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WWW.TERROR.ORG

Tenía mucho trabajo por hacer. De regreso en su oficina Badrayn activó la computadora, que contaba con un módem de alta velocidad y una línea telefónica de fibra óptica conectada a la embajada de Irán —ahora RIU— en Pakistán y desde allí a otra línea en Londres, desde donde podía ingresar a la WWW, Red Mundial, sin temor a dejar rastros. Lo que alguna vez había sido una práctica bastante simple para las agencias policiales. Después de todo, eso eran el contraespionaje y el contraterrorismo. Se había vuelto virtualmente imposible: literalmente millones de personas podían acceder a toda la información producida por la humanidad, y a mayor velocidad que la que uno empleaba en caminar desde su auto a la biblioteca municipal. Badrayn empezó por buscar los diarios más importantes, desde el Times de Los Angeles al Times de Londres, sin olvidar a Nueva York y Washington en el trayecto. Todos los diarios mayores ofrecían la misma historia de base, aunque el comentario editorial difería ligeramente de uno a otro. Las historias eran vagas en cuanto a fechas y Badrayn se vio obligado a recordar que la mera repetición del contenido no garantizaba veracidad. Pero esto parecía real. Badrayn sabía que Ryan había sido oficial de inteligencia y también sabía que los británicos, los rusos y los israelíes lo respetaban. Seguramente historias como ésa explicaban semejante respeto. También lo hacían sentirse un tanto incómodo, hecho que hubiera sorprendido a su amo. Ryan podía ser un adversario más formidable de lo que Daryaei creía. Sabía actuar con decisión en circunstancias difíciles, característica en absoluto subestimable.

Pero Ryan estaba ahora fuera de su elemento, hecho que la cobertura periodística dejaba en claro. Mientras pasaba de un diario local a otro, un nuevo sello editorial apareció en pantalla. Reclamaba una indagación del Congreso sobre las actividades de Ryan en la CIA. Y el gobierno colombiano pedía en términos diplomáticos una explicación de las acusaciones… Otra tormenta en ciernes. ¿Cómo respondería Ryan a tantos cargos y demandas? Pregunta abierta, concluyó Badrayn. Imprimió los artículos y editoriales más importantes para su uso posterior y procedió a ocuparse de su verdadera misión.

Había una página local dedicada a convenciones y exhibiciones de ventas en todo Estados Unidos. Probablemente para agentes de viaje, pensó. Bueno, no sería tan complicado. Era cuestión de elegirlas por ciudad. Eso le indicaría las características de los centros de convención, típicamente edificios grandes con estructura de granero. Cada uno tenía destinada una página para alardear de sus capacidades. Muchos mostraban diagramas y direcciones de viaje. Todos daban números de teléfono y fax. Copió hasta llegar a veinticuatro, un poco más por las dudas. No podía enviar a uno de sus viajeros a una exhibición de ropa interior femenina, por ejemplo, aunque… sonrió para sus adentros. De todos modos las exhibiciones de modas y telas corresponderían a la temporada invernal, porque el verano todavía no había llegado… ni siquiera a Irán. Exhibiciones de automóviles. Se realizaban en todo el territorio norteamericano. Era evidente que los fabricantes de automóviles y camiones exhibían sus productos como un circo ambulante exhibe sus fieras y payasos… Tanto mejor.

Circo, pensó, y señaló otra página… Pero no, no era la época del año. Mala suerte. ¡Pésima ventura en realidad!, gruñó Badrayn. ¿Los grandes circos no viajaban en trenes privados? Maldición. Pero, inevitablemente, era un mal momento para circos. Tendría que ser la exhibición de vehículos.

Y todas las demás.

Todos los miembros del grupo dos estaban desahuciados. Había llegado la hora de terminar con su sufrimiento. No tanto por misericordia como por eficiencia. No tenía sentido arriesgar las vidas de los médicos por gente condenada a muerte tanto por la ley como por la ciencia. Y así, como los del grupo uno, fueron enviados a mejor vida mediante grandes inyecciones de Dilaudid. Moudi observó el proceso por circuito cerrado. El alivio de los médicos era visible, incluso a través de las máscaras de plástico. En pocos minutos todos los sujetos del experimento habían muerto. Practicarían los mismos procedimientos que antes. El médico se felicitó por lo bien que habían funcionado. Además, ningún miembro del personal se había contagiado. Eso se debía principalmente a su crueldad. Sabía que en otros lugares, hospitales propiamente dichos, no tendrían tanta suerte. De hecho, ya estaban lamentando la pérdida de algunos practicantes.

Era extraño que los segundos pensamientos llegaran siempre demasiado tarde para implementarlos. Ya no podía detener lo que estaba por pasar, así como no podía detener el eje de la tierra.

Los médicos empezaron a arrojar los cadáveres infectados a las camillas. Moudi apartó la vista. No tenía necesidad de volver a verlo. Se levantó y volvió al laboratorio.

Otro equipo de técnicos estaba cargando la sopa en recipientes conocidos como frascos. Tenían mil veces más frascos de los que necesitaban, pero la naturaleza de la operación era tal que siempre resultaba más fácil hacer de más que justo lo suficiente. Además, el director había dicho que era imposible saber si se necesitarían más en el futuro. Los frascos eran de acero inoxidable, en realidad de una aleación especial que no perdía su fuerza bajo el frío extremo. Todos fueron llenados a tres cuartos de su capacidad y sellados. Posteriormente serían rociados con sustancias químicas cáusticas para garantizar la asepsia del exterior. Luego serían colocados en una carretilla y trasladados al depósito refrigerado en el sótano del edificio, donde finalmente serían sumergidos en nitrógeno líquido. Las partículas de virus de Ebola podrían permanecer allí durante décadas, demasiado heladas para morir, completamente inertes, esperando la próxima exposición al calor y la humedad… y la próxima oportunidad de reproducirse y matar. Uno de los frascos quedaría en el laboratorio, dentro de un recipiente criogénico del tamaño de un tambor de petróleo, aunque un poco más alto, con un despliegue LED de la temperatura interna.

En cierto sentido era un alivio que esa parte del drama estuviera a punto de terminar. Moudi se detuvo en la puerta, observando cumplir sus funciones al personal inferior. Probablemente ellos sintieran lo mismo. Pronto las veinte latas de aerosol serían llenadas y retiradas del edificio, cada centímetro cuadrado sería rigurosamente higienizado, y todo volvería a sus habituales condiciones de seguridad. El director volvería a pasar todo el tiempo en su oficina y Moudi… bueno, no podría reaparecer en la OMS, ¿no? Después de todo, había muerto en un accidente aéreo sobre la costa del Líbano. Alguien tendría que proporcionarle una nueva identidad y un nuevo pasaporte para viajar, suponiendo que volviera a hacerlo. O tal vez, como medida de seguridad… No, el director no sería tan cruel, ¿o sí?

—Hola, quiero hablar con el Dr. Ian MacGregor.

—¿Quién le habla?

—El doctor Lorenz del CDC de Atlanta.

—Un momento, por favor.

Gus tuvo que esperar dos minutos por reloj, lo suficiente para encender su pipa y abrir la ventana. Los más jóvenes solían burlarse de su hábito, pero no inhalaba el humo y fumar en pipa ayudaba a pensar y…

—Habla el doctor MacGregor —dijo una voz joven.

—Soy Gus Lorenz, de Atlanta.

—¡Ah! ¿Cómo está, profesor?

—¿Cómo andan sus pacientes? —preguntó Lorenz a siete husos horarios de distancia. Le gustaba la voz de MacGregor, que obviamente trabajaba hasta tarde. Los buenos médicos solían hacerlo.

—Me temo que el paciente masculino no está nada bien. Pero la niña se está recuperando.

—¿En serio? Bueno, examinamos las muestras que nos mandó. Ambas contenían el virus de Ébola, sub-variedad Mayinga.

—¿Está completamente seguro?

—Sin duda, doctor. Yo mismo hice los análisis.

—Me lo temía. Envié otro grupo de muestras a París, pero todavía no me respondieron.

—Necesito saber algunas cosas. —Lorenz sacó un anotador… Hábleme un poco más de sus pacientes.

—Hay un problema con eso, doctor Lorenz —tuvo que decir MacGregor. No sabía si la línea estaba intervenida, pero tratándose de Sudán no cabía descartar la posibilidad de que lo estuviera. Por otra parte tenía que decirle algo a Lorenz, así que empezó a relatar cuidadosamente todo lo que estaba en condiciones de revelar.

—Anoche la vi por televisión. —El Dr. Alexandre había decidido compartir el almuerzo con Cathy Ryan precisamente por esa razón. La doctora Ryan había empezado a gustarle. ¿Quién hubiera dicho que una cirujana oftalmóloga (para Alex, la de Cathy era una especialidad mecánica y no verdadera medicina como la que él practicaba… aunque cada profesión tiene sus rivalidades y Alex sentía lo mismo por todas las especialidades quirúrgicas) se interesaría en genética? Además, probablemente necesitaría una palabra amistosa.

—Qué bien —replicó Caroline Ryan con la vista clavada en su ensalada de pollo. Alexandre se sentó. El guardaespaldas parecía tenso y desdichado.

—Usted estuvo muy bien.

—¿Le parece? —Lo miró a los ojos y dijo al pasar—. Hubiera querido romperle la cara.

—Bueno, no se notó. Respaldó muy bien a su esposo, con muchísima elegancia e inteligencia.

—¿Qué pasa con los periodistas? Quiero decir, ¿por qué…?

Alex sonrió.

—Doctora, si un perro orina sobre una boca de incendios no está cometiendo vandalismo. Sólo es un perro. —Roy Altman estuvo a punto de ahogarse con la bebida.

—Ninguno de nosotros quería esto, ¿sabe? —dijo ella, lo bastante compungida para no apreciar la broma.

El profesor Alexandre alzó las manos en señal de rendición.

—Pero estuvo allí e hizo eso, señora. Eh, yo nunca quise entrar al ejército. Casi me arrancaron de la facultad de Medicina. Todo salió bien e incluso alcancé rango de coronel. Descubrí que era una excelente forma de mantener el cerebro ocupado y pagar las cuentas.

—¡No me pagan para abusar de mí! —objetó Cathy, aunque con una sonrisa.

—Y su marido no gana lo que merece —agregó Alex.

—Nunca. A veces me pregunto por qué no trabaja gratis y devuelve los cheques para hacer notar que vale más de lo que le pagan.

—¿Cree que hubiera sido un buen médico?

A Cathy se le iluminaron los ojos.

—Se lo dije más de una vez. Creo que hubiera sido un cirujano… no, tal vez otra cosa, algo como usted. Siempre le gustó merodear y averiguar cómo son las cosas en realidad.

—Y decir lo que piensa.

Cathy lanzó una carcajada.

—¡Siempre! ¡Sin excepción!

—Bueno, ¿sabe una cosa? Parece un buen tipo. No lo conozco, pero me agrada lo que vi. Obviamente no es político… pero tal vez eso no sea tan malo de vez en cuando. ¿Me haría el favor de animarse un poco, doctora? ¿Qué es lo peor que podría suceder? Que él abandone el puesto, vuelva a hacer lo que le gusta —enseñar, según dijo—, y usted siga siendo una gran cirujana con un Lasker colgado en la pared.

—Lo peor que podría suceder…

—Aquí está el señor Altman para ocuparse de eso, ¿no? —Alexandre lo miró… Supongo que es suficientemente corpulento para interceptar la bala—. El agente no respondió, pero bastó una mirada. Sí, defendería a muerte a su custodiada… Tienen permitido hablar de estas cosas, ¿no?

—Sí, señor, podemos hablar si usted pregunta. —Todo el día había querido hablar de eso. Había visto el especial por televisión y, como de costumbre, la Custodia Personal había especulado con darle un escarmiento al insolente reportero. El Servicio Secreto también tenía sus fantasías… Doctora Ryan, su familia nos gusta mucho, y no lo digo por cortesía, ¿entendido? No siempre nos gustan nuestros custodiados. Pero ustedes sí nos gustan, todos ustedes.

—Hola, Cathy. —Era el decano James, que la saludó al pasar con una sonrisa.

—Hola, Dave. —Varios médicos la saludaron desde sus mesas. Bueno, despues de todo no estaba tan sola como creía.

—Entonces, Cathy, ¿es verdad que está casada con James Bond?

En otro contexto la pregunta la hubiera sacado de quicio, pero los ojos de Alexandre resplandecían de gozo.

—Sé muy poco en realidad. Me enteré de algo cuando el presidente Durling le pidió a Jack que fuera vicepresidente, pero no puedo…

Alexandre alzó una mano.

—Ya sé. Todavía debo atenerme a ciertas cláusulas de seguridad porque de vez en cuando visito Fort Detrick.

—No es como en el cine. Nadie hace esa clase de cosas y luego bebe un trago, besa a la chica y se aleja a bordo de su automóvil. Jack solía tener horribles pesadillas y… bueno, yo lo abrazaba dormido y lograba calmarlo, pero al despertar fingía que no había pasado nada. Conozco parte del asunto, no todo. Cuando estuvimos en Moscú el año pasado, se nos acercó un ruso y dijo que una vez le había apuntado un revólver a la cabeza a Jack. —Altman comenzó a prestar más atención al relato—, pero lo dijo como si fuera una broma y después aseguró que el revólver estaba descargado. Luego cenamos juntos, como si fuéramos amigos o compinches, y conocí a su esposa… una pediatra, ¿no es increíble? Ella es médica y su esposo es el espía ruso más importante y…

—Suena un poco traído de los pelos —coincidió el Dr. Alexandre enarcando juiciosamente una ceja. Al instante ambos reían a carcajadas.

—Todo esto es una locura —concluyó Cathy.

—Hablando de locuras, tenemos dos casos de Ébola confirmados en Sudán. —Había logrado distender el ánimo de Cathy y ya podía hablarle de sus problemas.

—Un lugar un poco raro para el virus. ¿Los enfermos eran de Zaire?

—Gus Lorenz está averiguando. Y yo estoy esperando el resultado de sus averiguaciones. No puede tratarse de un estallido local.

—¿Por qué no? —preguntó Altman.

—Es el peor medio ambiente para el virus —explicó Cathy, decidiéndose finalmente a comer… Caluroso, seco, con un sol implacable. Los rayos ultravioletas del sol lo exterminan.

—Como un lanzallamas —acotó Alex… Y no hay jungla para que vivan los animales portadores.

—¿Sólo dos casos? —preguntó Cathy con la boca llena de ensalada. Al menos la había instado a alimentarse, pensó Alexandre. Sí, todavía conservaba su estilo galante… hasta en la cafetería.

Asintió.

—Un hombre adulto y una niñita, es todo lo que sé por ahora. Gus hará los análisis hoy mismo, probablemente ya los haya hecho.

—Maldición, Ébola es un virus muy escurridizo. Y todavía no descubren al portador.

—Ya son veinte años de búsqueda —confirmó Alex… Jamás se encontró un animal enfermo… bueno, obviamente el portador no podría estar enfermo, usted me entiende.

—Como un caso criminal, ¿no? —preguntó Altman… ¿Merodeando en busca de evidencia física?

—Más o menos —admitió Alex… Sólo que estamos buscando en todo un país y aún no sabemos exactamente qué estamos buscando.

Don Russell vio salir los catres. Después de almorzar, ese día habían almorzado emparedados de jamón y queso con pan blanco, un vaso de leche y una manzana, todos los niños bajaban a dormir una pequeña siesta. Los adultos pensaban que era una gran idea. La señora Daggett era una gran organizadora y los niños conocían de memoria la rutina. Los catres se guardaban en el depósito y cada niño sabía cuál era el espacio que le estaba destinado. SANDBOX se estaba entendiendo muy bien con Megan O’Day. Las dos solían llevar puestos jardineros Oshkosh adornados con flores o conejitos… por lo menos la tercera parte de los niños los usaba, era una marca muy popular entre ellos. Lo más engorroso era persuadirlos de ir al baño para evitar accidentes durante la siesta. Finalmente algunos eran inevitables, pero para eso eran niños. El procedimiento demoró quince minutos en total, menos que antes porque dos de sus agentes ayudaron. Finalmente los niños se acostaron en sus catres, con sus mantas y sus osos, y se apagaron las luces. La señora Daggert y sus colaboradores buscaron sillas para sentarse y libros para leer.

—SANDBOX está durmiendo —dijo Russell, saliendo a tomar un poco de aire fresco.

—Parece un ganador —dijo uno de los miembros del equipo móvil, sentado en un rincón de la casa de enfrente. Habían guardado su Chevy Suburban en el garaje familiar. Eran tres agentes, dos de ellos en constante vigilancia cerca de la ventana que daba al Giant Steps. Probablemente estarían jugando a las cartas, siempre una buena manera de matar el tiempo. Cada quince minutos— no tan regularmente por si alguien estaba vigilando. Russell u otro agente recorría las inmediaciones. Un circuito de televisión vigilaba el tránsito de la autopista Ritchie. Uno de los agentes internos permanecía posicionado para cubrir las puertas dentro y fuera del centro. En ese momento era Marcella Hilton, joven y bella, siempre con la cartera a cuestas. Una cartera especial para policía femenina, tenía un bolsillo lateral que le permitía alcanzar sin dificultades su SigSauer 9mm automática y dos cargas de cartuchos de repuesto. Se estaba dejando crecer el cabello más allá de los hombros, con cierto estilo hippie (tendría que explicarle qué era un hippie) para acentuar su —disfraz…

Seguía sin gustarle. Era un lugar de fácil acceso, demasiado próximo a la autopista con su tránsito pesado, y había un estacionamiento a la vista, el emplazamiento perfecto para los delincuentes. Por lo menos habían ahuyentado a los periodistas. SURGEON había sido más que directa al respecto. Después de algunos comentarios iniciales sobre Cathy Ryan y sus amiguitos tuvieron que ajustarse los cinturones. A partir de ese momento se les pidió, con firmeza no desprovista de cortesía, que no volvieran por allí. Los que insistían a toda costa tenían que hablar con Don Russell, que reservaba su cariño de abuelo exclusivamente para los niños del Giant Steps. Con los adultos era intimidante y solía ponerse sus gafas oscuras para parecerse más a Schwarzenegger, a quien superaba en estatura por más de tres pulgadas.

Pero habían reducido la subcustodia a seis agentes. Tres en el lugar y tres al otro lado de la calle. El último trío portaba armas grandes, ametralladores Uzi y M-16 con mira telescópica. En otro lugar seis hubieran sido muchos, pero allí no, pensó. Desafortunadamente, la presencia de un solo agente más hubiera transformado a esa cálida guardería en un campamento militar, y el presidente Ryan ya tenía bastantes problemas.

—¿Cuál fue el resultado, Gus? —preguntó Alexandre. Uno de sus pacientes de SIDA había empeorado, y estaba intentando encontrar una alternativa para él.

—Identidad confirmada. Ébola Mayinga, la misma variedad de los dos casos de Zaire. El paciente adulto no podrá recuperarse, pero la niña sí.

—¿Ah, sí? Qué bien. ¿En qué se diferencian ambos casos?

—No estoy seguro, Alex —replicó Lorenz… No tengo mucha información sobre los pacientes, sólo sus nombres de pila, edades y cosas por el estilo. El adulto se llama Saleh y la niñita Sohaila.

—Nombres árabes, ¿no? —Pero Sudán era un país islámico.

—Creo que sí.

—Sería útil saber cuál es la diferencia entre ambos casos.

—Ya intenté averiguarla. El médico a cargo es un tal Ian MacGregor, creo que de la Universidad de Edimburgo. Por teléfono parece muy capaz. De todos modos, no sabe cuál es la diferencia.

Tampoco tiene idea de cómo se contagiaron. Aparecieron en el hospital casi al mismo tiempo y casi en las mismas condiciones. Los primeros síntomas eran de gripe o malestar posterior al vuelo…

—¿De dónde viajaron, entonces? —lo interrumpió Alexandre.

—Pregunté. MacGregor dijo que no podía decirlo.

—¿Cómo es posible?

—También pregunté cómo era posible. Dijo que tampoco podía responderme eso, pero aseguró que no tenía conexión con los casos. —El tono de Lorenz indicaba a las claras cuál era su opinión al respecto. Ambos sabían que era una cuestión de políticas locales, uno de los grandes problemas de África, especialmente en cuanto al SIDA.

—¿No hubo más casos en Zaire?

—Nada —confirmó Gus… Eso terminó. Es un rompedero de cabeza, Alex. La misma enfermedad apareció en dos lugares diferentes, a dos mil millas de distancia, dos casos por lugar, dos muertos, un agonizante y una en vías de recuperación. MacGregor ha iniciado procedimientos preventivos en su hospital y aparentemente sabe lo que hace—. Casi se podía oír cómo se encogía de hombros por teléfono.

Lo que había dicho el tipo del Servicio Secreto durante el almuerzo era acertadísimo, pensó Alexandre. El suyo era más un trabajo detectivesco que médico, y en este caso no tenía el menor indicio en qué apoyarse, como esos casos de crímenes seriales sin pistas. Tal vez fueran entretenidos en forma de libro, pero no en la realidad.

—Está bien. ¿Entonces qué sabemos?

—Sabemos que la variedad Mayinga está vivita y coleando. La inspección visual es idéntica. Estamos haciendo algunos análisis de proteínas y secuencias, pero mi técnico afirma que son idénticos punto por punto.

—Maldición, ¿dónde está el huésped, Gus? ¡Si pudiéramos encontrarlo!

—Gracias por la observación, doctor. —Gus estaba molesto de la misma manera y por la misma razón. Pero era una vieja historia para ambos. Bueno, pensó, había llevado miles de años descubrir el proceso de la malaria. Hacía apenas veinticinco que investigaban a Ébola. Evidentemente el virus andaba por allí desde hacía tiempo, apareciendo y desapareciendo como un ficticio asesino serial. Pero Ébola no tenía cerebro ni estrategia, y ni siquiera se movía por voluntad propia. Estaba superadaptado a algo muy limitado y excesivamente estrecho. Pero no sabían a qué… Basta para empujar a un hombre a la bebida, ¿no?

—Supongo que un buen trago de borgoña lo mataría, Gus. Tengo que ver unos pacientes.

—¿Te gusta hacer la recorrida diaria, Alex? —Lorenz también la extrañaba.

—Es bueno volver a ser un verdadero médico. Pero me gustaría que mis pacientes tuvieran un poco más de esperanza. Bueno, son cosas de la profesión, ¿no?

—Si quieres, te enviaré los resultados del análisis estructural por fax. Lo bueno es que parece estar controlado —repitió Lorenz.

—Te lo agradeceré. Hasta la vista, Gus. —Alexandre colgó. ¿Controlado? Lo mismo pensamos antes. Pensó en otra cosa, como debía. Paciente blanco, masculino, treinta y cuatro años, homosexual. ¿Cómo estabilizarlo? Recogió la planilla y salió del consultorio.

—¿Entonces no soy el más adecuado para colaborar en la selección de los jueces? —preguntó Pat Martin.

—No te sientas mal —respondió Arnie… Todos nosotros somos los menos adecuados para cualquier cosa.

—Excepto tú —advirtió el presidente con una sonrisa.

—Todos cometemos errores de juicio —admitió Van Damm… Podría haber abandonado con Bob Fowler, pero Roger dijo que me necesitaba para atender este bendito negocio y…

—Sí. —Ryan asintió… Lo mismo me pasó a mí. ¿Y entonces, señor Martin?

—No se violó ninguna ley. —Había pasado las tres últimas horas revisando los archivos de la CIA y el informe de Jack sobre las operaciones colombianas. Ahora una de sus secretarias, Ellen Sumter, estaba al tanto de cierta información restringida… pero era una secretaria presidencial y, además, le convidaba cigarrillos a Jack—. Al menos en lo que a usted respecta. Ritter y Moore podrían ser acusados de no reportar la totalidad de sus actividades encubiertas al Congreso, pero aducirían que el presidente les ordenó hacerlo de ese modo y las instrucciones sobre Operaciones Especiales y Riesgosas anexadas al estatuto de supervisión contribuirían a su defensa. Supongo que podría hacer que los procesaran, pero no querría ocuparme personalmente del caso —prosiguió—. Estaban tratando de solucionar el problema de la droga y la mayoría de los jurados no los condenarían por eso, especialmente porque a raíz de nuestra intervención se desbarató el cártel de Medellín. El verdadero problema es desde la perspectiva de las relaciones internacionales. Colombia se sentirá muy molesta, señor, y con razón. Hay tópicos de ley internacional y tratados aplicables a la actividad, pero no tengo suficiente conocimiento del tema para arriesgar una opinión. Desde el punto de vista doméstico debemos atenernos a la Constitución, la ley suprema del país. El presidente es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. El presidente decide qué atañe o no a la seguridad del país como parte de sus potestades ejecutivas. Por consiguiente, el presidente puede realizar cualquier acción que considere apropiada para proteger la seguridad del país… eso es, precisamente, lo que significa poder ejecutivo. El freno para eso, aparte de las violaciones estatutarias que se aplican dentro del país, está en las moderaciones y equilibrios propiciados por el Congreso. El Congreso puede negar fondos para evitar algo, pero nada más. La Resolución de Poderes de Guerra fue redactada de manera tal que el presidente pueda actuar antes de que el Congreso intente impedirlo. Como verá, la Constitución es flexible en cuanto a los temas realmente importantes. Fue creada para que la gente razonable solucione las cosas de manera razonable. Se supone que los representantes electos saben qué quiere la gente y actúan acordemente, siempre dentro de límites razonables.

¿Los que redactaron la Constitución, se preguntó Ryan, eran políticos o qué?

—¿Y el resto? —preguntó el jefe de staff.

—¿Las operaciones de la CIA? No se aproximan a ninguna clase de violación, pero nuevamente enfrentamos un problema político. En mi opinión, no olvide que dirigí muchas investigaciones de espionaje, fueron hermosos trabajos, señor presidente. Excelentes. Pero los medios no dirán lo mismo —le advirtió.

Arnie pensó que, de todos modos, era un buen comienzo. Su tercer presidente no tendría que temer que lo mandaran a la cárcel. Después de eso venía el tema político, que era, para él, lo más importante de todo.

—¿Audiencias cerradas o abiertas? —preguntó Van Damm.

—Según la política. Lo principal es el tema internacional. Será mejor resolverlo con el Departamento de Estado. En eso me tienen al filo de la navaja, éticamente hablando. Si hubiera descubierto una posible violación de su parte en cualquiera de estos tres casos, no habría podido discutirla con ustedes. Llegado el caso me cubriría diciendo que usted, señor presidente, me pidió opinión sobre las posibles violaciones criminales de otros, pedido al que yo, como funcionario federal, debo responder como parte de mis deberes oficiales.

—Saben, me gustaría que dejaran de hablar como abogados todo el tiempo —les espetó Ryan de mala manera… Debo enfrentar problemas reales. Un nuevo país en Medio Oriente que no nos tiene la menor simpatía, los chinos haciendo lío en el mar por razones que no alcanzo a comprender, y todavía no tengo un Congreso.

—Éste es un problema real —aclaró Arnie. Otra vez.

—Sé leer. —Ryan señaló la pila de recortes sobre su escritorio. Los medios le habían obsequiado los borradores de los editoriales adversos que publicarían al día siguiente. Muy considerado de su parte… Antes creía que la CIA era Alicia en el País de las Maravillas. La erraba por mucho. Está bien, la Corte Suprema. Leí más de la mitad de la lista. Son todos buena gente. La semana próxima revelaré mis elecciones.

—El Colegio de Abogados saltará como leche hervida —dijo Arnie.

—Que salten. No puedo mostrarme débil. Lo aprendí anoche. ¿Qué pensará hacer Kealty?

—Lo único que puede hacer: debilitarte políticamente, amenazarte con el escándalo y obligarte a renunciar. —Arnie volvió a levantar la mano… No estoy diciendo que tenga sentido.

—Maldita sea, Arnie. Casi nada tiene sentido en esta maldita ciudad. Por eso lo sigo intentando.

Un elemento crucial para la consolidación del nuevo país era, por supuesto, el ejército. Las divisiones de la ex Guardia Republicana conservarían su identidad. Habría que hacer algunos ajustes en los cuerpos de oficiales. Las ejecuciones de las últimas semanas no habían expulsado por completo los elementos indeseables pero, por razones de amistad, las siguientes eliminaciones se transformaron en simples retiros… Las órdenes de retiro fueron ostensiblemente directas: Abandonar la fila y desaparecer. Una advertencia que no podía pasar inadvertida. Los oficiales obligados a retirarse aceptaban su destino con sumisión, contentos y agradecidos de seguir con vida.

Esas unidades habían sobrevivido a la Guerra del Golfo Pérsico… al menos en su mayoría. El feroz impacto del trato recibido a manos de los norteamericanos había sido mitigado por las numerosas campañas destinadas a sofocar rebeliones civiles, donde los rencorosos oficiales pudieron desplegar a gusto sus fanfarronadas y bravuconadas.

Los grupos salieron de Irán por la autopista Abadan, atravesando puestos de gendarmería ya desmantelados. Se movían al amparo de la oscuridad y con un mínimo de tráfico radial… cosa que a los satélites no les importó.

—Tres divisiones pesadas fue el análisis instantáneo del I-TAC (Centro de Inteligencia y Análisis de Amenaza del Ejército), un edificio sin ventanas localizado en el Washington Navy Yard. La DIA y la CIA llegaron rápidamente a la misma conclusión. Ya estaba en camino un nuevo Orden de Batalla para el nuevo país, y las prime-ras especulaciones indicaban que la RIU duplicaba el poder militar conjunto de los demás estados del Golfo. Probablemente sería peor cuando terminaran de evaluar el resto de los factores.

—Me gustaría saber hacia dónde se dirigen exactamente —dijo el oficial superior de vigilancia mientras rebobinaban las cintas.

—El último límite de Irak siempre ha sido Shi-a, señor —le recordó un oficial subalterno.

—Y es el sector más próximo a nuestros amigos.

—Correcto.

Mahmoud Haji Daryaei tenía mucho en qué pensar y usualmente prefería hacerlo afuera, no adentro, de una mezquita. En este caso era una de las más antiguas del ex territorio iraquí, con vista a la ciudad más vieja del mundo: Ur. Aunque pertenecía a su Dios y su Fe, Daryaei también era un hombre de la historia y la realidad política que pensaba que todo formaba parte de un todo unificado que definía la forma del mundo y que, por consiguiente, todo debía ser tenido en cuenta. En momentos de debilidad o entusiasmo (en su mente ambos eran lo mismo) resultaba fácil pensar que ciertas cosas habían sido escritas por la mano inmortal de Alá, pero la circunspección era también una virtud exaltada en el Corán y Daryaei había descubierto que podía alcanzarla más fácilmente caminando por los alrededores de un lugar sagrado, preferentemente por un jardín como el de esa mezquita.