31
AL PAIRO
Había llegado la hora de la verdad. Nada más desayunar, el presidente tuvo que someterse a la tortura del maquillaje y de la laca.
—Por lo menos, podríamos pedir un sillón de peluquería de reglamento —dijo Jack mientras la señora Abbot hacía su trabajo.
Hasta el día anterior no se enteró Jack de que el peluquero presidencial acudía al despacho Oval, y que se aplicaba a su trabajo en el sillón giratorio de su mesa. A los agentes del Servicio Secreto debían de ponérseles los pelos de punta, pensó, al ver que un especialista del corte esgrimía tijeras y navaja barbera a dos centímetros de la yugular de su protegido.
—Bueno, Arnie, ¿qué hago con el señor Donner?
—Por lo pronto, podrá preguntarle lo que quiera. Y esto significa que deberá usted pensar en cuáles pueden ser las preguntas y preparar bien las respuestas.
—Estoy en ello, Arnie —repuso Ryan enarcando las cejas.
—Subraye el hecho de que es usted un ciudadano y no un político. Puede que a Donner eso le tenga sin cuidado, pero no a los telespectadores —le dijo Van Damm—. Le apretará las clavijas acerca de lo del Tribunal Supremo.
—¿Quién ha filtrado esa información? —preguntó Ryan enojado—. No lo sabremos nunca. Y si tratásemos de indagar, lo haríamos aparecer a usted como a un Nixon.
—¿Por qué será que, haga yo lo que haga, siempre hay alguien que…? —se quejó Ryan, que suspiró al ver que Mary Abbot había terminado su trabajo—. Lo comenté con George Winston, ¿verdad?
—Está usted en rodaje, señor. Si ayuda a una ancianita a cruzar la calle, saldrá alguna feminista diciendo que eso es condescendencia. Si no la ayuda, la Asociación de Atención a la Tercera Edad dirá que es usted insensible a las necesidades de los ancianos. Y así con todo. Y con todos los grupos que abogan por distintos intereses. Todos ellos tienen sus prioridades, Jack, que son para ellos mucho más importantes que usted. El secreto está en molestar al menor número posible de personas. Hágase a la idea de que críticas las tendrá siempre. Pretender no molestar a nadie conduce invariablemente a molestar a todo el mundo.
—Lo capto, lo capto. Muy profundo —ironizó Ryan—. Sólo he de decir algo para cabrear a todo el mundo para que todos me adoren.
Arnie no estaba para cachondeo.
—Y cada vez que quiera hacer una gracia cabreará a alguien. ¿Por qué? Pues porque las humoradas siempre son crueles para alguien, y hay que contar con las personas que no tienen sentido del humor, que las hay.
—En otras palabras, que he de contar con los que arden en deseos de poder despotricar contra algo; y también que, para algunos, yo soy quien tiene todos los números para ser blanco de sus iras.
—Ya veo que aprende usted de prisa —dijo el jefe de Estado Mayor sonriente, aunque la procesión fuese por dentro, ya que aquella entrevista lo preocupaba.
—Tenemos unidades de apoyo naval en la isla de Diego García —dijo Jackson tocando el mapa con el puntero.
—¿Qué potencial? —preguntó Bretano.
—Hemos reorganizado la TOE.
—¿Y eso qué es? —preguntó el ministro de Defensa.
—Tabla de Organización y Equipamiento —contestó el general Michael Moore, jefe de Estado Mayor del Ejército de Tierra, que mandó una brigada de la 1.a División Acorazada en la guerra del Golfo—. Podemos disponer sólo de una brigada, pero una brigada pesada, junto a todo el avituallamiento necesario para un mes de operaciones de combate. Además, tenemos otras unidades en Arabia Saudí. El equipo es casi nuevo: tanques M1A2, Bradleys y MLRS. Las nuevas plataformas para emplazamientos artilleros nos las enviarán dentro de tres meses. Los saudíes han contribuido a la financiación. Parte de los pertrechos son prácticamente de su propiedad, aunque oficialmente figuren como equipamiento de reserva para su propio Ejército. Pero nosotros nos ocupamos del mantenimiento. Todo lo que tenemos que hacer es enviar personal adicional.
—¿Qué se enviaría primero, si pidieran ayuda?
—Eso depende —contestó Jackson—. Probablemente, un regimiento acorazado. En caso de emergencia, aerotransportaríamos tropas del 10.o Regimiento Acorazado desde el Néguev. Tardaríamos sólo un día. Y si sólo se tratase de «maniobras», se podría enviar el 3.o Acorazado de Texas y el 2.o de Louisiana.-Un regimiento acorazado, señor ministro, es una formación del tamaño de una brigada, muy equilibrada. Tiene gran potencia de fuego y poco lastre. Cualquiera lo pensaría dos veces antes de atacarla —explicó Mickey Moore—. Sin embargo, antes de poder desplegarse para una larga campaña, necesitan un batallón de apoyo en combate… suministros y tropas de mantenimiento.
—Aún tenemos un portaaviones en el índico. En estos momentos, se encuentra en Diego García con el resto del grupo de combate, para que la tropa pueda disfrutar de unos días de permiso en tierra —dijo Jackson, consciente de que era mucha tropa para un atolón tan pequeño. Pero algo era algo. Por lo menos, los marineros podrían tomarse un par de cervezas, estirar las piernas y jugar a la pelota en la playa—. También tenemos un ala de F-16 o, más exactamente, casi un ala (también en el desierto del Néguev, como parte de nuestro compromiso con la defensa del Estado de Israel). Estas fuerzas y el 10.o de Blindados son formidables. Su misión permanente consiste en adiestrar a unidades de ejércitos aliados, así como aquellos contingentes propios de intervención en el exterior. Esto las tiene siempre a punto.
—A la tropa le encanta la instrucción, señor ministro. Prefiere eso a permanecer ociosa —le aseguró el general Moore.
—Me parece que tendría que darme una vuelta para ver todo eso sobre el terreno —dijo Bretano—. En cuanto solucione lo del presupuesto… o, cuando menos, empiece a solucionarlo. No parece que andemos muy sobrados.
—Cierto, señor —convino Jackson—. No basta para una guerra, desde luego. Pero probablemente sí para evitarla.
—¿Habrá otra guerra en el golfo Pérsico? —preguntó Tom Donner.
—No veo razón para que la haya —contestó el presidente.
Lo más difícil para Jack Ryan era controlar el tono de voz. La respuesta era cautelosa, pero tenía que sonar firme y tranquilizadora. Era, en realidad, una de las múltiples variedades de la mentira. Decir la verdad podía confundir. Churchill lo dijo en una ocasión: «En tiempo de guerra, la verdad es algo tan precioso que necesita una escolta de mentiras».
Pero ¿y en tiempo de paz?
—Nuestras relaciones con Irán e Irak no han sido precisamente muy buenas…
—Lo pasado, pasado está, Tom. Nadie puede cambiarlo, pero puede aleccionarnos. No hay ninguna razón de peso que justifique la animosidad entre Estados Unidos y los países de la región. ¿Por qué habríamos de ser enemigos?
—O sea, ¿que entraremos en conversaciones con la Unión de Repúblicas Islámicas? —preguntó Donner.
—A conversar, estamos dispuestos siempre, con todo el mundo, especialmente si es para fomentar relaciones amistosas. El golfo Pérsico es una región de gran importancia para todo el mundo. Y a todo el mundo interesa que en esa región reinen la paz y la estabilidad. Ya ha habido suficiente guerra. Irán e Irak estuvieron en guerra durante… ¿cuánto? Ocho años, con enormes pérdidas de vidas humanas. Ahora, nos encontramos ante el nacimiento de un nuevo Estado que tiene una ardua tarea por delante. Por suerte, dispone de recursos para sacar a la población de la precariedad en que vive. Les deseamos lo mejor. Y si podemos ayudarlos, lo haremos. América siempre ha estado dispuesta a tender una mano amiga.
Se hizo una pausa, probablemente pensada para intercalar publicidad. La entrevista la emitirían a las nueve de la noche. Donner le cedió entonces la palabra a su colega John Plumber, que haría la siguiente tanda de preguntas.
—¿Le gusta ser presidente?
—No dejo de repetirme que no he sido elegido sino sentenciado —contestó Ryan sonriente—. ¿Honestamente? Son muchas horas de trabajo intenso, más de lo que yo creía. Pero he tenido mucha suerte. Arnie Van Damm es un genio de la organización. Y el personal de mi secretaría, y de la Casa Blanca en general, es formidable. He recibido miles de cartas de apoyo de personas ajenas al mundo político. Me gustaría aprovechar esta oportunidad para darles las gracias y decirles que su aliento infunde fortaleza.
—Señor Ryan, ¿cuántas cosas intentará usted cambiar? —preguntó Plumber.
—Verá, John —contestó el presidente—, eso depende de lo que entienda usted por «cambiar». Mi principal tarea consiste en hacer que el gobierno funcione. De modo que no me propongo «cambiar» sino «restablecer». Aún no tenemos el Congreso completo. No lo estará hasta que no lo esté la Cámara de los Diputados y, por lo tanto, no puede presentar los presupuestos. He intentado elegir a personas competentes para los ministerios clave.
—Su ministro de Hacienda, George Winston, ha sido criticado por su intención de reformar radicalmente el Código Fiscal —dijo Plumber.
—Todo lo que puedo decirle es que el ministro Winston cuenta con toda mi confianza. El sistema tributario es absurdamente complicado, y entraña una básica injusticia. Lo que él pretende hacer no afectará a la fiscalidad. Si el Estado ve aumentados sus ingresos será por ahorrar en el aparato burocrático.
—Pero ha habido muchas críticas respecto de la naturaleza regresiva de…-Un momento —lo atajó Ryan—. Uno de los problemas del mundillo político, John, es la adulteración del lenguaje que se utiliza. Que todo el mundo pague igual no tiene nada de regresivo. Porque regresivo se dice de aquello que vuelve hacia atrás; lo que, en este campo, equivale a hacer que los pobres paguen más que los ricos. Y no es eso lo que vamos a hacer. De modo que si utilizan ustedes esa palabra incorrectamente, equivocan a la gente.
—Pero así es como la gente ha llamado al sistema tributario durante años —replicó Plumber.
—Eso no significa que sea justo considerarlo así —replicó Jack—. En cualquier caso, como vengo repitiendo, yo no soy un político, John. Sólo sé decir lo que pienso. Cobrarle a todos el mismo porcentaje se corresponde con la definición que da el diccionario de equitativo. ¡Vamos, John…! Saben ustedes muy bien de qué va. Usted y Tom ganan muchísimo dinero (bastante más que yo), y su abogado y su contable se ocupan de todo. Apuesto a que tiene usted inversiones pensadas para desgravar. ¿Qué ha hecho posible tales argucias legales? Muy fácil: los asesores jurídicos de las grandes empresas convencieron al Congreso para que modificase ligeramente la ley. ¿Por qué? Porque los ricos les pagan para que lo hagan. ¿Y qué ocurre? Que el sistema, supuestamente «progresivo», resulta manipulado de tal modo que la escala de porcentaje creciente no se aplica realmente. Sus abogados y sus contables les enseñan a combatir el sistema, y consiguen vencerlo a cambio de unos honorarios, claro está. De modo que esa escala creciente es una patraña, ¿no creen? Y los políticos son conscientes de ello cuando aprueban las leyes. ¿Sabe a qué conduce esto, John? A ninguna parte. No conduce a nada. Es todo una especie de gigantesco «Monopoly». Sólo un juego que no sirve más que para perder el tiempo, desorientar, y para que gane dinero mucha gente que trabaja para burlar el sistema. ¿Y de dónde sale ese dinero? De los ciudadanos, de la gente que paga por todo. De modo que lo que pretende George Winston es reformar el sistema tributario (y estoy de acuerdo con él en esto). ¿Y qué ocurre? Que quienes hacen el juego, y burlan el sistema, utilizan las mismas palabras tergiversadoras para que parezca que queremos hacer algo injusto. Los «iniciados» en este juego constituyen el grupo de presión más peligroso y pernicioso que existe.
—Y no le gustan a usted —dijo John sonriente.
—En todos los trabajos que he realizado: agente de Bolsa, profesor de historia, y en todos los demás, he tenido que ir con la verdad por delante. Y no voy a dejar de hacerlo ahora. Quizá haya cosas que necesitemos cambiar, y les diré una de ellas: tarde o temprano, los padres de América les dicen a sus hijos que la política es un asunto sucio, turbio e indeseable. Seguro que su padre se lo dijo a usted. A mí me lo decía el mío… y nosotros lo aceptábamos como si fuese algo lógico, como si fuese algo normal, acertado y adecuado. Pero no lo es, John. Durante años hemos aceptado el hecho de que la política… aunque, un momento, definamos los términos: el sistema político es aquel que utilizamos para gobernar el país, aprobar las leyes que debemos respetar y recaudar impuestos. Son cosas importantes, ¿no? Pero al mismo tiempo aceptamos que integren ese sistema político personas a las que nunca invitaríamos a cenar en casa, ni les dejaríamos hacer de «canguros» de nuestros hijos. ¿No le suena esto un pelín extraño, John? Permitimos que integren el sistema personas que distorsionan los hechos… por sistema, que complican las leyes para complacer a las grandes fortunas que alimentan sus campañas con sus aportaciones. Algunas de estas personas se dedican, lisa y llanamente, a mentir. Y nosotros lo toleramos. Ustedes lo toleran en los medios de comunicación. No tolerarían ustedes este comportamiento en su profesión, ¿verdad que no? Ni en la medicina. Ni en la ciencia. Ni en las relaciones comerciales. Ni en la aplicación de la ley. Hay algo aquí que no funciona —prosiguió el presidente, que se inclinó hacia adelante y, por primera vez desde el comienzo de la entrevista, adoptó un tono apasionado—. Es de nuestro país de lo que estamos hablando. El comportamiento exigible a nuestros representantes no debe, en ningún caso, ser éticamente inferior al de otras profesiones. Debería ser superior. Deberíamos exigir inteligencia e integridad. No estoy afiliado a ningún partido. No tengo más prioridad que hacer que las cosas vayan mejor para todos. Presté un juramento en este sentido, y no soy de los que juran en vano. Y bien… he aprendido que estas cosas molestan a la gente, y lo lamento, pero no pienso abdicar de lo que creo para contentar a todos y cada uno de los grupos de presión, con su correspondiente equipo de asesores a la cabeza.
Plumber no exteriorizó su complacencia por la diatriba. Y optó por pasar a otro tema.
—Bien, señor presidente. Empecemos por los derechos civiles. ¿Qué puede decirme?
—Discriminar a las personas por su aspecto, por su acento, por sus creencias religiosas o por el país de sus antepasados es anticonstitucional e infringe las leyes de este país. La Constitución nos hace iguales ante la ley, tanto si la acatamos como si la infringimos. Si la quebrantamos, tendremos que vérnoslas con el Ministerio de Justicia.
—¿No es esto idealismo?
—¿Y qué hay de malo en el idealismo? —replicó el presidente—. Tampoco viene mal un poco de realismo de vez en cuando, ¿no cree? En lugar de tener a mucha gente cavilando para conseguir ventajas para sí mismas, o para cualquier grupo que representen, ¿por qué no colaborar todos en beneficio de todos? ¿No somos todos americanos, antes que nada? ¿Por qué no nos esforzamos un poco más en colaborar y en buscar soluciones razonables a los problemas? Este país no se creó para que cada grupo esté permanentemente al acecho de los demás.
—Pero algunos aducirán que ese acecho sirve para fiscalizar, para conseguir que todos consigan su parte equitativa —observó Plumber.
—Sí, y… de paso, corrompemos el sistema político.
Tuvieron que hacer otra pausa, en esta ocasión para que los cámaras cambiasen la cinta. Jack dirigió una anhelante mirada hacia la secretaría, pensando en lo bien que le vendría ahora un cigarrillo.
—Las cámaras están desconectadas —dijo Tom Donner recostándose un poco en su sillón—. ¿De verdad cree poder llevar adelante algo de todo eso?
—¿Qué sentido tendría no intentarlo? —contestó Jack—. La administración del Estado deja mucho que desear. Todos lo sabemos. Si no hacemos nada, no hará más que empeorar.
Donner casi se sintió solidario con Ryan en aquel punto. La sinceridad del nuevo presidente era manifiesta. Daba la sensación de que las palabras le brotasen del corazón más que de la boca. Pero… no era por ahí. No es que Ryan fuese un personaje negativo, sino simplemente que no estaba en su terreno, como decían todos. Kealty tenía razón, y como la tenía, Donner debía cumplir con su deber.
—Listos —anunció el productor.
—Vayamos a lo del Tribunal Supremo —dijo Donner relevando a su colega para la nueva tanda de preguntas—. Ha trascendido que estudia usted una lista de magistrados para someterla a la aprobación del Senado.
—En efecto —confirmó Ryan.
—¿Qué puede decirnos acerca de esos jueces?
—Di instrucciones al Ministerio de Justicia para que me enviase una lista de experimentados miembros de tribunales de apelación. Y así lo han hecho. Estoy estudiando la lista.
—¿Qué clase de jueces busca? —preguntó Donner.
—Buenos jueces. El Tribunal Supremo de la nación es el principal custodio de la Constitución. Necesitamos personas que entiendan esa responsabilidad y que interpreten las leyes con honestidad.
—¿Estrictos formalistas?
—Mire, Tom, la Constitución dice que el Congreso legisla, el ejecutivo aplica las leyes y el judicial las interpreta y explica. A eso se le llama equilibrio de poderes.
—Pero históricamente el Tribunal Supremo ha sido un importante motor de los cambios en nuestro país —dijo Donner.
—Y no todos esos cambios han sido buenos. Dred Scott empezó la guerra civil. La jurisprudencia que sentó la sentencia del caso Plessy-Ferguson fue una desgracia que hizo retroceder setenta años a nuestro país. Pero, por favor, tenga en cuenta que en materia de leyes soy lego…
—Bueno. Pero para eso se consulta al Colegio de Abogados. ¿Someterá la lista a su aprobación?
—No —contestó Ryan—. En primer lugar, porque los jueces de la lista ya superaron ésa prueba para estar donde están. En segundo lugar, porque el Colegio de Abogados es también un grupo de presión, ¿no? Nada que objetar. Tiene derecho a velar por los intereses de sus miembros. Sin embargo, el Tribunal Supremo es un organismo del Estado que decide sobre las leyes para todos; y el Colegio de Abogados es una organización de personas que utilizan la ley como medio de vida. ¿No cree que existe conflicto de intereses, si el grupo que utiliza la ley selecciona a las personas que definen la ley? Así se consideraría en cualquier otro campo.
—No todo el mundo lo verá de este modo.
—Cierto. Y el Colegio de Abogados tiene unas importantes oficinas en Washington, y está plagado de asesores jurídicos que trabajan para las grandes empresas. Mire, Tom, mi labor no consiste en servir a los intereses de los grupos de presión, sino en preservar, proteger y defender la Constitución. Y para que me ayuden en esta tarea he de elegir a quienes piensen como yo.
—Tu turno, John —le pasó el testigo Donner.
—Usted estuvo muchos años en la CIA —dijo Plumber.
—En efecto.
—¿Cuál era su trabajo?
—Básicamente, trabajaba en la dirección de inteligencia. Analizaba la información que llegaba de diversas fuentes; trataba de interpretar su significado para luego pasársela a otros. Ascendí a jefe de la Dirección de Inteligencia. Después, durante la administración Fowler, me nombraron subdirector, y posteriormente, como saben ustedes, consejero de Seguridad Nacional del presidente Durling.
—¿Cumplió con misiones especiales durante ese tiempo, sobre el terreno? —preguntó Plumber.
—Asesoré al equipo que negoció los acuerdos sobre control de armamento y asistí a muchas conferencias —contestó el presidente.
—Según ciertos informes, señor Ryan, hizo usted bastante más que eso. Estos informes aseguran que participó usted en operaciones que desembocaron en la muerte de… en fin, en la muerte de ciudadanos soviéticos.
—Verá, John —contestó Jack, tras titubear unos instantes—, todos los gobiernos de nuestro país se han regido por el principio de no comentar nunca las operaciones de inteligencia. Y no voy a modificar ese principio.
—El pueblo americano tiene el derecho y la necesidad de saberqué clase de hombre se sienta en este despacho —insistió Plumber.
—Esta administración no comentará nunca operaciones de inteligencia. En cuanto a qué clase de hombre pueda ser yo, eso sí es materia de esta entrevista. Nuestro país debe guardar algunos secretos. Igual que usted —dijo Ryan mirando al comentarista con fijeza—. Si revela sus fuentes de información, ha de abandonar la profesión. Si América hiciese lo mismo, muchas personas saldrían perjudicadas.
—Pero…
—No hay más que hablar sobre el particular. Nuestros servicios de inteligencia actúan bajo la supervisión del Congreso. Yo siempre he apoyado esa ley y seguiré apoyándola. Y repito: no hay más que hablar sobre este asunto.
Los dos periodistas se miraron visiblemente contrariados. Pero Ryan pensó que aquella parte de la cinta la cortarían. No aparecería en lo que emitiesen por la noche.
Badrain necesitaba seleccionar treinta personas, y aunque por el número en sí no era especialmente difícil (ni tampoco por la dedicación exigida), sí que lo era que tales personas fuesen, además, inteligentes. Tenía contactos. Si de algo había excedentes en Oriente Medio era de terroristas, de hombres como él, aunque algo más jóvenes, que habían dedicado sus vidas a la Causa, sólo para verla languidecer ante sus ojos, algo que no hacía más que agudizar su rabia y su dedicación. Bien pensado, con veinte que fuesen inteligentes le bastaba. Todos tenían que cumplir órdenes. Todos debían estar dispuestos a morir o, por lo menos, a jugarse la vida. Tampoco esto constituía un problema. En Hezbollah quedaba una buena reserva de efectivos, dispuestos a realizar atentados suicidas. Y los había también en otras organizaciones.
Era parte de la tradición de la zona con la que probablemente Mahoma no hubiese estado del todo de acuerdo, pero Badrain no era muy religioso y, además, era un profesional del terrorismo.
A lo largo de la Historia, los soldados árabes no habían destacado por su eficiencia. Comoquiera que durante siglos habían sido un conglomerado de tribus nómadas, sus tácticas militares se habían basado más en la incursión y la guerrilla que en batallas convencionales, que eran, en realidad, un invento de los griegos que pasó a los romanos y de éstos a las naciones occidentales. Históricamente, una sola persona iba por delante al sacrificio (en la tradición vikinga a esta persona la llamaban berzerker, y en Japón habían integrado un cuerpo especial de ataque llamado kamikaze) en el campo de batalla, para blandir su espada gloriosamente y eliminar a cuantos enemigos pudiese, que serían sus servidores en el Paraíso. Esto era especialmente cierto en la yihad o Guerra Santa, cuyo objetivo era servir a los intereses del Islam. A la larga, esto había conducido a que el Islam, como cualquier otra religión, fuese vulnerable a la corrupción de los creyentes. Por lo pronto, significaba que Badrain iba a poder disponer de una serie de personas que cumplirían con las órdenes que les diesen; unas órdenes que procederían de Daryaei, que les transmitiría que aquello era en realidad un servicio a la yihad y, por lo tanto, clave para su glorioso tránsito al Más Allá.
En cuanto la lista obró en su poder, Badrain hizo tres llamadas telefónicas que, como siempre, pasaban por varios enlaces codificados. Y al igual que en Líbano y en otros lugares, los elegidos empezaron a preparar su desplazamiento.
—Bueno, ¿qué tal he jugado, mister? —preguntó Jack sonriente.
—Se ha visto en más de un aprieto, pero creo que ha hecho un buen… partido —contestó Arnie Van Damm visiblemente aliviado—. Se ha empleado usted con mucha dureza para contrarrestar la presión… de los grupos de presión.
—¿Y no cree que es así como hay que enfrentarse a los intereses de los distintos grupos? Porque aquí cada uno va a lo suyo.
—Depende de qué grupos y de qué intereses defiendan, señor presidente. Todos ellos tienen portavoces que pueden dar la imagen de angelitos y saltarle a la yugular en cuanto se descuide —dijo Arnie—. Sin embargo, con todo, se ha desenvuelto bastante bien. No ha dicho nada que puedan esgrimir contra usted. Ya verá cómo cortan lo que no les convenga para la emisión de esta noche, y preste atención a lo que dicen Donner y Plumber al final. Los dos minutos finales son los que más influencia tienen.
Los tubos de ensayo llegaron a Atlanta en un recipiente hermético, llamado «sombrerera» por su forma. Estaba concebido para el transporte de materiales peligrosos. Tenía varios compartimientos internos, a la manera de cajas chinas, todos ellos sellados individualmente y acolchados para protegerlos de los golpes. La «sombrerera» llevaba grandes etiquetas que advertían de la biopeligrosidad del contenido. El empleado de correos que custodió el paquete en el camión de reparto postal lo entregó a las 9.14 h de aquella mañana.
El destinatario llevó la «sombrerera» a un laboratorio donde la examinaron para cerciorarse de que no había sufrido daños externos, la rociaron con un potente desinfectante y luego la abrieron adoptando estrictas medidas de seguridad. La documentación adjunta explicaba la razón de tantas precauciones. Los dos tubos de ensayo contenían sangre sospechosa de estar contaminada con virus causantes de fiebre hemorrágica. Esta denominación podía corresponder a cualquiera de las endemias africanas que se conocían con este nombre (pues ése era el origen que consignaba la documentación). Eran todas lo bastante peligrosas como para justificar las máximas precauciones.
Uno de los técnicos de laboratorio examinó los tubos para asegurarse de que seguían absolutamente herméticos. Una vez comprobado que así era, los rociaron con desinfectante para mayor seguridad. Luego, analizarían la sangre para la detección de anticuerpos, la compararían con otras muestras y pasarían los resultados y la documentación al despacho del doctor Lorenz, en la sección de patógenos atípicos.
—Hola Gus, soy Alex —oyó el doctor Lorenz a través del teléfono—. ¿Sigue sin poder ir a pescar?
—Quizá este fin de semana. Uno de neurocirugía tiene una barca y ya nos han equipado la casita.
El doctor Alexandre miraba por la ventana de su despacho del este de Baltimore. Tenía vista al puerto, cuya bocana comunicaba con la bahía de Chesapeake, en la que aseguraban que abundaba la escorpena.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gus al ver que su secretaria irrumpía en el despacho con una carpeta.
—Pruebas sobre el brote del Zaire. ¿Novedades?
—Nada de nada, gracias a Dios. Ya hemos rebasado el punto crítico. Ha sido un brote muy efímero. Estábamos muy… —contestó Lorenz, que se interrumpió al abrir la carpeta y ver lo que decía en el encabezamiento del informe—. Un momento. ¿Jartum? —musitó para sí.
Alexandre aguardó pacientemente. Lorenz solía leer despacio y con mucha atención. Quizá fuese ésta la razón de que rara vez diese un paso en falso. Reflexionaba mucho antes de actuar.
—Acabamos de recibir dos muestras de Jartum. Las envía el doctor MacGregor, del hospital Británico de Jartum. Corresponden a dos pacientes: un adulto y una niña de cuatro años. Posible fiebre hemorrágica. Las muestras están ahora en el laboratorio.
—¿En Jartum? ¿En Sudán?
—Eso es lo que dice el informe —confirmó Gus—. Eso está muy lejos del Congo.
—Existen aviones, Alex. Existen aviones —dijo Lorenz.
Lo que más temían los epidemiólogos era el transporte aéreo internacional. En la primera página del informe no decía gran cosa, pero incluía números de teléfono y de fax.
—En fin… Tendremos que aguardar al resultado de los análisis —consideró Gus.
—¿Y qué hay de las muestras anteriores? —preguntó Alexandre.
—Se trata del Ébola Zaire, subtipo Mayinga, idéntico a las muestras de 1976 hasta el último aminoácido.
—El que se transmite por aerosol —musitó Alexandre—; el que contrajo George Westphal.
—Eso no llegó a demostrarse, Alex —le recordó Lorenz.
—George era, muy cuidadoso, Gus. Lo sabe usted perfectamente. Lo formó usted —dijo Pierre Alexandre, que se frotó los ojos. Tenía dolor de cabeza. Necesitaba una nueva lámpara para su mesa—. ¿Me comunicará lo que resulte del análisis de esas muestras?
—Por supuesto. Pero yo no me preocuparía mucho. Sudán es un entorno inhóspito para ese mal bicho. Clima caluroso, seco y con mucha luminosidad. El virus no sobreviviría ni dos minutos al aire libre. Sea como fuere, hablaré con el jefe de laboratorio. Veré si puedo micrografiarlo personalmente en el curso del día, aunque… no. Dudo que pueda hasta por la mañana, ya que tengo una reunión con el personal médico dentro de una hora.
—Sí, y yo ya estoy muerto de hambre. Voy a almorzar. Lo llamaré mañana, Gus —se despidió Alexandre.
Nada más colgar, Alex salió del despacho y fue a la cafetería. Se alegró de coincidir de nuevo en la cola con Cathy Ryan y sus guardaespaldas.
—Hola, doctora.
—¿Qué tal sus bichitos? —le preguntó ella sonriente.
—Como siempre. Sin embargo, querría consultarle algo, doctora —dijo él, a la vez que elegía un sándwich del mostrador.
—Los virus no son mi especialidad —contestó ella, pese a que había asistido a muchos enfermos de sida que tenían problemas oculares, como efectos secundarios de la enfermedad—. ¿De qué se trata?
—Jaquecas —repuso él avanzando hacia la caja.
—A ver —dijo ella, que en seguida le quitó las gafas y miró los cristales al trasluz—. Podría limpiárselas de vez en cuando, ¿no cree? Lleva unas dos dioptrías menos de lo que le corresponde, y tiene bastante astigmatismo. ¿Desde cuándo no se ha revisado la graduación? —añadió devolviéndole las gafas y mirando el polvillo incrustado entre la montura y los cristales (la verdad era que Cathy ya había deducido cuánto hacía).
—Pues… tres…
—Años. Muy mal. Dígale a su secretaria que llame a la mía. Le dará hora para que le hagan una revisión. ¿Se sienta con nosotros?
Eligieron una mesa junto al ventanal, seguidos de Roy Altman, que vigilaba escrutadoramente en derredor de la cafetería e intercambiaba miradas con los otros miembros de la escolta, que también estaban alerta.
—Me parece que es usted un buen candidato para probar nuestra nueva técnica de láser. Podríamos remodelarle la córnea y reducirle bastantes dioptrías —reemprendió la conversación Cathy, que también había colaborado en la puesta a punto del nuevo método.
—¿No tiene riesgos? —preguntó el doctor Alexandre.
—Sólo corro riesgos en la cocina —contestó la doctora Ryan enarcando las cejas.
—Lo suponía —dijo Alex sonriente.
—Y bien, ¿qué novedades hay en su departamento?
Todo dependía del editing. O casi todo, pensó Tom Donner mientras tecleaba frente al ordenador de su despacho. Con aquel texto como base redactaría su propio comentario, para explicar y aclarar lo que Ryan había querido decir con su aparentemente sincera…
¿Aparentemente? La palabra había brotado del teclado por su cuenta, sorprendiendo al periodista. Donner llevaba muchos años en la profesión, y antes de que lo ascendieran a presentador, había sido corresponsal en Washington. Transmitía crónicas sobre las personalidades del mundillo de la capital y conocía a todo el mundo. En su atestada agenda tenía las señas y el teléfono particular de todo aquel que fuese mínimamente importante en la ciudad. Y como cualquier periodista que se preciase de serlo, estaba bien relacionado. Le bastaba coger el teléfono para poder hablar con quien quisiera, porque en Washington las reglas para el trato con los medios de comunicación no podían ser más sencillas: uno era fuente de información u objeto de la misma. Si alguien no le hacía el juego a los medios informativos, no tardarían en encontrarle a algún enemigo que se lo hiciese. En otros contextos, a esto se le llamaba lisa y llanamente chantaje.
Donner no había conocido nunca a nadie como el presidente Ryan, y menos aún en la vida pública. ¿O eran figuraciones suyas? Presentarse como un hombre corriente, un hombre del pueblo, era un recurso que se remontaba, por lo menos, a Julio César. Era siempre una argucia para inclinar a los votantes a creer que el personaje en cuestión era en realidad uno de ellos y como ellos, aunque nunca lo fuese, claro está. Los ciudadanos corrientes no llegaban nunca tan lejos en ningún campo.
Ryan había ascendido en la CIA a base de política de despachos, como cualquier otro… Así tenía que haber sido, forzosamente. Se había creado enemigos y aliados, como todo el mundo, y había maniobrado para escalar.
¿Podía utilizar las filtraciones que le habían llegado acerca de la labor de Ryan en la CIA? En el reportaje especial que preparaba, no. Acaso en el telediario, por boca de un humorista encargado de frenar el zapping.
Donner era consciente de que debía tener mucho cuidado con aquello. No podía uno embestir a un presidente en ejercicio para divertirse. Eso estaba claro, ¿no? Atacar a un presidente era lo más divertido, pero había que respetar ciertas reglas para hacerlo. La información teñía que ser sólida. Eso significaba poder contrastarla con diversas fuentes, que debían ser fuentes «generalmente bien informadas». Donner tendría que remitirlas a uno de los jefes de redacción. Luego, querrían ver el manuscrito de su reportaje antes de darle la luz verde.
Un hombre corriente. Pero un hombre corriente no trabajaba para la CIA, y menos aún como activista, agente especial, espía o como quisieran llamarlo. Desde luego, Ryan era el primer agente de la CIA que llegaba al despacho Oval… ¿Era eso conveniente?
Había muchas lagunas en su biografía conocida. Lo de Londres. Allí liquidó a alguien. Los terroristas que atacaron su domicilio… En aquella ocasión también mató, por lo menos, a uno de ellos. Y aquella increíble historia acerca del robo de un submarino soviético, durante el cual, según su fuente de información, mató a un marinero ruso. Y había otras cosas. ¿Era Ryan la clase de hombre que el pueblo americano necesitaba para la Casa Blanca?
Y encima pretendía pasar por un… hombre corriente. Todo sensatez… Lo que dicen las leyes… Tomo mi juramento muy en serio…
«Ha de ser una farsa —pensó Donner—. Tiene que ser una farsa».
—Es usted un tipo inteligente, Ryan —se dijo el presentador.
Si todo se reducía a que era tan inteligente como farsante… ¿entonces qué? Reformar el sistema tributario. Cambios en el Tribunal Supremo. Cambios en nombre de la eficiencia. Las medidas adoptadas por el ministro Bretano en Defensa… Mal asunto.
Donner no tuvo más que dejar volar la imaginación para sospechar que la CIA y Ryan pudieran tener algo que ver en el siniestro del reactor en el Capitolio. Pero no. Eso era demasiado disparatado. Ryan era un oportunista, como los personajes que había conocido desde su primer trabajo en la filial de su cadena en Des Moines (donde su celo dio con los huesos del representante de un condado en la cárcel). Así empezó la dirección de la cadena a fijarse en él. Donner transmitía toda clase de crónicas, desde aludes hasta guerras, pero su especialidad eran las personalidades políticas, cuyo estudio no sólo había convertido en una profesión sino también en un hobby.
Todos eran iguales. No había más que ponerlos en el lugar y momento oportunos, y todos sabían de inmediato cuáles eran sus prioridades. Eso, por lo menos, sí lo había aprendido a lo largo de aquellos años.
Donner miró por la ventana, cogió el teléfono con la mano izquierda y con la derecha hizo girar su fichero de sobremesa.-Hola, Ed, soy Tom. ¿Hasta qué punto son fiables esas fuentes? ¿Cuándo podría entrevistarme con las personas en cuestión?
Como es natural, la sonrisa de Ed no era audible. Una lástima.
Sohaila estaba ahora incorporada en la cama. Ver a un paciente fuera de peligro aún emocionaba al joven médico.
La medicina era la más exigente de las profesiones, pensaba MacGregor. A diario, en mayor o menor grado, jugaba a los dados con la muerte. No se tenía por un soldado ni por un montado lancero que participase en una sangrienta carga, por lo menos conscientemente. Porque la muerte era un enemigo que jamás daba la cara, pero que, sin embargo, siempre estaba presente.
Todos los pacientes que había tratado tenían a aquel enemigo dentro, o merodeando por las inmediaciones. Su misión como médico era descubrir dónde se ocultaba, obligarlo a salir y aniquilarlo. Luego, podía uno ver la victoria en la cara del paciente y saborearla.
Sohaila aún tenía molestias, pero pasarían. Le administraban alimentación líquida y evacuaba con normalidad, y aunque estaba todavía débil no se debilitaría más. La fiebre había remitido espectacularmente. Sus constantes vitales se habían normalizado o estaban en vías de normalización. Todo un éxito. La muerte no iba a llevarse a aquella niña. Si no tenía un nuevo percance, crecería, podría jugar, educarse, casarse y tener hijos.
Pero era una victoria cuyo mérito no le correspondía por entero a MacGregor. Los cuidados que le había dispensado a la niña eran sólo de apoyo, no curativos. ¿Habían ayudado? Probablemente, se decía él. Era imposible trazar la divisoria entre lo que habría ocurrido de no intervenir y lo que hubiese pasado de no hacerlo. La medicina sería mucho más fácil si los médicos tuviesen tal grado de introspección. Sin embargo, aún no la tenían y a lo mejor nunca la tendrían.
De no haber tratado él a la niña… Pues, bueno, en aquel clima, el calor podía haber bastado para acabar con ella, o la deshidratación, o acaso una infección secundaria de algún agente patógeno de los llamados «oportunistas». Las personas no solían morir a manos de la dolencia principal, sino de otra que contraían a causa del debilitamiento general del organismo.
Pero, en fin, daba igual de quién fuese el mérito. El caso es que la encantadora Sohaila no tardaría en volver a sonreír.
MacGregor le tomó el pulso y la niña se quedó dormida. El médico volvió a posar la mano de Sohaila en la cama y se dio la vuelta.
—Su hija se restablecerá por completo —les dijo a los padres, confirmando sus esperanzas y disipando sus temores con aquellas seis palabras, dichas en tono sosegado y amable.
La madre contuvo el aliento como si le hubiese golpeado en la boca del estómago. Rompió a llorar y se cubrió el rostro con las manos. El padre reaccionó como debía de considerar que era más varonil, con expresión imperturbable, que luego relajó a la vez que miraba al techo con un suspiro de alivio. Luego, cogió la mano del médico y sus oscuros ojos marrones lo miraron con fijeza.
—No lo olvidaré —le dijo el general.
Pero en fin… MacGregor tenía que ocuparse ahora de Saleh, a quien inconscientemente desterró de sus preocupaciones durante unas horas. El joven médico salió del pabellón y, al llegar al fondo del pasillo, entró en un cuarto para cambiarse de ropa.
Una vez en la habitación de Saleh comprendió que todo estaba perdido. Lo habían sujetado a la cama con correas. La enfermedad le había afectado al cerebro. La demencia era otro de los síntomas del Ébola, y había que considerarlo un síntoma piadoso. Saleh miraba las manchas de humedad del techo con expresión ausente.
La enfermera que lo asistía le pasó a MacGregor la ficha de gráficas. Las constantes habían evolucionado a peor. MacGregor puso cara de circunstancias y ordenó que le aumentasen la dosis de morfina. El tratamiento de sostenimiento no había servido en aquel caso para nada.
Una victoria y una derrota.
De haber podido elegir a quien salvar habría optado por el mismo desenlace. Saleh era lo bastante mayor como para haber tenido una vida más o menos plena. No debían de quedarle más allá de cinco días. MacGregor no podía hacer ya nada para salvarlo, sólo tratar de que su agonía fuese lo menos cruel posible, para hacerle las cosas más llevaderas a él, y al personal médico.
Al cabo de cinco minutos, MacGregor salió de la habitación, se quitó el traje protector y fue a su despacho con cara de circunstancias.
¿Dónde se había originado? ¿Por qué la niña vencía a la enfermedad y el adulto moría? ¿Cuál era la explicación que no alcanzaba a ver?
El médico se sirvió una taza de té y trató de reflexionar, al margen de derrotas y victorias, para buscar la información que explicase el desenlace de ambos casos. La misma enfermedad, contraída al mismo tiempo. Dos desenlaces muy distintos.
¿Cuál era la razón?