Capítulo 14
La casa sobre la bruma
Pero Beric no había nacido para morirse ahogado, como dijo una vez Cunori, su padre adoptivo.
El efecto del agua helada en su cuerpo reseco y dolorido, el escozor de sus verdugones, tuvo en él el efecto de una jarra de agua vertida sobre la cara de alguien que duerme. Se hundió en las negras profundidades y volvió a salir con los pulmones a punto de reventar y un baile de chispas de colores en los ojos, repentinamente consciente. Inhaló grandes bocanadas de aire, flotando en posición vertical, y miró detenidamente cómo pasaban los braseros de las popas de las naves del convoy. Si gritaba, era posible que lo recogiesen, pero significaría volver a las galeras. Mejor el mar que eso. El mar sería más benévolo de lo que lo habían sido los hombres. Desde que cayera al agua por primera vez, en las rocas de la Playa de las Focas, sin sentir ningún miedo, al igual que las crías de foca, el mar había sido su amigo. Ahora también sentía que el mar era su amigo, y notaba una fuerza que lo sostenía a flote, como una mano. La tercera nave de transporte pasó tan cerca que le llegó su estela, pero como la luna estaba tapada por una nube, nadie lo vio, y las naves se alejaron. La Janículo pasó a cierta distancia. Por encima del chapoteo del oleaje oyó el rítmico batido de los remos. El resplandor rojo del brasero de popa fue empequeñeciéndose a medida que se alejaba.
Estaba solo, en un mar oscuro y bamboleante.
No esperaba que lo recogieran, y menos aún que lograra alcanzar la orilla. El dolor en la espalda menguaba y en algún momento casi se quedó dormido, pero la parte de sí mismo que había tomado las riendas cuando huyó de la casa de Piso lo había vuelto a hacer ahora, y sabía que si se quedaba dormido se ahogaría. Sería mucho más fácil abandonarse y ahogarse, pero la parte que había tomado el mando no iba a abandonarse.
Durante un tiempo se dejó arrastrar por la corriente, a la espera del amanecer, pero la galera había estado más cerca de tierra de lo que pensaba, más cerca incluso de lo que había estimado el hortator cuando lo lanzaron por la borda, y desde entonces las aguas lo conducían hacia la orilla. Así fue que, con la luna aún alta en el cielo resplandeciente, Beric, casi sin atreverse a dar crédito a sus ojos, vio tierra. Tierra a lo lejos, entrevista fugazmente cuando lo elevó una ola. Cuando, con la nueva subida de la ola, forzó la vista la volvió a ver. Era una línea de costa baja, un reflejo de plata emborronado a lo largo del borde del mar.
Se puso en marcha en dirección a ella; se acabó el dejarse arrastrar plácidamente y comenzó una lucha denodada por la vida, que había vuelto a parecerle algo real y urgente.
El mar, que lo había entregado ileso en una ocasión volvió a hacerlo. Con la luna apagándose al alba, cuando apenas le quedaba aliento, hizo pie en aguas poco profundas y se encontró tambaleándose por la pálida arena hasta alcanzar una playa de guijarros. Cayó al suelo donde se acumulaban las algas y otros residuos, con la cabeza gacha. Vomitó, se arrastró un poco por la playa y volvió a vomitar.
Al cabo de un poco, se recompuso y siguió gateando hasta alcanzar una barrera hecha de pedazos de piedra caliza, que le llegaba hasta el pecho y que logró superar sin saber cómo. Del otro lado se halló sobre un ancho muro de contención construido con guijarros. Se dejó caer rodando por él, y aterrizó sobre unas hierbas altas. Allí, oyendo el suave rumor de las olas, se sumió en una acogedora oscuridad.
Cuando se despertó era pleno día, pero le era imposible saber la hora en un lugar en el que no había sol ni sombra, sólo bruma, capas de bruma que desdibujaban los confines de la marisma y de las que emergían los cantos y llamadas de aves marinas. Beric se apoyó sobre un codo, resopló al sentir una punzada de dolor en la espalda y miró alrededor con asombro. ¿Cómo había llegado hasta aquel lugar? Su movimiento repentino asustó a una garza apoyada sobre una pata al borde de una charca cercana. Al instante, bajó la otra pata, abrió sus grandes alas, y salió volando. Beric vio cómo desaparecía en la bruma. Era hermosa; habría hecho feliz a Jasón, como le habían hecho feliz los gansos.
Jasón. Como si aquel nombre funcionara como una llave, algo se abrió en su mente, y el recuerdo de todo lo acontecido inundó su pensamiento.
Se puso de pie como pudo y sintió que la marisma se inclinaba y daba vueltas alrededor de él. Empezó a correr, tropezó y se cayó. Volvió a levantarse. Siguió a trompicones a través de tierra encharcada. Tras él estaba el mar, y el mar quería decir las galeras. Con el corazón a punto de reventar, cada tanto echaba un vistazo desesperado al mar, como si se le apareciese la mismísima Alcestis, como si una criatura de pesadilla que se mueve igual de rápido por tierra que por mar relinchara tras él entre la bruma de olor salobre.
La neblina se volvió más y más densa. Al despertar había sido capaz de ver a lo largo de una distancia considerable, pero ahora la sigilosa bruma lo había acorralado. Su mundo consistía en unos pocos pies de hierba empapada, a veces un fugaz brillo de agua, y otras veces el graznido de algún ave en la sobrecogedora quietud. Pero siempre lo acompañaba el latido desbocado de su amedrentado corazón. Poco a poco su pánico se disipó, y su paso se redujo hasta convertirse en un caminar tambaleante. Sin embargo, su único pensamiento era alejarse del mar, y se empeñaba en el esfuerzo con tenacidad, y en la dirección que creía correcta. Entonces, otro pensamiento empezó a aparecer en su mente con creciente urgencia: la necesidad de beber agua. El agua lo rodeaba, pero era salada. Parecía algo hecho a propósito, como si supieran que tenía sed. Muchísima sed.
De manera que cuando, bastante después, oyó ruidos humanos, lo primero que pensó es que habría alguien que pudiera indicarle dónde encontrar agua o, incluso, darle un poco, pues los ruidos parecían provenir de hombres trabajando, y donde se trabajaba siempre había agua. También comida, aunque no le interesaba la comida. Sólo quería agua. Siguió caminando. Luego dudó, se miró y se dio cuenta de que iba completamente desnudo y de que parecía un lobo depauperado en un invierno de hambruna, con la piel morena y reseca por la sal y la herida que le había dejado el grillete. Pero tenía que beber agua. Guiado por su desesperada necesidad, siguió adelante.
Le pareció haber recorrido un trecho largo sin que los ruidos sonasen más cercanos. Entonces, inesperadamente, la bruma se deslizó a un lado como si fuera una cortina y Beric los vio, pavorosamente cerca. Frente a él se alzaba un lanudo pony que soportaba con esfuerzo aparente dos grandes alforjas, de las que dos hombres extraían grandes pedazos de piedra caliza. Sin embargo, la mirada sobresaltada de Beric fue más allá y se fijó en los hombres de silueta plateada que allí había. Colocaban cuidadosamente la piedra caliza entre vallas y gruesas masas de endrino, construyendo muros como el que había sorteado al amanecer.
Se quedó atónito por un instante, contemplando aquella escena envuelta por la neblina, y entonces, cuando el pony echó a andar y otro ocupó su lugar, Beric se lanzó al suelo y se quedó inmóvil. Aquellos hombres vestidos de cuero junto al muro y el hombre alto con el casco de Cimera Roja recortada contra la bruma, que se alzaba vigilando, eran inconfundibles. Se había topado con una cuadrilla de trabajo de los Águilas.
—Esta piedra es pequeña —dijo el centurión. Beric lo oyó perfectamente. Luego levantó la voz para dirigirse a alguien que se hallaba más lejos, a lo largo del muro—: ¡Eh, Melas! ¡Dile a Antonio que estamos haciendo un muro, no un pavimento de teselas!
La bruma volvió a cerrarse, y sin pensar en encontrar agua ni en ninguna otra cosa excepto huir, Beric se levantó como pudo y se lanzó a ciegas hacia la blanca espesura, con el terror de las galeras pisándole los talones.
Después de aquello la bruma entró también en su cabeza. Se caía con más frecuencia a medida que pasaba el tiempo, pero siempre el miedo a las galeras hacía que se levantara y se echara hacia delante de nuevo. Caminaba sobre un terreno empapado de agua salada que quedaría cubierto durante la marea alta. Quizás moriría ahogado después de todo. Pero no temía morir ahogado, sólo temía las galeras. La luz empezaba a apagarse y la bruma se había vuelto de un gris telaraña. Sabía que pronto tendría que echarse y no volver a levantarse. Y entonces, súbitamente, notó en la bruma un olor más cálido, más arraigado, con algo de moho e incluso un eco de humo de leña. Era un olor que prometía cobijo y las cosas de la vida en tierra de bosques. Beric se dirigió a trompicones en aquella dirección, como haría un viajero perdido que de pronto reconoce el camino de regreso a casa.
El suelo empezó a elevarse y casi de golpe aparecieron las matas de tojo entre la bruma de color telaraña. Y casi de golpe le pareció a Beric que entraba en otro mundo, fuera del alcance de las marismas, el mar o las galeras. Un poco más adelante, se encontró al borde de una pequeña y oscura charca. Había visto muchas, pero ésta, rodeada de tojo, debía de ser de agua dulce. Con desesperación, se arrojó al suelo, recogió un poco de agua en la palma de la mano y la probó. Era agua dulce y estaba fresca. Sollozando, bajó la cabeza y empezó a beber a lengüetazos como un perro.
Cuando hubo saciado su sed, se quedó un rato junto a la charca. Resguardado por las oscuras matas de tojo estaría bien quedarse echado y no levantarse más. Pero incluso ahí, a refugio del horror de las galeras, algo lo hizo ponerse en pie y caminar una última vez. El terreno se elevaba levemente, y no tardó en notar que el olor a musgo y moho lo rodeaba completamente. Se hallaba entre árboles. Eran árboles bajos, espinos y robles deformados por el viento; más que verlos, Beric los palpaba, en la bruma y la penumbra del anochecer. Mareado, tembloroso, tropezando con la maleza como un animal herido, ascendía con dificultad por la suave ladera sin tener ni idea de adónde iba ni por qué.
Poco a poco, la bruma grisácea que prácticamente había desaparecido con la caída de la tarde, volvió a hacerse visible con el tono pálido de la concha de una perla. La atravesó de forma casi tan brusca como un nadador al rasgar la superficie del agua y contempló las últimas luces de una puesta de sol del color de un farol amarillo.
El terreno se volvió llano. Al frente se extendían los achaparrados espinos, moldeados por las tormentas. A la izquierda había una zona despejada y en ella, alejada de los espinos como si no necesitara su refugio, con unas volutas de bruma en los escalones de la era, se alzaban las bajas y alargadas construcciones de una granja, recortadas contra la creciente oscuridad.
El lugar tenía también el aspecto de haber sido moldeado por el viento, por los vendavales de invierno, al igual que los espinos entre los que se hallaba Beric. Aquellas techumbres parecían estar firmemente ancladas en la tierra de esa parte alta de la marisma. En la ventana de la vivienda brillaba una luz, que atrajo a Beric como una mano tendida amistosamente que le prometiera la cercanía con su propia gente. ¿Pero qué podía relacionarlo con la gente? Nadie lo había tratado con dulzura. ¿Por qué iba a necesitar acercarse a la gente ahora? Sin embargo, lo necesitaba. Durante largo tiempo se había forjado en su fuero interno el convencimiento de que aquella noche moriría. Y en su condición de desterrado, se sentía solo.
Si pudiera arrastrarse sigilosamente y encontrar un rincón en el que echarse desde el que viera la luz de la ventana…
Ése fue su último pensamiento. Pero a través de la neblina que enturbió su mente pervivió el deseo irrefrenable de acercarse a la ventana y, sin saber cómo había llegado hasta allí, Beric se encontró en la era, frente a la casa.
La luz de la ventana refulgía en la penumbra. Un borroso y titilante recuadro de oro con un ramillete de taray en una de las esquinas. Avanzó hasta ella a tientas. Entonces, le fallaron las rodillas y se quedó hecho un ovillo, con la cara en el suelo. Se retorció y alargó la mano hasta que ésta alcanzó la suave mancha de luz que se proyectaba sobre la era. Apoyó la cabeza sobre el otro brazo y dio un hondo suspiro.
Lo próximo que oyó fueron voces. Y lo deslumbró la intensa luz amarillenta de un farol que alumbraba su cara. Vio a dos hombres de pie, junto a él.
—Por su aspecto es un esclavo fugitivo, señor —dijo el que llevaba el farol.
—Sí, pobre infeliz —dijo el otro, con una voz nítida e inconfundiblemente romana—. Y parece que lleva mucho tiempo huido.
Beric consiguió ponerse de rodillas, los miró fijamente y les dirigió un ruego aterrorizado:
—¡No me devuelvan a las galeras! —suplicó—. ¡No me devuelvan a las galeras!
El segundo hombre enseguida se agachó y agarró a Beric, que había empezado a tambalearse. Agitado, alzó la cabeza y vio una cara morena, delgada, que le resultaba vagamente conocida, y empezó a parlotear desesperadamente:
—Me iré… Yo… No me entreguen… A las galeras no… —Después notó cómo aquel hombre lo recostaba sobre su rodilla, y se retorció con un grito de dolor.
Hubo un instante de completo silencio. Le dieron la vuelta y posó su cara en el suelo suavemente.
—¡Por Mitra! —dijo la voz romana—. Mira la espalda. Mira, Servio, lo han azotado.
—Debe de ser por eso que huye —dijo el hombre del farol.
Beric empezó a parlotear de nuevo.
—No me entreguen. No he causado daño. No… —Todo parecía abandonarlo, y luchaba para que el mundo aguantara unos momentos más sin desintegrarse—. ¡De vuelta a las galeras, no!
Una mano se posó en su hombro, lejos de las heridas del látigo. La firme presión de aquella mano volvió a equilibrar el mundo momentáneamente. La voz romana le habló al oído, con claridad, como si se dirigiera a él desde muy lejos.
—Escúchame. No tienes nada que temer. No vas a volver a las galeras.
Y la oscuridad lo envolvió lentamente como una gran ola.
Beric volvía a estar encadenado a su remo, con Jasón remando al lado. Las olas se elevaban como moles hasta la borda de la Alcestis. Le gritaba al hortator:
—¡Hay que alzar los remos! ¡Alguno de nosotros morirá, morirá, morirá!
Luego, eran los gritos de Jasón, que se oían por encima de la tormenta:
—La vida en los bancos de los remeros no tiene nada de dulce. —Entonces Jasón empezaba a toser; y la tos se oía cada vez más lejana. Beric se quedaba solo, encadenado al banco y llamaba a su compañero como un loco—: ¡Jasón, Jasón!
Ocurrió una y otra vez. Cada tanto, fue consciente de un lugar que no era la cubierta de la Alcestis, y de personas alrededor que no eran sus compañeros de boga ni Porcus el cómitre. E incluso del sabor a leche tibia. Pero Alcestis se lo llevaba siempre hasta las aguas oscuras.
—¡Algunos de nosotros moriremos, moriremos, moriremos!
—La vida en los bancos de los remeros no tiene nada de dulce.
La última vez, mientras intentaba deshacerse de las cadenas y llamaba desesperadamente a su compañero de remo, Jasón apareció junto a él y le dijo:
—¡Fíjate! Todo este tiempo creíamos que eran de acero pero están hechas sólo de junco.
Beric bajó los ojos y vio que los grilletes estaban hechos de junco verde trenzado, y los rompió con el dedo. Al hacerlo, la Alcestis se transformó en una pequeña barca como las que había visto en el estanque ornamental de los jardines de Lúculo, en Roma. Una barquichuela, pintada como un ánade real, con el verde y morado de las tectrices. Jasón desembarcó, se dio la vuelta y alargó la mano hacia Beric. Caminaron juntos por un sendero de arena, a la sombra de unos olivos azulados. Caminaron un largo trecho, y el dolor y el miedo y la tristeza fueron quedando atrás. Finalmente, llegaron al corazón de la isla. Las sombras de los olivos se recogían allí como en una charca. Una garza que descansaba sobre una pata junto a la charca alzó el vuelo, y ascendió en círculos impulsada por sus fuertes alas. Al mirarla, Beric se dio cuenta de que en realidad no era una garza, sino una bandada entera de gansos.
—Ahí está tu fresco —le dijo a Jasón. Y éste le contestó:
—¿No te dije que donde más crecen es donde los olivos se repliegan un poco, detrás de la casa?
Beric vio que el suelo estaba escarlata, repleto de anémonas que crecían como llamaradas en la hierba plateada. Se volvió hacia su amigo; la alegría que sentía lo hizo reír.
—Un buen sueño —dijo—. Un buen sueño.
Durante un momento, vio la cara de Jasón con nitidez a través de la bola de cristal de los sueños. La leve sonrisa torcida. A medida que la luz del sueño perdía brillo y se apagaba hasta fundirse con la luz rojiza de una lámpara, la cara de su amigo se convirtió en otra. Asustado, Beric volvió a gritar:
—¡Jasón, Jasón!
Una voz dijo con delicadeza:
—Jasón está bien. Ahora, descansa.
La cara que tenía encima se enfocaba por momentos. Era una cara morena, ruda, con la marca de Mitra entre las cejas. Unos ojos del color de los mares del Norte en invierno lo miraron con una extraña fuerza.
Sin dejar de mirar aquella cara oscura, Beric explotó:
—¡Nunca robé nada! Sólo huí porque dijo que me iba a enviar a las minas de sal. Usted lo oyó. Usted estaba allí.
—Conque eres tú —dijo el constructor de carreteras y drenador de marismas. Beric se revolvió e intentó incorporarse y él lo detuvo con la mano y añadió—: Sí. Yo estaba allí. Lo oí. Ahora descansa.
Beric sacudió levemente la cabeza, respirando entrecortadamente.
—Aquella noche encontré la granja por casualidad. Ródope me dio cobijo, me trató bien. Luego llegaron los ladrones, y tras ellos los soldados. Los otros escaparon, pero yo no.
—Eso ya me lo contarás en otra ocasión —dijo Justinio—. Ahora, no. Ahora tienes que dormir.
Pero Beric, que sabía que en manos de un oficial romano estaba completamente indefenso, no hacía caso del tono tranquilizador de las palabras de Justinio, y extendió las manos en una súplica desesperada.
—Sus soldados están un poco más abajo. Los he visto. No lo haga, no lo haga…
El hombre agarró sus manos de manera firme y silenciosa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
Quizás por su naturaleza ordinaria, la pregunta consiguió traspasar el miedo de Beric y calmarlo un poco.
—Beric —contestó.
—Pues, escucha, Beric. Los soldados de ahí abajo no tienen nada que ver contigo. Ni tú con ellos. No temas. No tienes nada que temer. —La voz de Justinio era grave sin ser áspera ni demasiado sonora. Era una voz tranquila, y algo en ella, y en las manos de Justinio, empezó a causar efecto en Beric, de igual forma que la voz y unas caricias lograban calmar a un caballo asustado. Al cabo de un momento, dejó de temblar. Vio el atisbo de una sonrisa en aquellos ojos que lo miraban fijamente.
—Trata de confiar en mí.
Durante un instante más Beric yació inmóvil, con una mirada tensa e inquisitiva. Luego, dejó escapar el aliento que retenía en un largo y entrecortado suspiro, y se relajó. Confiaba en Justinio. De pronto, estaba satisfecho con la perspectiva de poner su vida en manos de Justinio.