y sonidos para amortiguar el dolor que llevaba dentro.

Al poco tiempo se halló en el centro de la ciudad, en el margen de una plaza abierta, rodeada por una columnata. En el extremo opuesto se alzaba un edificio de dimensiones increíbles. Seguramente vivía allí un hombre muy importante, si bien no había luz en las pocas pero altas ventanas que tenía. Parecía vacío. Quizás el prohombre estaba de viaje y el personal de la casa, también.

Alguien se detuvo junto a él para ceñirse la correa de una sandalia a la luz del farol. Beric, sin pensarlo, le preguntó:

—¿Quién vive ahí?

El hombre, de baja estatura y aspecto jovial, ataviado con una túnica mugrienta y una gorra escarlata plantada con desenfado en la coronilla, se enderezó y lo miró con los ojos muy abiertos. Tenía una expresión tan perpleja que Beric pensó que quizá no comprendía su idioma, y estaba a punto de volver a intentarlo en voz más alta cuando el hombre le dijo:

—¿Ahí? —Al tiempo que agitaba el pulgar en dirección al gran edificio. Su voz tenía un leve acento nasal, que con el tiempo Beric identificaría como el acento de Grecia.

—Sí. Quien viva en esta casa tan grande debe de ser un gran jefe.

—¡Zeus! —dijo riendo el hombre—. Aquí no vive nadie. Es la basílica, y lo que hay frente a ella es el foro.

—Ah —dijo Beric. Pero todavía curioso, volvió a preguntar—: ¿Para qué sirve si nadie vive en ella?

—Para todo tipo de asuntos —dijo el hombre—. Es el lugar de encuentro de los comerciantes, y donde tiene lugar casi todo lo que pasa en la ciudad. Cuando se juzga a un ladrón, o un niño alcanza la edad adulta, o se honra a un soldado, o se convoca a los ciudadanos a una reunión para quejarse del alcantarillado. Todo tiene lugar en el foro o la basílica. ¿De dónde sales, que no sabes eso?

Beric señaló hacia el noroeste y dijo:

—De ahí, a tres días de la frontera.

—¿Y vienes a comerciar, no? ¿Pieles o perros de caza?

El hombre se mostró claramente amistoso, y Beric, que se había ido sintiendo más y más solo, se alegró de hablar con alguien.

—No —respondió—. He venido a alistarme en los Águilas.

El griego lo miró con una mirada repentinamente interesada.

—¡Vaya gallo de pelea tan joven! ¿Y vienes tú solo?

Una sombra enturbió la cara de Beric.

—Sí, vengo yo solo.

—¿Y eso? —El hombrecillo asintió, con ojos brillantes como los de un pájaro—. ¿Sin un amigo ni un pariente en la ciudad? Habrás pasado una tarde solitaria, digo yo. —Sonrió—. Yo mismo soy marinero y comerciante, y he pasado muchas tardes matando el rato en una ciudad donde no conoces a nadie y nadie te conoce a ti.

Beric le devolvió la sonrisa, agradeciendo el calor del contacto humano igual que un perro agradece una caricia amistosa.

—Mi intención era ir directo al fuerte, pero cuando llegué oscurecía y pensé que era mejor dejarlo hasta la mañana. Además, tenía ganas de ver la ciudad, pero es cierto que es trabajo solitario si no se hace acompañado.

El marinero lo miró en silencio, como considerando algo.

—¿Has encontrado alojamiento para la noche, chico? No, seguro que no.

—No —admitió Beric—. ¿Me podría indicar un sitio donde comer y dormir? ¿Un sitio que no fuera demasiado caro?

El hombre sacudió la cabeza con recelo.

—No sabría decir. Hay muchas posadas en Isca Dumnoniorum, pero no les entusiasma acoger a foráneos que llegan de noche. —En su mirada destelló una idea—. Pero te diré una cosa. ¿Por qué no te vienes conmigo de vuelta al Clío? Hoy dormiremos todos a bordo, pues zarpamos con la marea de la mañana. Pero me atreveré a decir que no te importará tener que madrugar, y pasarás la noche en unas dependencias agradables y en alegre compañía. ¿Qué te parece?

—Pues me parece que sí voy —dijo Beric—. Voy encantado.

Se separó de la columna sobre la que había estado apoyado, repentinamente consciente de lo cansado que estaba.

—¡Bien dicho! Me gustan quienes pueden tomar una decisión sin discutir. Ven por aquí; iremos primero a El Árbol Dorado. El resto de los nuestros estará allí. No sé cómo está tu estómago, pero el mío está más vacío que un odre de vino al acabar las saturnales.

Beric, agradecido, lo siguió calle abajo en dirección a la puerta occidental, la Puerta del Río, la única que seguía abierta después de la llegada de la oscuridad.

—La Puerta del Río se mantiene abierta casi toda la noche, pues la mitad de la ciudad está al otro lado —le dijo su compañero.

Después de un desenfadado intercambio de insultos con el guardia, en la lengua desconocida que parecía usar la mayoría en Isca Dumnoniorum (que no era otra que el latín, la lengua de sus habitantes), cruzaron el pasadizo abovedado, bajo la luz de unos faroles.

La mitad de la ciudad que se extendía del otro lado del río no era la mitad respetable. Era evidente hasta para Beric. Pero en cuanto se adentraron en el dédalo de callejuelas, Beric se sintió más cómodo de lo que se había sentido en la otra parte de la ciudad. Era una mera aglomeración de cabañas hechas de troncos y turba, entre la muralla y el río. Estaban sumidas en la oscuridad, salvo el ocasional destello de luz que salía de una puerta. Era un barrio pobre, de marineros, aunque también de gente del lugar. Se halló rodeado de olores conocidos, como el olor a leña quemada o el de bosta de caballo.

A sólo unos pasos de la puerta de la muralla, su nuevo amigo, que llegado ese punto había revelado que se llamaba Aristóbulo, se lanzó de cabeza en una grieta oscura entre chozas, al final de la cual Beric vio el brillo plateado del río. Descendieron hasta llegar a un umbral tenuemente iluminado; lo atravesaron y caminaron por lo que parecía una cuadra, y después de pasar otra puerta, llegaron a un patio iluminado por varios faroles colgantes. Parpadearon en medio de aquella densidad luminosa. Había doce o más hombres cómodamente sentados en bancos o apoyados en las paredes. Saludaron bulliciosamente a Aristóbulo y observaron con curiosidad a Beric. Uno de ellos murmuró una pregunta en latín.

Aristóbulo, abriéndose paso a empujones, contestó en el mismo idioma, y enseguida cambió a la lengua celta a beneficio de Beric.

—¡Silencio, muchachos! He traído a un amigo. Se llama Beric. Su intención es alistarse en los Águilas mañana, y llegar quizás a emperador, como más de uno. Pero no tiene adonde ir esta noche, así que más vale que la pase con nosotros.

Varios de los hombres se rieron, como si encontraran gracioso algo de lo que se acababa de decir. Beric pensó que quizá se trataba de la referencia al emperador. Fuera lo que fuera, lo saludaron de manera amistosa, y uno de ellos, el que parecía el jefe, dijo:

—Bienvenido cualquier amigo tuyo, Aristóbulo.

Otro de ellos despejó un banco en un rincón, y en un momento, sin apenas darse cuenta, Beric se halló sentado, sirviéndose de una fuente de guiso de carne de cabra que una mujer corpulenta vestida con una túnica rosa y con muchas alhajas de cristal había traído y colocado entre él y su nuevo amigo Aristóbulo. La mujer corpulenta llenó de vino un vaso de barro cocido. Beric se lo bebió porque tenía sed, pero no le gustó mucho. No le gustó tanto como la cerveza de brezo, ni siquiera como la leche.

Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la luz, y que disponía de tiempo para mirar a su alrededor, vio que el edificio que rodeaba el patio tenía un techo de juncos, como los hogares britanos. En una de las paredes enyesadas había pintado un árbol amarillo (de ahí el nombre de El Árbol Dorado, supuso) con muchos pájaros en las ramas, unos pájaros de extrañas formas, pero del color de joyas. Empezó a fijarse en los hombres que lo rodeaban, pues mientras bebían y comían hablaban en su lengua, dejándolo tranquilo de momento.

Eran hombres enjutos, con un aire vagabundo, como de lobo invernal, y unos ojos acostumbrados a la larga distancia. Vestían túnicas cortas y capas cortas y holgadas, muy sucias y descoloridas. Varios llevaban la cabeza cubierta con la misma gorra que Aristóbulo. El jefe, a quien llamaban Fanes, era muy alto, fuerte y apuesto. Beric lo encontró fascinante, pues llevaba su corta y rizada barba teñida de color bermellón, y adornaba sus orejas con unos pendientes en forma de lágrima, como las mujeres. Como no se parecía a nadie que hubiera visto antes, Beric lo miró fijamente, sin prestar atención al pastel de trigo con queso que siguió al guiso, hasta que el hombre, que buscaba la atención de la posadera para que le sirviese más vino, captó su mirada. Beric se puso colorado, y Fanes se rió, con un fiero destello de blancos dientes entre el bermellón de la barba, y levantó su vaso vacío hacia él. Beric levantó el suyo en respuesta, pero algo en la risa estentórea del otro le provocó un ligero desasosiego. En las profundidades de su mente, en un área de la que apenas era consciente, se puso en marcha un martilleo de alarma. ¡Peligro! ¡Peligro! No estaba seguro de confiar en aquellos hombres.

Rechazó sus dudas por ingratas, pues Aristóbulo había sido simpático con él en aquella ciudad de desconocidos. En aquel momento Aristóbulo, que había estado discutiendo con el hombre de pecho fuerte y grueso sentado junto a él, se giró para incluir a Beric en la conversación. Y cuando cambian de idioma lo que decían valía la pena. Se lanzaban los comentarios de uno a otro como si fuera una bola incandescente: monstruos marinos, batallas en el mar, viajes a varias lunas de distancia de la tierra firme. Al parecer un hombre había navegado las aguas de medio mundo en busca de un vellocino de oro mágico, y había vivido aventuras increíbles por el camino. Aristóbulo habló de pájaros con cabeza de mujer, cuyo canto arrastraba a los marineros a la muerte.

—Así lo creo —dijo Aristóbulo mirando alrededor a sus camaradas y luego a Beric—, así lo creo, pues sólo yo y otro hombre hemos sobrevivido tras oír ese canto. Ocurrió así. El capitán a cuyas órdenes servía, que no era Fanes, era un hombre muy astuto, que cuando supo que nos acercábamos a la isla donde cantan estas sirenas dio orden de que todos nos tapáramos los oídos con cera, para no oír nada, al tiempo que él se hizo atar al mástil sin taparse los oídos, de manera que pudiera oír el canto de las sirenas pero no acudir a su llamada. Así se hizo, y mantuvimos nuestro rumbo. Al poco rato avistamos la isla, y por la cara del capitán supimos que se empezaba a oír el canto. Se le iluminó la cara, como movido por el más ferviente deseo. Entonces empezó a tratar de liberarse de sus ataduras, pero estaba muy firmemente sujeto. Estiraba y se retorcía, y veíamos cómo nos gritaba para que lo soltáramos, aunque no oíamos ni una palabra. En breve, pasamos frente a la isla. Era pequeña y de poca altura, y florida, y en ella estaban las tres sirenas, como enormes pájaros, y sus cabezas eran de mujer y tenían el pelo largo y dorado. Por todas partes, entre las flores, había huesos blancos; eran los huesos de los marineros, aclarados por el sol. La cera en mi oído izquierdo no estaba todo lo bien puesta que debía, y de pronto se coló en ella un hilo del canto de las sirenas, como el rumor del mar en una caracola, apenas perceptible, pero suficiente. Me saqué la cera y la canción inundó mi oído, más dulce que ninguna canción de los mortales, y me dispuse a saltar por la borda, pues no tenía alternativa. Pero el compañero que tenía a mi lado vio lo que ocurría, y me atizó tal puñetazo en el cogote que caí desmayado. Lo siguiente que recuerdo es que la isla era ya sólo una sombra en nuestra estela, y el capitán lloraba como un niño en cubierta. —Aristóbulo movió la cabeza de un lado a otro con lástima—. Y, sin embargo, hay veces que deseo no haber oído nunca aquella canción; de vez en cuando hasta me quita las ganas de comer.

—¡Que no sea hoy, eh, muchacho! —dijo el hombre que se sentaba a su lado mirando de reojo el queso y causando el regocijo del grupo.

Otro de los hombres añadió:

—Y hablando de queso, eso me recuerda aquella vez que…

Y así siguió. Y poco a poco, cuanto más escuchaba Beric, el martilleo de peligro se volvía más y más débil, hasta que cesó del todo.

Al poco rato, Fanes se levantó y estiró los brazos.

——Es hora de volver al barco, muchachos —dijo—. Herope y Cástor estarán cansados de ocuparse de la carga animal.

—¿De qué carga animal se trata? —preguntó Beric a su nuevo amigo.

—Sólo unas cuantas traíllas de perros de caza que llevamos a Roma, y algunas aves de corral para el viaje. Los perros se pelean a la que pueden —contestó Aristóbulo.

Los hombres que estaban cerca y oyeron lo que acababa de decir se miraron con el brillo de una sonrisa. Beric volvió a preguntarse por qué, y se le disparó de nuevo el aviso de peligro, aunque enseguida se disipó.

Los hombres pagaron sus cuentas a la mujer vestida de rosa, pero cuando Beric sacó sus monedas, le dio unas palmadas con su mano regordeta, lo miró con unos ojos perfilados con stibium negro que otrora fueron hermosos y le dijo:

—No, encanto, los hombres ya se han hecho cargo de lo tuyo.

Por un instante, la mano de la mujer le apretó el brazo, como si hubiera querido retenerlo para decirle algo, pero Aristóbulo lo llamaba, y con una palabra de agradecimiento, se apresuró a reunirse con su nuevo amigo en la puerta del patio.

—Aristóbulo, dice que habéis pagado lo mío. No era mi intención…

—¡No, amigo, yo no invito a un amigo a cenar para pedirle después que pague! —Aristóbulo sonrió amigablemente y rodeó a Beric con el brazo, llevándoselo tras los otros.

Caminaron en grupo por un callejón serpenteante, intercambiando alguna palabra con otros como ellos, hasta que llegaron a la orilla del río. Un tosco embarcadero se adentraba en el agua. Allí, yacía recostado el primer barco que Beric veía de cerca. El Clío era una embarcación castigada por el uso pero buena para navegar en el mar, aunque no bonita, a menos que consideremos esa belleza que se desprende de la total idoneidad de una cosa con el uso para el que se creó. A los ojos de Beric, que lo veía a la luz de la luna, negro contra el color de escamas plateadas del agua, con excepción del resplandor rojizo de un brasero en la proa, y con la vela recogida en su verga como un ala doblada contra el cielo, el barco tenía un aspecto increíblemente desconocido y misterioso, como si fuera una criatura marina, mitad gaviota, mitad delfín, dormida sobre la brillante superficie del agua.

Un tablón llevaba del embarcadero hasta el barco, y los hombres se agolparon sobre él. Beric los siguió, oliendo por primera vez la mezcla del olor de los cabos, la brea y la madera empapada de sal que era el olor de los barcos. Dos hombres que habían estado sentados junto al brasero se pusieron en pie. Hubo un rápido intercambio de preguntas y respuestas entre ellos y Fanes, mientras observaban a Beric. Algunos de los miembros de la tripulación se arremolinaron alrededor del brasero. Otros se quedaron apoyados en la borda, hablando con un par de hombres en la orilla. Beric, con la palpable sensación de la cubierta bajo sus pies, se quedó mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos, la redondeada popa bañada por la luz de la luna, el sólido mástil y la curva oscura de la vela recogida, que se recortaba contra el cielo.

Entonces Aristóbulo le tocó el brazo.

—Si ya has mirado bastante, es hora de recogernos, pues la marea llega temprano. Abajo, por esa trampilla.

Beric vio por primera vez un recuadro de oscuridad en mitad de la cubierta aclarada por la luna, cerca del mástil. Un agujero cuadrado y una escalera que conducía al vientre del monstruo marino. Le recordó a una trampa, pero era un pensamiento sin sentido, y Aristóbulo, con quien había compartido mesa, ya estaba casi dentro.

—Baja de espaldas —dijo Aristóbulo—. Tendrás menos probabilidades de romperte la crisma. Esto está más negro que el Erebo, pero en un momento habremos encendido una lumbre.

Beric dudó un instante, y se deslizó por el agujero. Encontró los peldaños y bajó. Los marineros en cubierta seguían riendo y hablando con los hombres de la orilla. Debajo de donde Beric estaba se oía una tenue señal de vida, como un gemido, y el olor denso de mucha gente en poco espacio. No olía a perros ni a aves de corral. Un olor humano. Era muy extraño.

De repente, el martilleo de advertencia volvió a activarse con intensidad y urgencia. ¡Peligro! ¡Peligro! El cielo ocupaba un recuadro brillante sobre su cabeza. Sus pies acababan de pisar el suelo cuando intentó volver atrás. Demasiado tarde. Hubo un movimiento brusco detrás de él y notó como si algo se rompiera en su cabeza. Se cayó hacia delante. La oscuridad daba vueltas, punteada de luces brillantes.