Capítulo 3

Expulsado

Durante seis años Beric formó parte del grupo, y aprendió a ser guerrero y cazador, y también a ser un poco granjero, si bien el ganado y los campos eran cosa mayormente de las mujeres. Aprendió a manejar el caballo y el perro, la espada, la lanza y el arco tribal, alto como un hombre. Aprendió a seguir un rastro de hacía tres días como si recorriera un sendero. Poco a poco se olvidó, tan completamente como parecían haberlo hecho los demás, de que en su día tuvo que luchar por el derecho a formar parte del grupo.

Cuando tenía doce años, Keri, una hermosa perra pinta, se apareó con Bran, y Cunori le dio a Beric el mejor cachorro de la camada, para que lo convirtiera en compañero de caza. Beric lo llamó Gelert, y durante unos meses en los que aprendió tanto como el perro, dedicó todo su tiempo libre a entrenarlo, de manera que cuando el perro cumplió un año y Beric trece, ya pensaban como uno solo, como debe ser entre el cazador y su perro.

Al fin se recolectó la decimoquinta cosecha de su vida, llegó la fiesta de los Lanzas Nuevas, el día en que Beric recibiría sus armas y se haría hombre. Con quince años era algo más bajo y fornido que sus compañeros, con manos y pies más estrechos, pero a pesar de la acusación de Istoreth seis años atrás, no había nada en su cara cuadrada con barbilla hendida y mirada serena, ni en el tono moreno de su piel, que lo diferenciara del resto. En la creación de Roma intervinieron muchas razas, y si había en Beric sangre romana, sin duda también la había celta. De pie, junto a los otros chicos en la esperada fiesta de los Lanzas Nuevas, la idea de ser diferente ni asomaba a su pensamiento. Pensó en aquella misma fiesta seis años antes, la del chiquillo que había soñado tanto con llegar a ésta, pero pensó en ella como pensamos en recuerdos tristes del pasado que nada tienen que ver con el presente. El presente era bueno y el futuro lo sería también. Un futuro en el que Cathlan y él se convertirían en hombres importantes del clan, cazadores y guerreros sin igual.

Pero el futuro, que entonces le parecía a Beric tan perfecto y lustroso como su nueva lanza de fresno, iba a resultar muy distinto.

Los meses que siguieron a su iniciación a la vida de los hombres, fueron malos para el clan y para la tribu. La cosecha había sido escasa, arruinada por las tormentas de verano, y durante el otoño y el húmedo y frío invierno, la caza fue mala. Cuando llegó la temporada de la cría de corderos, muchos nacieron muertos, y en muchos casos se murieron también las ovejas. A poco de empezar el nuevo año, un jabalí mató a uno de los cazadores principales. La primavera llegó pronto, por sorpresa, pero en vez de días mejores trajo unas fiebres.

Después de las fiebres, Beric empezó a notar que la gente lo miraba y cuchicheaba. Al principio pensó que eran imaginaciones suyas, o que deliraba por causa de la calentura, pero pronto se dio cuenta de que no era eso. Los hombres empezaron a dejar un espacio entre él y el resto cuando se reunían. Sólo Cunori y Rhiada el arpista no daban ninguna muestra de malestar. Cathlan, que se mantuvo junto a él en todo momento, con una mirada desafiante que por alguna razón Beric encontraba más hiriente que la distancia de los demás. Una vez vio a una mujer hacer una señal para protegerse del mal cuando pasó a su lado. No le hizo falta pensar mucho para saber de qué se trataba, pues en lo más hondo lo sabía. Descubrirlo lo dejó helado. Recordó la lejana pelea con Cathlan, el desdén en las caras de los otros chicos. Recordó a la jauría echándose sobre el perro que era diferente. Pero una parte de su mente no podía creer que algo así pudiera ocurrir, y menos a él, y a manos de sus hermanos.

Merddyn era quien había sembrado las semillas de la discordia. El druida Merddyn, que llevaba ya muchos años muerto. Merddyn había anunciado que los dioses desatarían su ira sobre el clan en caso de acoger en su seno a un miembro de la raza maldita que había destruido los lugares sagrados y masacrado a los sacerdotes. No le habían hecho mucho caso en su momento, pues el anciano estaba enajenado. Cuando murió, se olvidaron, y sólo volvieron a acordarse seis años atrás. Pero ahora lo recordaban con precisión, y aquella advertencia iba y venía entre ellos como si fuera viento. Se miraban y la veían tras los ojos del otro. Istoreth, que todavía le guardaba rencor a Cunori, se ocupaba de avivar la sospecha cuando parecía que se extinguía.

Una tarde de finales de primavera Beric volvió a casa tarde. Sabía que su madre le habría guardado la comida caliente. Encontró a su madre sola en la choza, sentada sin hacer nada, con las manos en el regazo, algo raro en ella. Cuando entró, ella levantó rápidamente la cabeza y Beric, al ver su cara pálida y preocupada, se quedó clavado en el umbral, a la vez que Gelert siguió su camino hasta acercarse al fuego.

—¿Qué pasa, madre? —preguntó—. ¿Dónde están padre y los pequeños?

—He enviado a Arthmail y Arthgal con mi hermana durante un tiempo —dijo sin ánimo—. Tu padre está con el resto de los hombres en el Fuego del Consejo. ¿No los has visto al llegar?

Negó con la cabeza.

—He estado en la senda de la colina, probando el potro negro, y he vuelto por la entrada alta. Ahora voy para abajo.

—¡No! —gritó su madre. Después añadió con voz más baja—: Primero cómete la cena. Lleva mucho rato caliente. Mira, es tu favorito, guiso de venado con hierbas. —Mientras hablaba agarró un cuenco humeante apartando el hocico curioso de Gelert.

Beric no se había movido del umbral. Se notó la garganta seca.

—¿Tiene que ver conmigo esta reunión?

Su madre dudó, primero con la mirada en el cuenco. Alzó la vista. Aún llevaba el cuenco en las manos, aunque no pensaba en él. Se levantó y vino hacia él.

—Sí, tiene que ver contigo.

—Bajaré a ocupar mi sitio —dijo Beric.

—No. Tienes que esperar a que te llamen.

Beric entró y se sentó apesadumbradamente junto al hogar.

—Creen que por mi culpa la cría del cordero fue mala, y la enfermedad llegó al poblado. Ya lo sé.

Su madre fue tras él con el tazón.

—Beric, jovenzuelo, prueba la comida. Has de tener hambre.

Agarró el guiso e intentó comer, pero aunque unos momentos antes había tenido hambre, ahora ya no la tenía. Seguía en ello cuando una sombra oscureció la puerta. Era Cunori.

Beric se levantó de un salto, volcó el cuenco, y se plantó junto a él, conteniendo la respiración. En ese momento, se percató con rabia de que a su padre le costaba mirarlo a los ojos. Entre ellos había un silencio opresivo.

—¿He de bajar al consejo contigo? —preguntó finalmente Beric.

El otro asintió, mientras los perros pasaban a su lado en busca de los restos del guiso. Entonces, alzó la vista y miró a Beric con una mirada extraña, llena de preocupación, enojo y vergüenza.

—Lleva las armas contigo, hijo mío.

Sin decir nada, Beric se giró hacia la oscuridad y agarró su lanza de guerra con penacho de garza y su imponente escudo de bronce. Se sintió aturdido, como cuando a uno le dan un golpe fuerte. Una parte de él sabía lo que le esperaba, pero se las había arreglado para esconderse a sí mismo la posibilidad, pues era demasiado horrible para contemplarla. Y ahora había llegado.

Aun sin una palabra, sin tan sólo una mirada a su madre, que se había quedado como congelada junto al fuego, se dio la vuelta para seguir a su padre en la oscuridad. En la puerta, se detuvo un instante para ahuyentar a Gelert, que intentaba seguirlo. Después, siguió adelante.

Con la lanza en la mano y el escudo al hombro, caminó hacia el resplandor de la hoguera que asomaba por entre las chozas. Cuando se acercó al espacio central, el poblado entero parecía haberse congregado allí. Los hombres, con sus perros, rodeaban el Fuego del Consejo. Detrás de ellos, lejos del resplandor de la hoguera, había una multitud sombría compuesta por las mujeres y los niños. En absoluto silencio, se separaron para dejarlo pasar y, obedeciendo un gesto de su padre, Beric se adelantó y caminó por el hostil pasillo que se abrió ante él, hacia el círculo iluminado. Al igual que había hecho seis cosechas antes, cuando llegó frente al lugar donde se sentaba el jefe, se detuvo.

Había visto aquello en otra ocasión, en la que un cazador había quebrantado la ley de la tribu. El acusado de pie con sus armas, aquí, frente al jefe, para ser juzgado por sus compañeros de lanza. Si se fallaba a su favor, abandonaría el Fuego del Consejo portando sus armas, tal como había venido. Si fuera a morir o ser expulsado, habría de dejar sus armas allí, pues habría perdido su derecho a usarlas.

—Traigo a Beric, mi hijo adoptivo, tal como me ha pedido el consejo —dijo Cunori desde atrás.

El jefe alzó la vista y, a la vez que acariciaba la cabeza de su perro preferido, dijo:

—¿Sabe Beric, tu hijo adoptivo, por qué está aquí?

—Sí, lo sabe.

—Entonces, no hay mucho más que decir. —El jefe miró las caras iluminadas por el fuego que lo rodeaban—. Mirad bien a Beric, de la casa de Cunori; miradlo bien y decid de una vez por todas cuál es vuestro veredicto.

—Sí, miradlo bien —intervino Istoreth, señalando a Beric, en un tono que mezclaba la burla con una cortante seriedad—. ¡Miradlo, de pie entre vosotros, gente de Dumnoni! ¡Míralo, Cunori, hijo de Cuthlyn, tú que lo trajiste entre nosotros y nos trajiste la ruina! ¿Qué anunció Merddyn el druida el día que sacaste al niño del mar? ¡Que con el crío de los Cimeras Rojas llegarían los males y el llanto, y la ira de los dioses se abatiría sobre el clan, sobre la tribu entera! Merddyn os advirtió, pero vosotros, que no quisisteis escucharlo, ¡ved lo que ha ocurrido! ¡Malas cosechas, ovejas muertas, poca caza y pestilencia! —Miró alrededor con los ojos iluminados y los labios fruncidos en un gesto de repugnancia—. Antes de que sea demasiado tarde, antes de que males mayores caigan sobre nuestro clan, hemos de expulsarlo. ¡Expulsémoslo! ¡Expulsémoslo para que se lleve consigo la ira de los dioses y regresen los buenos tiempos!

En torno al fuego se oyó un intenso refunfuñar de consentimiento. Tras él, Beric oyó a Cunori protestar enérgicamente:

—Amgerit, mi jefe y también hermano, ¿acaso no hay justicia en el clan? Beric, mi hijo adoptivo, no ha hecho nada mal. Ha cumplido la ley de la tribu. ¡No hay razón por la que tenga que ser expulsado!

—Cunori, hermano mío. Todo esto lo has dicho ya muchas veces. —La boca del jefe tenía un aspecto lúgubre bajo los extremos caídos de su mostacho rojizo—. Todo esto lo sabemos ya. No lo expulsamos por haber hecho algo mal, sino por lo que es, por la sangre que late en él, que no es la nuestra, y que ha traído la cólera de nuestros dioses. Esto también se ha dicho ya muchas veces.

«Sí, se había dicho ya todo» —pensó Beric sin esperanza, en el breve silencio que siguió.

Todo lo que había que decir se había dicho una y otra vez. Se había acabado. Lo iban a expulsar. Miró al círculo de guerreros que lo circundaba, sus temibles caras fijas en él iluminadas por la luz parpadeante de las llamas; las miró con una especie de miedo vacío. No conocía otra vida que la vida entre aquellos hombres. Eran su mundo, como si lo hubiera parido Guinear, su madre, en el hogar de un poco más arriba. Era su gente en todo menos en sangre. Los jóvenes con los que había cazado, los ancianos que le habían enseñado cuanto sabía, ahora lo expulsaban, por ninguna razón, pues afortunadamente nunca se tomó en serio la posibilidad de que él pudiera ser responsable de atraer la cólera de los dioses.

Dos caras diferentes relucían a la luz de la lumbre: la de Cathlan, con los ojos bien abiertos y brillantes, y la de Rhiada el arpista, sentado en su piel de ciervo a los pies del jefe. La boca de Rhiada tenía un gesto torcido, como si hubiera mascado una endrina. De la misma manera en que nos fijamos en los ojos de las personas para saber qué piensan, a Rhiada basta con mirarle la boca. Aquellos dos habían estado luchando por Beric. ¿Pero qué podían añadir? «No ha quebrantado la ley de la tribu», podía decir Rhiada, como ya había dicho Cunori. Y Cathlan podía decir: «Es mi amigo, y el invierno pasado me salvó del ataque de un lobo». Eso era todo, y era inútil. Si el viejo Ffion no se hubiera ido más allá de la puesta de sol, habría habido una voz más en su defensa, pero aun así no hubiera servido de nada.

De nuevo surgió un murmullo entre la multitud. En voz baja, pero intenso, cada vez más claro.

—¡Expulsadlo!

Rhiada alzó la cabeza con un violento gesto.

—¿Aunque no sea de la tribu en su primer nacimiento, acaso no lo es en su segundo nacimiento, tras la iniciación que lo acogió en la Hermandad de la Lanza? ¿Nos llamamos pueblo libre y no vamos a reconocerle la libertad de hablar sobre este asunto?

—Que sea como dices, pues. Dejadle hablar —dijo el jefe después de una breve pausa.

Seis cosechas atrás Beric había hablado ante este consejo. Había peleado por su lugar en el clan. Y había ganado. Pero sabía que la hora de pelear había llegado a su fin. Hizo un breve y desesperado gesto.

—Oh, ancianos de mi clan y hermanos de lanza con los que he peleado y cazado desde que sé caminar. ¿Qué puedo añadir a lo que mi padre, mi padre adoptivo, ya ha dicho? No he incumplido las leyes de la tribu, mi tribu. En mi hombro tengo la marca de una mordedura de lobo, que recibí hace tres lunas mientras vigilaba vuestros rediles. He sido uno de vosotros en todo, sin pensar nunca en otro pueblo. Y si los Cimeras Rojas nos hubieran atacado yo habría luchado con vosotros. Habría muerto con vosotros, sin ninguna duda, porque soy uno de vosotros. El clan atraviesa malos tiempos, como lo ha hecho en el pasado y lo hará en el futuro. Decís que es por mi culpa, porque no soy de aquí. Y me expulsáis. —Un sollozo de los que hacen enmudecer subió por su pecho, pero lo controló—. Pues que así sea. Expulsadme. Me voy con los míos.

Sin hacer caso de la algarabía de voces que estalló al final de sus palabras, Beric se acercó al borde de la hoguera y dejó caer el escudo de bronce y piel de toro sobre las blancas cenizas. Agarró la lanza con el penacho de garza, la partió contra la rodilla, y lanzó los trozos junto al escudo.

Entonces, se volvió por última vez hacia el jefe, erguido como si él mismo fuera una lanza.

—¿Puedo volver a mi casa para despedirme de Guinear, mi madre, antes de partir?

El jefe, acariciando todavía la cabeza de su perro preferido, contestó:

—Tienes hasta que salga la luna.

Beric dio media vuelta y se dirigió hacia arriba, a lo largo del camino que se abría en la multitud.

Unos instantes después se hallaba de nuevo en la entrada de su hogar que iba a dejar de serlo.

—Madre, tengo que irme antes de que salga la luna.

No era consciente de lo que decía, pero oía las palabras flotar en el aire cargado de humo. Guinear también las debía oír, pues arrancó a llorar, se llegó hasta donde él estaba, y le echó los brazos al cuello como para retenerlo.

—¡No! ¡Oh, no!

Dejó que ella lo llevara junto al fuego, pero se quedó de pie, rígido, sin hacerle caso, como si fuera una columna de granito. Al poco tiempo, Guinear lo soltó con un tenue sollozo, y dejó caer los brazos.

—Dicen que yo he traído los malos tiempos al clan —dijo Beric sin ánimo. Era vagamente consciente de que Cunori había entrado tras él, y se mantenía en el umbral, y que Arthmail y Arthgal habían salido de no se sabía dónde, asustados y en silencio.

Su madre volvió a tenderle las manos.

—¿Qué vas a hacer? ¿Adónde irás?

—Iré con los míos —contestó Beric.

Se produjo un largo silencio, tras el cual su madre habló con voz sorda.

—Necesitarás comida. Comida y dinero. Espera y te lo daré.

Mientras él esperaba junto al fuego, metió un poco de carne curada y un trozo de pan de cebada en un zurrón. Cogió una lanza de caza que lo había acompañado en muchas cacerías. Sacó una gruesa capa nueva, que ella misma había tejido. Hurgó en el arcón que había en la pequeña habitación interior y sacó unas monedas.

—Es dinero romano —dijo, al tiempo que lo guardaba en un pedazo de tela y lo metía con la comida—. Te hará falta dinero donde vayas.

Beric siguió rígido junto al fuego, observado por los asustados niños y los perros inquietos. Cunori estaba en la puerta, mirando hacia fuera.

—La luna empieza a aclarar el cielo —dijo sin volverse—. ¿Estás ya?

—Ya he acabado —dijo Guinear con la misma voz sorda. Volvió hasta Beric—. Aquí tienes comida para el viaje, y dinero, y una lanza, y una capa nueva para abrigarte.

Beric tomó lo que le daba. Se estaba acabando de cerrar el broche de bronce de la capa cuando alguien pasó junto a Cunori y entró en la choza. Era Cathlan, que llevaba una lanza ligera de caza.

—Tenía miedo de que te hubieras ido —dijo sin aliento—. Es mi mejor lanza. Te hará falta. Acéptala.

—Tengo las mías —respondió Beric—, pero la acepto en nombre de los buenos días de caza que hemos compartido. ¿Aceptas tú ésta por la misma razón?

Las lanzas cambiaron de manos y Cathlan preguntó:

—¿Qué harás con los tuyos?

Beric lanzó una mirada incierta a la lanza que agarraba y al amigo que se la acababa de dar.

—Quizás me aliste en los Águilas.

Por un instante supo que Cathlan estaba a punto de decir «Iré contigo». Pero el instante pasó, y Cathlan dijo:

—Que tengas buena caza, hermano.

—Tú también —dijo Beric.

Notó la mano pesada de Cathlan sobre sus hombros, y al momento, tan rápido como había llegado, su amigo se había ido.

—La luna empieza a despuntar sobre las colinas —dijo Cunori.

—Pídele que se detenga un poco —contestó Beric, volviéndose hacia su madre—. Guinear, madre, ¿tú crees que he traído el mal al clan?

—No lo sé y no me importa. —Guinear lo abrazó—. Sólo sé que has sido siempre mi hijo, mi pequeño primer hijo, y que te quiero…

—¡Oh, madre!

—Mándame noticias —rogó—. Encuentra la manera de hacérmelas llegar, algún día.

—Cuando tenga mi nueva vida entre los míos, te mandaré noticias —prometió Beric—. Sólo lo haré una vez, para que sepas que estoy bien. Después nunca más. Mejor que te olvides de que hubo una vez tres hijos junto al hogar.

—No me olvidaré de mi primer hijo. —Su madre lo apretó junto a ella un momento y lo soltó—. Que el sol y la luna te acompañen, mi lobato.

—Y a ti, madre. —Beric se agachó para recoger sus cosas. Apartó a sus hermanos, que lloraban, y a los desconcertados sabuesos, y se abrió camino hacia la puerta. La mano de Cunori lo retuvo. Se volvió y vio la delgada cabeza pelirroja del hombre que había sido su padre. Una mitad de la cara estaba iluminada por el resplandor del fuego, la otra, por una esquirla de la luna saliente.

—Las fiebres ya menguan. Llegarán tiempos mejores para el clan —dijo Cunori—. Y cuando lleguen, se olvidarán. Puede que en unos años…

Beric negó con la cabeza.

—El clan me ha expulsado. Si con los buenos tiempos se olvidaran, duraría sólo hasta que volviera la mala cosecha. Tú mismo, padre, aunque has luchado por mí en el Fuego del Consejo, ¿estás seguro de que la mala cosecha y la fiebre no tienen que ver conmigo?

Esperó un instante, con una tenue esperanza de que lo negara, pero Cunori era incapaz de no decir la verdad.

—Padre, que los dioses te sean favorables —dijo Beric al tiempo que notaba la mano de Cunori deslizarse por su espalda cuando inició su camino en la oscuridad.

La hoguera se apagaba, pero el pueblo entero seguía reunido en la explanada y junto al portón de la empalizada. Le abrían paso en silencio, dejándole un amplio camino, por el que pasaba sin mirar ni a un lado ni a otro. De aquí y de allá surgían gritos para conjurar el mal. La gente se agolpaba tras él, y Beric sentía la fuerza de su odio empujándolo. Se negó a que lo apremiaran. Caminaba a un ritmo constante, con la cabeza alta. Llegó a la puerta y pasó entre los terraplenes cubiertos de hierba, hasta el espino cuyas flores se distinguían en la noche, como la espuma de una ola oscura. Un puñado de jóvenes guerreros se apresuró tras él, dando empujones y aullando como una manada de lobos. Unas cuantas pedradas crueles pasaron silbando muy cerca de él.

La luz de la luna saliente dificultaba la puntería, pero igualmente una piedra le dio en el hombro, y otra le arañó la mejilla. Sabía que no era Beric a quien lapidaban, sino la mala cosecha y la pestilencia. «Aun y así, no deberían haber tirado piedras», pensó. «No deberían haber tirado piedras».

Qué tranquilos estaban los campos a la luz de la luna. La tierra era amable, más amable que los hombres. Los campos no tiraban piedras.

Llegó al margen del robledo, aminoró el paso y se topó con el sendero de caza que conducía hacia el este, hacia la luna saliente. Pronto buscaría un lugar donde dormir, aunque siendo como era cazador, podía caminar igual de noche que de día, y sólo pensaba en avanzar, en alejarse del pueblo tanto como pudiera antes de parar a descansar.

Oyó un ruido de zarpas que pasaban a su lado, y como un susurro de algo que se escabullía entre la maleza. Cuando se giró, con la lanza empuñada, Gelert pasó rozándole la pierna, dio la vuelta y lo miró moviendo el rabo, con la mancha estrellada en su testuz reluciente a la luz de la luna.

De su antigua vida, un ser vivo, su perro, había mantenido una fe inquebrantable en él. Había venido a quedarse con él. La conciencia de ser un guerrero con más de medio año de edad adulta a sus espaldas, que lo había mantenido fuerte hasta ese momento, lo abandonó de repente. Se acuclilló y con los brazos alrededor del cuello de aquel gran perro lloró como lo hubieran hecho Arthmail y Arthgal, mientras Gelert lamía sin parar su brazo desnudo.

Sin embargo, no podía llevarse a Gelert consigo a la legión, pues los Cimeras Rojas no usaban perros en la guerra como los hombres de la tribu. Al cabo de un rato, se puso de pie con dificultad y señaló en la dirección que había venido.

—A casa. Vete a casa. Esta noche no vamos de cacería —dijo con la voz quebrada.

El perro se quedó quieto. Lloriqueando, alternaba la mirada entre el dedo con que señalaba Beric y su cara.

—A casa —volvió a decir Beric, y continuó su camino. Gelert lo siguió.

Beric se detuvo. Se agachó y colocó al perro en dirección a casa.

—A casa —ordenó—. A casa, hermano. —Remató sus palabras con una palmada en el lomo moteado.

Gelert aún dudó un instante, se escabulló y se sentó, y levantó una pata. Beric insistió:

—Casa. A casa.

Y con el rabo caído, Gelert se marchó.

Beric se quedó en mitad del camino, mirando hasta que el último parpadeo del pelo manchado de Gelert desapareció en el entramado de sombras negras y plateadas del bosque. Entonces, volvió su cara una vez más hacia los suyos.