Capítulo 10
La granja de las montañas
La mujer levantó la vista y lo vio venir. Entonces, lanzó una breve y vacilante mirada a la casa, y de nuevo a él, revelando que la había asustado. Era natural, pensó Beric, pues no era probable que llegara nadie a través de estas colinas. La mujer dejó el cubo en el suelo y lo esperó con las manos en las caderas.
—Suerte a esta casa y a la mujer que vive en ella —dijo cortésmente Beric al llegar al corral, después de sortear el redil de las cabras y el estercolero infestado de moscas.
—Suerte necesitan las dos, con el señor de la casa siempre de viaje y la vid descuidada hasta echarse a perder —dijo la mujer. Era una mujer arrugada como una rata, con una cara alargada y hosca. Sin embargo, su trato, a pesar de ser rudo era amistoso—. Si tiene tratos con mi marido, ha hecho el viaje en vano, pues no está en casa, para variar.
Beric sacudió la cabeza.
—No tengo nada que tratar con vuestro marido. Voy hacia el norte… a visitar a mi hermana, que está enferma. Me he perdido y al ver la casa…
—Si buscáis la Vía Aurelia está a más de tres millas en esa dirección —la mujer lo interrumpió señalando con el dedo—. No creo que la alcancéis antes de que oscurezca. Y no hay posada hasta el siguiente puesto de veinte millas.
Beric hizo un leve gesto con la boca.
—Que no haya posada no es inconveniente para mí, pues al ir con prisa no llevo dinero, sabe.
La mujer lo miró con perspicacia, incómoda, pero con cierta amabilidad desdeñosa.
—¿Así que os tuvisteis que marchar con prisa, no? Por el aspecto que tenéis, alguien hizo lo posible para que no os fuerais. —Como Beric se quedó callado, ella se rió—. La verdad es que no es asunto mío quién sois ni por qué venís. ¿Qué es lo que queréis?
La mirada de Beric se fijó en el cubo. En él había leche, tal como esperaba.
—Si me pudiera ofrecer un poco de leche —dijo—, y unos trapos para vendarme los pies, pues hace mucho que no caminaba descalzo.
La mujer le miró los pies y vio los restos de las sandalias y la sangre que manaba de un corte bajo su dedo gordo, y se le suavizó un tanto la expresión.
—Podéis beber un poco de leche —dijo en tono casi desafiante—. También os daré unos trapos. Yo tengo cosas que hacer en la casa, pero si recogéis las cabras, y hacéis dos o tres cosas más os daré también algo de comer. Y os dejaré que descanséis por la noche en uno de los cobertizos.
Le dio el cubo y le dejó beberse la tibia leche de cabra.
—Si silbáis no tendréis dificultad con las cabras. Haced eso primero y cuando esté hecho venid a decírmelo. —Se llevó el cubo y con un rudo movimiento de la cabeza, se fue hacia la casa.
Casi mareado por la mezcla de alivio y agotamiento, Beric se dispuso a llevar las cabras al redil, tarea que resolvió con facilidad, pues al primer silbido el gran macho del rebaño bajó hasta el redil y lo siguieron todas las hembras y sus crías. Siguiendo instrucciones de la mujer fue a buscar agua al arroyo, y cortó leña y la llevó a la casa. Entonces, lo avisó para que entrara a cenar.
El interior de la casa, ennegrecido por el humo, tenía el mismo aire destartalado que el resto de la granja, pero en el hogar ardía un fuego alegre. Una parte del humo hallaba salida a través de un agujero en el techo, pero el resto se acumulaba en una densa nube azulada entre las vigas. La mujer hizo una seña a Beric para que se sentara en un taburete junto al fuego. Le dio pan de centeno y queso de cabra curado y unos rábanos tan picantes que le lloraron los ojos. Lo dejó comer en paz, sin hacerle preguntas, lo cual Beric agradeció profundamente.
La comida renovó sus fuerzas, y al poco rato empezó a mirar a su alrededor, y a detectar cosas que el cansancio le había impedido ver. Eran pequeñas cosas que lo intrigaron. Se dio cuenta de que la mujer, que se había sentado a hilar, ataba su sucia y desteñida túnica con un broche de orfebre que bien podría haber lucido doña Popea. Vio que un chal que había en un arcón, pese a estar muy sucio, tenía los colores de los pétalos de las flores y un reluciente hilo de plata. Le extrañó que aquellas cosas pudieran venir de los beneficios de una granja medio en ruinas. El vino que le había servido en una jarra de barro cocido tampoco era el bebistrajo agrio y turbio que había imaginado. Además, había más bancos y taburetes de los que parecían necesarios, como si a menudo viniesen visitas.
La combinación de la comida y el calor lo adormilaron, y ya no se fijó en nada más.
Descubrió que era oscuro y la mujer había encendido una pequeña lámpara y le decía con impaciencia que la siguiera. Se levantó como un perro obediente y fue tras ella. La mujer abrió una puerta en un extremo de la estancia y lo hizo entrar.
—Podéis dormir aquí. Me atrevería a jurar que habéis dormido en sitios peores.
Echando un vistazo alrededor a la luz de la lámpara, Beric estuvo de acuerdo. Era una especie de despensa o almacén, pero no en desuso como el que había sido su prisión la noche anterior. En un rincón había apiladas unas cestas de harina, que dejaban círculos de palidez lunar en el suelo de tierra. Había también vasijas de aceite, unas pocas herramientas de campo, unas calabazas secas, y un par de grandes tinajas de vino apoyadas en unos soportes rígidos. En otro rincón había unas pieles de cabra a medio curtir, aún con pelo. Señalándolas, la mujer le dijo:
—Podéis haceros una cama con ellas. Pero no las estropeéis, que las quiero vender. Por la mañana os daré unos trapos para los pies.
Y antes de que Beric pudiera mascullar una somnolienta palabra de agradecimiento, se había ido. La puerta se cerró con un chasquido y Beric se quedó solo en la oscuridad.
Guiándose por el pálido recuadro de la ventana, fue tanteando hasta donde le había dicho la mujer y se acostó, cubriéndose con su capa y dos malolientes pieles. La puerta no cerraba bien y desde donde estaba veía una larga rendija de luz dorada, una agradable visión en la oscuridad. Se estiró, apoyó la cabeza en el brazo, y sintió cómo lo envolvían las olas negras del sueño.
Cuánto había dormido no supo decir. Lo despertó un golpe y un tumulto: voces y pasos al otro lado de la puerta, acompañados de una sensación de peligro que lo acechaba en mitad de la noche. Una de las voces era la de la mujer. Sonaba asustada.
—¡Milo! Pensaba que estabas trabajando en las Colinas Albanas. Por Tifón, ¿qué te trae de vuelta por aquí tan pronto?
Respondió la voz grave de un hombre, con un eco imprudente de risa.
—¿Pues qué va a ser sino tu risa, Ródope?
La mujer contestó con un resoplido impaciente.
—Supongo que os habéis metido en algún lío.
—Lo suficiente —añadió otra voz, en tono gruñón—. Nos habían hablado de una rica caravana, pero Floro no supo hacer su parte del trabajo y cuando los asaltamos llevaban una escolta el doble de numerosa de lo que preveíamos. Así que hemos perdido a Carpo y al Cíclope, y no traemos ni un denario, ni una platija, ni un cardo a cambio. Junio ha disuelto la banda hasta que amaine el viento.
—Así que aquí estamos, de vuelta en nuestro territorio de caza —dijo una tercera voz—. Y mira por dónde —se oyó una brutal carcajada y el tintineo de una bolsa de monedas—, nuestra suerte cambia el primer día. Al final, resulta que las bandas pequeñas son las más efectivas.
—Ponlo donde siempre —dijo la mujer—, y no tientes la suerte alardeando.
—No pareces muy contenta de vernos, Ródope. —Era el hombre al que ella había llamado Milo—. ¿No habrás estado agasajando a nuestras espaldas a un tribuno de la guardia?
Ródope se rió, un poco molesta.
—Me habéis asustado. No os esperaba, y he pensado que erais ladrones.
Hubo una sonora carcajada en reconocimiento de la chanza. A Beric, que estaba rígido, apoyado sobre un codo en la oscuridad, le pareció que debía de haber por lo menos seis hombres.
—Bueno, y ahora que estáis aquí, supongo que querréis comer —dijo la mujer de mala gana.
—¡Comida! ¡Sí, comida y vino en abundancia! —contestaron muchas voces al unísono, en un clamor que recordaba inequívocamente a una manada de lobos—. ¡Mucho vino para tenernos contentos mientras preparas la comida!
Se oyó un bullicio de taburetes y bancos sobre el suelo de tierra, hombres acomodándose y el tintineo y traqueteo de armas dejadas a un lado. Cuando Ródope volvió a hablar fue desde el otro lado de la puerta de la despensa.
—Podéis empezar con lo que hay en esa jarra. Volveré con más vino antes de que os la hayáis acabado. —Abrió la puerta, se escabulló en el interior y la cerró. Inmediatamente después se inclinó sobre Beric, que se había echado del todo y había cerrado los ojos al ver que se abría la puerta. Podía oír la respiración de la mujer y ver, a través de sus párpados, el resplandor rojizo de la lámpara que traía consigo. Tras una instantánea pausa, la mujer susurró:
—No hace falta que te hagas el dormido. Sólo un muerto no se hubiera despertado con este griterío.
Beric abrió los ojos, y los cerró apretadamente para protegerse del resplandor. Vio la cara de ella cerniéndose sobre la suya como una daga.
—Eres un esclavo fugitivo. ¿Verdad que sí? —susurró. Después, cuando Beric fue a incorporarse, le dijo ferozmente:
—¡Quédate quieto, joven necio, si es que quieres ver salir el sol! No te entregaré a la guardia. Yo misma fui esclava. Tampoco te entregaré a los lobos. Siendo lo que eres, no puedes llevar noticia de esta casa a la guardia, pues la guardia estaría tan contenta de apresarte a ti como a nosotros. Así que ya puedes dar las gracias a tus dioses, si es que tienes alguno, por la marca blanca que el brazalete de esclavo dejó en tu brazo. Esta noche te ha salvado la vida. ¿Entiendes?
Beric asintió sin decir nada.
Alguien del otro lado de la puerta había empezado a cantar, y la mujer miró de soslayo hacia el sonido, y siguió:
—Si se enteran de que estás aquí, ni siquiera eso te salvará, pues son de los que no corren riesgos. Si te quedas quieto no te pasará nada. Y se irán al amanecer. Entonces podrás seguir tu camino.
Hizo un fiero gesto con la cabeza como para subrayar su afirmación. Se dio la vuelta, agarró una jarra grande de un estante y la llenó de vino de una de las tinajas del rincón. Las voces sonaban más impacientes. Agarró la jarra y abrió la puerta. A Beric le pareció que las voces se abalanzaban sobre él y, cuando la puerta se cerró, que retrocedían.
Los hombres la recibieron con sonoras quejas de su tardanza y de que tenían los vasos vacíos.
—Me he quedado sin luz —oyó Beric que decía—. No os habrá hecho daño respirar entre sorbos.
—Mientras tengamos lo que hace falta para poder tragar ahora —dijo uno.
Beric yació inmóvil durante un rato, cada nervio de su cuerpo en tensión. Oía el retumbar de las voces en la habitación de al lado, donde los hombres parecían haberse tranquilizado un poco, percibía el fuerte olor del ajo y miraba con ojos cansados la rendija de luz humeante en la parte inferior de la puerta. El agotamiento fue ganándole el pulso y empezó a dormitar. Intentaba desesperadamente mantenerse despierto, pues temía darse la vuelta ruidosamente o tirar algo al suelo con el brazo, y descubrirse. Pero fue inútil. Poco a poco, el sueño pudo con él.
Y una vez más se despertó sobresaltado. Esta vez fue el balido del macho cabrío, seguido del balido del resto del rebaño. Casi al mismo tiempo oyó una maldición en el cuarto de al lado. Unas cuantas palabras murmuradas seguidas de movimientos rápidos y sigilosos. La luz de la rendija se apagó. Se oyó un chirrido como si arrastraran el arcón y unos instantes después como si lo volvieran a colocar donde estaba. Enseguida llegó un fuerte ruido de pasos del exterior, una orden fuerte, y una lluvia de golpes en la puerta de la casa que acabó con un ruido de astillas y la entrada de muchos pies bien calzados.
A esas alturas Beric estaba en pie, agazapado tras la puerta, mirando por la rendija. La habitación estaba a oscuras, con excepción de las rojas brasas del fuego que se extinguía, pero veía que estaba llena de hombres, aunque era evidente que no eran los que estaban ahí antes.
—¡Luz! —pidió alguien—. ¡Licinio, enciende una luz, hombre! ¡Por todos los infiernos! ¿Cómo los vamos a hacer salir a oscuras?
Alguien acercó una antorcha hasta las brasas hasta que prendió, proyectando un duro resplandor intermitente sobre hombreras de bronce, espadas desenvainadas y la cimera carmesí del casco de un centurión. Siguiendo órdenes dictadas a toda velocidad, los hombres se dispersaron por los rincones.
—¡Tifón, llévate las cabras! Si no llega a ser por ellas, hubiéramos atrapado a la banda entera.
—Los vamos a atrapar —dijo el subordinado—. No escaparán a los que se han apostado más atrás.
Beric ya se había alejado de la puerta y se hallaba bajo la ventana, con la intención de escapar antes de que fuera demasiado tarde. Por segunda vez en una noche y un día, se encaramó al antepecho de la ventana de una despensa.
Ésa era más grande que la otra, y salió sin dificultad, pese a estar agarrotado y dolorido. Fue a caer literalmente en brazos de los legionarios que acordonaban la casa.
—Aquí hay uno —dijo una voz jovial—. Ah, eso no, amigo mío.
Beric pataleaba como un loco, y se escabulló bajo el brazo del soldado, intentando alcanzar el follaje que llegaba casi hasta los muros de la casa. Pero otro hombre se plantó en su camino, y cuando Beric trató de esquivarlo, el primero se lanzó por detrás sobre él y lo derribó. Beric luchó por su libertad como un gato montés, pero llegaron más hombres y, a pesar de su esfuerzo desesperado, le retorcieron los brazos en la espalda y lo hicieron ponerse en pie.
Un poco más tarde, aún oponiendo resistencia, se encontró frente al centurión en el interior de la casa, que ahora parecía devastada por un huracán. Donde antes estaba el arcón, se veía ahora un agujero cuadrado lo suficientemente grande para que pasara por él un hombre a gatas.
—Aquí hay uno de ellos —repitió su captor.
—¡Uno! —dijo el centurión indignado—. ¡Y el resto se ha escapado gracias a las malditas cabras! —Era un hombre de barbilla cuadrada y prominente. Miró al cautivo de arriba a abajo—. Joven necio —dijo con desdén—. Siempre acabáis en las galeras o en la cruz. ¿Qué buscabas mezclándote con esta pandilla?
—Yo no soy… —Beric empezó a decir con furia, pero se detuvo. Si decía la verdad y le creían, lo llevarían de vuelta a Glauco, y eso quería decir las minas de sal. Con mayor seguridad que nunca significaba las minas de sal. Pero si no decía nada, lo condenarían por ladrón a las galeras o la cruz. Las galeras eran mejores que las minas de sal. Y la cruz por lo menos era rápida. Unos pocos días como mucho, a veces sólo unas horas si el centurión a cargo era compasivo y sus hombres te azotaban hasta dejarte medio muerto antes de crucificarte. Con una repentina calma que obedecía a la más absoluta desesperación, Beric se decidió. Dejó de resistirse a los legionarios que lo agarraban, y miró fijamente al centurión, con un gesto desafiante en los labios.
—Supongo que eres un esclavo fugitivo —dijo el centurión—. Los que son como tú a menudo lo son. En fin, no es asunto mío, a menos que te reclame tu amo. Si lo hace, no te será de mucha ayuda. ¿Cuántos erais? ¿Es Junio el Sirio uno de los vuestros?
Beric no dijo ni una palabra.
—No le sacará nada —dijo su optio—. Se quedará mudo.
—Tienen sus códigos, estos lobos de las colinas. Venga, lleváoslo. Atadle las manos al frente —dijo, volviéndose a hablar con otro hombre que acababa de entrar.
Metieron a Beric de un empujón en la despensa de la que había escapado. Le ataron las muñecas al frente y lo dejaron al cuidado del legionario que lo había capturado, mientras seguía la búsqueda del resto de la banda. A su manera, el legionario era simpático, y no parecía guardarle rencor a Beric por ser un ladrón, ni por sus patadas.
—No me des problemas y yo no te los daré a ti. ¿Ves qué fácil? —dijo, apoyándose contra la puerta y vigilando a su prisionero a la luz de una vela colocada en un estante.
Las palabras le resultaron conocidas. Desfallecido contra la pared, desesperado y aturdido, oyó las mismas palabras a través del tiempo. Aunque no eran exactamente las mismas. Entonces, las recordó: «Si no te pones difícil, no estiro de la cuerda. ¿Ves?». El ayudante de Ben Malachi le había dicho eso la noche en que lo vendieron a la casa de Piso: «Si no te pones difícil, no…».
Los soldados iban y venían. Fuera rastreaban la maleza que llegaba hasta las paredes de la casa, pero no iban a encontrar a nadie. Los ladrones debían de tener sus recorridos en aquella masa entrelazada para llegar a refugiarse en el bosque. Se alegraba de que no hubieran atrapado a Ródope, que lo había alimentado y le había dejado sentar junto al fuego, y lo había escondido de los demás. Las cabras habían dejado de balar. Beric se preguntó si los legionarios las habrían matado. El cielo del otro lado de la ventana empezaba a clarear, adquiriendo un tono aguamarina. Pronto sería de día. Era día de mercado en Roma, de eso se acordaba, y se preguntó dónde estaría él cuando llegara el siguiente día de mercado.
Alguien asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—Tráelo. Nos marchamos.
—¿Alguno más? —preguntó el guardián de Beric al incorporarse.
El otro escupió con indignación.
—Ni uno. La maleza está llena de huellas.
Obligaron a Beric a salir de la despensa y de la casa. Lo colocaron en medio de una veintena de legionarios que formaban filas en la era. Un balido desafiante sonó en la colina. Beric vio que el redil estaba vacío. O se habían escapado las cabras o alguien se las había ingeniado para dejarlas salir. Quizás había sido Ródope.
La luz aumentó con rapidez. Era una luz más irregular e intensa que la del amanecer. Cuando la compañía se puso en marcha siguiendo órdenes del centurión, Beric vio que habían prendido fuego al techo de paja. Las llamas eran pálidas, misteriosamente inanimadas.
Después de la penumbra de la cárcel Mamertina, donde había permanecido durante cuatro días, el blanco sol lo cegó. Beric parpadeó. La luz parecía deslumbrarle la mente y no sólo la vista. Estaba de pie, bajo custodia, en el patio de uno de los tribunales inferiores de la ciudad. Sentía por todo el cuerpo la comezón de las picaduras de los chinches, y soplaba el mistral, que traía pedazos de basura de la calle y los arremolinaba sonoramente en los rincones de la sala.
Aquella mañana ya habían juzgado a unas cuantas personas. Por robar, por causar incendio premeditado, por engañar en el peso o hurtar monederos en la parte baja de la ciudad. Se estaba haciendo tarde, y el magistrado tenía prisa. Empezaron a juzgar a Beric por pertenecer a la banda de ladrones de Junio el Sirio, que había asaltado a un mercader en la Vía Aurelia seis noches atrás. Era el único ladrón apresado. El mercader, con la cabeza vendada, acababa de prestar declaración. No podía jurar que Beric había estado entre quienes lo asaltaron, pero aquello no demostraba nada, pues el asalto se había producido por sorpresa al anochecer y lo habían golpeado en la cabeza por detrás. Además, los esclavos habían salido corriendo y no eran de ninguna ayuda. Tampoco importaba mucho. El robo había sido obra de la banda de Junio, y Beric era obviamente miembro de ella. El centurión que lo capturó explicó cómo Beric había intentado huir del escondite de los ladrones. Por lo tanto, debía sin duda ser culpable del robo. Cuando llegó el turno a la defensa del inculpado, Beric calló. En prisión, Beric se había preguntado sobre la conveniencia de hacer llegar la noticia a doña Lucila, pero concluyó que cualquier cosa que pudiera hacer ella para ayudarlo lo conduciría de nuevo a Glauco y las minas de sal con tanta probabilidad como si en ese momento entrara Glauco en aquella sala. Beric se había aferrado obstinadamente a su decisión durante los últimos cinco días, pero en aquel momento deseó haber optado por otra, y sintió un profundo miedo ante lo que se avecinaba. ¡Y si lo crucificaban! De las minas de sal podría escapar. Nunca nadie lo había logrado, pero era concebible. En la cruz no habría tiempo.
Beric se levantó de un salto y abrió la boca para gritar que él no era ningún ladrón, que era un esclavo de la casa de Publio Luciano Piso, que se había fugado, y que se hallaba en la casa de los ladrones sólo porque la mujer llamada Ródope le había dado refugio por la noche. Pero uno de los guardias le tapó la boca con la mano y lo hizo callar, y el momento pasó.
El juez, que tenía prisa, recapitulaba. Era un hombre orondo con una cara hinchada que parecía hecha de sebo y un aire inquieto. Iba con retraso y sólo Júpiter sabía cuándo llegaría a casa para la comida de mediodía, pues incluso una vez se declarase culpable al desdichado joven, quedaba el asunto de dictar sentencia.
Pensó en la sentencia mientras esperaba con creciente impaciencia el veredicto del jurado. Le hubiera gustado que fuera la cruz, en descargo de su irritación por retrasar su comida, pero se consideraba un hombre serio. El chico era claramente fuerte y resistente, y desde la plaga del pasado otoño, la armada estaba necesitada de galeotes.
Los miembros del jurado ya se habían decidido, y votaban introduciendo unas tablillas marcadas en un tarro. Un funcionario llevó el tarro al juez, que empezó a contar los votos.
—¡Culpable!
Beric se pasó la lengua por los labios resecos, y esperó. Entonces llegó el momento. El juez giró su cara sebosa hacia él.
—Prisionero, por el horrible crimen que has cometido, te condenamos a remar en las galeras, desde ahora hasta el fin de tu vida.
Beric se había preguntado qué sentiría cuando llegara el momento. No sintió nada. Se fijó en el color exacto, azul grisáceo y verde lechoso, de una hoja de col que el mistral había arrastrado hasta la base de una columna cercana. Se fijó en los pliegues de la hoja y la sombra que su silueta trazaba fielmente en el suelo. Supo que nunca olvidaría aquella hoja de col, la forma en que sus vetas se bifurcaban y su reborde sombreado.