Capítulo 17
Empieza a soplar el viento
Al principio, Beric no salió de la granja, pero poco a poco, a medida que avanzaba el verano, empezó a pasar más tiempo en la marisma. Allí, se estaba erigiendo un gran talud en el lado de tierra del muro de contención, y con él se cerraba la última brecha en la línea de defensa. Beric participaba en la construcción de aquel talud, colaborando con el equipo de trabajo britano y los ponis de carga en cuyas alforjas llegaba la mayor parte de la tierra, que provenía de excavaciones en el monte. Trabajar con hombres libres debería de haber sido beneficioso, pero al final del verano Beric apenas se sentía más próximo a ellos. Era como si el hedor de la Alcestis se interpusiera entre él y todos los otros hombres, incluso entre él y Justinio, dejándolo fuera del mundo al que un día perteneció.
Pero no eran aquellos pensamientos los que lo habían llevado a la inmensidad de la marisma un día de septiembre, en vez de quedarse en la granja como solía hacer cuando llegaba el día de descanso. Era porque quería pensar y allí, en aquel inmenso espacio abierto embrujado por el viento, había más espacio para hacerlo. Quería meditar algo ocurrido un día antes. Había llegado el correo y Justinio lo llamó al atrio. Desplegó un rollo ante él y le dijo:
—¡Hemos ganado, Beric! Puedes ir al campamento y decir a voces que remaste dos años en la Alcestis de la Flota del Rhenus por un crimen que no habías cometido, y que así lo ha considerado el Senado, que ha acordado borrarlo de las tablillas. Aunque te sugiero que no lo hagas, pues no es asunto del campamento. Pero nada bajo el sol podría impedírtelo.
Lo raro es que no le había importado demasiado. Lo que sí lo hizo fue lo que vino después, cuando Justinio le leyó la carta del senador Paulo. Era una carta extensa, llena de razonamientos legales de difícil comprensión para Beric. Aunque sí entendió la parte relevante.
La balanza se decantó a su favor gracias a la extremadamente afortunada circunstancia de haber sido visto por un viejo esclavo que lo conocía fuera de la casa de Valerio Longo, la noche de su huida. De inmediato, puse en marcha las averiguaciones. Ese esclavo, un mozo de cuadra llamado Hippias, juró que aquella noche cuando cruzaba el patio delantero para ir a atender a un caballo enfermo, oyó un ruido en la puerta principal. Al acercarse vio a ese Beric vuestro a través de la cancela, bajo la luz del farol del pórtico. Hippias lo llamó pero el otro no se detuvo. Juró también que inmediatamente después oyó cantar el gallo del cuartel pretoriano, pues el viento soplaba en la dirección favorable. Esto demuestra que es prácticamente imposible que, habiendo abandonado Roma casi al amanecer, hubiera podido llegar tan lejos en dirección norte al anochecer, cuando tuvo lugar el asalto. Cuando se le preguntó a Hippias por qué no había hablado nunca de aquello, intervino la mismísima doña Lucila, quien dijo que a ella se lo había comentado aquella misma mañana, cuando le trajo un hatillo que contenía un grillete partido y un brazalete de plata con la marca de la casa de su padre, que Hippias había encontrado junto a la entrada. Lucila le había pedido al mozo que no dijera nada para no facilitar la captura del chico.
Beric había escuchado la carta con mucha atención. Al acabar, levantó los ojos y dijo:
—Yo ya estaba a muchas millas al norte de Roma cuando amaneció, y en el pórtico no había ningún farol.
Después de pensarlo, estaba bastante seguro de que había sido Lucila quien había elaborado el relato. El viejo Hippias era muy bueno con los caballos, pero no tenía el tipo de imaginación que hace falta para inventar la existencia de un farol.
Sumido en sus pensamientos no se dio cuenta de adónde lo llevaban las piernas, hasta que se encontró en la franja externa de la marisma. El sol empezaba a ponerse, y teniendo en cuenta que entre donde estaba y el campamento había siete millas, era el momento de iniciar el camino de vuelta. Miró hacia el suelo habituado a buscar a la perra, pero recordó que Canog se había quedado en la granja, cuidando un hermoso cachorrillo. Tenía ya ganas de que el cachorrillo creciera un poco y Canog lo pudiera dejar solo. Echaba de menos el suave sonido de sus patas tras él, y su capacidad de conversación. Era una perra muy charlatana, que cantaba como una tetera cuando el agua hierve. Por eso la había llamado Canog, que quería decir cancioncilla.
Quizás por la ausencia de Canog y de los pequeños ruidos que lo solían acompañar, camino de la Isla de la Marisma notó de pronto el silencio que lo rodeaba.
Normalmente, por encima de la franja externa de la marisma, se oía el canto constante de la alondra, pero en aquel momento no se oía nada. Hasta los pájaros de la orilla estaban callados. Tampoco se oía el rumor del viento, que siempre acompañaba aquel inmenso paisaje. Un silencio hueco se extendió, y sólo se percibía el ruido del mar más allá del banco de guijarros. Era como si la marisma entera contuviera el aliento, en espera de que ocurriese algo.
La Isla de la Marisma era una elevación de tierra de no más de una milla y media de largo en el extremo sur de la marisma. Se alzaba apenas un par de pies por encima de la tierra circundante, pero llegaban hasta ella el gran muro de Rhee y el banco de guijarros, de menor tamaño, que descendía desde la represa del norte por debajo de Puerto Lemanis. Junto al conglomerado de cabañas de pescadores con techos de turba que había en el lado de tierra, había también un pequeño puesto de avanzada a cargo de un optio. Consistía en una fortaleza mediana construida en el lugar donde doblaban los muros de la marisma, un reducto ventoso rodeado de dunas movedizas y sobre el que llovían guijarros. Aquella tarde, cuando caminaba por las dunas bajas del extremo noreste, a Beric le pareció que la fortaleza estaba en alerta, a la espera de algo, igual que la marisma.
Beric se dirigía hacia el muro de Rhee pues, después del anochecer, era más seguro dejarse guiar por éste, a menos que uno hubiese nacido y crecido en la marisma. Normalmente, hubiera evitado pasar por el puesto de avanzada y el poblado, pero aquel día, quizá porque el farol de doña Lucila lo había enternecido y lo había hecho sentirse más próximo a sus congéneres, se desvió impulsivamente, y se acercó a las cabañas de pescadores. Entonces, ocurrió algo que durante un tiempo desterró de su mente aquel inquietante silencio.
En las afueras del poblado vio a un hombre sentado en el lado de mar del cortavientos de espino. La cara del hombre estaba girada hacia el estuario y el mar. A sus pies yacía un sabueso enorme de pelaje pinto que alzó la cabeza en cuanto Beric se acercó, mostrando la mancha en forma de estrella que tenía en la frente.
Una extraña y repentina sensación, como si el corazón se le hubiera desprendido, hizo que Beric se detuviera en seco. El perro empezó a gruñir, un gruñido suave, un sonsonete de advertencia que se convirtió en un aullido. En el momento en que su amo volvió la cara, el perro se levantó y se abalanzó sobre Beric, dando agudas voces de alegría.
—¡Gelert! —gritó Beric. Se agachó y rodeó al perro con los brazos, sin creerse por un instante que aquello estaba ocurriendo de verdad. ¡Era un sueño! Gelert se le echaba encima y le hacía fiestas, loco de alegría—. ¡Gelert, viejo Gelert! —El perro levantó el hocico y lamió la cara de Beric de oreja a oreja.
Al poco se liberó y volvió bruscamente hacia donde estaba el hombre alto, que los miraba en silencio. Después, volvió a Beric con otro ataque de júbilo. Iba y venía entre los dos hombres, dando aullidos y lloriqueando, agitando la cola entre las patas. Y en medio de aquel tumulto, Beric estrechaba las manos del hombre alto.
—¡Rhiada, Rhiada, eres realmente tú!
—¡Beric! ¡Con que eres tú!
—¡Rhiada, cuántos soles y lunas sin verte! Sí, soy yo, Beric. Tócame. —Soltó las manos del otro, se enderezó y se quedó quieto. Rhiada extendió los brazos, riéndose y empezó a palpar temblorosamente su pecho, sus costados, sus hombros.
—Sí, te conozco por la voz, por tus manos y por la alegría de Gelert… Somos tú y yo. ¡Pero ahora eres un hombre, jovenzuelo! Se te ha puesto una espalda de buey.
Al poco rato, cuando ya se calmaban la risa, las exclamaciones y las frases inacabadas pronunciadas sin aliento, se sentaron junto al cortavientos. Gelert, estornudando con fuerza, se derrumbó resollando a los pies del arpista.
Beric respiró hondo y comprendió por primera vez que no se trataba de un sueño.
—¿Qué te trae por aquí Rhiada? —le preguntó con absoluta perplejidad.
Rhiada levantó sus sensibles dedos en busca del arpa que llevaba colgada a la espalda.
—Lo mismo que me lleva a cualquier parte donde haya hombres que quieran escucharme a mí y a mi arpa. Después de que tú… dejaras el clan me pareció que a mí me había llegado el momento de irme también. Antes de partir, escogí a Kylan, un chico de uno de los poblados, para que se convirtiera en mis ojos. Está un poco más allá, con los pescadores. He llevado una vida errante desde entonces, tocando el arpa donde haya gente que quiera escucharme.
Beric miró fugazmente en derredor.
—¿Hiciste eso a causa de lo que ocurrió conmigo?
Rhiada sonrió.
—Siempre había querido ver mundo.
—¿Y Gelert? ¿Cómo es que Gelert anda contigo?
—Gelert se vino conmigo después de que tú te fueras. No quiso volver con los perros de Cunori. Cuando decidí marcharme, se lo pedí a Cunori. Creo que él sabía que algún día yo te lo devolvería. Y mira por dónde, te lo he devuelto.
Beric contempló el gran sabueso de pelaje pinto, y recordó con nitidez cómo había llorado, abrazado al cuello de Gelert, la noche en que el clan lo había expulsado.
—No, eso fue hace mucho tiempo, y ahora el perro yace a los pies de otro hombre —dijo. Gelert, que sabía que hablaban de él, levantó la cabeza y miró a uno y a otro, para volver a bajar la cabeza a los pies del arpista.
—Dejemos que escoja él.
—Ya ha escogido —respondió Beric, convencido de que así era. Tras un momento, preguntó—: ¿Has vuelto alguna vez?
—Dos veces. En la época de siembra.
—¿Y cómo…? —Beric se interrumpió. No había pensado en su pueblo de adopción durante tanto tiempo, ni en ellos ni en su antigua vida, ni en cómo el clan lo había traicionado, que ahora le resultaba muy difícil volver a hacerlo. Por extraño que pudiera parecer, fue gracias al farol de doña Lucila, que no tenía nada que ver con aquello, que logró finalmente preguntar—: ¿Cómo te fue con ellos? ¿Con mi padre adoptivo Cunori y los hijos de su hogar?
—Bien —contestó Rhiada.
—¿Y con Guinear, mi madre?
—La oí reírse, pero creo que no se ha olvidado.
—¿Y… Cathlan, mi hermano de lanza?
—Cathlan ha tomado como esposa una chica del clan, y ya hay un niño varón en su choza.
Se hizo el silencio entre los dos. Un silencio forzado que revelaba el sonido hueco del mar. Entonces Rhiada volvió a hablar:
—¿Y tú? ¿Qué te trae por este lugar?
Beric no contestó inmediatamente. Sus ojos se desviaron hasta fijarse en el brazalete de cobre que llevaba para disimular la cicatriz del grillete en su muñeca.
—Trabajo en el gran muro de contención que estamos construyendo para alejar el agua de la marisma —dijo por fin.
—¿Eso has hecho durante los últimos cuatro años?
No, sólo desde la última primavera… antes estuve en otros sitios.
En contra de su voluntad, la voz de Beric se había endurecido. Tras un instante, Rhiada dijo:
—¿Esos sitios no fueron buenos?
—No, no lo fueron.
Rhiada se giró levemente hacia Beric, con la cabeza levantada, como esperando que continuara. Al ver que Beric permanecía callado, volvió la cara hacia el mar, diciendo:
—Háblame de este muro y esta marisma tuyos. Seguro que está muy bien lo de ganarle tierra al mar.
Y así fue que Beric, sentado con los brazos alrededor de las rodillas y la mirada perdida en las aguas del estuario, donde los zarapitos y archibebes buscaban alimento durante la bajamar, le habló a Rhiada acerca de la marisma. Pasada la estupefacción inicial, ya no le parecía tan raro estar ahí sentado con Rhiada. Se fue animando a medida que hablaba. Describió los enormes taludes y las represas bajo la zona alta. Le explicó detalladamente cómo los taludes, a medida que crecían, atrapaban el agua en el lado de tierra, de forma que ahora a lo largo de toda la franja del lado de tierra de la marisma había un gran estanque de aguas poco profundas; y cómo las puertas de las represas, que se abrían en cuanto la marea bajaba, permitirían drenar totalmente el terreno antes de que llegara el verano. Le habló del extenso prado que ya ocupaba el lado de mar, imagen prometedora del aspecto que la marisma tendría un día, en cuanto se le cerrara el paso al voraz mar.
—Algún día habrá allí buenos pastos para los rebaños, desde el muro hasta el bosque. Y habrá estado bien haber ayudado a hacerlo posible.
Sin darse apenas cuenta le contó bastantes cosas de Justinio, pues éste y la marisma eran partes de una misma cosa. No obstante, no menciono ni cómo ni por qué Justinio lo había acogido en su hogar como un hijo, pues esa historia no le correspondía a él contarla. Y Rhiada, pese a hacer muchas preguntas, no preguntó acerca de ello. Beric recordó que Rhiada no hacía nunca preguntas de las que es mejor dejar sin respuesta. Ésa era una de las razones por las que hablar con él era agradable. Hablar con él en ese momento era agradable. Por algún motivo, hablarle a Rhiada de la marisma, sobre lo que prometía, y sobre la pequeña y ventosa granja, lo ayudó a ver con mayor claridad cuánto valoraba todo aquello.
Una débil ráfaga de viento acarició la cara de Beric, que se percató de que el compás de espera silenciosa había llegado a su fin y había dado paso a un leve malestar, una sensación de agitación inminente. Las aguas del estuario se habían embravecido y tenían un color dorado. El sol refulgía en el horizonte como una gran hoguera sobre la Isla del Toro, donde durante seis temporadas de trabajo los legionarios habían situado el altar de Mitra, el que da muerte al toro, el Señor de la Luz. El viento volvió a soplar desde el estuario, haciendo susurrar las hierbas altas, y el rugido de las olas en la arena de la isla pareció crecer repentinamente. Eran signos de que en algún lugar ya hacía muy mal tiempo. Gelert empezó a lloriquear, sin levantar la cabeza de los pies del arpista, y Beric vio cómo temblaba. Gelert lo sabía, así como lo sabían las gaviotas, que habían volado todas hacia el interior.
Beric olfateó el aire como un perro y se puso en pie.
—Creo que me voy al campamento.
—No es mala idea, pues me parece que la marisma empieza a agitarse. —Rhiada se levantó y dio una suave palmada en la espalda de Beric—. Te acompañaré hasta el otro lado del poblado.
Cuando alcanzaron las chozas de los pescadores, la puesta de sol brillaba tras la Isla del Toro como un fuego al que se le acaba de añadir un tronco, y en el poblado había mucha actividad. Los hombres y las mujeres acarreaban las canoas más adentro para ponerlas a salvo. Las mujeres mayores se recogían en las puertas de las chozas murmurando y observando el cielo encendido. En algún lugar un niño lloraba asustado. En el poblado y la marisma se palpaba el desasosiego.
Rhiada se detuvo, dio un agudo silbido y al momento un chico de unos quince años salió del grupo que movía las canoas y acudió hasta donde estaban. Era alto y tenía una mata de pelo rojizo, que bajo aquella luz parecía casi escarlata, y movía los ojos con excitación.
—Dicen que va a haber una gran tormenta —le anunció a Rhiada, después de mirar detenidamente a Beric—. El viejo jefe dice que será una tormenta como no la ha habido en esta costa desde que él era un niño. Dice que la marisma lo sabe. ¿Qué quieres que haga, Rhiada?
—Ven conmigo hasta el otro lado del poblado. Necesitaré tus ojos para volver.
De manera que siguieron su camino, con el chico un poco más atrás, ligeramente celoso.
Cuando llegaron donde acababan las chozas, la vasta y vacía inmensidad de la marisma parecía arder. Beric se quedó quieto, impresionado. Había visto otras puestas de sol en la marisma, pero nunca una como ésta, nunca con esta refulgente intensidad tiñendo de color el tojo. El mundo entero ardía bajo un feroz cielo de llamas que ondeaban al viento. Un cielo de un resplandor tan pavoroso nunca era una mera puesta de sol sino un mensaje, una advertencia escrita con fuego en el horizonte.
—Yo me quedo aquí —dijo Rhiada, deteniéndose—. Irás más rápido solo.
—¿Seguirás aquí? ¿No te irás sin que te vuelva a ver?
—Estaré aquí —contestó. Y después añadió—: ¿Cómo es esta puesta de sol que hace que las mujeres murmullen?
Beric se quedó un momento en silencio. ¿Cómo podía uno describir aquella luz aterradora, aquel hiriente resplandor a Rhiada, que vivía en la oscuridad?
—Es fuego, alas y una espada desenvainada —dijo finalmente.
Un poco más tarde ya se había despedido de Rhiada. Y de Gelert. En un primer momento, Gelert lo siguió gimoteando durante unos pasos, pero se volvió con su amo. Al adentrarse en solitario en la ardiente inmensidad sintió una punzada de absoluta desolación. Entonces, el recuerdo de la pequeña Canog acudió correteando a consolarlo. Pensó que si Gelert había cambiado, también había cambiado él. No era el ruido de las patas de Gelert tras él lo que había echado de menos camino de la isla de la marisma.
Pasó frente al puesto de avanzada sin toparse con nadie, y llegó hasta donde acababa el muro. El montón de piedra caliza que allí había en previsión de una emergencia brillaba dorado entre el tojo ribeteado de fuego. Emprendió el camino que recorría la distancia del muro de contención. Iba perdido en una confusión de pensamientos que iban y venían, se arremolinaban y se fundían como si fueran humo, o llamas agitadas por el viento. La tormenta inminente. La cicatriz del grillete en su muñeca. Lucila, Hippias y el farol. El prado de la marisma. Rhiada y Gelert. Había llegado a estar tan seguro de que su vieja vida se había acabado, la había encerrado bajo llave, pero… Qué curioso que los peores vendavales llegaran siempre en la época de siembra o cuando se caían las hojas, cuando las mareas eran más altas.
Era oscuro cuando alcanzó el extremo de franja de drenaje. El viento, que había ido aumentando a medida que anochecía, soplaba en largas ráfagas del suroeste. El agua estancada se rizaba como lo hacían las plumas de un pájaro con el viento de cola. Beric, que seguía absorto en sus pensamientos, caminó por el estrecho paso de madera hasta llegar por fin a la represa bajo la zona de monte. Era bajamar, y al rugido del agua por debajo del canal de desagüe se añadía el viento que aullaba en las salinas. Las matas de tojo y de saúco se agitaban. La noche traía inquietud y el regreso de la marea. Cuando llegó al campamento vio mucha actividad organizada. Los legionarios iban y venían poniendo en marcha las habituales medidas de precaución frente al mal tiempo. En el foro, frente a la tienda del comandante, unos hombres estaban en formación, como si se dispusieran a marchar.
En el interior de la tienda, el tenue resplandor de un farol proyectaba la larga sombra del centurión Geta sobre la tela. Al acercarse, Beric oyó la voz del comandante:
—Lo dejo a su juicio. Si las condiciones se tornan extremadamente malas, debería mantener la represa cerrada. Mejor perder unos días de drenaje que arriesgarnos a que se dañe el canal de desagüe. Buena suerte, centurión.
—Buena suerte a usted, mi comandante. Seguramente, usted la necesitará más que nosotros. —La sombra encrestada se deslizó a lo largo de la pared de la tienda, se agachó y salió por la puerta.
Inmediatamente después, Beric se agachó y entró. Halló a Justinio de pie junto al farol que colgaba de uno de los palos, ajustándose una de las correas del casco. A la luz del farol sus ojos tenían el brillo frío de quien va camino del campo de batalla.
—¡Beric, esperaba que volvieras pronto!
—He estado en la Isla de la Marisma. —Se apartó de los ojos el pelo desgreñado—. Dicen por ahí que llega la peor tormenta que han visto estas costas en años. ¿Has visto el cielo al atardecer?
Justinio asintió, con las manos aún ocupadas en ajustar el casco.
—Sí. He visto el cielo en la puesta de sol. Por lo menos no podemos decir que no hemos recibido aviso.
—¿Qué ocurrirá con el muro de la represa?
—No temo por los muros de esta parte en un vendaval del suroeste. La zona alta y la Isla del Toro los resguardan un poco. La zona delicada es de donde vienes. Por ahí, el muro aún no es todo lo alto que me gustaría. Está desprotegido, y el mar abierto llega hasta los guijarros sin nada que amortigüe su golpe. —Arreglada la correa, se colocó el casco y se lo ciñó—. Por eso esta noche dejo al centurión Geta al cargo y me llevo a media centuria a la Isla de la Marisma.
Aquello explicaba el grupo de legionarios en el foro y las palabras «¿Crees que el peligro es grande?», que Beric le había oído pronunciar.
El comandante probó la resistencia de la hebilla del casco y bajó las manos.
—Tengo la sensación de que todo el trabajo que hemos hecho está en peligro —dijo en voz baja—. Siempre ha habido vientos del suroeste, pero esto será algo más, algo que sólo ocurre cada cien años. —Por un momento, sus ojos parecieron oscurecerse a la luz del farol—. La marisma lo sabe y tiene miedo.
Rhiada había dicho lo mismo, así como el jefe del poblado de la isla. Pero Rhiada y el jefe eran celtas, y veían las cosas con el punto de vista de los celtas. A Beric le había parecido natural. En boca de Justinio, pronunciadas en voz baja y con gravedad, aquellas mismas palabras ofrecían una inquietante perspectiva.
Justinio vio la cara que se le había puesto a Beric y sonrió. Se ajustó el cinturón, y le dijo:
—Será por mi abuela britana. —Y se giró para alcanzar la capa.
Beric la agarró y se la acercó.
—Yo también iré.
—¿Tan poco después de llegar? —Mientras se ajustaba la fíbula de bronce en el hombro, señaló con un gesto de la cara el cuenco con panecillos y queso sobre la mesa—. Come primero y ve después al cercado. Vamos a sacar la mitad de los ponis de carga, que requerirán mucho trabajo con este tiempo. Al optio le harán falta todos los hombres disponibles.
—¿Y Antares?
—Antares se queda en el campamento. —Justinio ya se disponía a salir pero se detuvo al ver sobre la mesa, junto al pan y el queso, unas tablillas—. Y precisamente en este momento recibo un mensaje del comandante de Lemanis en el que me comunica que está ahí el nuevo legado para despedir a una vexillatio de la legión que parte hacia Germania, y me propone darse el placer de inspeccionar nuestros muros en dos días.
Beric tardó un instante en captar lo que suponía aquella noticia.
—¿El legado Cornelio Cloro? —preguntó.
—Sí, el legado Cornelio Cloro —respondió Justinio, mirando a Beric.
El nombre pareció caer en un hoyo, entre dos ráfagas del creciente viento. Beric se quedó inmóvil, con la mirada endurecida. En la distancia se oyó una nueva ráfaga. Llegó rugiendo a través de las salinas, cada vez más cercana, hasta golpear estrepitosamente las paredes de tela de la tienda con una nube de agua pulverizada. La luz del farol se agitaba y se mecía, proyectando la corpulenta sombra de Justinio en la pared. Cuando pasó la ráfaga, Beric dijo desapasionadamente:
—En verdad espero que haya pasado el vendaval cuando llegue el legado.
—En verdad espero que nos queden muros cuando llegue el legado —añadió Justinio—. Sería una lástima que tuviera que mojarse las sandalias. —Tras decir esto, salió, agachando la cabeza, con su gran capa de abrigo batiendo tras él como dos grandes alas.
Tras la marcha del comandante, Beric se quedó unos momentos mirando más allá de donde alcanzaba el resplandor del farol. Y en lugar de la lona de la tienda, veía una figura encrestada, de pie en la popa de la Alcestis.
Oyó una orden afuera, y un ruido de pasos. Después de agarrar los panecillos y el queso, y metérselos bajo la túnica, apagó el farol. Entonces, se agachó y salió hacia el viento y la noche, y atravesó el campamento hasta la empalizada.