Capítulo 2
La ley de la manada
Lo llamaron Beric, y Cunori ofreció un carnero negro a los dioses. Y el niño probó su primer alimento sólido de la punta de la daga de Cunori para crecer sano y convertirse en un valeroso guerrero. Y en su segundo año, Guinear grabó las marcas de guerrero de la tribu en su piel y frotó tintura añil en las incisiones, y después le dio tanta miel como quiso para aliviar el escozor de sus heridas y calmar su llanto.
Nueve veces azotaron el poblado los vendavales de otoño. Nueve veces llegó el tiempo en que paren las ovejas y los hombres hicieron guardia en los rediles en las gélidas noches de invierno por si acechaba el lobo. Nueve veces floreció la genciana rosa que se descuelga por los acantilados hasta acariciar las aguas que las rocas pulverizan. Había tres hijos en el hogar de Cunori, y era ya el momento de que Beric, el mayor, empezara por fin su adiestramiento.
Todos los años en la época de la cosecha llegaba un gran día, y acudía al poblado gente de todo el territorio del clan. Se congregaban en el terreno despejado que había en el centro del poblado, donde encerraban al ganado en tiempos de conflicto, y allí, frente al clan entero, los chicos que habían cumplido quince años desde la última cosecha recibían las armas de manos de sus padres, convirtiéndose así en hombres y guerreros. Después, se despejaban los hoyos de asar y se alzaban los jabalíes rustidos, y se daban un gran banquete, con cerveza de brezo y música de arpa. Y los guerreros del clan bailaban la Danza del Fuego y la Danza del Asalto de la Cuadriga y la Danza de los Lanzas Nuevas, bajo la complaciente mirada de las mujeres. Antes de que llegaran los romanos con sus odiosas patrullas, la celebración era aún mayor, pues todos los clanes se reunían en Uxella, donde tenían lugar antiguos y terribles rituales que se mantenían en secreto entre los Druidas y los Lanzas Nuevas, antes de que los chicos recibieran las armas. El esplendor había desaparecido, vivían a la sombra de los Águilas, y la grande y poderosa estirpe de los Druidas casi se había extinguido. Beric sólo recordaba el druida de su clan. Tenía unos ojos amarillos que lo atravesaban a uno y dejaban tras de sí un aire gélido. Pero había muerto hacía años y el clan ya no tenía quien oficiara los ritos. Pero seguía siendo un gran día, y entre el jabalí asado y las danzas guerreras, los niños que habían cumplido nueve años desde la última cosecha y que, por tanto, debían comenzar su adiestramiento, eran llevados ante el consejo para ser examinados y aprobados por el clan.
Beric, sentado entre los sabuesos de Cunori, miraba a los nuevos guerreros saludar de uno en uno al sol poniente con la lanza en alto, y pensó en el día en que acabaría su adiestramiento, el día en que él se hallaría donde estaban ahora los Lanzas Nuevas y se giraría hacia el sol y arrojaría su lanza por encima del escudo, y se uniría por primera vez a los guerreros del clan. Entonces, cabalgaría por el camino de guerra con sus Hermanos de Lanza, y tendría voz en el Consejo de la Hoguera y derecho a vestir el color escarlata de guerrero. Qué bueno sería.
Se despertó de un sopor complacido que le había durado mientras comía la abrasadora carne de jabalí ensartada en la punta de su puñal, y descubrió que había anochecido, y que el jefe, que se hallaba junto al Consejo de la Hoguera, llamaba en voz alta a los niños de nueve años. Apresuradamente, Beric se colocó el puñal en el cinto, se limpió la grasa de las manos en el sabueso más cercano y acudió a la cita. Tropezando sobre piernas estiradas y numerosos perros yacientes, llegaban niños de todos los rincones del área despejada. Cinco eran del poblado, otros diez de los alrededores. Al llegar al círculo iluminado por las llamas, ante la inquisitiva mirada de los principales cazadores y guerreros del clan, se quedaban de pie, sonriendo con aire vacilante, sin saber bien qué hacer con los brazos y las piernas, mientras los ancianos del clan los examinaban.
Cunori se sentó cerca del jefe por derecho de parentesco. Alzó los ojos cuando Beric entró en el corro y le hizo un rápido gesto de aliento, que lo llenó de orgullo. Beric sabía cómo había llegado a la casa de Cunori, pero lo sabía como historia, no como algo que lo afectara. En este mundo, el único que conocía, Cunori era su padre y Guinear su madre, y Arthmail y Arthgal, sus hermanos. En ese instante sólo pensaba en hacer un buen papel ante el clan para que su padre se sintiera orgulloso del hijo mayor de la casa.
Los ancianos del clan los miraban atentamente, haciendo gestos de aprobación con la cabeza.
—Un grupo con muchas posibilidades —decían—. Un buen grupo este año. En conjunto, un grupo muy bueno. Pero ése, ése… —Beric se percató de que lo miraban a él, todos los ojos alrededor del fuego mirándolo con reserva.
El jefe pelirrojo que llevaba un torque de oro alrededor del cuello le hizo una señal para que se acercara. Beric se acercó con las piernas agarrotadas, temeroso.
—¿Qué podemos hacer con éste, hermanos? —dijo el jefe—. ¿Con este hijo adoptivo de la casa de Cunori? Es hora de que le escojamos el camino. Ha vivido nueve años entre nosotros, pero no es uno de nosotros. ¿Podemos acogerlo en la Hermandad de la Lanza del clan?
Desde su lugar junto al jefe, Cunori salió en su defensa acaloradamente:
—Es uno de nosotros en todo excepto en que no nació de nuestra sangre.
—Es una importante excepción —dijo otro hombre asomándose a la luz de la lumbre.
Cunori se volvió contra él.
—¿Es una excepción más importante que la que corre por tus venas, Istoreth? ¿Tú, que dices descender de los Focas, la Gente del Mar? ¿Acaso no fue ese antepasado tuyo Foca aceptado en la Hermandad de la Lanza?
—Los Focas son de nuestro mundo —repuso con dureza Istoreth—. Los Cimeras Rojas no lo son. Y ese hijo adoptivo tuyo lleva la marca de su raza en la cara. Yo he viajado en dirección al este para vender pieles más allá de la frontera, y conozco a los Cimeras Rojas. Sé de lo que hablo. Flann, Gourchen, vosotros también los habéis visto a menudo. Miradlo. ¿Cómo podemos dejar que de ahora en adelante corra con nuestros hijos llevando su propia lanza?
Se oyó un grave murmullo entre los hombres que rodeaban la hoguera. Cunori, echándose la mano al puñal, inició una réplica furiosa y por un momento pareció que podría haber problemas, de los que surgían repentinamente entre los perros, con gruñidos y mordiscos, pues todos sabían lo poco que se querían Istoreth y Cunori.
Entonces, el jefe los interrumpió:
—Lo mejor será enviarlo al otro lado de la frontera, con su gente.
—¿Y qué hará al otro lado de la frontera con su gente? —preguntó acaloradamente Cunori—. Somos la única gente que conoce, y apenas tiene nueve veranos.
—Hay muchos comerciantes en Isca Dumnoniorum que lo acogerían como aprendiz —dijo el jefe en tono benevolente.
Pero antes de que nadie pudiera contestar, el propio Beric entró en la disputa.
Durante todo aquel tiempo, Beric había estado muy quieto, mirando a cuantos tomaban la palabra, mientras la carne de asado de jabalí se volvía fría y pesada en su estómago. Ahora, se acercó al jefe y se le encaró como una alimaña acorralada:
—¿Qué tengo que ver con los Cimeras Rojas? ¿Por qué tendría que ir con ellos? Vosotros sois mi gente, mi verdadera gente, por el fuego del hogar, el pan y la sal, y no iré a Isca Dumnoniorum a aprender ningún oficio. Aprenderé a ser cazador y guerrero como los míos. —La voz se le quebró ligeramente, pero consiguió recuperarse, a la vez que se daba la vuelta para encarar al círculo de guerreros—. ¡Oh, ancianos de mi clan, no he hecho nada malo para que queráis echarme!
Hubo un largo silencio, y desde el círculo dos voces hablaron en defensa de Beric.
La primera era la de Rhiada, el arpista ciego, que se sentaba en una piel de ciervo a los pies del jefe. Acarició las cuerdas con una mano, de forma que la luz de la lumbre se reflejó en ellas como si fuera agua en movimiento, y las notas se elevaron hacia las estrellas como un pájaro al que acabaran dejar salir de su jaula. Echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—¡Eso sí es hablar con audacia para tener nueve años! Yo no veo si lleva la marca de su gente en la cara, pero reconozco un espíritu valiente cuando lo tengo delante. Hermanos, ¿qué importa de dónde viene la sangre si es intensa y sincera?
El segundo fue Ffion, que antes de encanecer había sido el mejor cazador del clan. Se inclinó hacia la luz y dijo en su suave voz de anciano:
—Dejad que corra con los otros chicos. Si aguanta en la pandilla tras lo de esta noche, se convertirá en un guerrero valioso. Viene de una casta guerrera, aunque no sea la nuestra. Una vez crié un cachorro de lobo. No era un perro, pero cazaba conmigo como si lo fuera. Mejor que ningún otro.
Durante un rato la discusión se prolongó, pues Istoreth no era de los que cedían fácilmente, y contaba con seguidores entre los jóvenes cazadores. Pero Ffion había sido un hombre importante en el clan desde hacía casi tanto tiempo como el mayor de los miembros era capaz de recordar. Además, las palabras de un arpista no se podían desdeñar a la ligera. Como eran todos cazadores, simpatizaban con la manera desafiante en que el chico se había dirigido a ellos. Finalmente, mirando alrededor del fuego, el jefe dijo:
—Que así sea, pues. Que empiece el adiestramiento con los demás y se convierta en un guerrero de verdad.
—¡Y que no traiga la desgracia al clan, tal como predijo Merddyn! —dijo Istoreth despiadadamente, y devolvió su atención a su cuerno de aguamiel.
—En cuanto a eso, no hay que olvidar el sacrificio de un carnero negro —apuntó Ffion para acallarlo.
A Beric, con su futuro ya resuelto gracias a las palabras de Rhiada y Ffion, y al resto de sus compañeros, que habían asistido a todo aquello boquiabiertos y en silencio, les ordenaron abandonar el círculo iluminado por el fuego.
El grupo se deshizo y se dirigieron hacia las chozas, despejando el espacio central para las danzas a la luz de la luna. Beric no se quedó con el resto de los chicos, sino que se escabulló entre la multitud. Cuando alcanzó a ver a su madre con una jarra de aguamiel, se hizo a un lado para que no lo viese, pues sabía que ella habría visto y oído todo lo ocurrido y temía que se acercase a consolarlo. En aquel momento no habría podido soportar ningún consuelo. Se llevó el dolor a cuestas, como si fuera una herida que no quisiera que nadie tocara. Encontró a Bran, el más listo de los sabuesos de su padre, y se agachó junto a él, en un rincón oscuro entre dos chozas. Rodeó con sus brazos el tibio cuello del perro, y éste le lamió la cara de oreja a oreja.
Permaneció en aquel rincón oscuro durante largo tiempo, mientras en el espacio alumbrado por la luna y el fuego que tenía frente a sí, los hombres ejecutaban la danza de los guerreros, con sus rítmicos gritos y patadas al suelo. Las armas entrechocaban y las antorchas, al girar, despedían chispas hacia el cielo.
Todo estaba bien, claro que sí. Se entrenaría con los otros chicos y vestiría el escarlata guerrero en poco tiempo. Esta era su gente. Pero era la primera vez en toda su vida que se lo decía a sí mismo, la primera vez que le había hecho falta hacerlo. Ya no le quedaba gloria a la noche. En el vientre, en lugar de la sensación agradable del exceso de carne de jabalí, sentía una pesadez fría.
Pero a la mañana siguiente ya se había olvidado del frío en el estómago. Ese día los habitantes de los alrededores salían de regreso a sus poblados. Había un gran revuelo de perros que ladraban, ponis nerviosos y niños perdidos, que duró casi todo el día. Y la mañana después de aquélla, cuando se despertó en la choza que compartía con su padre, su madre, sus hermanos pequeños y unos cuantos perros, ya sólo se acordaba de que era el día en que iba a comenzar su adiestramiento guerrero.
Aquella mañana, su madre le dio un poco más de miel con la torta de cebada y la leche. Arthmail, que tenía seis años, y Arthgal, que tenía sólo cuatro, lo observaron con una mirada de veneración. Además, su padre le había dejado escoger una de sus lanzas ligeras. Beric se apretó la cinta de piel de ciervo que le ceñía la falda, agarró la jabalina elegida, y salió.
Caminó deprisa entre las chozas, que eran construcciones de piedra, achaparradas bajo las cubiertas de turba, sin nada que permitiera saber cuáles eran hogares y cuáles cobertizos, salvo el humo de leña que salía de cada una de las chozas habitadas y ascendía como una pluma de arrendajo en el aire frío de la mañana. Salió por la puerta que había en el alto terraplén cubierto de espinos. Y descendió hacia el valle de las tierras altas, donde pequeños prados alargados buscaban refugio a sotavento de la ladera. Allí, en el borde de un bosque de robles y espinos deformados por el viento se hallaba una franja de hierba que bajaba hasta un arroyo, y que había sido el campo de adiestramiento del poblado desde que éste existía. Los postes de entrenamiento se habían colocado para los futuros aurigas, y durante más de veinte años el viejo Pridfirth había enseñado a los niños del poblado a sostener por primera vez la lanza y la jabalina.
Cuando Beric llegó, varios chicos ya se encontraban allí, revolcándose como cachorrillos. Pridfirth, sentado sobre el tronco de un árbol caído, no les hacía caso. El resto de chicos llegó al campo inmediatamente después de él. No eran muchos, y ninguno mucho más mayor, pues tras el segundo año pasaban de Pridfirth a manos de cazadores más jóvenes que no estaban tan entumecidos por las múltiples mordeduras de lobo.
Pridfirth tenía la costumbre de hacer una prueba a los recién llegados, decirles que no eran como habían sido sus padres. Y aquella mañana siguió su costumbre. Primero hizo a los chicos lanzar por turnos la jabalina contra una diana de paja. Después, sentado en su tronco, les dijo qué pensaba de cada uno, con más pesar que enojo, ante la mirada divertida de los chicos que habían vivido lo mismo el año anterior.
—Vuestros padres no eran nada de lo que enorgullecerse —dijo—, pero por lo menos sabían para qué sirve una jabalina. ¡No como vosotros! —Y continuó hasta sacarles los colores—: Como algo habrá que hacer con vosotros, no se vaya a quedar el clan sin cazadores —acabó cansinamente—, vamos a empezar.
Y así lo hicieron. Había cuatro nuevas dianas de paja, una pintada de rojo, otra de negro y otra de verde. La cuarta se había dejado del color dorado natural de la paja. Los mayores lanzaban sus jabalinas contra estas dianas. Pridfirth gritaba el color, de manera que no sabían a cuál de las cuatro dianas debían lanzar hasta el último instante. Los nuevos tenían sólo una diana, y aquel día apenas lanzaron sus jabalinas contra ella, pues aprendieron a colocarse, a balancear el cuerpo hacia delante, a saber cuándo había que soltar la jabalina para que el impulso y el lanzamiento formaran un movimiento de curva perfecta. Desde que sabían caminar, todos habían tenido en sus manos las armas de sus padres, pero no habían recibido adiestramiento más allá de lo que imitaban de sus mayores. Entre ellos, unos eran más lentos que otros a la hora de familiarizarse con lo que tenían que hacer. Sin embargo, Pridfirth era muy paciente y repetía la lección una y otra vez.
—Adelanta más ese pie. Bien, eso está mejor. Ahora otra vez. No, no, chico, no te la sacudas de encima como si fuera una avispa. Suavemente, suavemente. Ya he dicho que no basta con quedarse plantado como un tocón y lanzar con un brazo. Formáis una curva con vuestra jabalina, una curva que va desde el dedo gordo del pie hasta la punta de la hoja. Volved a probar.
Beric miraba, escuchaba y obedecía, trabajando como nunca antes lo había hecho. Hacia el final de la clase, empezaba a hacerse una idea de en qué consistía. Y se sintió feliz.
Pero una vez acabó la lección, después de que Pridfirth se hubo marchado, y a la pasmosa velocidad de una pesadilla en la que lo conocido se convierte en extraño y hostil, el mundo de Beric se volvió traicionero.
Todo empezó cuando levantó la vista tras ceñirse el cinto, y vio a varios de los chicos acercársele con gesto despectivo y desafiante.
—Beric se ha esforzado mucho —dijo uno.
—No vale la pena que se esfuerce. Todo el mundo sabe que en la cacería los Cimeras Rojas son tan útiles como vacas —dijo otro.
—¡Cimera Roja! —gritó otro.
Y entonces empezaron a darle empellones, a la vez que todos empezaron a gritarle:
—¡Cimera Roja! ¿Por qué no te vuelves con tu gente?
Resollando levemente, Beric les plantó cara. Se había pasado la vida jugando y peleándose con aquellos chicos. Eran sus compañeros de pandilla. Tanto para él como para ellos era inconcebible pensar que él no fuese uno de ellos. Pero desde hacía dos noches, aquello había cambiado. Ahora entendía lo que el viejo Ffion había querido decir con lo de «Si aguanta en la pandilla tras lo de esta noche, se convertirá en un guerrero valioso». Entendió perfectamente lo que estaba ocurriendo. Había visto a la jauría de perros lanzarse contra un perro desconocido, o un perro enfermo o diferente del resto.
Uno de los chicos de segundo año, llamado Cathlan, pasó entre los otros y golpeó despreocupadamente a Beric en la cabeza.
—No queremos Cimeras Rojas pavoneándose en la Hermandad de la Lanza —dijo.
Beric se tambaleó, pues el golpe había sido fuerte. Con el oído zumbándole, se recompuso.
—¿Ah, no? ¡Pues vais a tener uno! —gritó, y pegó a Cathlan en la boca con toda la fuerza que llevaba dentro.
El grupo dejó escapar un grito de asombro, y Beric, al ver la sorpresa y la rabia de la expresión de Cathlan, pensó que el grupo entero se abalanzaría inmediatamente sobre él. Pero el ataque no llegó y cuando Cathlan se echó de nuevo sobre él se percató de que los demás se hacían un poco hacia atrás, dejando un espacio vacío entre ellos dos. Iba a ser un combate de uno contra uno, entre el extraño y el defensor electo del grupo.
Cathlan era un año mayor que Beric y mucho más corpulento. También era un luchador reputado, mientras que Beric nunca había luchado en serio. Pero ahora lo hacía, en defensa de su lugar en el clan. Peleaba como un gato salvaje, golpeando con fuerza una y otra vez, sin pensar en protegerse de la lluvia de golpes que recibía de vuelta. Alrededor, el alboroto de berridos y gañidos fue en aumento a medida que aumentaba la agitación de los espectadores, pero Beric luchaba en un silencio jadeante. En el suelo, él y su contrincante se convirtieron en una masa de brazos y piernas como aspas de molino, atizándose golpes cortos. Sin que Beric supiera muy bien cómo, Cathlan estaba debajo de él. Su cara pecosa maltrecha y manchada; la mirada, iracunda. Forcejeaba para soltarse; apretaba la boca y respiraba por las fosas nasales como un caballo. Beric resistió, sollozando, al límite de su resistencia. Su nariz goteaba sangre en la cara furiosa del otro chico. Estaba mareado y sentía como si el corazón estuviera a punto de reventar. Apretó los dientes y con un último esfuerzo apuntaló a su enemigo con las rodillas, y le agarró las orejas y sacudió la cabeza repetidamente contra el duro suelo.
Vio cómo la furia en la cara de su rival se disipaba y se trocaba en una expresión embobada, y notó cómo se le acababan las ganas de pelea. Dio un último golpe a la cabeza de Cathlan y, tambaleándose, se incorporó. Con el dorso de la mano cubriéndose la sangrante nariz, observó al chico vencido. Cathlan se quedó donde estaba durante doce latidos; entonces, se levantó despacio, lamiéndose el labio partido. Durante un largo instante los dos se miraron, resollando. Beric, con la nariz descubierta, se dio la vuelta y se marchó. El grupo le abrió paso en silencio, con renovado respeto.
Atravesó el robledo sin mirar ni a un lado ni a otro, y fue más allá de la colina, donde las yeguas trotaban con sus potros de colas suaves como plumeros. Siguió por el cabo, hasta el punto más alejado. Y allí, a dos pasos del Mar Occidental, se dejó caer en la gruesa hierba del acantilado.
Desde que había tenido fuerza suficiente para bajar los empinados senderos del acantilado, las rocas de la Playa de las Focas era uno de sus lugares favoritos. Sin embargo, pocas veces iba hasta allí, pues sabía que entre esas rocas lo había encontrado su padre, Cunori, tras la gran tormenta, y el lugar lo hacía sentirse desprotegido, como si se tratara de un punto débil en su mundo familiar, un punto por el que se le pudiera colar otro mundo. Pero en esta ocasión, lo que solía mantenerlo alejado del cabo lo atrajo. Era todo muy extraño y desconcertante.
Atenazaba su estómago un dolor que no era de hambre; un dolor muy diferente de todo lo que había experimentado hasta entonces, y que no entendía. Ahora podría formar parte de la pandilla, eso sí lo sabía, y a pesar de todo, sentía toda la tristeza del marginado. Había ganado su primera batalla, pero su triunfo era duro y cruel. Tenía miedo, porque se había topado con cosas que nunca había imaginado, y los firmes cimientos de su mundo se habían movido. Estaba enojado con casi todo bajo el sol, sin saber bien por qué. Se sentía perdido, agitado y confundido, y le dolían las magulladuras. Todas estas cosas conformaban el nudo que causaba su dolor.
—Tengo como una piedra en el vientre —dijo a las gaviotas que revoloteaban en el cielo— y no sé por qué, no sé por qué.
Vio la sangre seca en el dorso de su mano y la lamió. Notó un sabor salado con un deje dulzón. Se quedó un buen rato echado boca abajo, mirando hacia el mar. Soplaba un viento flojo que mecía las flores rosadas de las cornisas y silbaba entre las hierbas altas con una nota aguda, como si cantara, que se imponía al constante bramido del oleaje. El mar también tenía un aire cansino. Las olas rompían lejos y la zona de aguas bajas, con su ribete de espuma, jugaba como un gatito con las oscuras rocas y las playas de guijarros. Observó cómo llegaba el agua, cómo se volvía verdosa a medida que se hacía menos profunda, cómo cuajaban en ella las florituras de espuma, y cómo, rizándose sobre sí misma y con un palmetazo, chocaba contra la superficie plana de la roca, para escurrirse entre los guijarros con un sonoro susurro y sumarse a la siguiente ola, y la siguiente, y la siguiente. A veces, las alas de una gaviota pasaban velozmente más abajo. En una ocasión fueron las alas de color gris azulado de un halcón peregrino que tenía un nido en un saliente con dos polluelos dentro. Pero no se fijó en ellas. Se lo impedía la piedra del estómago, y tenía mucho en qué pensar.
En su padre y su madre verdaderos, por ejemplo. Casi nunca había pensado en su padre, porque Cunori siempre había estado presente, llenando ese hueco. Y nunca había pensado en su madre, aunque no podía concebir otra madre que no fuera Guinear. Ahora pensó en ellos, mientras contemplaba las pequeñas olas batiendo aquellas negras rocas, y por primera vez se dio cuenta de que no se trataba de personajes de un cuento, sino de personas de verdad, si bien no sabía nada de ellas más allá de que su padre tenía aspecto de soldado y su madre, pelo castaño claro. Ellos eran su gente. Y él, su hijo.
Un ligero movimiento a su lado lo hizo girarse. Allí, acuclillándose a unos pocos pasos de él estaba Cathlan.
Beric se dio la vuelta y se incorporó, listo para volver a luchar si hacía falta. Los dos se miraron. Cathlan tenía la cara manchada de sangre seca y unos moratones oscuros, pero no parecía tener intención de reemprender la pelea. Su vapuleado rostro exhibía un gesto extraño, una especie de elaborada despreocupación.
—¿A qué has venido? —preguntó Beric en un tono áspero.
—Hace calor y estoy cubierto de sangre —respondió Cathlan—. He venido a bañarme.
—Hay agua en el arroyo junto al campo de entrenamiento.
—Demasiada gente —dijo Cathlan con un gesto desdeñoso—. Se ponen todos a chapotear. Además, a mí lo que me gusta es bañarme en el mar.
—Pues báñate en el mar, entonces.
—¡Bah! —gruñó Cathlan sin comprometerse—. Bajemos los dos a bañarnos a la Playa de las Focas.
—Yo no quiero bañarme.
—¡Vamos! —lo apremió Cathlan—. Tú también estás ensangrentado y tienes que lavarte la nariz.
—Tienes la boca como una frambuesa —señaló Beric.
Cathlan empezó a reírse y se dio cuenta de que le dolía.
—Lo sé. Ha sido una buena pelea.
Hubo otro silencio, pero de otro tipo.
—Sí —dijo al fin Beric, sorprendido.
—Apuesto a que no habría mejor pareja de guerreros entre todos los Dumnoni que la que haríamos tú y yo —dijo Cathlan satisfecho—. Vamos a bañarnos.
Se levantaron y descendieron a la carrera, desprendiéndose del kilt por el camino, caminando con dificultad entre las rocas donde se solazaban las focas en la marea baja. Allí, sentados en las aguas poco profundas se lavaron las heridas con esmero.
Desde aquel día en adelante Beric y Cathlan cazaron juntos.