02
ANTES DE AMANECER
Era de esperar que fuesen tan puntuales como se lo permitiesen sus relojes electrónicos.
Al oír unos leves golpecitos en la puerta, Ryan se sobresaltó y sintió el momentáneo desconcierto propio de despertarse en lecho ajeno. Tenía la sensación de no haber pegado ojo.
«¿Dónde estoy?».
Había tenido un sueño inquieto; múltiples pesadillas que, sin embargo, quedaban a años luz de la pavorosa realidad.
Estaba en un lugar extraño. El tornado lo había engullido en su vorágine de terror y confusión, para luego depositarlo allí, en un lugar que no era Kansas ni la tierra de Oz. Casi lo único positivo que pudo pensar, tras los cinco o diez segundos que le costó orientarse, fue que no tenía la jaqueca propia de la falta de sueño, y que estaba menos cansado de lo que temió. Saltó de la cama y fue a abrir la puerta.
—Gracias. Ya estoy levantado —le dijo a la puerta de madera. En seguida vio que su dormitorio no tenía cuarto de baño.
—Buenos días, señor presidente —le respondió un agente tan joven como serio, a la vez que le tendía un albornoz.
Era un subalterno. Sólo los vio a él y a un marine que montaba guardia en el pasillo con la pistola al cinto. Se preguntó si habría habido otra «refriega» entre el cuerpo de marines y el Servicio Secreto, en disputa por la primacía de la protección del presidente.
Jack se quedó de una pieza al ver que aquel albornoz era el suyo.
—Anoche fuimos a por algunos de sus efectos personales —le susurró el agente.
Otro agente le entregó una bata marrón de Cathy, bastante raída. De modo que alguien había allanado su morada la noche anterior. Por fuerza, pensó Jack. Porque él no le había dado las llaves a nadie. Además, tenían que haber desconectado la alarma que instaló años atrás.
Jack fue a dejar la bata encima de la cama y luego volvió a la puerta. Un tercer agente le indicó que, al fondo del pasillo, había otro dormitorio desocupado. Cuatro trajes colgaban de los postes de un amplio lecho. Parecían recién planchados. También había una docena de corbatas y otros complementos. Aquello resultaba más exasperante que patético, se dijo Jack. El personal sabía o, por lo menos, se hacía una idea de lo que él estaba pasando. Harían lo imposible por facilitarle las cosas. Incluso le habían lustrado sus tres pares de zapatos negros con primor de marine. Nunca los había llevado tan brillantes, se dijo Ryan.
En el cuarto de baño encontró su estuche de tocador, incluso una pastilla de jabón Zest, que era el que usaba siempre, junto al estuche de Cathy. Nadie pensaba que ser presidente fuese fácil. Pero estaba rodeado de personas resueltas a evitarle el más mínimo inconveniente.
Una ducha caliente lo ayudó a relajar los músculos. Se afeitó y, a las 5.20 h, había terminado su mecánica rutina matinal. Entonces bajó a la planta. A través de una ventana vio que en el exterior había todo un contingente de marines con indumentaria de camuflaje. Montaban guardia y exhalaban nubecillas de vapor. Quienes estaban en el interior se le cuadraron al pasar. Pudiera ser que él y su familia hubiesen dormido sólo unas horas, pero los demás no habían dormido ninguna. No debía perderlo de vista, se dijo Jack, atraído hacia la cocina por un reconfortante olorcillo.
—Atención… —ordenó a sus hombres un sargento mayor, que lo dijo en voz baja para no despertar a los niños—. Fiiiirmesss.
—Relájense, marines —dijo el presidente Ryan, que, por primera vez desde la noche anterior, logró esbozar una sonrisa.
Jack fue a alcanzarse una cafetera, pero una suboficial se le adelantó. Se lo sirvió en un tazón, con la exacta cantidad de leche y azúcar que él tomaba (estaba visto que alguien se había pasado toda la noche haciendo los deberes).
—Lo esperan en el comedor, señor —le informó el sargento mayor.
—Gracias —repuso el presidente Ryan, que en seguida se dirigió al lugar de reunión.
Todos tenían un aspecto tan lamentable que le remordió la conciencia por llegar recién duchado. En seguida se fijó en el montón de documentos que le habían preparado.
—Buenos días, señor presidente —lo saludó Andrea Price.
Al ver que los demás iban a levantarse, Ryan los atajó con un ademán y señaló a Murray.
—¿Qué sabemos, Dan? —empezó por preguntar el presidente.
—Hemos encontrado el cuerpo del piloto hace dos horas. Y ya está identificado. Se llama Sato. Japonés, tal como nos temíamos. Un piloto con mucha experiencia. Aún no hemos encontrado al copiloto. Están analizando el cuerpo de Sato, por si encontrasen rastro de drogas, aunque me extrañaría. La CSNA tiene la «caja negra». La han encontrado a las cuatro, y la están analizando. Hasta el momento, hemos recuperado más de doscientos cuerpos.
—¿También el del presidente Durling?
—Todavía no —se adelantó a contestar Andrea—. Esa parte del edificio… está… Es un verdadero caos. Han optado por aguardar un poco para poder trabajar con luz de día.
—¿Supervivientes?
—Sólo las tres personas que sabíamos que estaban dentro de esa parte del edificio en el momento de estrellarse el aparato.
—Bien —dijo Ryan—. ¿Sabemos algo más que nos sea útil de inmediato? —añadió, porque, en aquellos momentos, tal información carecía de relevancia, por más importante que fuese.
—El avión despegó del aeropuerto internacional de Vancouver —contestó Murray consultando sus notas—. El piloto hizo registrar un plan de vuelo falso, con destino al aeropuerto londinense de Heathrow. Se dirigió al este y salió del espacio aéreo canadiense a las siete y cincuenta y uno, hora local. Todo ello es muy rutinario. Suponemos que siguió alejándose de territorio canadiense durante un rato, y que luego invirtió el rumbo y se dirigió al sudeste, hacia el distrito de Columbia. A partir de ahí, burló las torres de control.
—¿Cómo?
Murray le cedió la palabra con la mirada a un agente que Jack no conocía.
—Soy Ed Hutchins, señor presidente, de la CSNA. No es difícil. Se hizo pasar por un vuelo chárter de la KLM con destino a Orlando. Luego, comunicó que tenía una emergencia. Cuando se produce una emergencia en vuelo, nuestros hombres tienen órdenes de hacer que el avión aterrice lo antes posible. Nos hemos visto con un tipo que conocía con exactitud todas las teclas que debía tocar. Nadie pudo haber evitado una cosa así —concluyó Hutchins a la defensiva.
—Sólo se oye una voz en las cintas —señaló Murray.
—Tenemos las cintas del seguimiento por radar —prosiguió Hutchins—. El piloto simuló tener dificultades para controlar el aparato. Pidió permiso para utilizar un pasillo aéreo hasta la base de Andrews, y lo consiguió. Desde Andrews a la colina del Capitolio no hay más que un minuto de vuelo.
—Uno de nuestros hombres le disparó con un Stinger desde el tejado de la Cámara de Diputados —dijo Andrea Price con un dejo de contristado orgullo.
Hutchins meneó la cabeza (era su gesto más repetido aquella mañana).
—Contra un aparato tan grande, un proyectil de Stinger es poco más que un salivazo.
—¿Qué se sabe de Japón?
—El país está conmocionado —dijo Scott Adler, que era el oficial de mayor graduación que quedaba en Exteriores, y uno de los amigos de Ryan—. Nada más llegar usted, recibimos una llamada del primer ministro. También parece haber tenido una semana de aúpa, aunque se le nota contento por volver al cargo. Quiere venir personalmente a presentarle sus excusas. Le he dicho que ya nos pondremos en contacto con él.
—Dígale que sí.
—¿Está usted seguro, Jack? —preguntó Arnie Van Damm.
—¿Cree alguien que haya podido ser un acto deliberado? —replicó Ryan.
—No nos consta —se adelantó a contestar Andrea Price.
—No hemos encontrado explosivos a bordo del avión —señaló Dan Murray—. Caso de haberlos…
—Yo no estaría aquí —dijo Ryan, que apuró el tazón que la suboficial le volvió a llenar en seguida—. No me extrañaría que hubiese sido cosa de un par de chiflados.
—Los explosivos pesan muy poco —anunció Hutchins—. Pero aunque pesasen varias toneladas, dada la capacidad de los 747400, no habrían puesto en peligro la misión en absoluto, y los efectos hubiesen sido más espantosos aún. Los datos de que disponemos apuntan a que ha sido un accidente. Los graves daños que ha producido han sido consecuencia del incendio del combustible, más de ochenta toneladas; suficiente para provocar la catástrofe —concluyó Hutchins, que llevaba casi treinta años investigando accidentes aéreos.
—Es prematuro sacar conclusiones —advirtió Andrea Price.
—¿Scott?
—¡Ni hablar! —exclamó Adler—. Esto no ha sido un acto de su gobierno. Están frenéticos. Los periódicos piden la cabeza de quienes sobornaron al gobierno. El primer ministro Koga casi lloraba por teléfono. Tal como yo lo veo, si ha sido obra de sus compatriotas, harán lo imposible por descubrirlo.
—Su idea de las cuestiones de procedimiento no es tan rígida como la nuestra —puntualizó Murray—. Andrea tiene razón. Es prematuro sacar conclusiones, pero todos los indicios apuntan a un hecho fortuito, no a un plan organizado. Además, sabemos que la otra facción japonesa desarrollaba armas nucleares, no lo olvidemos.
Hasta el café se quedó helado tras esta puntualización.
Aquél lo encontró bajo un arbusto, al mover una escalera de un lado a otro del ala Oeste. El bombero llevaba siete horas de trabajo ininterrumpido. Estaba embotado. Sólo era posible digerir tanto horror si la mente conseguía considerar los restos humanos como meros objetos. Los restos de un niño o incluso los de una mujer especialmente hermosa podían turbarlo, porque aquel bombero era aún muy joven y soltero. Pero no era ése el caso del cuerpo que acababa de descubrir. El torso estaba decapitado y le faltaban partes de ambas piernas. No había duda de que se trataba del cuerpo de un hombre, que llevaba jirones de una camisa blanca con hombreras con tres galones.
El bombero se preguntó qué significaría aquello, demasiado cansado para poder pensar con claridad. Se dio la vuelta y llamó a su teniente que, a su vez, le dio un toquecito en el brazo a una agente del FBI, que llevaba un anorak de vinilo. La agente se acercó mientras bebía de un vasito de plástico. Estaba ansiosa por fumar un cigarrillo, pero se abstuvo, como si le repugnara añadir más humo al que se elevaba de las ruinas.
—Sólo he encontrado éste y, además, en un sitio extraño, pero… —Sí, es curioso.
La agente enfocó su cámara y sacó un par de fotografías en las que quedaría reflejada, electrónicamente, la hora exacta en que se habían tomado. Luego, sacó un bloc del bolsillo y anotó el lugar en el que habían hallado el cuerpo número cuatro de su lista personal. No había encontrado muchos en el sector que le asignaron. Después, señalarían el lugar con unos bastoncitos de plástico y cinta amarilla.
—Puede darle la vuelta —dijo la agente mientras rellenaba la etiqueta correspondiente.
Debajo del cuerpo había un trozo de cristal de forma irregular (o de plástico con aspecto de cristal). La agente sacó otra foto. A través del visor, las cosas parecían en cierto modo más interesantes que a simple vista. Al enfocar hacia arriba vio una grieta en la balaustrada de mármol y, a la derecha de la balaustrada, una serie de pequeños objetos metálicos. Los había visto hacía una hora, y dedujo que eran fragmentos del avión, que llamaron la atención de un investigador de la CSNA que en aquellos momentos mantenía una charla con el oficial de bomberos con el que ella había hablado hacía un momento. La agente lo llamó por señas.
—¿Qué ocurre? —preguntó el investigador de la CSNA limpiándose las gafas con un pañuelo.
—Examine la camisa —le dijo la agente.
—Tripulante —aseveró el investigador tras volver a ponerse las gafas—. Quizá uno de los pilotos. ¿Qué es esto?
La blanca camisa del uniforme tenía un agujero justo a la derecha del bolsillo. El agujero estaba rodeado de una mancha rojiza. La agente del FBI acercó la linterna y vieron que la mancha estaba reseca. La temperatura en aquellos momentos era de 7.o C bajo cero. El cuerpo salió despedido hacia el frío exterior, prácticamente, en el mismo momento del impacto. La sangre del cuello estaba helada y tenía el purpúreo color de un siniestro sorbete de ciruela. La agente reparó en que la sangre de la camisa se había secado antes de que le diese tiempo a helarse.
—No muevan más el cuerpo —le dijo la agente al bombero.
Al igual que la mayoría de los agentes del FBI, aquella agente sirvió en la policía local antes de presentarse a las oposiciones para ingresar en el legendario organismo federal. Era el frío lo que la hacía palidecer.
—¿Es su primera investigación de un accidente aéreo? —preguntó el funcionario de la CSNA, a quien llamó a engaño la lividez de la agente.
—Sí —contestó ella—, pero no es mi primera investigación de un caso de asesinato —añadió a la vez que encendía su radio portátil para pedirle a su jefe que enviasen a los de la brigada criminal y a los forenses.
Llegaron telegramas de los gobiernos del mundo. La mayoría eran largos, y había que leerlos todos, o, por lo menos, los enviados por los gobiernos de los países más importantes. El de Togo podía esperar.
—Los ministros de Interior y de Comercio están en la ciudad. Esperan que se convoque una reunión del gabinete con los subsecretarios —dijo Van Damm mientras Ryan trataba de leer los telegramas y de escucharlo al mismo tiempo—. Se han reunido los secretarios, los adjuntos de Estado Mayor y los comandantes en jefe de los tres ejércitos, para tratar de la seguridad nacional…
—¿Gabinete de crisis? ¿Estado de alerta? —preguntó Jack sin alzar la vista.
Hasta el día anterior Jack Ryan fue asesor de Seguridad Nacional del presidente Durling. Era poco probable que el mundo hubiese cambiado tanto en veinticuatro horas.
—No exactamente —se apresuró a contestar Scott Adler.
—En Washington está todo muy controlado —dijo Murray—. Basta con dar comunicados por radio y televisión para recomendar a la población que no salga de casa si no es imprescindible. La Guardia Nacional del distrito de Columbia está en las calles. Necesitamos a los cuerpos de asalto en la colina. La Guardia Nacional de Columbia es un cuerpo de elite con formación paramilitar. Además, los bomberos deben de estar agotados después de tantas horas de trabajo.
—¿Cuánto tardará la investigación en aportarnos informaciones útiles? —preguntó el presidente.
—Cualquiera sabe, señor…
—¿Cuánto hace que nos conocemos, Dan? —preguntó Ryan, que interrumpió la lectura del telegrama del gobierno belga y alzó la vista—. No soy Dios, ¿sabes? Si me tuteas y me llamas por mi nombre de pila nadie te va formar consejo de guerra.
—Está bien —dijo Murray sonriente—. No es posible aventurar cuánto puede durar una investigación de gran envergadura. De lo que no me cabe duda es de que podrán tardar más o menos, pero habrá resultados —prometió—. Hemos puesto a trabajar a un buen equipo de investigadores.
—¿Qué les digo a los medios informativos? —preguntó Jack frotándose los ojos. Pudiera ser que Cathy tuviese razón y necesitase gafas.
Tenía delante de sus narices la hoja impresa con sus apariciones en televisión para aquella mañana, decididas por sorteo: CNN, a las 7.08; CBS, a las 7.20; NBC, a las 7.37; ABC, a las 7.50; Fox, a las 8.08.
Todas estas emisiones tendrían lugar desde la sala Roosevelt de la Casa Blanca, donde ya estaban instaladas las cámaras. Alguien había decidido que un discurso en toda regla era demasiado para él, aparte de que no era conveniente hasta que tuviese algo sustancial que comunicar. Bastaba con una tranquila, digna y, sobre todo, natural presentación de sí mismo, mientras los ciudadanos leían el periódico o desayunaban.
—Preguntas suaves. Ya nos hemos ocupado de ello —le aseguró Van Damm—. Contéstelas. Hable con lentitud y claridad. Muéstrese tan relajado como pueda. No dramatice. Los ciudadanos no esperan eso. Quieren saber que alguien manda, que contesta a los teléfonos, lo que sea. Saben perfectamente que es demasiado pronto para que usted pueda decir o hacer nada decisivo.
—¿Y los hijos de Roger?
—Supongo que aún duermen. Los familiares que viven fuera ya han llegado. Están en la Casa Blanca en estos momentos.
El presidente Ryan asintió sin alzar la cabeza. Era difícil mirar a la cara de los que estaban en derredor de la mesa del desayuno, especialmente cuando se trataba de cosas así. Había un plan para situaciones como aquélla. Los de mudanzas debían de estar ya de camino. La familia Durling —lo que quedaba de ella— sería desalojada de la Casa Blanca, con amabilidad pero con rapidez, porque ya no era su casa. El país necesitaba allí a otra persona, que debía estar lo más cómoda posible, y eso significaba eliminar aquello que recordase al anterior ocupante. No era brutalidad, comprendió Jack, sino pragmatismo. Sin duda, un sicólogo ayudaría a los miembros de la familia a superar su dolor, a «encajarlo» tan bien como la ciencia médica pudiese. Pero ante todo estaba el país. En la implacable dinámica de la vida, incluso una nación tan sentimental como EE. UU. tenía que seguir adelante.
Cuando fuese Ryan quien tuviese que dejar la Casa Blanca, procederían del mismo modo.
En otros tiempos, el protocolo era muy distinto: un ex presidente bajaba de la colina hasta la estación Union, después de asistir a la toma de posesión de su sucesor, y sacaba un billete con destino a su casa. Ahora, la familia utilizaría un avión de las Fuerzas Aéreas y encargaría la mudanza a una empresa especializada. Pero había algo que no cambiaba: los niños dejarían atrás el colegio y los amigos que hubiesen hecho, y volverían a California a seguir con la vida que sus parientes pudiesen reconstruir para ellos. Todo esto no sólo era pragmático sino también frío, pensó Ryan mientras miraba abstraído el telegrama belga. La cosa no hubiese sido tan grave de no estrellarse el avión, precisamente, contra el edificio del Capitolio…
Por si fuera poco, le habían pedido a Jack que consolase a los hijos de un hombre a quien conocía y que, por supuesto, no se le había llevado la casa por delante. Meneó la cabeza contristado. No era culpa suya, pero sí su obligación.
El telegrama belga decía que EE. UU. ayudó en dos ocasiones a salvar a su pequeño país en menos de treinta años; que lo habían protegido a través de la OTAN, que había lazos de sangre y de amistad entre EE. UU. y una nación que, a la mayoría de los americanos, le costaba trabajo localizar en el mapa.
Al margen de los defectos de su país, con independencia de sus imperfecciones, por más discutibles que pudieran resultar algunos de sus actos, EE. UU. había obrado más veces bien que mal. El mundo era mucho mejor gracias a ello. Y ésa era la razón de que hubiese que seguir en la brecha.
El inspector Patrick O’Day daba gracias por el tiempo que hacía: frío. Llevaba treinta años dedicado a la investigación, y no era la primera vez que se veía ante un montón de cadáveres mutilados.
La primera fue en Mississippi, un mes de mayo, cuando el Ku Klux Klan puso una bomba en un local de catequesis y causó once víctimas. Por lo menos aquí en Washington el frío impedía que los cadáveres emanasen el siniestro hedor de la muerte.
Nunca ambicionó un alto cargo en el FBI. Al igual que Dan Murray, O’Day era un especialista en casos difíciles, y a menudo lo enviaban fuera de Washington para trabajar en los casos más espinosos. Tenía fama de ser de los que no cejaba hasta resolver un caso, más interesado por llevar a cabo personalmente las pesquisas que por dirigir una investigación desde un despacho. Lo aburría estar entre cuatro paredes.
El subdirector Tony Caruso siguió otra vía: fue agente especial de intervención en dos de las sedes del FBI, ascendido a jefe de la Sección de Adiestramiento y luego trasladado a la sede de Washington, que era lo bastante grande como para que el comandante tuviese rango de subdirector (además de una de las oficinas peor situadas de EE. UU.).
Caruso tenía poder, prestigio, un sueldo elevado y plaza de parking. Sin embargo, envidiaba a su viejo amigo Pat, que tan a menudo tenía que hacer los trabajos más penosos.
—¿Qué opinas? —preguntó Caruso mirando al cadáver. Aún necesitaban luz artificial, porque, aunque hubiese salido el sol, iluminaba el otro lado del edificio.
—No se puede plantear todavía ante un tribunal, pero este tipo estaba muerto horas antes de que el avión se estrellase.
Ambos miraron a un experto del laboratorio de la sede central del FBI, un hombre de pelo gris que no paraba de dar vueltas alrededor del cadáver. Deberían realizar todo tipo de pruebas. Una de ellas era la temperatura interna del cuerpo (un programa informático simulaba las condiciones ambientales externas y, aunque los datos serían mucho menos fiables de lo que cualquier investigador querría, todo dato previo a las 9.46 h de la noche anterior les diría lo que necesitaban saber).
—Una puñalada en el corazón —certificó Caruso en tono estremecido. Nunca se acababa de asimilar la brutalidad del asesinato. Tanto si se trataba de una persona como de miles, matar era siempre abominable. El número sólo servía para indicar cuántas biografías se habían abortado.
—Ya —dijo O’Day—. Tres galones significa que era el copiloto, y que lo han asesinado. De modo que a lo mejor ha sido cosa de alguien que actuaba en solitario.
—¿Qué tripulación lleva normalmente uno de estos aparatos? —le preguntó Caruso al inspector de la CSNA.
—Dos tripulantes. En los modelos anteriores, iba un mecánico de vuelo, pero los nuevos modelos no lo necesitan. Para vuelos muy largos pueden llevar un piloto de apoyo. Sin embargo, estos aparatos ahora están automatizados, y es muy raro que un motor tenga una avería.
Antes de reunirse con los demás, el técnico de laboratorio llamó por señas a dos hombres que portaban un saco de plástico.
—¿Quiere la primicia de mi hipótesis?
—Por supuesto —contestó Caruso.
—Sin duda alguna, murió antes de que se estrellase el avión. No hay tumefacción a causa de los golpes debidos al impacto del aparato. La herida del pecho es bastante anterior. Tendría que tener contusiones debidas al arnés, pero sin embargo no las tiene; sólo hay unos cuantos rasguños y desgarros, y muy poca sangre. Tampoco no se aprecia la suficiente sangre a causa de la decapitación. En realidad, hay muy poca sangre en los restos. Pongamos que fue asesinado en su asiento del avión, y el arnés lo mantuvo sujeto al asiento. La lividez cadavérica se debe a que toda la sangre desciende a las extremidades inferiores, arrancadas de cuajo al estrellarse el aparato. Por eso hay tan poca sangre. Tendré que analizarlo a fondo. Pero así, a primera vista, me atrevería a decir que murió tres horas antes de que se estrellase el avión.
Will Gettys le pasó la cartera del copiloto muerto.
—Es el documento de identidad del pobre desgraciado. Me da en la nariz que él no ha tenido nada que ver en esto.
—¿Qué probabilidades hay de que esté usted equivocado en cualquiera de sus afirmaciones? —no tuvo más remedio que preguntarle O’Day.
—Me sorprendería mucho equivocarme, Pat. Una o dos horas respecto de la hora de la muerte (más bien antes que después), pues… bueno. Es posible. Pero este hombre no tenía en su cuerpo la suficiente sangre para estar vivo en el momento del impacto. Murió antes de estrellarse el avión, de eso puede estar seguro —añadió Gettys, que se dirigió a los otros agentes, consciente de que mostrarse tan categórico podía costarle el puesto. De todas formas, aceptaba el riesgo de buena gana.
—Menos mal —musitó Caruso.
El dato tenía mucha importancia para facilitar la investigación, porque, por lo menos durante los veinte años siguientes, se plantearían teorías conspiratorias, y el FBI seguiría haciendo su trabajo, considerando todas las posibilidades, con la ayuda (estaba seguro de ello) de la policía japonesa. Quien estrellara el avión, actuó en solitario, loco o cuerdo, profesional o aficionado; pero en cualquier caso habría actuado en solitario. Y eso significaría que nadie fuese a crerlo jamás.
—Comuníquele esta información a Murray —le ordenó Caruso—. Está con el presidente.
—Como usted mande, señor.
O’Day se dirigió adonde tenía aparcada su furgoneta diesel. El inspector pensó que quizá fuese el único que tenía semejante artefacto en la ciudad, con una luz policial incorporada en el encendedor del salpicadero. No se comunicaba una cosa así por radio, ni siquiera en clave.
El contraalmirante Jackson se puso su arrugada chaqueta azul, noventa minutos después de salir de la base de Andrews, tras seis horas de sueño reparador y de ser informado de cuestiones irrelevantes.
El uniforme estaba hecho un higo porque lo había llevado remetido en una bolsa, pero entonces eso era lo de menos (aparte de que el azul marino disimulaba aceptablemente las arrugas). Sus cinco hileras de galones y alas se veían, sin embargo, lo bastante para llamar la atención.
Debía de soplar viento del este aquella mañana, porque el KC-10 llegó por Virginia. Un «¡Dios mío, fijaos en eso!» musitado desde unas filas más hacia popa hizo que los que iban delante se hacinasen frente a las ventanillas como turistas.
Con el entretejido de haces de los focos y de luces del alba quedaba claro que el edificio del Capitolio, centro de la primera ciudad del país, ya no era lo que fue. En cierto modo, aquel panorama resultaba más real que las imágenes que muchos de ellos vieron por televisión antes de embarcar en Hawai.
Cinco minutos después, el aparato aterrizó en la base de Andrews. Los altos oficiales vieron que un aparato de la 1.a Escuadrilla de Helicópteros aguardaba para trasladarlos al aeródromo del Pentágono. Aquella travesía, en vuelo más bajo y más lento, les permitió ver mejor los daños del edificio.
—¡Dios mío! —exclamó Dave Seaton a través del intercomunicador—. ¿Ha salido alguien con vida de ahí?
Robby se tomó su tiempo antes de contestar.
—Me pregunto dónde estaría Jack cuando sucedió —dijo Robby, que recordó entonces un célebre brindis de los militares, británicos: «¡Por las guerras sangrientas y las epidemias!», que aludía a dos seguras maneras que tenían los oficiales para ascender al ocupar las vacantes de los difuntos.
Sin duda, muchos ascenderían a causa de la catástrofe, aunque lo cierto era que a nadie le seducía medrar a costa de aquello, y menos, a su más íntimo amigo, que estaba allí, en cualquier lugar de la herida ciudad.
Los marines parecían muy tensos, según observó el inspector O’Day, tras aparcar la furgoneta en la calle Ocho.
Había barricadas en todo el derredor del cuartel de los marines, y tal cantidad de automóviles que no quedaba un solo hueco para aparcar junto al bordillo.
El inspector bajó de la furgoneta y se acercó a un suboficial con su anorak del FBI y su documento de identidad en la mano derecha.
—He de pasar a ver a una persona, sargento.
—¿A quién, señor? —preguntó el marine a la vez que comprobaba que la foto del documento correspondiese al rostro que tenía delante.
—Al señor Murray.
—¿Le importaría dejar su bolsa aquí, señor? Son órdenes —le dijo el sargento.
—Por supuesto que no —repuso O’Day, que le entregó la bolsa en la que llevaba su Smith Wesson 1076 y dos cargadores de repuesto, sin molestarse en pedirle recibo—. ¿Cuántos hombres hay aquí?
—Dos compañías, que no está nada mal. Y hay otra destinada a la Casa Blanca.
Como decían en su tierra, el mejor momento para cerrar la puerta del establo era cuando el caballo ya había salido. Pat lo sabía perfectamente. Todo resultaba más triste porque lo que iba a comunicar era que no había nada que hacer, aunque a nadie le iba a importar. El sargento llamó por señas a un teniente que, por lo visto, su trabajo era acompañar a los visitantes a las distintas dependencias del cuartel.
—Estoy citado con Daniel Murray.
—Sígame, por favor, señor.
En distintos lugares del cuartel había marines que montaban guardia, y en un rincón del patio, estratégicamente situada, una ametralladora pesada. Las dos compañías totalizaban trescientos hombres armados hasta los dientes. De modo que el presidente Ryan estaba allí a salvo, pensó O’Day, a menos que rondase otro maníaco pilotando un avión.
Un capitán los detuvo para examinar el documento de identidad del visitante. Aquello era, sin duda, exceso de celo. Alguien tendría que tranquilizar los ánimos si no querían que empezasen a sacar los tanques a la calle.
—¿Qué tal? —lo saludó Murray desde el porche.
—Bastante bien —contestó el inspector.
—Vamos —le dijo Murray señalando hacia el comedor—. Les presento al inspector O’Day. Usted ya sabe quiénes son, Pat.
—Buenos días —saludó O’Day—. He estado en la colina y he descubierto algo hace un rato que tienen que saber —añadió.
El inspector pasó entonces a explicarles su descubrimiento.
—¿Qué grado de certeza hay en esta información? —preguntó Andrea Price.
—Ya sabe cómo son estas cosas —contestó O’Day—. Es provisional. Pero a mí me parece una conclusión bastante sólida. Después del almuerzo tendremos datos concretos. Ya se trabaja en la identificación. Será un poco dificultosa, porque el cadáver está decapitado y tiene las manos descarnadas. Esto no significa que demos el caso por cerrado. Simplemente, puedo asegurarle que los primeros indicios apoyan otros datos.
—¿Puedo decirlo así en televisión? —preguntó Ryan mirando en derredor de la mesa.
—Por supuesto que no —contestó Van Damm—. En primer lugar, aún no tenemos la confirmación; y en segundo lugar, es demasiado pronto para que la gente se lo crea.
Murray y O’Day se miraron. Ninguno de los dos era político. Arnie Van Damm, sí. Para ellos, el control de la información significaba proteger las pruebas para que un jurado pudiese considerarlas sin sentirse influenciado. Para Arnie, el control de la información significaba proteger a la población de cosas que no creía que pudiese comprender, hasta que todo estuviese claro como el agua para dar la información entonces a pequeños sorbos. Ambos se preguntaban si Arnie había sido padre y si no habría dejado morir de hambre a su hijo aguardando a que comprendiese lo que era una vaca. Ambos repararon en que Ryan miraba escrutadoramente a su jefe de Estado Mayor.
La llamada «caja negra» era poco más que un magnetófono instalado en la cabina del piloto. Grababa datos del motor, de los instrumentos de vuelo y, en este caso, de micrófonos para la tripulación.
La Japan Airlines era una compañía estatal y aquel aparato era un modelo de los más modernos. La grabación de los datos era digital y permitía una rápida y clara transcripción. Un técnico había hecho una copia de la cinta, que se guardó en una caja fuerte mientras él trabajaba con la copia, ayudado por un intérprete de japonés.
—A primera vista estos datos no pueden estar más claros. El avión no tuvo ninguna avería —dijo un analista, que hizo aparecer los datos en la pantalla de un ordenador—. Giros suaves, funcionamiento regular de los motores… Un vuelo… de libro. Hasta aquí —añadió dándole un golpecito a la pantalla—. Aquí giró bruscamente, desde cero-seis-siete a uno-nueve-seis… y, a partir de ahí, mantuvo el rumbo hasta penetrar en nuestro espacio aéreo.
—Nadie habló en la cabina en ningún momento —intervino otro técnico, que movió la cinta hacia adelante y hacia atrás para mostrar que sólo se oían las rutinarias comunicaciones entre el aparato y las distintas torres de control.
—La volveré a pasar desde el principio —dijo el analista.
En realidad, la cinta no tenía principio. En aquel aparato era una cinta continua porque, normalmente, los 747 hacían largas travesías transoceánicas de cuarenta horas de duración. El técnico tardó varios minutos en localizar el final del vuelo inmediatamente anterior. A partir de allí, empezaba el normal intercambio de información y de órdenes entre dos tripulantes y, también, entre el aparato y las instalaciones de tierra, las primeras en japonés y las últimas en inglés, que era el idioma internacional de la aviación.
Esto cesó poco después de que el aparato se detuviese en la pista asignada. Durante dos minutos largos la cinta no registraba nada. Luego, el ciclo de grabación empezaba de nuevo, tras encenderse los instrumentos del cuadro de mandos para las comprobaciones previas al despegue. El intérprete de japonés (un oficial del Ejército vestido de paisano) pertenecía a la ASN (la Agencia de Seguridad Nacional). La calidad del sonido era muy buena. Se oían perfectamente los clics de los interruptores y el zumbido de fondo de varios instrumentos, pero lo que se oía mejor era la respiración del copiloto, cuya identidad quedó grabada en la cinta.
—Pare la cinta —dijo el oficial del Ejército—. Retroceda un poco. Hay otra voz que no acabo de… Ahora sí: «¿Todo dispuesto?». Debe de ser el piloto. Sí, eso ha sido una puerta que se cierra, y el piloto que acaba de entrar. «Comprobación previa al vuelo terminada… Preparado para…». Oh, Dios mío… Lo mató. Vuelva de nuevo atrás —explicó el oficial, un teniente, que no reparó en que el agente del FBI se ponía unos auriculares.
Aquello era nuevo para ambos. El agente del FBI había presenciado un asesinato a través de la cámara de vídeo de un banco, pero ni él ni el oficial del servicio de inteligencia lo habían «oído» (un sordo gemido tras el impacto, un jadeo que transmitía sorpresa y dolor, un borbor, acaso un intento de hablar, seguido de otra voz).
—¿Qué es eso? —preguntó el agente.
—Vuélvalo a pasar —dijo el oficial con la mirada fija en la pared—. «Siento mucho hacer esto».
Se oyeron más jadeos y luego un largo suspiro. Un minuto después se oyó una segunda voz procedente de otro canal, para comunicarle a la torre que el 747 ponía en marcha sus motores.
—Ése es Sato, el piloto —dijo el analista de la CSNA—. La otra voz debe de ser la del copiloto.
—Sus últimas palabras.
Lo único que se oía ahora a través del canal del piloto eran ruidos de fondo.
—Lo mató —convino el agente del FBI.
Tendrían que volver a pasar la cinta centenares de veces para oírla ellos y para que la oyesen otros. No obstante, la conclusión sería idéntica. Aunque la investigación formal duraría varios meses, el caso quedó concluyentemente cerrado nueve horas después de producirse el hecho.
Las calles de Washington tenían un aspecto espectral. Jack sabía por experiencia que a aquella hora se producía en la capital de la nación un gigantesco atasco, en el que participaban los automóviles de funcionarios del Estado, ejecutivos, diputados, senadores, personal que trabajaba en el Congreso, cincuenta mil abogados con sus secretarias y los obreros de la industria privada.
Pero aquel día no.
Con un coche-patrulla de la Policía Metropolitana o un vehículo camuflado de la Guardia Nacional en cada cruce, aquello parecía un fin de semana en período de vacaciones. Y había más tráfico en dirección al Capitolio que a la inversa. La curiosidad hacía que muchos se desviasen hasta diez manzanas para… echar un vistazo.
La comitiva presidencial circulaba por Pennsylvania Avenue.
Jack iba de nuevo en el Chevy Suburban, con motorizados marines por delante y por detrás de la serie de vehículos del Servicio Secreto.
Como ya había salido el sol y el cielo estaba casi despejado, se veía en seguida que el horizonte no era como de costumbre.
Ryan se fijó en que el 747 ni siquiera había dañado los árboles. Concentró toda su energía en el blanco. Media docena de grúas izaban bloques de piedra del cráter abierto en el suelo del salón de sesiones y los depositaban en camiones que se los llevaban al lugar que hubiesen determinado de antemano. Sólo quedaban unos cuantos coches de bomberos. La parte más espectacular de la tragedia había terminado. Sin embargo, la más dramática persistía.
Eran las 6.40 h. El resto de la ciudad no parecía haber sufrido daños. Ryan volvió a mirar de reojo hacia el Capitolio a través de las oscuras lunas del vehículo, que iba cuesta abajo por Constitution Avenue.
Los controles policiales desviaban el tráfico rodado, aunque no a quienes hacían jogging, que a lo sumo, como parte de su rutina diaria, llegaban hasta el paseo del centro comercial, pero de allí no pasaban. Ryan observó sus caras. Algunos se giraban al ver pasar su vehículo y luego volvían a mirar hacia el este. Formaban corrillos, señalaban hacia la colina y meneaban la cabeza. Jack reparó en que los agentes del Servicio Secreto que iban con él en el Suburban se giraban a mirarlos, como si temieran que cualquiera de ellos sacase un bazuca de debajo de la sudadera.
Era una novedad poder circular a tanta velocidad en Washington. En parte, lo hacían porque un blanco móvil que se desplazara a gran velocidad era más difícil de alcanzar por hipotéticos disparos, y, en parte, porque el tiempo de Ryan era ahora mucho más valioso, y no era cuestión de malgastarlo. Pero sobre todo significaba acelerar hacia algo que de buena gana habría evitado. Hacía sólo unos días aceptó la vicepresidencia que le ofreció Roger Durling, pero básicamente aceptó para librarse del servicio al Estado de una vez por todas (pues puso como condición que no le volviesen a pedir servicio alguno).
¿Por qué no lograba nunca rehuir nada?, se preguntó entristecido al recordarlo. Desde luego, no creía que se tratase de coraje. En realidad, se le antojaba como lo contrario. A menudo, era el temor lo que lo había dominado, el temor a decir que no y a que los demás lo tachasen de cobarde. El temor a no hacer nada que su conciencia no le dictase, una conciencia que casi siempre lo inclinaba a hacer cosas que detestaba o que temía, Nunca daba con una alternativa honorable para rehuir lo que consideraba su deber.
—Todo irá bien —le dijo Van Damm al ver la expresión de su cara, seguro de adivinar lo que pensaba el nuevo presidente.
«No, no irá bien», pensó Jack, aunque se abstuvo de exteriorizarlo.