Capítulo 7
Los días oscuros
Glauco no lo perdonó. Había muchas y sutiles maneras de hacer muy desdichada la vida de un esclavo, especialmente la vida de un esclavo nacido libre, y Glauco las usó todas con gran destreza. Al principio eran sólo cosas pequeñas, aunque agravaron notablemente la infelicidad de Beric. Tenía la sensación de que el hijo de la casa sencillamente aguardaba a que llegara la oportunidad de hacerle más daño.
Pronto, un Hippias renqueante volvió con los caballos y Beric regresó al trabajo doméstico. En aquellos días, con la proximidad del casamiento, había mucho movimiento en la casa. Había un constante ir y venir de comerciantes, joyeros y abogados, y las amigas de Lucila venían todos los días a hablar de la boda y contemplar las nuevas ropas y joyas, parloteando como bandadas de pájaros de muchos colores. Nigelo tenía siempre un gesto de agobio, y el cocinero, que era de la Campania y especialmente nervioso, estaba casi desquiciado. A lo largo del día, doña Popea pasaba varias veces de una alegría cantarina a los lloros y berrinches, y el señor de la casa se preocupaba y se enfadaba hasta que su cara rosada se le ponía encarnada, y cuando tuvo que ausentarse unos días por un asunto de negocios, toda la casa respiró aliviada.
El día después de que el señor se marchara, Beric se encontró a doña Lucila en la sombría columnata del patio interior. El jardín había estado lleno de chicas durante toda la tarde, chicas que se reían, que charlaban, alegres en sus túnicas floreadas, con sus juegos y su dorada pelota hueca con grabados de bailarines griegos. Chicas que comían albaricoques con miel y admiraban las pulseras nuevas de la novia. Pero ya se habían ido, y en el aire más fresco del anochecer el patio estaba muy tranquilo. Sólo el arrullo adormilado de las palomas zuritas hendía el silencio.
Le sorprendió ver que, pese a que era casi la hora de cenar, doña Lucila se había cambiado y vestía una túnica vieja y llevaba la melena sujeta con una cinta.
—Ah, Beric —dijo nada más verlo—, ya no tengo que llamarte. Estoy cansada de hablar de ropa, y esta tarde me di cuenta de que con esta agitación nadie se ha acordado de recoger los higos de la terraza, así que eso es lo que voy a hacer. Tráeme la cesta, y ven a ayudarme.
—Sí, señora. —Beric se tocó la frente con la palma de la mano y fue rápidamente a hacer lo que le pedía.
En el camino de vuelta se topó con Glauco, quien alzó una ceja al ver la cesta. Le preguntó qué hacía.
—Es una cesta para higos —le dijo Beric—. Doña Lucila me ha pedido que la ayude a recoger higos en la terraza.
—A doña Lucila le gusta demasiado pasar el rato en compañía de esclavos —dijo Glauco—. Tengo que acordarme de comentárselo a Valerio. —Siguió caminando. Beric lo miró, con el ceño fruncido, y siguió también.
Encontró a Lucila esperándolo en la higuera que crecía junto al muro de las dependencias de los esclavos, en uno de los extremos de la terraza. Se pusieron a trabajar, cogiendo los higos entre las hojas frescas. Durante un rato guardaron silencio, aunque en un par de ocasiones Beric vio a Lucila mirarlo de soslayo, como si quisiera decirle algo pero no supiera cómo. El silencio duró hasta que Beric se encaramó al remate del muro para alcanzar los higos de las ramas más altas, y ella le dijo:
—¡Beric, por favor, ten cuidado! ¡Como te resbales, vas a llegar rodando hasta el Foro!
—No me voy a resbalar —contestó Beric, girándose para mirarla. Abajo se distinguía efectivamente el Foro, el corazón de Roma, con sus columnatas y sus edificios porticados, sus arcos del triunfo y sus imponentes estatuas. Desde allá, todo aquello parecía un juguete exquisito tallado en marfil antiguo y poblado por figuras de muchos colores; las colinas iluminadas por la luz amatista del ocaso, el Palatino con sus palacios, el Capitolino con sus templos, los verdes jardines del Esquilino.
—Desde aquí arriba es como si fuera un pájaro, un águila —dijo Beric.
—Sí, seguro, pero por favor ten cuidado —imploró Lucila—. Acaba de coger los higos y baja.
Beric dio la espalda a Roma, cogió los higos por los que había subido hasta allí, y se los pasó a Lucila. Luego, saltó, con los últimos higos en sus manos.
—Son los mejores del árbol —dijo, enseñándoselos.
Lucila cogió uno, contempló su tibia piel púrpura que se abría mostrando la carne rosada, y empezó a comérselo.
—Dentro de nueve días seré mujer casada, y comer higos recién cogidos será indigno de mí —comentó con pesar.
—Sí, señora. —Beric añadió los higos que quedaban a la cesta, y levantó los ojos—. De verdad le digo que espero que sea muy feliz.
Lucila lo miró casi sorprendida, con el higo a medio comer en la mano.
—Hablas como si te importara —dijo—. No como la mayoría, que sólo piensan en lo contentos que están de que mi padre haya concertado este matrimonio tan bueno.
Beric empezó a tartamudear:
—Yo, yo… de verdad me importa, señora. Usted ha sido amable conmigo, y yo haría cualquier cosa para que usted sea muy feliz.
—Creo que lo seré —dijo ella sonriendo—. Me gusta Valerio. Me gusta desde que tengo uso de razón, y yo le gusto. Y es justo y bondadoso. Y si te gusta el marido que tu padre ha elegido para ti y le gustas a él… —Se acabó el higo y se relamió los dedos. Después, como Beric permanecía en silencio, dijo—: ¿Cómo son los matrimonios en Britania?
—A veces los organizan los padres, pero lo habitual es que cuando un joven ha matado su primer lobo, y es libre para casarse, busca entre las solteras de la tribu, y cuando encuentra la que le gusta, y tiene el consentimiento de ella, acude a su padre y le pide la hija. A menos que algo lo impida, hay una fiesta, y el padre de la novia le da al novio su mejor lanza, y el novio se lleva a la novia a su choza para hacerla su mujer.
—Suena bien para la novia. A veces también es así entre nosotros, pero es raro. Casi siempre eligen los padres. Y si mi padre hubiera escogido para mí alguien de mi misma edad hubiera sido alguien como Glauco, que no hubiera sido amable conmigo porque no soy guapa como Claudia o Domitila.
Beric alzó la cabeza y sus ojos se encontraron con mutua comprensión. Al parecer, ella también había sufrido a manos de Glauco.
—Beric —dijo ella de repente—, Beric.
Lo que había sospechado era cierto. Lucila quería decirle algo.
—Sí, señora.
—Beric, ¿cuando me vaya a la casa de Valerio, te gustaría venir conmigo? Mi padre me ha dado a Aglaya, mi niñera, y creo, o mejor, estoy convencida, de que mi padre dejaría que vinieras conmigo si se lo pidiera.
Beric no pudo contestar al momento. Escapar de Glauco, irse con doña Lucila, que lo trataba como un ser humano, y ser parte del servicio de la casa de ella y Valerio, que era amable y justo, y que nunca vendía sus esclavos, parecía demasiado bueno para ser cierto.
—¿Te gustaría, Beric?
—Oh, señora, sí me gustaría, claro que sí —Beric aceptó la mano regordeta que ella le tendió, y la llevó hasta tocar su frente.
Durante tres días Beric albergó en su seno aquella nueva esperanza. Se acostaba pensando en ella y la reconocía al despertarse en los primeros trinos de los gorriones en los aleros. Un año antes, sólo la esperanza de ser libre hubiera significado tanto para él; ahora la libertad estaba tan lejos que la promesa de un amo bondadoso satisfacía su necesidad de soñar con tiempos mejores.
Al anochecer del tercer día, el señor de la casa regresó, causando mucho revuelo e ir y venir de los esclavos. Cuando se tranquilizó un poco la casa y Publio Piso desapareció en los baños para librarse del polvo del viaje, se pusieron en marcha los preparativos de la cena. En ese momento, Beric reponía las lámparas del comedor, pues oscurecía, y en su camino de vuelta a través del atrio se cruzó con doña Lucila. Venía de la columnata, con las manos llenas de pequeñas rosas amarillas sin espinas y con el gatito blanco, ya más crecido, serpenteando entre sus piernas. Cuando vio a Beric, se detuvo, sonriente.
—Le preguntaré a mi padre después de cenar.
—Sí, señora —respondió Beric, casi sin aliento, ahora que se acercaba el momento decisivo.
—Todo irá bien —añadió Lucila—. Estoy segura. Cuando mi padre se haya bañado y haya cenado bien, estará de buen humor. Siempre está de buen humor cuando vuelve de viaje. Además, mira, voy a hacerle una corona, como en una fiesta.
En su mente, Beric vio la cara redonda y rosada de Publio Piso con la corona de rosas amarillas ligeramente escorada hacia una de las orejas, como de costumbre.
Miró a los ojos a Lucila y se dio cuenta de que se estaban imaginando lo mismo. Se les escapó la risa. Así estaban cuando un instante después entró Glauco, que dijo suavemente:
—Ah, Lucila, cotilleando con los esclavos, como siempre.
Ambos dejaron de reírse de golpe. Beric dio un paso atrás y se puso firme, esperando que le ordenaran retirarse. Lucila se dio la vuelta hacia su hermano con gesto indignado.
—Le estaba diciendo a Beric que después de cenar voy a pedirle a padre que me lo dé.
Glauco se dejó caer en un mullido asiento lleno de coloridos bordados, y les dirigió una sonrisa.
—Ya me olía que algo así se estaba cocinando. Pero llegas tarde, querida hermana. Vengo de estar encerrado en los baños con nuestro padre. Está de un humor de lo más tierno, y me ha dado a Beric a mí.
Hubo un silencio gélido. Beric se humedeció los labios, sintiendo como si le hubieran dado un golpe entre los ojos. Sin embargo, era consciente de que en su fuero interno, había estado esperando que ocurriera algo así.
Lucila fue la primera en hablar.
—No te creo —dijo.
—Como quieras, pero es rigurosamente cierto. Pregúntale a padre.
—¡Lo haré! Y si es cierto, le pediré que lo deshaga. Él no sabe, no puede comprender…
—Hazlo —dijo Glauco—. No conseguirás nada. Ya sabes hasta qué punto padre se enorgullece de ser un hombre de palabra.
—Glauco, ¿por qué lo has hecho? En verdad no quieres a Beric.
—Sí que lo quiero. Para empezar quiero un auriga, y Beric maneja bien los caballos. Vi cómo volvía con ellos a la cuadra, después de ejercitarlos. Automedan no sabe de caballos y estoy harto de conducir yo, como si no pudiera pagarme un auriga.
—Querrás decir como si padre no pudiera pagarte un auriga.
—Pues muy bien, como si padre no pudiera pagarme un auriga.
—Me hace gracia que todo el mundo diga que tenemos tanta suerte de tenerte en la familia —dijo Lucila en un tono bajo e intenso—. Fuiste un niño malo y ahora eres un hombre malo.
Una a una, las rosas amarillas, ya inútiles, fueron cayendo de las manos de Lucila al suelo teselado, y el gato empezó a juguetear con ellas.
Glauco dedicó a su hermana una pequeña reverencia burlona y se acercó adonde estaba Beric, rodeado de las ruinas de su esperanza. Por un momento sus miradas se encontraron y parecieron trabarse. Y una vez más, Glauco entrecerró los ojos como un gato.
—Vuelve a tu trabajo —dijo.
Beric obedeció como era su costumbre. Se dio la vuelta y cuando empezaba a caminar, casi chocó con doña Popea, que llegaba de sus aposentos, tras haberse arreglado para la noche. El fuerte olor a flores de jazmín que dejaba a su paso lo mareaba (acabaría por causarle un odio a ese olor para siempre) y Beric se escabulló rozándola sin decir nada.
La señora de la casa graznó como un pájaro asustado. Al llegar a la columnata, Beric la oyó decir en voz alta:
—¡Me podía haber tirado al suelo! ¡He de decirle a vuestro padre que se deshaga de él inmediatamente!
Glauco respondió con expresión divertida:
—Eso ya no lo tiene que decidir mi padre, pues me lo ha dado a mí, y me parece que Beric no está contento.
Aquella noche, mucho después de que los otros esclavos se hubieran dormido, Beric yacía despierto sobre su manta, en el largo dormitorio, mirando el techo, enfermo de añoranza de su gente. «Mi gente», pensó con amargura, pues no había tal cosa. Había considerado a la tribu su gente, pero la tribu lo había desterrado. Había considerado a los romanos su gente, pero los romanos lo habían convertido en esclavo, en algo que se podía comprar y vender como un pony pero que el resto de los hombres trataba peor que un pony. No tenía gente, no pertenecía a ninguna parte. Había concentrado su esperanza en algo tan limitado, en ser esclavo de doña Lucila en una casa más amable, en alejarse de Glauco, a quien odiaba y que lo odiaba a él. En lugar de eso, iba a convertirse en esclavo de Glauco. En la oscuridad le pareció ver la cara de Glauco, de la que se desprendía la máscara agradable, los ojos entrecerrados como los de un gato enfadado.
En el jergón de al lado, Hippias empezó a murmurar en sueños, algo que hacía de tanto en tanto. Y Beric añadió al viejo mozo de cuadra entre sus preocupaciones.
Todo el día siguiente, y el otro, Beric trató de hallar la ocasión de hablar a solas con doña Lucila, pero no lo consiguió hasta la tercera mañana. Glauco había salido temprano, acompañado de Automedan, su ayudante, para reunirse con un amigo en el gimnasium. Beric oyó a doña Popea, que había querido hablar con su hija, quejarse de que se hubiera ido al templo de Pan sin pedir permiso, en compañía sólo de Aglaya, su vieja niñera.
Beric conocía el pequeño templo de Pan, en el valle entre el Viminal y el Esquilino. Era un templo que en aquellos días poca gente visitaba, pues los dioses de Grecia y Roma estaban siendo relegados en favor de los de Egipto y Persia. Júpiter y Marte y afines estaban a salvo, claro, pues eran una costumbre nacional, y la gente seguía haciendo sacrificios en su honor aunque ya no creían en ellos. Pero los dioses menores sufrían. Ya casi nadie se acordaba de Pan, y el pequeño templo estaba descolorido y deteriorado, y el jardín que lo rodeaba se había convertido en una floreciente espesura. Pero por alguna razón, quizá esa misma, a Lucila le gustaba mucho, y solía escaparse hasta allí para hablar con el único sacerdote de túnica amarilla, dejar un sestercio en su cuenco, y ver los reyezuelos que anidaban en las mimbreras y los arbustos del jardín. Beric la había acompañado en muchas de aquellas visitas, ya que no le estaba permitido ir sola ya que, pese a estar muy cerca de su casa también lo estaba de la Subura, los populosos barrios bajos de Roma que ascendían por la ladera.
Cuando oyó que Lucila se había ido allí, supo que no tendría mejor ocasión de hablar a solas con ella en los días que quedaban antes de la boda. Dejó la túnica de fina piel de Glauco que debía limpiar, y se fue. Iba a tener que pensar en una excusa para salir, pues, aunque el portón permanecía abierto, los esclavos que salían debían dar razón a Ágato, el portero. Tenía la cabeza embotada por la falta de sueño, y no se le ocurría nada, hasta que vio una capa de doña Lucila de color violeta que se hallaba tendida sobre un banco de mármol. Después de un año de llevar el brazalete, Beric había aprendido a actuar con astucia, así que agarró la capa al pasar y se dirigió a la puerta.
—Doña Lucila se ha olvidado su abrigo —le dijo a Ágato—, y hoy el viento refresca.
Sin esperar a que Ágato señalara que hoy no se movía ni una hoja, se alejó por el camino. Fue por un atajo que bajaba en zigzag entre los muros de las casas, hasta que llegó al arco de entrada al jardín del templo y pasó bajo fragantes ramas de limonero, arrayán y madroño. Encontró a doña Lucila casi enseguida. Estaba sentada en un banco de mármol alisado por la lluvia y el viento, cerca del templo. Inmóvil, con la cabeza inclinada, observaba un lagarto verde como una esmeralda viva que disfrutaba del sol en las piedras tibias. Aglaya estaba de pie tras ella, su velo magenta formando una masa de color intenso frente al desvaído friso de ninfas y sátiros.
Lucila alzó la vista rápidamente, espantando al lagarto, que desapareció como el titileo de una llama verde.
—¿Por qué, Beric? —empezó Lucila. Se giró y, tendiéndole algo, dijo a la otra mujer—: Aglaya, llévale esto de mi parte al sacerdote, y pídele que se acuerde de mí en la ofrenda de la cosecha.
Sonó el tintineo de monedas que cambian de manos y la niñera se escabulló hacia un reflejo de vestidura color azafrán que se entreveía a lo lejos, donde el sacerdote cuidaba los limoneros. Doña Lucila volvió a dirigirse a Beric:
—¿Acaso quieres que vuelva a preguntarle a mi padre? No serviría de nada, Beric. Lo he probado, pero es como dice Glauco, nuestro padre se enorgullece de ser un hombre de palabra.
Beric sacudió la cabeza.
—No es para mí, señora. Yo…
—¿Cómo?
—Señora, tenía que venir para decirle que si no podría pedir a su padre que le dé a Hippias.
Lucila lo miró con perplejidad.
—¿Hippias? Pero, Beric, yo no quiero a Hippias, y Valerio tiene todos los mozos de cuadra que necesita.
En su entusiasmo, Beric se acercó un paso más.
—Por favor, señora. Hippias está viejo. Desde que se rompió la pierna ya casi no aguanta el trabajo duro, pero es un maestro con los caballos. No hay cuadra que no pueda mejorar si él se incorpora a ella. Si lo deja aquí… Me preocupa, es mi amigo, el único que tengo en la casa. El hermano de usted… —No pudo seguir. El miedo que había sentido en mitad de la noche le pareció imaginario a la luz del día.
Pero a doña Lucila no le pareció que tuviese nada de imaginario.
—Tienes miedo de que Glauco intente causarte daño a ti perjudicando a Hippias.
Beric tragó saliva.
—Sí, ya sé que es una locura pensar eso. Sé que a sus ojos soy demasiado poco importante como para molestarse. Pero sería tan fácil. Bastaría convencer al amo de que necesita un mozo de cuadra más joven. Hippias tiene miedo de que lo vendan. Pasó mucho miedo cuando se rompió la pierna.
—¿Te pidió que hablaras conmigo?
Beric negó con la cabeza.
—Oh, no, señora. Ha sido idea mía. Lo siento si ha sido una mala idea.
Doña Lucila se levantó.
—Ha sido una buena idea preguntarme. Esta noche le pediré a mi padre que me dé a Hippias. Y si me lo da, nadie lo venderá nunca. Te lo prometo.
—Gracias, señora. —Beric cogió las dos manos que ella le tendió, y al hacerlo se dio cuenta de que llevaba el abrigo sobre el brazo.
—Señora, su capa. Era una excusa para poder venir a verla. ¿Se la doy?
—Sí, dámela. Ahora, debes volver sin perder más tiempo.
Beric dudó.
—No debería quedarse aquí sola —dijo.
—No estoy sola. Están Aglaya y el sacerdote un poco más allá. Además, nadie viene hasta aquí, excepto algún granjero o pastor de paso en Roma. —Miró el jardín abandonado a su alrededor—. Está claro.
—No viene nadie al templo, pero la Subura está muy cerca —insistió Beric.
—El viejo sacerdote me dijo una vez que, incluso de noche, cuando todos los rincones oscuros de Roma se llenan de mendigos y malhechores, nadie viene aquí. La propia guardia apenas se asoma un momento en mitad de la noche, y luego sigue. Dice que la gente ya no cree en Pan cuando es la época de las ofrendas, pero les sigue dando miedo oler a cabra en este jardín. —Su voz, que se había vuelto un susurro, recuperó un tono práctico—. Tienes que irte. Es mejor que Glauco no se entere de que hemos estado juntos, por lo menos no hasta que yo haya hablado con padre. Tienes que llegar a casa antes de que lo haga Glauco.
Era verdad. Beric se llevó la palma de la mano a la frente, se dio la vuelta y se fue rápidamente por donde había venido.
Tres días más tarde, desde las puertas del atrio, contempló con los demás esclavos cómo bajaba doña Lucila gloriosamente vestida con su túnica nupcial, su corona de mirto y romero, y su velo de color fuego bien ceñido alrededor del cuerpo.
Valerio y sus amigos llegaron y empezó la ceremonia. El incienso de los altares de los dioses protectores de la casa ascendía en espirales azuladas y despedía un olor fuerte y dulzón. Se hicieron los votos y unas ofrendas de maíz, vino y leche. Con sus mejores galas doña Lucila parecía más pequeña y bastante alicaída.
¿Le ocurría algo? Beric estiraba el cuello para poder ver su figura menuda junto al alto y marcial Valerio. Pero cuando acabó la ceremonia y los dos se giraron hacia los invitados, Beric se sintió tranquilizado. No por su cara, pálida y asustada, sino por cómo Valerio agarró su mano y la miró. Todo saldría bien.
Cuando acabó el banquete que siguió a la ceremonia y llegó el anochecer, los invitados, muchos de ellos portando antorchas, se reunieron en el patio. Condujeron hasta donde estaban a la novia, que llevaba en la mano tres denarios, uno por su marido, otro por los dioses de su nueva casa y otro por los dioses del cruce de caminos más cercano, dos de las chicas que más veces la habían acompañado en el jardín iban detrás de ella, llevando su huso y su rueca. Los amigos de Valerio la rodearon y la llevaron en volandas hasta cruzar la puerta de la calle e iniciar su nueva vida. Muchos de los invitados salieron tras ellos, y cerrando la procesión iban Aglaya, que llevaba el gatito blanco en brazos, y el viejo Hippias, aún perplejo por tener que irse con doña Lucila y triste por tener que abandonar a sus caballos, aunque indescriptiblemente contento por irse con un amo que no vendía sus esclavos cuando envejecían.
En la oscuridad, de pie entre los otros esclavos, Beric miraba serpentear la alegre procesión, en la que iban los únicos dos amigos que tenía en el mundo.