Capítulo 8
El límite
—He decidido cambiarte el nombre —dijo Glauco al día siguiente de la boda, repantingado en su cama, con Beric de pie frente a él—. De ahora en adelante te llamarás Jacinto.
De manera que iban a arrebatarle hasta su nombre, lo único que le quedaba, lo que hacía que fuera él y no otra persona. Tuvo un repentino sentimiento de pánico. Era como si el último hilo que lo ataba a la vida que conocía se rompiera en las finas y despiadadas manos de su nuevo dueño.
—Me llamo Beric —dijo tercamente.
—Beric no es un nombre, es sólo un sonido. Sin duda adecuado para los salvajes que así te llamaban, pero no adecuado para mí —dijo Glauco con despreocupación, como si fuera algo tan obvio que casi no valía la pena decirlo—. A partir de ahora te llamas Jacinto. ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido.
—Ah, y otra cosa, ahora que me acuerdo. No quiero que pises las cuadras. Ahora que mi padre ha comprado un buen esclavo para remplazar al viejo Hippias, ya no necesitan tu ayuda con los caballos. No pisarás la cuadra a menos que yo te ordene sacar la cuadriga. El cuidado del tiro ya no será de tu incumbencia.
—Siempre es bueno que el tiro conozca a quien lo maneja —replicó Beric.
—Sin duda, ésa es la manera de los bárbaros, pero no la mía. Ya has oído mis órdenes. Si no las cumples, haré que te azoten. Ahora vete.
Beric abandonó la habitación de su nuevo amo sin decir palabra ni hacer la habitual reverencia. Era un vano ejercicio de rebeldía. Casi al momento percibió un rápido movimiento detrás de él, pues Glauco se había levantado de un salto. Con un gesto impetuoso, lo agarró por la espalda y lo hizo girarse.
—¿No te olvidas de algo? —le dijo en voz baja, apretándole los hombros. Beric permaneció en silencio—. Nunca debes abandonar mi presencia sin saludar, porque eres un esclavo y yo soy tu amo. Porque me perteneces como me pertenecen las sandalias. Otra cosa más que debes recordar.
Beric se quedó quieto, tenso. Si hubiera sido un perro se le hubiera erizado el pelo del lomo; algo de esa indignación se le debió de notar en la cara, pues Glauco le dijo inmediatamente:
—¡No oses enseñarme los dientes, cachorro de loba bárbaro! —Soltó una mano y le dio una fuerte bofetada en la mejilla—. Ahora vete, Jacinto.
Por un momento, Beric se quedó quieto. En la mejilla le ardía la marca de los cuatro dedos. Entonces hizo su reverencia y casi sin poder respirar a causa de la furia, se dio la vuelta y se marchó.
Era Jacinto, el esclavo de Glauco, y no tenía esperanza.
Los meses que siguieron fueron pésimos para Beric. Una época de injusticia, crueldad gratuita y humillaciones. Sin amigos en la casa, sin poder gozar de la compañía de los caballos, sin ninguna ilusión, consiguió superar aquella sombría época día a día. De vez en cuando, Lucila venía a visitar a su madre, pero si la veía era siempre de lejos. Glauco se ocupaba de que así fuese.
Publio Piso dijo que él había estado siempre en lo cierto. Que aquel esclavo era efectivamente huraño; buen trabajador sin duda, y buen auriga, pero huraño. Había acertado desde el primer momento.
Las cosas siguieron aquel curso hasta la noche en que Publio Piso dio una cena para celebrar que había sido elegido uno de los cuatro ediles de la ciudad.
Era una gran fiesta y llamaron a Beric para reforzar el grupo de esclavos que servían las mesas, como había ocurrido ya en más de una ocasión. Unas horas antes se había presentado ante Nigelo en compañía de muchos otros esclavos para que éste inspeccionara su atuendo, que consistía en una túnica nueva confeccionada para la ocasión. Ahora, servido el primer plato de huevos, anchoas y especias, Beric se hallaba de espaldas a la pared con frescos, y miraba alrededor. Toda la escena parecía bañada en una luz color de miel que se derramaba de las altas lámparas de plata sujetas a las paredes, y ascendía de las que había sobre las mesas de madera de alerce. En los braseros ardían troncos de cedro, cuyo aroma se mezclaba como el incienso con el de las flores de las mesas, violetas, anémonas y fragantes ramitas de romero, esparcidas entre los relucientes platos, y amontonadas detrás de las estatuillas de plata de los dioses domésticos. Los invitados estaban recostados en las mullidas camas de comedor, y todos llevaban una corona de flores. Si la risa no lo hubiera abandonado ya hacía tiempo, Beric habría encontrado a la mayoría de los invitados con sus coronas perfectamente ridículos. Su mirada deambulaba entre las caras de los convidados, todas dirigidas hacia el anfitrión, que vertía la primera oblación a los dioses domésticos. Eran todos hombres (incluso doña Popea había permanecido en su habitación), la mayoría magistrados como Publio Piso. Valerio debería haber estado, pero había tenido que salir de viaje hacia el sur. Glauco, el único joven, y el único al que la corona de flores no le daba un aspecto ridículo, desempeñaba de forma impecable su papel de chico entre sus mayores, hablando con uno y otro con la medida justa de deferencia que hacía que se sintieran superiores pero no viejos.
Qué bien lo hacía, pensó Beric, observando desde su rincón con el callado y profundo desprecio que sentía hacia aquellas gentes.
Esa noche, la atención de Beric, que hasta entonces se había centrado siempre y exclusivamente en su amo, quizá por efecto de su mutua animadversión, se centró progresivamente en otra persona, un hombre con el porte inconfundible del soldado sentado directamente en frente del hijo del señor de la casa y sumido en una discreta conversación con un anciano senador junto a él. Beric lo había visto antes, pero nunca de tan cerca, y sabía que se trataba de Tito Druso Justinio, centurión de las legiones y renombrado experto en la construcción de carreteras y el drenaje de zonas pantanosas en los más remotos confines del imperio. Pero lo que captó la atención del esclavo tenía que ver con el aspecto de aquel hombre, no con su reputación. De hecho, era un hombre que habría destacado en cualquier grupo. Achaparrado, de tórax ancho como un tonel, espalda inmensamente fuerte, y unos brazos largos que le daban un aspecto casi grotesco cuando se ponía en pie. Su cara morena de rasgos esbeltos, con gran nariz aguileña y unas cejas negras que casi se juntaban bajo la marca de Mitra en la frente, podía haber sido la de un árabe del desierto, pero cuando alzó la vista de la copa de vino que tenía en la mano, Beric vio que los ojos no eran negros a contraluz como esperaba, sino del color gris claro de los mares septentrionales. Los ojos de alguien que podía ser despiadado en ocasiones, pero que nunca sería injusto. Estaría bien servir a un hombre así. «¡Ojalá fuera su esclavo!», pensó Beric, «¡Ojalá fuera su esclavo!».
Se dio cuenta de que el primer plato para despertar el hambre se había acabado y había que repartir los cuencos de agua perfumada y las toallas de hilo para que los comensales se lavaran los dedos. Trajeron el siguiente plato, enormes rodaballos en unas fuentes como escudos pequeños, cabrito a la leche y finas hierbas, y flamenco asado, que se servía con sus plumas blancas y escarlatas. Crito, el esclavo de la mesa principal, trinchó las carnes ante su amo, y durante un rato Beric y sus compañeros se dedicaron a llevar platos y fuentes, y a rellenar las copas de vino tinto de Falerno o dorado vino blanco de Grecia.
Cuando acabaron el segundo plato, el ambiente, que había empezado siendo relativamente tranquilo (los convites de Publio Piso tendían a la frialdad), se había caldeado hasta la alegría. Las voces aumentaron de volumen y los ojos se volvieron brillantes; los hombres empezaron a reírse en compañía y las coronas de flores empezaron a ladearse.
—¡Por nuestro nuevo edil! —gritó alguien alzando una copa recién rellenada—. ¡Que tenga éxito y ocasiones para convidar a amigos y admiradores a cenas como ésta!
Alrededor de las mesas se alzaron las copas.
—¡Por el nuevo edil! —repitieron todos. Publio Piso estaba en su elemento. Radiante, creciéndose al calor de las amistosas risas, daba las gracias con unas reverencias.
La mayor parte del trabajo de la cena ya estaba hecho. Beric y sus compañeros se habían llevado las bandejas vacías y habían dejado en su lugar unos platos con unos pequeños pasteles y unos cestillos de plata con albaricoques con miel y uvas verdes y púrpuras guardadas en salvado. Beric, atento en su puesto, oía las risas y las chanzas que se multiplicaban en torno a él.
—Dentro de cuatro años. —Un hombre pequeño desvió su mirada de mirlo hacia el anfitrión—. ¿Será entonces, no, Publio?
—¡Publio Piso cónsul! —añadió otro desde la parte baja de la mesa.
—¡Votad a Piso, más juegos y menos impuestos! —entonó un tercero, y siguieron muchas risas.
—Yo te votaré si me vuelves a invitar a cenar y a darme más vino de esta cosecha —prometió el hombre con ojos de mirlo.
Publio Piso tenía un aspecto complacido pero al mismo tiempo algo contrariado por tanta frivolidad ante un tema serio.
—Si, cuando llegue el momento, mis conciudadanos me hacen el supremo honor de elegirme cónsul —dijo—, confío amigos míos en que me daréis la satisfacción, la enorme satisfacción, de sentaros a mi pobre mesa la tercera noche después de mi elección.
—¡Hecho, hecho! —gritaron los asistentes. Un hombre con una corona de ciclaminos blancos caída sobre la nariz reconoció con profunda solemnidad:
—Hablo, creo, en nombre de toda la compañía aquí reunida, aunque no veo por qué debería ser así, afirmo que a menos que intervengan… en fin, las tijeras de Átropos, aquí estaremos todos y cada uno de nosotros en tan… en fin, feliz ocasión. Todos y cada uno de nosotros. Después de ti, Clodias, con los pasteles de almendra.
—No todos los que estamos aquí —dijo con voz queda el viejo senador—. Habrá, creo, uno de nosotros que estará ocupado a mucha distancia de Roma. —Miró al centurión que se hallaba junto a él.
Otros ojos miraron en esa dirección.
—¡Percol! Pensaba que ya habíais acabado con los puestos de avanzada del imperio —dijo el hombre con ojos de mirlo.
—¿Ah, si? —dijo el centurión tranquilamente, dirigiéndose al grupo casi por primera vez.
—¿Adónde vais esta vez?
—Sigo en Britania —respondió el centurión—. Mi antiguo puesto en la misma tierra de marismas.
Aquellas palabras, aunque pronunciadas en voz baja le sonaron como gritos a Beric, que miró sobresaltado al centurión.
—¿Cuándo regresas? —preguntó alguien.
—Zarpo de Ostia de hoy en tres días.
Un murmullo de interés recorrió la mesa.
—No me había dado cuenta de que volvías al norte —dijo un hombre en la parte inferior, a la vez que alargaba la mano para coger un albaricoque con miel—. ¿No te tocaría ya un ascenso?
—Sí.
Lo miraron extrañados, y Glauco dijo sin poder contenerse:
—Pero señor, ¿queréis decir que renunciareis a eso por unos pocos acres de marisma? —Se interrumpió con un esbozo de risa consternada—. Perdonadme, señor. Este asunto no es de mi incumbencia…
El centurión Justinio hizo un leve gesto como desestimando la disculpa.
—Eso es lo que quería decir. Tengo muy poca predilección por el trabajo de comandante de campo, aún menos por el de guardia pretoriano y por convertir la vida en un largo desfile ceremonial. Tengo serias dudas sobre mis aptitudes para ser prefecto, pero soy un ingeniero rematadamente bueno. —Miró alrededor de la mesa.
Su voz perdió el tono levemente burlón que había tenido hasta entonces.
—Me he encargado del drenaje de la misma marisma desde el inicio. Desde la primera medición, hace cuatro años. Es la última marisma que voy a drenar y espero vivir para acabar los trabajos, antes de que me den la espada de madera y me despida de los Águilas.
—Me parece a mí que para ti las marismas y las carreteras valen más que las personas de carne y hueso —dijo Publio Piso casi con fastidio.
—Desde luego que mujer e hijo —añadió el de ojos de mirlo con una carcajada—. Por mujer una marisma y por hijo una calzada bien empedrada y recta, eso es todo lo que necesita el ingeniero de verdad.
El centurión agitaba suavemente su copa y miraba el vino. En su cara había una enigmática media sonrisa, pero no decía nada.
Alguien rompió el silencio:
—Entonces no te volveremos a ver hasta que esa marisma quede finalmente libre de las aguas del mar.
Justinio dejó la copa con delicada precisión, y alzó sus ojos grises.
—Mi querido Fluvio, incluso dudo que me volváis a ver. Tengo la sensación de que echaré raíces en el norte. Después de todo, mi madre era medio britana.
Lo miraron sin comprender.
—¡Zeus! —dijo el anfitrión. Y añadió enseguida—: Bueno, Durinum es un lugar agradable en el que jubilarse, o eso dicen. Y también Aquae Sulis.
El centurión negó con la cabeza.
—Muy agradables, ya lo creo. Pero no para mí. Cuando estuve en aquellas tierras por primera vez me quedé una granja abandonada en la zona alta de la marisma. Coloqué como encargado a un antiguo optio mío con su mujer. En un principio mi intención fue usarla sólo como residencia de invierno mientras durara el trabajo, pero me acostumbré y ahora la considero mi casa. Servio ya ha obrado maravillas, y muy pronto, cuando hayamos acabado de despejar la maleza, podremos tener unos cuantos caballos. Eso sí es un buen retiro, mejor que tomar las aguas en Aquae Sulis.
—No os inquieta que llegue un día en el que echéis de menos la civilización —dijo el viejo senador.
—No. He disfrutado mi permiso en Roma, pero he vivido durante demasiado tiempo lejos de la civilización como para acomodarme en la ciudad, que me resulta pequeña, y en ella me falta el aire. —Su cara se distendió—. Echo a faltar el amplio cielo de las marismas, mi pequeña granja perdida y los gansos salvajes volando hacia el sur con los primeros vientos de otoño.
Aquellas palabras llegaron al corazón del joven esclavo apoyado en la pared. «¡Yo también! ¡Mis cielos, mis colinas!» podría haber gritado él. Por un instante, la habitación llena de gente perdió realidad y se encontró a mucha distancia de allí, dos años atrás, en libertad. Apenas duró un segundo. Luego, la habitación se volvió a imponer y Beric se dio cuenta de que Glauco, colorado y con los ojos brillantes, acababa de posar su copa vacía y hacía un gesto con el dedo para que acudiera algún esclavo a rellenarla.
Automedan, a quien también habían pedido que sirviera la cena, llenaba la copa a otro invitado en ese momento. Beric, que se encontraba más cerca de su amo, se acercó con la esbelta jarra de vino de Falerno.
Le habían enseñado a verter el vino desde cierta distancia, de forma que un fino chorro describiera una curva. Pero cuando fue a inclinar la jarra, un movimiento súbito captó su atención durante un instante. Miró a los ojos al centurión, que a su vez lo miraba fijamente con una intensidad y una mirada escrutadora que eran casi desagradables. Rápidamente, Beric volvió los ojos hacia la copa que sostenía su amo, pero el daño ya estaba hecho. El chorro de vino había salpicado unas gotas de un rojo sanguíneo en la muñeca de Glauco y en la enjoyada manga de su túnica.
Glauco interrumpió lo que estaba diciendo a su compañero de mesa, y con una sonora expresión de contrariedad, giró la cara para ver qué esclavo había sido tan torpe y cuando vio que se trataba de Beric, le golpeó de lleno en la cara.
No fue un golpe especialmente fuerte, ni el primero que Beric recibía de él, pero el grueso anillo de sello del amo le cortó el labio y cuando Beric notó el sabor dulce y salado de la sangre entre los dientes, perdió el control. Quizás fue a causa del instante de rememoración que acababa de vivir, en que su libertad y su mundo se le habían hecho presentes con total nitidez… De pronto, ya no podía más.
No fue consciente de girar la mano y verter el resto del vino en la hermosa y odiada cara que tenía ante él. No se dio cuenta de lo que acababa de hacer hasta que vio a Glauco jadear. El vino de Falerno corría por su barbilla y goteaba, extendiendo la mancha carmesí por su pecho hasta los hombros.
El repentino silencio se convirtió en una burbuja de quietud que creció y creció hasta explotar en un gran tumulto. Publio Piso gritó enfurecido, los indignados invitados se pusieron en pie de un salto, y los otros esclavos se lanzaron sobre Beric como si fuera un perro rabioso. En un momento todo había pasado, habían apartado a Beric, que se encontraba indefenso, sujeto por muchas manos, con los brazos retorcidos detrás de él.
El revuelo acabó tan rápido como había comenzado. Sólo Publio Piso, del color de una ciruela de Damasco, con la corona de violetas ladeada sobre un ojo, farfullaba exclamaciones apenas comprensibles. Daba órdenes a sus esclavos y pedía disculpas, más por el comportamiento de su hijo que por cualquier otra cosa. Glauco se liberó de los esclavos que se habían abalanzado sobre él para enjugar la mancha, y miró hacia donde estaba Beric, rodeado por sus captores. Una vez más, sus ojos se entrecerraron como los de un gato antes de soltar un bufido.
—Debes de estar loco —dijo con un hilo de voz—. Ésa es la manera más benévola de verlo. Sólo hay un sitio para los esclavos locos: las minas de sal. Allí habrá que enviarte, Jacinto.
Las caras de los invitados mostraron su disgusto. Uno o dos de ellos se encogieron de hombros y se miraron con las cejas enarcadas, pero sólo uno se atrevió a saltarse las costumbres y los dictados de la buena educación para hablar en defensa del desgraciado esclavo. Fue Justinio, que ya no estaba habituado a las costumbres civilizadas.
—No digas tonterías, Glauco. Para empezar ha tirado el vino por mi culpa, pues me he movido bruscamente y lo he distraído. No había razón para golpearlo. Y si tienes la costumbre de golpear sin causa, no te debería sorprender que te llegue algún golpe de rebote.
—¿Entonces nos hemos de quedar quietos, como los ciervos cuando intuyen el peligro, cada vez que un esclavo llena nuestra copa de vino? —Glauco replicó al convidado de su padre. Después, recuperó tardíamente la compostura y añadió—: Os pido perdón, señor, pero conozco a este esclavo y sus defectos. —Su mirada entrecerrada y brillante permaneció fija en la cara de Beric, se desplazó hasta las caras de los demás esclavos y volvió a la de Beric—. Treinta latigazos para el perro enloquecido. Aunque puede esperar hasta mañana. Que pase toda la noche deseando que amanezca. Ahora, lleváoslo y atadlo a una cadena, no vaya a morder a alguien.