Capítulo 5
El brazalete
En lo alto, el primer viento del otoño movía lentamente unas nubes blancas y voluminosas a través de un cielo azul verónica. Abajo, en el principal mercado de esclavos de Roma, parecía que faltaba el aire. Era temprano, pero el mercado ya estaba lleno, como siempre. Aquí, un maestro de obras iba de un cercado a otro en busca de un robusto animal humano para acarrear piedra y mezclar hormigón. Allí, una acalorada matrona entrada en carnes buscaba a una chica para hilar y llevar cojines; un senador en busca de secretario; un joven tribuno en busca de ayudante; el encargado del servicio de una casa importante, él mismo esclavo, escogía cuidadosamente un nuevo pinche de cocina, para sustituir a otro que había muerto. Una bulliciosa multitud multicolor que iba y venía entre los cercados y los puestos donde los esclavos esperaban hasta ser comprados.
En un rincón de uno de esos cercados, sentado sobre el abrasador pavimento, se hallaba Beric, abrazado a sus rodillas y mirando al frente. Algunos de sus compañeros hablaban de vez en cuando, pero en general estaban sentados en silencio, tan apáticos y abatidos como él. Eran propiedad de Aaron Ben Malachi, que, apoyado contra la columna del templo con la que lindaba su puesto, comentaba los precios con su vecino. Al parecer, la situación era mala.
—¡Un ateniense de buena cuna que tocaba la lira como los ángeles, y lo tuve que vender por tres mil sestercios! Hace sólo una semana. ¡Ay, si el mercado no mejora me arruino! Beric oyó la queja alargarse. Veía pasar los pies de la gente: sandalias polvorientas, botas militares, unas finas zapatillas escarlata de una dama de alcurnia, los pies desnudos y cubiertos de ampollas de un mendigo; pero no pensaba en lo que oía o veía. Se preguntaba cuánto hacía desde que estuvo en Isca Dumnoniorum. ¿Cinco lunas? ¿Seis? ¿Siete? No lo sabía; había perdido la cuenta. Sólo sabía que habían sido lunas de pesadilla, de las que uno se despierta con el sabor del mal en la boca. A veces, pensaba que todo aquello no era más que un sueño del que iba a despertarse en cualquier momento, pero ese momento no llegaba nunca.
Después de aquella noche en Isca Dumnoniorum, había amanecido en el vientre del extraño animal marino que era el barco, echado junto a varios otros como él, en el angosto espacio que quedaba entre los fardos. El Clío navegaba por el mar, y todos se marearon mucho. La mayoría habían sido comprados legalmente a terratenientes romanos a lo largo de la costa sur, pero había otros que como él habían sido raptados. A uno de ellos se lo habían llevado mientras pescaba, y hallaba consuelo contándole a Beric su caso y preguntándole si no conocía las costumbres de los tratantes de esclavos griegos. En respuesta a las furiosas protestas de Beric, los griegos lo golpearon y azotaron, pero no demasiado, pues les interesaba que la mercancía llegara a su destino en buen estado. Al recordar aquel trance le temblaban las manos. Revivía el sufrimiento de las últimas lunas. Vendido y revendido de un comerciante a otro como si fuera una piel curtida o una olla de barro cocido. Las hediondas cabañas junto a la orilla del Tíber donde lo habían alojado con esclavos de todos los colores y olores, hermanos de sufrimiento. La comida insuficiente, los golpes, pero sobre todo la sensación de absoluta indefensión, de haber sido cazados y enjaulados, y de perderse para siempre.
Un perro callejero que husmeaba entre los pies de los transeúntes pasó junto a él. Beric estiró la mano y lo acarició, y el animal bajó las orejas y le hizo fiestas antes de escabullirse. Beric se alegraba de una sola cosa, de no haber llevado consigo a Gelert en la fatídica noche. ¿Qué hubiera sido de él, abandonado en la ciudad, suponiendo que no lo hubieran acuchillado los tratantes de esclavos? Al pensar en Gelert, Beric sintió una punzada. Había conseguido olvidar a su tribu, a su padre y su madre, incluso a Cathlan. Pero su perro era diferente.
Notó cierto revuelo alrededor. Una joven hermosa y de aire audaz, con una túnica ribeteada en carmesí y una cadena de oro alrededor del cuello vino a hablar con Ben Malachi, que se acercó a ella enseguida, sonriendo y frotándose las manos.
—Mi ama, Julia —dijo la chica señalando una litera con un lujoso dosel que llevaban a hombros seis hombres que se habían detenido unos pasos más atrás—, necesita un nuevo esclavo galo que se encargue de la basura. ¿Tienes alguno que lo pueda hacer? Tiene que ser muy bueno. A mi señora sólo le vale lo mejor.
Beric, que había aprendido ya muchas palabras latinas, aunque ya no la consideraba la lengua de los suyos, entendió bastante bien lo que pedía, pero no hizo caso, pues él no era galo.
Pero Ben Malachi no era de los que dejan escapar una oportunidad de venta por una minucia como ésa.
—Tengo exactamente lo que busca vuestra ama. Sí, el mejor. ¿Le vendería uno que no fuera el mejor a tan alta dama? —Hizo un gesto a su ayudante, un sirio de ojos rasgados, que enseguida hizo levantar a Beric con un golpe de su sandalia claveteada.
—¡Tú, en pie!
Beric se levantó sin protestar, pues a estas alturas ya se había acostumbrado a los golpes. Siguió a Ben Malachi y a la chica hasta la litera con dosel.
La mujer que iba dentro había descorrido un poco la cortina para hablar con un hombre alto con la túnica de raya morada de senador, que se había parado a saludarla.
—Empezó a pelearse, así que no tuve más remedio que venderlo y poner a Pluto en su puesto, de momento. —Beric oyó que decía la mujer con voz melodiosa—. Pero, como verás, estropea completamente mi equipo. —Y cuando llegaron, se dirigió a ellos—: Ah, Ben Malachi, ¿me traes a alguien?
—Éste es britano, mi señora, de la misma estirpe… —empezó el tratante, con una reverencia. Pero la dama lo interrumpió.
—Tiene la piel demasiado oscura y enrojecida. Necesito un galo dorado, que vaya a juego con mi equipo.
—Sobre el color del cabello, noble señora, permita que sugiera unos lavados con lima, unos pocos…
Esta vez quien lo interrumpió fue el hombre que vestía túnica de senador, que dijo con voz cansina:
—¡No puedes hacer eso, Julia! ¡Percol! ¡Sería como intentar colar un caballo alazán en una cuadriga de caballos zainos!
—Mi querido Hirpinio, quédate tranquilo, pues no tengo intención de hacerlo —dijo la dama con una jocosidad aburrida—. Ben Malachi, si no me enseñas otro, lo dejamos, o me voy a buscar a otra parte.
—En unos tres días, no más, tendré nuevos esclavos. —Malachi volvió a hacer una reverencia, la barba recortada acariciándole la pechera de su túnica negra—. De lo mejor. Si su graciosa señoría lo permite, le enviaré alguno para que lo vea usted antes que nadie. Soy un hombre pobre y…
—Como quieras. Los examinaré si no he encontrado a nadie —dijo la dama—. ¿Hirpino, vas en mi dirección? ¿No? Pues hasta la próxima. —Hizo una señal a sus galos dorados y corrió la cortina. Los porteadores arrancaron, con la criada caminando junto a ellos.
Llevaron a Beric de vuelta al cercado y volvió a sentarse en su rincón.
Pasaron las horas. En el mercado de esclavos parecía haber cada vez menos aire que respirar. Tres de sus compañeros fueron vendidos. Uno de ellos, un negro talludo había sido simpático con Beric, y si hubiera sido posible sentirse más desconsolado, así se habría sentido viendo marchar a aquella mole negra tras su nuevo amo. Pasado el mediodía, cuando el mercado se quedaba desierto y el suelo despedía un calor de horno, pasó un hombre, lanzó una mirada a Beric, dudó, y dio media vuelta. Era joven y tenía una cara agradable, y caminaba como si estuviera acostumbrado al peso del arnés de soldado. Habló con Ben Malachi pero con la mirada fija en Beric, y cuando éste lo miró sintió una repentina y apremiante esperanza. Se levantó sin esperar a que el ayudante le diera un puntapié.
—¿Cuánto quieres por él? —preguntó el joven, interrumpiendo la consabida sarta de alabanzas que Malachi dedicaba a su mercancía.
—Sólo dos mil sestercios, centurión.
—Mil —dijo el joven.
—El centurión está de broma. —Ben Malachi extendió las palmas y sonrió—. Mil novecientos, amigo.
—Mil cien.
El regateo se hizo tan rápida y discretamente que Beric apenas pudo seguirlo, pero entendió perfectamente cuando el joven dijo con un gesto definitivo:
—Mil trescientos cincuenta. No puedo subir más.
—Mil setecientos —dijo el judío—. No encontrarás un esclavo fuerte para llevarte a la Dacia por menos de eso en ninguna parte, amigo.
—Entonces tendré que irme sin él.
—¡Mil seiscientos cincuenta, llévatelo por mil seiscientos cincuenta! —gimió Ben Malachi—. ¡Y que no te quite el sueño haber arruinado a un pobre viejo!
—No puedo pagar más de mil trescientos cincuenta. No los tengo —dijo el joven dándose la vuelta para irse. Por encima del hombro lanzó una última mirada—. Lo siento —añadió, dirigiéndose no tanto a Malachi como al propio Beric. Y se fue. Beric sintió náuseas y se volvió a sentar.
El tiempo siguió pasando muy lentamente. Otros dos esclavos de Malachi encontraron comprador. El sol poniente se inclinó sobre el mercado, que se había vuelto a llenar de gente. Beric seguía sentado en su rincón, donde las piedras habían empezado a enfriarse en la sombra. Ya no pensaba en nada, sólo estaba sentado, los codos en las rodillas y las manos aguantando su dolorida cabeza. Ante sus ojos seguía pasando la multitud: los zapatos color azafrán de un sacerdote, las sandalias claveteadas de un gladiador… Un golpe que anunciaba la llegada de un nuevo comprador lo sacó del estupor en el que se había sumido. Empujado por la mano del ayudante se halló frente a un hombre pequeño y corpulento con una cara surcada de arrugas y unos ojos de mal genio de un azul desvaído. Miraba a Beric de arriba a abajo como si fuera un pony, aunque si hubiera estado mirando un pony probablemente lo habría hecho con más amabilidad.
Beric bajo la cabeza y se quedó de pie, con los hombros encorvados y los pies separados, mirando la barriga del hombre, que era ostentosamente oronda.
—¿Esto es lo mejor que tienes? —preguntó el hombre.
—Tengo un apuesto chico sirio, excelencia.
—El mercado está lleno de sirios apuestos. Ya los he tenido, y roban como monos —dijo con voz a un tiempo cansada y exasperada.
Un hombre de aspecto abatido que se hallaba tras él dijo en tono nervioso:
—Si permite que me ocupe del asunto mañana, señor.
—Si me hiciera falta alguien para escoger los esclavos de mi casa lo haría el mayordomo, no mi secretario ——dijo el amo—. Yo siempre escojo mis esclavos. Ya es hora de que lo sepas. Dije que hoy encontraría sustituto a Damón y cumpliré mi palabra. —Entonces, dirigiéndose a Ben Malachi, añadió—: ¿Aparte del chico sirio, esto es todo lo que tienes?
El judío volvió a hacer una reverencia.
—Es un joven estupendo, excelencia, incluso digno de la casa del magistrado Publio Luciano Piso. Aún no adiestrado, es cierto, pero inteligente. Seguro que vuestro mayordomo logra que haga cualquier cosa en menos de dos semanas.
—Tiene la mirada hosca.
—No está acostumbrado a ser esclavo. A los britanos les cuesta acostumbrarse al brazalete, aunque eso se resolverá rápido con unos cuantos azotes.
Ben Malachi hizo una señal a su ayudante, que enseguida agarró la mandíbula de Beric para forzarle a levantarla. El chico apartó la cabeza y clavó los ojos en la cara rosada y redonda frente a él.
—¿Así que es britano?
—Efectivamente, y en su tierra es hijo de un jefe.
El magistrado gruñó.
—Todos los esclavos bárbaros son hijos de un jefe en su tierra si hemos de creer a los de tu calaña. Lo más probable es que, por su constitución, sea hijo de un legionario renegado. —Dudó—. Pero me gusta. ¿Está sano?
—Lo está, excelencia. No encontrará uno más sano.
—Mmm —dijo Publio Piso. Fue a tocar el brazo de Beric, y éste se revolvió como si lo hubiera picado una avispa. Luego se quedó quieto, mirando ceñudo desde la mano rosada que lo agarraba hasta la cara gruesa y rosada que tenía en frente.
—Buenos músculos —aprobó el magistrado—. Inspira.
Beric le lanzó una mirada que era una mezcla de perplejidad e indignación, pero tras un coscorrón del ayudante, tomó aire hasta notar que se le iba a reventar el pecho. Tenía los puños cerrados y temblorosos, pero nadie pareció darse cuenta.
—Mmm —repitió el magistrado—. Abre la boca.
Siguió así durante un rato.
—Parece estar bien —admitió al fin el hombrecillo rosado—. Aunque es hosco, eso sí. No le ha gustado que lo examine. Tendrás que descontarme algo del precio por eso.
El judío separó las manos.
—¿Rebaja uno el precio de un potro por el fuego que lleva dentro?
—Yo quiero un esclavo, no un potro —contestó Publio Piso—. ¿Cuánto quieres por él?
—Dos mil seiscientos sestercios, excelencia.
—Mil quinientos.
Recomenzó el regateo. Pero esta vez acabó en acuerdo. Los papeles de Beric cambiaron de manos, y el secretario del magistrado depositó el pago acordado en las impacientes manos de Aaron Ben Malachi, que hizo múltiples reverencias.
—Noble Publio Piso, nunca te arrepentirás de esta oportunidad, y cuando te vuelva a hacer falta un esclavo, espero que te acuerdes…
—Sí, sí, claro que sí. —El magistrado ya se daba la vuelta—. Envíamelo a casa más tarde. Ya sabes cuál es.
—¿Quién no conoce la casa de Publio Luciano Piso el magistrado?
Al cabo de un rato, después de que le dieran un tazón de puré de lentejas para que no pareciera demasiado hambriento al llegar, Beric iba tras los pasos de uno de los esclavos de Ben Malachi, camino de la casa de su nuevo dueño. Para evitar que se escapara, le habían echado una cuerda alrededor del cuello que sostenía el esclavo a su cargo.
—Si no te pones difícil, no estiro de la cuerda. ¿Ves? —dijo el hombre.
Pero Beric no estaba para ponerse difícil.
Subieron hasta dejar atrás la parte baja de la ciudad, con sus muchedumbres y el leve y empalagoso olor que Beric identificaba como el olor de la peste de verano, y llegaron a calles más tranquilas en las que se respiraba un aire más fresco y limpio. Finalmente llegaron a un portalón en un muro alto, que atravesaron, con un breve intercambio de palabras entre el portero y el esclavo de Ben Malachi. Beric se halló en un patio amplio, que empezaba a quedar en sombra. Llegó gente desde todos los ángulos. Lo rodearon y lo señalaban, lo miraban y le hacían preguntas que no era capaz de contestar con su deficiente latín. Entonces, alguien que parecía estar al mando se unió al grupo y habló con el hombre de Malachi, y en un instante éste le había quitado la soga a Beric y se había ido.
Beric se quedó solo en el patio y por un momento sintió pánico. El ayudante de Ben Malachi era un bruto, pero por lo menos un bruto conocido. Dos de las chicas del grupo se codearon entre risas.
—Éste no va a durar —dijo una de ellas—. Es tonto, no hay más que verlo.
—No tienes derecho a reírte así, Tina, aunque lo fuera —dijo otra, más amable.
—Lo mejor será que se lave antes de que lo vea Nigelo —dijo una tercera.
Una voz más impaciente se dirigió bruscamente a Beric:
—No te vas a quedar ahí toda la noche, como un pasmado.
Oía las voces de forma amortiguada, a través de un punzante dolor de cabeza. A continuación, cruzó el patio a trompicones hasta un pasillo, detrás de alguien de espaldas anchas. Llegaron a un sitio donde había una pila para bañarse. Se quitó sus andrajos y se metió en el agua despacio, con cuidado, como un anciano. El agua fría le sentó bien a su piel caliente y cubierta de tierra, y le aclaró la mente. Se frotó con arena plateada, se enjuagó y se volvió a frotar. Daba gusto sentirse limpio después de tantas lunas.
Permaneció en la pila hasta que el esclavo que lo había conducido hasta allí regresó y le preguntó si se creía que era un pez. Beric salió, se secó y se puso la túnica que le lanzó el hombre, una túnica de lana sin teñir, limpia y suave, y caminó tras él. Su ropa maloliente se quedó en el suelo del baño, a la espera de que a alguno de los esclavos presentes le apeteciera recogerla. Más tarde, Beric se dio cuenta de que aquello era característico de la casa de Piso.
Sin tener idea de cómo había llegado hasta allí, se encontró en una habitación pequeña, iluminada por una lámpara. Enfrente tenía a un hombre delgado y carente de singularidad, que lo observaba atentamente a través de una gran mesa llena de tablillas y rollos de papiro.
—Ah, sí, el nuevo esclavo —dijo el hombre en un tono de callada autoridad. Miró la tablilla que tenía en su mano—. ¿Te llamas Beric?
—Sí —contestó Beric con voz ronca.
El hombre gris escribió algo en un rollo.
—Me llamo Nigelo, y soy el mayordomo de esta casa. Recibirás casi todas las órdenes de mí.
—Sí —repitió Beric.
Nigelo dejó que el papiro se enrollara abruptamente.
—Panteón te encontrará un sitio donde dormir, y el cocinero te dará de cenar si tienes hambre. Pero antes —agarró algo que había en la mesa y se lo mostró—, mira si esto te cabe. Si no, tengo uno más grande.
Beric lo cogió. Era un ancho brazalete del que pendía una pequeña placa. Lo miró con aire desconcertado, sin saber qué hacer.
—Es la placa de la casa de Piso —dijo el mayordomo—. Todos los esclavos de Piso llevan un brazalete como éste. Póntelo y vete.
Sin decir una palabra, Beric deslizó el brazalete en su antebrazo y se lo ajustó por encima del codo. Levantó la vista en el momento en que el mayordomo ponía a un lado el papiro en el que había anotado el nombre del nuevo esclavo, y entrevio, apenas cubierto por la manga arremangada, el borde de un brazalete idéntico.
Beric lo miró a la cara y detectó en sus ojos un parpadeo que tanto podía ser diversión como amargura.
—Sí, claro, yo también —dijo Nigelo.