24
ENTRETANTO
El regreso al avión fue rápido y bien organizado. El gobernador volvió a sus quehaceres, igual que la mayoría de las personas que atestaron las aceras.
Ryan se recostó en el respaldo del mullido sillón, afectado por el cansancio que acostumbraba a seguir a la tensión.
—Bueno, ¿qué tal lo he hecho? —preguntó mientras, a través de la ventanilla, veía alejarse Indiana a 110 km/h.
Jack sintió un íntimo regocijo por ir a tal velocidad sin que los multasen.
—La verdad es que muy bien —le aseguró Callie Weston—. Ha hablado como un profesor.
—Me había dedicado a la enseñanza —dijo el presidente.
«Y, con suerte, puede que vuelva a dedicarme».
—Ha estado bien para un discurso como éste. No obstante, en otros, tendrá que mostrarse algo más vibrante —matizó Arnie—. Cada cosa a su tiempo —le aconsejó Callie al jefe de Estado Mayor—. Antes de andar se gatea.
—¿Debo pronunciar el mismo discurso en Oklahoma, no? —preguntó el POTUS.
—Sólo unos pocos cambios. Pero recuerde que ya no está en Indiana. Se referirá al rugby en lugar de al baloncesto.
—Ellos también perdieron a ambos senadores. Sin embargo, les queda un diputado, que estará con usted en el estrado —le dijo Van Damm.
—¿Por qué se libró? —preguntó Jack con displicencia.
—Debió de estar en la cama con alguna —contestó Van Damm con sequedad—. Anunciará usted un nuevo contrato para la base de las Fuerzas Aéreas de Tinker. Significa unos quinientos puestos de trabajo, y la viabilidad de varias pequeñas empresas de la región. Esto lo acogerán muy bien los periódicos locales.
Ben Goodley no estaba seguro de que fuesen a confirmarlo en el cargo de consejero de Seguridad Nacional. De momento era consejero «en funciones». Quizá fuese demasiado joven. No obstante, había aprendido mucho en su breve paso por Langley. Había conseguido el ansiado carnet del SIN mucho más joven que la mayoría. Sabía cómo organizar información y ordenarla de acuerdo a las prioridades.
Lo que más le gustaba a Goodley era trabajar a las órdenes directas del presidente Ryan. Estaba seguro de poder plantearle cualquier cuestión y de que Jack siempre le diría lo que pensaba. Sería otra buena ocasión para aprender; de adquirir una experiencia extraordinaria que algún día le permitiese dirigir la CIA por méritos específicos y no a través de la política.
Frente a la mesa de su despacho, en la pared, tenía uno de esos relojes que muestran la posición del sol en todo el mundo. Lo encargó el mismo día de su incorporación al trabajo. Parecía imposible, pero se lo trajeron a la mañana siguiente (lo habitual era que cualquier pedido de esa naturaleza avanzase lentamente por el papeleo burocrático de cinco departamentos distintos). Fue una agradable sorpresa.
Aquel reloj de pared, tal como pudo comprobar después de trabajar en el Centro de Operaciones de la CIA, era una referencia instantánea, mejor que la hilera de relojes que tenían en otros organismos. Permitía saber al instante dónde era mediodía y cuál era la hora oficial en aquel lugar del mundo, e incluso deducir si un determinado acontecimiento tenía lugar a una hora inhabitual, algo que en ocasiones era más elocuente que el boletín de escuchas del Departamento de Cifra (como el que acababa de recibir en su fax, conectado a su teléfono de línea segura, STU-4, de acuerdo a la designación alfanumérica para régimen interior).
El Centro de Seguridad Nacional enviaba resúmenes de sus actividades en todo el mundo. El personal del CESEN estaba integrado por militares de alta graduación, y aunque sus criterios eran más técnicos que políticos, merecía la pena tenerlos en cuenta.
Ben Goodley sabía bastantes cosas acerca de muchos de ellos. El coronel de las Fuerzas Aéreas que estaba de guardia en el departamento de escuchas del CESEN los días laborables por la tarde no era persona que molestase a nadie innecesariamente. Cuando firmaba un informe solía merecer la pena leerlo con atención. Eso fue lo que pasó, poco después del mediodía, hora de Washington.
El mensaje se refería a Irak. Ésta era otra virtud del coronel: de no ser estrictamente necesario, prescindía de encabezamiento cifrado. Ben Goodley alzó la vista para ver la hora. Acababa de ponerse el sol en aquella región, una hora en la que para unos empezaría el descanso y para otros la acción. La acción sería de las que duran toda la noche, al objeto de hacer las cosas sin interferencias, para que el día siguiente fuese de verdad un nuevo día.
—¡Madre mía…! —musitó Goodley que, tras leer el despacho, hizo girar su silla, cogió el teléfono y pulsó la tecla rápida de la memoria.
—Oficina del director —dijo la cincuentona que atendió la llamada.
—Goodley, para Foley.
—No se retire, doctor Goodley… Hola, Ben. —Buenos días, director.
Le pareció impropio llamarlo por su nombre de pila. Probablemente, volvería a trabajar en Langley aquel mismo año y no en un puesto secundario.
—¿Ha recibido usted lo que tengo yo? —añadió mirando la hoja del mensaje, que aún estaba caliente tras salir de la impresora—. ¿Irak?
—Exacto.
—Espero que lo haya leído ya más de una vez, Ben. Acabo de decirle a Bert Vasco que venga de inmediato.
Ambos eran conscientes de que la oficina para Irak de la CIA tenía escasa información. Aquel funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, en cambio, sabía mucho sobre la región.
—Me parece que la situación es bastante crítica.
—También me lo parece a mí —convino Ed Foley—. ¡Qué rápido actúa esa gente! Déme hora y media.
—Habría que informar al presidente —dijo Goodley en un tono que no dejaba traslucir la preocupación que sentía. O por lo menos eso creía él.
—Habría que informar al presidente de bastante más de lo que sabemos, ¿no cree, Ben? —remarcó Foley.
—¿Sí, director?
—Jack no se lo va a comer a usted por tener paciencia… —le aseguró Foley—, aparte de que no podemos hacer más que seguir la evolución de los acontecimientos. Recuerde que no podemos sobrecargarlo de información. No tiene tiempo de analizar toda la que recibe de los ministerios. Sólo deben llegarle informes concisos. Ésa es parte de la misión de usted. Tardará varias semanas en hacerse a la idea. No obstante, lo ayudaré añadió como para recordarle a Goodley que aún estaba en rodaje.
—De acuerdo. Esperaré —dijo Goodley.
Nada más colgar, Ben releyó el boletín del CESEN durante el minuto escaso que le concedió el teléfono antes de volver a sonar.
—Diga.
—Lo llamo desde la Secretaría de la Presidencia. Tengo al teléfono a un tal Golovko, por la línea privada del presidente. ¿Puede usted atender la llamada?
—Sí —contestó Goodley, temeroso de que algo grave hubiese ocurrido.
—Hablen, por favor —dijo la secretaria.
—Aquí Ben Goodley.
—Soy Golovko. ¿Quién es usted?
—El consejero en funciones de Seguridad Nacional del presidente. Y sé quién es usted.
—¿Goodley? Ah, sí, un funcionario del SIN que hace poco que se afeita. Lo felicito por su ascenso.
Todo un alarde, aunque Goodley ya daba por supuesto que en el despacho del ruso debían de tener ya un informe acerca de él en el que no debía faltar ni el número que calzaba, porque ni siquiera Golovko podía tener tan buena memoria. Goodley llevaba el tiempo suficiente en la Casa Blanca como para que el RVS (el ex KGB) hubiese podido informarse.
—Bueno, alguien ha de contestar al teléfono, señor ministro.
Goodley le devolvió la «gentileza». Golovko no era oficialmente ministro, aunque actuaba como tal. Sin embargo, técnicamente era un secreto. La réplica de Goodley no era precisamente un alarde de ingenio, pero ya era algo.
—¿Qué desea, Golovko?
—¿Está usted al corriente de mi acuerdo con Iván Emmetovich?
—Sí, señor.
—Muy bien. Pues dígale que un nuevo país está a punto de nacer, y se llamará Unión de Repúblicas Islámicas. De momento, incluirá a Irán e Irak, pero me da en la nariz que querrán ampliarlo.
—¿Qué fiabilidad tiene esta información, señor? —preguntó Goodley, que pensó que, cuanto más amable fuese, más halagado se sentiría el ego del ruso.
—Oiga, joven, no se me ocurriría informar a su presidente si no considerase fiable la información —dijo Golovko en tono comprensivo—. Es natural que me lo pregunte. De todas maneras, la fuente no es cosa de ustedes. Su fiabilidad basta para que yo les pase la información, junto a la que yo obtenga por mi cuenta. ¿Qué información tiene para mí?
La pregunta hizo tragar saliva a Goodley, que no tenía instrucciones sobre el respecto. Sabía que el presidente había hablado de cooperación con Golovko y que, tras consultar con Ed Foley, decidió llevar adelante la colaboración. Pero nadie le había dado instrucciones de corresponder con información a Moscú, y no podía llamar a Langley para pedirlas. Si lo hacía, daría una imagen de debilidad ante los rusos, y no convenía que América se mostrase débil en aquellos momentos. En aquel preciso instante era él quien estaba de guardia. No tenía más remedio que reaccionar con rapidez.
—Sí, señor ministro. No ha podido llamar usted más oportunamente. El director Foley y yo acabamos de hablar sobre la cuestión.
—Comprendo, doctor Goodley. Ya veo que su Departamento de Cifra es tan eficiente como siempre. Lástima que sus recursos humanos no estén a su altura.
Ben no se atrevió a replicar, aunque lo atinado de la observación hizo que se le encogiese el estómago. Goodley respetaba a Jack Ryan más que a ninguna otra persona, y sabía cuánto admiraba el presidente a Golovko. «Bien venido al primer equipo, chaval. Pero no nos falles».
Lo que tenía que haber dicho era que Foley lo había llamado a él.
—Ministro, hablaré con Jack Ryan dentro de una hora aproximadamente y le pasaré su información. Gracias por su oportuna llamada, señor.
—Buenos días, doctor Goodley.
«Unión de Repúblicas Islámicas», leyó Ben en el bloc que tenía encima de la mesa. Había existido una República Árabe Unida (la RAU), una inviable alianza entre Siria y Egipto. Sin embargo, estuvo condenada al fracaso desde el principio, ya que eran dos países incompatibles cuya alianza no tenía más objeto que destruir a Israel, que desbarató el plan del modo más expeditivo.
La Unión de Repúblicas Islámicas tenía tanto de organismo religioso como político. Porque Irán no era una nación árabe, a diferencia de Irak, sino más bien una nación aria con diversas raíces étnicas y lingüísticas. El Islam era la única religión importante que condenaba, de modo expreso, en sus textos sagrados toda forma de racismo. Proclamaba la igualdad de los hombres ante Dios, con independencia del color de su piel (un hecho que Occidente tendía a pasar por alto). De ahí que el Islam estuviese claramente concebido como fuerza unificadora y que la proyectada unión especulase con este hecho desde su propio nombre. Esto era tan elocuente que Golovko no necesitaba siquiera explicarlo, y también revelaba que, en esta cuestión, él y Ryan estaban en la misma onda.
Goodley volvió a mirar el reloj de pared. También en Moscú era ya de noche. Golovko trabajaba hasta tarde, aunque, en fin… no hasta tan tarde, teniendo en cuenta el alto cargo que ocupaba. Ben cogió el teléfono y volvió a pulsar la tecla de la memoria. Tardó menos de un minuto en resumir su conversación con Golovko.
—Podemos dar crédito a lo que él diga, por lo menos sobre esta cuestión. Serguei Nikolaievich es un profesional con mucha experiencia. Supongo que le habrá dado a usted algún revolcón dialéctico, ¿me equivoco? —dijo el director de la CIA.
—Dejémoslo en tirón de orejas —reconoció Goodley.
—No lo tome a mal, porque siempre le ha gustado bromear y poner en un brete a la gente. Pero no debe replicar usted. Haga caso omiso —le aconsejó Foley—. ¿Qué le preocupa a Golovko?
—Que se unan un montón de repúblicas islámicas —repuso Goodley.
—Estoy de acuerdo —terció alguien que acababa de incorporarse a la conversación.
—¿Vasco?
—Sí, acabo de llegar.
Goodley tuvo que repetir entonces lo que le había dicho a Ed Foley. Lo más probable era que también estuviese allí Mary Pat. Si por separado eran temibles, cuando pensaban juntos eran mortales de necesidad.
—Esto se me antoja algo de gran envergadura —señaló Goodley.
—También a mí me lo parece —dijo Vasco a través del interfono—. Voy a tocar algunas teclas. Volveré a estar con ustedes dentro de quince o veinte minutos.
—¿Querrá creer que Avi ben Jacob nos consulta? —dijo Ed Foley—. Deben de tener un día muy duro.
Era una ironía que a quien primero consultasen los rusos fuese a los norteamericanos (lo era también que les consultasen, sin más), y que fueran los únicos en llamar directamente a la Casa Blanca, incluso antes que los israelíes. Pero el lado divertido de la cuestión iba a durar poco, como sabían todos los que estaban en el secreto.
Los israelíes eran quienes peor debían de estar pasándolo en aquellas horas. Mucho más que los rusos. Y EE. UU. tendría que compartir por lo menos su preocupación.
Habría sido indigno de personas civilizadas negarles la oportunidad de rezar. Pese a su crueldad, por más graves que fuesen sus delitos, debían permitirles elevar por lo menos una breve plegaria. Cada uno de ellos tenía a su lado a un mullah que, con voz firme pero no exenta de amabilidad, les habló de su destino, citó las escrituras y les brindó la oportunidad de reconciliarse con Alá antes de comparecer ante Él.
Todos lo hicieron (que creyesen en lo que hacían, era una cuestión sobre la que sólo Alá podría pronunciarse). Así, los mullahs cumplían con su obligación. Luego, los conducirían al patio de la prisión.
Estaba organizado a la manera de una cadena de montaje, con el tiempo perfectamente calculado para que los tres clérigos le concediesen a cada uno de los condenados el triple del tiempo necesario para salir, de uno en uno, al patio, atarlo a un poste, fusilarlo, retirar el cuerpo y volver a empezar el «proceso». En total, empleaban cinco minutos para la ejecución y quince para la plegaria.
El comandante en jefe de la 41.a División Acorazada era el típico militar, sin más singularidad que una sincera fe religiosa. Le ataron las manos a la espalda frente a su imán (el general prefería el nombre árabe en lugar del nombre farsi). Luego, lo sacaron al patio unos hombres que hacía sólo una semana se le habrían cuadrado.
El general aceptaba su destino con valor. No pensaba darles la menor satisfacción a aquellos cabrones contra quienes combatió en el frente, aunque en su fuero interno maldijese a sus superiores, un hatajo de cobardes que había abandonado el país y los había dejado en la estacada. Deseó haber sido él el autor del magnicidio, y él su sustituto, pensó mientras lo esposaban al poste.
Se le antojó una humorada que sólo le quedasen unos segundos de vida. Resopló furioso. Competente y adiestrado por los rusos, siempre trató de ser un buen soldado —apolítico, de los que cumplían las órdenes sin hacer preguntas—. De ahí que nunca hubiese gozado de la plena confianza de sus líderes políticos. Pues bien: éste era el pago que recibía de los militares.
Un capitán se le acercó con una venda.
—Un cigarrillo, por favor —pidió el general—. La venda puede quedársela para cuando se acueste esta noche.
El capitán asintió impasible, insensibilizado por las diez ejecuciones que había llevado a cabo aquel día. Sacó un cigarrillo, lo puso entre los labios del general y se lo encendió. Al final de aquel ritual, dijo lo que creía que era su deber decirle.
—Salaam alaykum.
—Tendré más paz que usted, joven. Cumpla con su deber. Sin embargo, asegúrese de que su pistola esté cargada.
El general cerró los ojos y exhaló el humo del cigarrillo con delectación.
Días antes, el médico le dijo que le perjudicaba fumar. ¿Sería un chiste?
Pensó en su carrera militar, maravillado de haber sobrevivido al ataque con el que los americanos machacaron a su división en 1991. Había escapado a la muerte más de una vez, pero aquélla era una huida que todo hombre podía prolongar aunque nunca culminar.
Le dio otra chupada al cigarrillo. Era un Winston. Conocía el sabor. ¿Cómo podía permitirse un capitán semejante lujo?
Los soldados se llevaron el rifle al hombro a la orden de «¡Apunten!». Sus rostros eran la viva imagen de la impasibilidad. El general se dijo que matar endurecía a los hombres. Lo que normalmente habría considerado algo cruel y horrible, terminaba por convertirse en un deber rutinario…
El capitán se acercó al cuerpo, ligeramente vencido hacia adelante tras la descarga, sostenido por la cuerda con la que ataron las esposas al poste.
Otro más… pensaría el capitán, que sacó su Browning 9 mm y apuntó desde un metro de distancia. El disparo puso fin a los gemidos. Luego, dos soldados cortaron la cuerda y se llevaron el cuerpo mientras un compañero removía la tierra del derredor del poste con un rastrillo, no tanto para ocultar la sangre como para mezclarla con la tierra (porque la sangre era resbaladiza y alguien podía caerse).
El siguiente sería un político, no un militar. Por lo menos, los militares morían casi todos con dignidad, como aquel último. Los civiles no. Gimoteaban, lloraban y clamaban a Alá. Y siempre querían la venda. Era toda una lección para aquel capitán, que jamás había hecho nada semejante.
Tardaron varios días en organizar las cosas. Ahora se alojaban en casas situadas en distintas zonas de la ciudad. Pero una vez resuelto el problema del alojamiento, los generales empezaron a preocuparse: al alojarlos en distintas viviendas, podrían encarcelarlos uno a uno y devolverlos a Bagdad. Cada general y su familia sólo tenía dos guardaespaldas. ¿Qué podían hacer, salvo espantarles a los mendigos, cada vez que salían?
Se reunían con frecuencia (habían puesto un coche a disposición de cada uno de ellos), básicamente, al objeto de estudiar su definitivo lugar de exilio. Debatían si era más conveniente instalarse juntos en un mismo país o ir cada uno por su lado. Unos aducían que era más seguro, y menos costoso, comprar una extensa finca en la que construir sus viviendas. Otros argumentaban que ya que dejaban Irak para siempre (sólo dos especulaban con lo que los demás consideraban una quimera: volver a Irak como triunfadores y reclamar el gobierno) preferían no tener que verse nunca más.
Las circunstancias hacían aflorar antipatías alimentadas por la rivalidad instaurada en el seno del régimen. Además, no se necesitaban. Tenían fortunas superiores a los cuarenta millones de dólares (uno de ellos tenía más de trescientos repartidos entre varios bancos suizos), más que suficientes para llevar una vida confortable en cualquier país del mundo.
La mayoría eligió Suiza, que era siempre un seguro refugio para todo aquel que tuviese dinero y quisiera llevar una vida tranquila. El resto pensaba en países situados más al este. El sultán de Brunei estaba interesado en los servicios de altos oficiales para reorganizar su Ejército. Tres de los generales iraquíes tenían la intención de ofrecerse. También el gobierno local sudanés los sondeaba para contratar a algunos como asesores. Su misión sería dirigir operaciones contra las minorías animistas del sur del país (los iraquíes tenían larga experiencia por su lucha contra los kurdos).
Pero los generales no pensaban sólo en sí mismos. Tenían a susfamilias consigo (y a sus amantes, que, pese a lo violento que resultaba para todos, vivían bajo el mismo techo que su familia).
Sudán era, en su mayor parte, un país desértico abrasado por el sol. En la capital del antiguo protectorado británico había un hospital para extranjeros, cuyo personal era casi todo británico. Aunque no fuese un centro modélico, era bastante mejor que la mayoría de los que existían en el África sahariana. Casi todos los médicos que trabajaban allí eran jóvenes idealistas que llegaron con románticas ideas acerca de África y del ejercicio de la medicina (igual que había ocurrido a lo largo de los últimos cien años). No tardaron en comprender que las cosas no eran como imaginaban, pero lo hacían lo mejor que podían y, por lo general, bastante bien.
Los dos pacientes llegaron con apenas una hora de diferencia. La primera en llegar fue una niña de cuatro años, acompañada por su preocupada madre, que le explicó al doctor Tan MacGregor que la niña siempre había tenido buena salud, sin más percance que un leve episodio asmático que, tal como la madre dijo acertadamente, no tenía por qué haber sido un problema serio en Jartum, con un clima tan seco.
¿De dónde eran? ¿Iraquíes? Aquel médico no entendía de política, ni le importaba. Tenía 28 años y acababa de licenciarse en medicina interna. Era bajito, rubio y con prematuras entradas. Lo que le preocupaba era no haber leído ningún boletín acerca de aquel país y de un grave brote epidémico. Tanto él como el resto del personal habían sido alertados acerca del minibrote de Ébola en el Congo, pero se trataba sólo de un minibrote.
La temperatura de la paciente era de 38.o C, nada alarmante a tan corta edad, sobre todo en un país en el que a mediodía la temperatura rara vez era inferior a la corporal. La presión arterial, el ritmo cardíaco y el respiratorio tampoco eran anormales. Sin embargo, la niña daba la impresión de estar muy decaída. ¿Cuánto tiempo decía la madre que llevaban en Jartum? ¿Sólo unos días? En tal caso podía deberse sólo al cambio de aires. Unas personas eran más sensibles a ello que otras, se dijo el doctor MacGregor. Un clima tan distinto, la comida, el agua, podían alterar a un niño por el solo hecho de cambiar su rutina. También podía tratarse de un resfriado, de la gripe; de nada grave, en definitiva. Pese a ser muy caluroso, el clima de Sudán podía considerarse bastante saludable, a diferencia del de otras regiones de África.
El doctor MacGregor se puso los guantes de goma, no porque lo considerase imprescindible sino porque en la Facultad de Medicina de Edimburgo le inculcaron hacerlo siempre. Bastaba olvidarlo una vez para terminar como el doctor Sinclair. (Ah, ¿no sabían ustedes cómo se contagió el doctor Sinclair del sida, eh?). Conocer un solo antecedente era suficiente para adoptar las máximas precauciones.
La paciente no parecía sentirse muy mal. Quizá tuviese los ojos un poco inflamados, y también la garganta, pero nada grave. Quizá le bastase dormir bien una o dos noches. No tenía por qué recetarle nada especial. Aspirina para la fiebre y el dolor de cabeza, y si el problema persistía, que lo llamasen.
—Es un encanto de niña —le dijo a la madre.
Así, la madre se llevó a la niña y el médico se dijo que ya era hora de tomarse una taza de té. Mientras iba por el pasillo hacia la sala de descanso se quitó los guantes de látex que le acababan de salvar la vida y los tiró al cubo de la basura.
El otro paciente llegó media hora después. Era un hombre de 33 años con pinta de sinvergüenza, de torvo aspecto y tan receloso del personal africano como obsequioso respecto del europeo. Obviamente, era un hombre que conocía África, pensó el doctor MacGregor. Quizá fuese un empresario árabe.
—¿Viaja usted mucho? ¿Ha viajado recientemente?
Ah, bueno, pues ahí podía estar el quid. Había que tener mucho cuidado con el agua que se bebía. Eso podía explicar sus molestias intestinales. Y también a él lo mandaron a casa con un frasco de aspirinas inglesas y un sedante de los que se expendía sin receta.
Poco después, MacGregor salía del hospital tras haber cumplido con otra rutinaria jornada.
—¿Señor presidente? Ben Goodley por su línea de seguridad —le anunció una sargento, que lo acompañó a mostrarle cómo funcionaban los teléfonos en la cabina de comunicaciones.
—¿Ben? —dijo Jack.
—Tenemos informes de que han fusilado a muchos altos cargos iraquíes. Le envío un informe detallado por fax. Los rusos y los israelíes lo confirman.
Justo en aquel momento apareció un suboficial de las Fuerzas Aéreas y le entregó a Ryan tres hojas de papel. En la primera sólo decía «ALTO SECRETO. A LA EXCLUSIVA ATENCIÓN DEL PRESIDENTE», pese a que era obvio que ya lo hubieran visto tres o cuatro miembros del personal de comunicaciones (y eso sólo en el avión, que iniciaba su descenso a la base de Tinker).
—Acaban de traérmelo —anunció el presidente—. Déjeme leerlo.
Jack lo leyó y lo releyó con detenimiento.
—Bien —dijo Ryan cuando hubo terminado—. ¿Quiénes van a quedar?
—Según Vasco, nadie digno de mención —contestó Ben Goodley—. En esas listas de los que se han cargado figura la plana mayor del partido Baas y toda la cúpula militar. Eso significa que no queda nadie de gran nivel. Lo más alarmante llega de Palm Bowl, y…
—¿Quién es este comandante Sabah?
—Precisamente por eso mismo he llamado yo, señor —contestó Goodley—. Es un espía kuwaití. Según nuestros hombres, es bastante listo. Vasco opina igual. Las cosas van por donde nos temíamos, sólo que más de prisa.
—¿Cuál es la reacción de los saudíes? —preguntó Jack.
El VC-25A dio una leve sacudida al pasar por una zona de «baches» y el presidente se sobresaltó un poco. Debía de estar lloviendo.
—De momento, ninguna —repuso Ben—. Aún están estudiando la cuestión.
—Bien, gracias por la primicia, Goodley. Ténganme informado. —Por supuesto, señor.
Ryan posó el teléfono en su regazo y frunció el entrecejo. —¿Problemas?— preguntó Arnie.
—Irak. Los acontecimientos se precipitan. Han empezado las ejecuciones —contestó el presidente, a la vez que le pasaba el fax a su jefe de Estado Mayor.
Estas cosas tenían siempre un tufillo de irrealidad. El informe del CESEN, con las anotaciones de la CIA y de otros organismos, incluía una lista de nombres. De haber estado en su despacho, Ryan hubiese podido ver también fotografías de unos hombres a quienes no conocía ni conocería ya nunca, porque mientras él descendía en su avión a Oklahoma para pronunciar un apolítico discurso político, la vida de aquellos hombres tocaba a su fin. Era casi como escuchar por radió la retransmisión de un partido, salvo que, en este caso, los «disparos» procedían de armas de fuego, y el «instinto asesino» de los re… matadores se cebaba en personas de carne y hueso. Jack recibía la noticia que le transmitían desde más de 11000 km de distancia. Y la distancia propiciaba frases casi superpuestas cuyo contenido sobrecogía, de puro inconexas: «Un centenar de altos cargos iraquíes están siendo fusilados… ¿Quiere un sándwich antes de desembarcar, señor?». Pudo haber tenido gracia de no ser por las graves implicaciones que tenía para la política exterior. Aunque la verdad era que no. No hubiese tenido gracia en ninguna circunstancia.
—¿En qué piensa? —preguntó Van Damm.
—En que debería estar ahora en mi despacho —contestó Ryan—. Esto es importante. Tendría que seguirlo de un modo más directo.
—Se equivoca —dijo Arnie en tono admonitorio—. Ya no es usted el consejero de Seguridad Nacional. Ya hay otra persona que ha de cumplir esa misión. Es usted el presidente, y tiene muchas cosas importantes que hacer. El presidente no puede quedar nunca bloqueado por un solo problema, ni encerrarse en el despacho Oval. Quienes esperan verlo y oírlo ahora no quieren eso, porque significaría que no controla usted la situación, sino que los acontecimientos lo controlan a usted. Pregúntele a Jimmy Carter acerca de lo bien que le fue su segundo mandato. Además, lo de Irak no es tan importante.
—Podría serlo —protestó Jack en el mismo momento en que el aparato aterrizaba.
—Lo importante en estos momentos es su discurso —replicó Arnie señalando hacia la ventanilla.
Buena parte de los habitantes de Oklahoma se disponía a hacer un alto para escucharlo.
Ryan miró también por la ventanilla, pero no vio más que la… Unión de Repúblicas Islámicas.
En otros tiempos, era muy difícil entrar en la Unión Soviética. La Jefatura de Fronteras del Comité de Seguridad Nacional se encargaba de la vigilancia. En algunos casos, recurrían a minar extensos sectores y a levantar fortificaciones, con el doble objetivo de impedir a los de dentro salir y a los de fuera entrar. Las fortificaciones llevaban mucho tiempo en estado de abandono, y en la actualidad, el principal objetivo de tales puntos de control era, para la nueva generación de guardias fronterizos, aceptar sobornos.
Los contrabandistas utilizaban grandes camiones para introducir su mercancía en la nación que, si antes se gobernaba con mano de hierro desde Moscú, ahora no era más que una serie de repúblicas semiindependientes que en su mayoría debían valerse por sí mismas en lo económico y a las que, por lo mismo, no podían imponer ninguna uniformidad política. Pero no fue ése el plan inicial.
Al crear una economía centralizada, Stalin se propuso repartir los centros de producción, con la idea de que cada segmento del gran imperio dependiese de otros en productos vitales. Sin embargo, le pasó por alto el hecho de que, si toda la economía se hundía, cuando no pudiesen obtener algo por una vía tendrían que intentar conseguirlo por otra. Con la disolución de la Unión Soviética, el contrabando, que bajo el gobierno comunista estuvo muy controlado, se había convertido en una verdadera industria. Y con los productos de contrabando se introducían también las ideas, difíciles de detener e imposibles de fiscalizar.
No hubiese faltado más que un comité de recepción, pero no habría cuadrado. La corrupción de los guardias de fronteras se producía en ambos sentidos. Informaban a sus superiores, a la vez que cobraban su personal arancel.
El representante se limitó a permanecer sentado en el asiento del acompañante, mientras, en la parte de atrás del camión, el conductor ofrecía a los guardias una selección de su cargamento. Los guardias no se mostraban codiciosos, sólo aceptarían lo que pudieran ocultar fácilmente en el maletero de sus coches particulares (la única condición era que la operación se hiciese de noche).
Una vez sellados los documentos oportunos, el camión arrancó y siguió por la autopista que cruzaba la frontera y que probablemente era la única bien asfaltada.
Tardaron menos de una hora en cubrir el resto del trayecto y, luego, al entrar en la extensa ciudad que en otros tiempos servía de área de servicio a las caravanas de mercaderes, el camión hizo un breve alto, mientras el representante bajaba y enlazaba con un coche particular en el que prosiguió su viaje, sin llevar más que una bolsa con un par de mudas.
El presidente de aquella república semiautónoma se proclamaba musulmán. Sin embargo, no era más que un oportunista, un ex alto cargo del partido oficial que antes renegaba de Dios cuantas veces hiciese falta para garantizarse su ascendiente político y que luego, con el cambio de los vientos políticos, abrazó el Islam con público fervor e íntimo desinterés. Su fe, si cabía llamarla así, la centraba en su bienestar material.
Había en el Corán varios pasajes alusivos a esta clase de personas, pero ninguno de ellos muy halagador.
El presidente vivía a todo tren, en un confortable palacete de su propiedad, residencia oficial del antiguo amo de aquella república soviética. Allí se dedicaba a beber, a fornicar y a gobernar la república con una mano que, según conviniera, podía ser demasiado blanda o demasiado dura. Controlaba la economía con mucha rigidez (su formación comunista lo hacía especialmente inepto). Por otro lado, se mostraba demasiado transigente con el florecimiento del Islam. Pretendía con ello que su pueblo se hiciese la ilusión de tener libertad personal. Pero partía de una interpretación errónea de la naturaleza de la fe islámica que decía profesar. Porque la ley islámica iba dirigida tanto a los seglares como a los laicos. Al igual que sus antecesores en el cargo, se creía querido por su pueblo. (En opinión del representante, los necios se hacían la misma ilusión).
Al fin llegó el representante al modesto hogar de un amigo del líder religioso de la región, un hombre honorable y de fe sencilla, querido por los que lo conocían. Siempre tenía una palabra amable para todos y para todo. Sólo lo enojaba que se transgrediesen principios respetables incluso para los no creyentes. A sus 55 años había sufrido bajo el régimen anterior, pero nunca había vacilado en su fe. Era un hombre idóneo para la labor que realizaba.
Y allí estaba, reunido con sus más allegados colaboradores. Tras los saludos de rigor, siempre en nombre de Dios, sirvieron té y empezaron a hablar de negocios.
—Es triste ver a los fieles vivir en tal estado de pobreza —dijo el representante.
—Siempre ha sido así, pero ahora podemos practicar nuestra religión libremente. Mi pueblo vuelve a la fe. Han restaurado nuestras mezquitas y cada día acuden más fieles. ¿Qué son los bienes materiales comparados con la fe? —anunció el líder religioso en tono profesoral.
—Ciertamente —convino el representante—. Y sin embargo, Alá desea que sus fieles prosperen, ¿no es así?
Todos asintieron a la observación, porque eran doctores del Islam, y muy pocos preferían la pobreza al confort.
—Lo que más necesita mi pueblo son escuelas, buenas escuelas —dijo el líder—. Necesitamos mejores instalaciones para la red de asistencia médica. Estoy harto de tener que consolar a los padres por la evitable muerte de un hijo. Reconozco que necesitamos muchas cosas.
—Son cosas que se pueden conseguir fácilmente… con dinero —señaló el representante.
—Éste ha sido siempre un país pobre. Es verdad que tenemos recursos, pero nunca han sido adecuadamente explotados, y ahora hemos perdido el apoyo del gobierno central… precisamente cuando tenemos libertad para controlar nuestro destino. Ese imbécil de presidente que tenemos no hace sino emborracharse y abusar de las mujeres en su palacio. Si fuera un hombre justo, un creyente, podría conseguir la prosperidad para nuestro país —aseguró el líder, más entristecido que furioso.
—Bastaría con eso y con un poco de capital extranjero —se atrevió a sugerir uno de los colaboradores que mejor conocía los temas económicos.
El Islam nunca había fustigado la actividad comercial. Aunque en Occidente se creía que se propagó sólo por medio de la espada, lo cierto era que se extendió hacia el este merced a los barcos mercantes, igual que ocurrió con el cristianismo.
—En Teherán creen que ha llegado el momento de que los fieles actúen como ordenó el Profeta. Hemos cometido el error, muy común a todos los creyentes, de pensar más en el interés material del país que en las necesidades del pueblo. Mi maestro, Mahmoud Haji Daryaei, predica la necesidad de volver a los fundamentos de la fe —dijo el representante tras tomar un sorbo de té.
El representante hablaba también en tono profesoral y reposado. El apasionamiento lo reservaba para el campo político. En una estancia cerrada, sentado en el suelo con hombres tan doctos como él, tenía que expresar sus ideas en tono mesurado.
—Nosotros tenemos riqueza… una riqueza que sólo Alá ha podido concedernos para ponerla al servicio de su divino designio. Y ahora tenemos también la oportunidad. Ustedes han conservado la fe, han honrado la Santa Palabra pese a la persecución, mientras que otros nos enriquecíamos. Ahora tenemos la obligación de recompensarlos, de compartir nuestra riqueza. Esto es lo que propone mi maestro.-Me alegra oír estas palabras —dijo el líder con cautela.
Religioso no era sinónimo de estúpido. Procuraba no dejar traslucir su pensamiento (el régimen comunista le proporcionó un buen entrenamiento). No obstante, era obvio lo que pensaba.
—Queremos unir el Islam, unir a los creyentes como el profeta Mahoma deseaba. Vivimos en lugares diferentes, hablamos lenguas distintas y pertenecemos a muy diversas etnias. Sin embargo, profesamos una misma fe. Somos los elegidos de Alá.
—¿Y…?
—Deseamos que su república se una a la nuestra. Le proporcionaremos a su pueblo escuelas y buenos hospitales. Los ayudaremos a controlar su propio país, para que aquello que les proporcionemos revierta positivamente en todos centuplicado. Seremos como hermanos, tal como quiere Alá.
Probablemente, un observador occidental habría tenido la impresión de que aquellos hombres no eran muy cultos, debido a la sencillez con que vestían y se expresaban o por el solo hecho de sentarse en el suelo. Pero no era así. Lo que el visitante iraní proponía les resultaba casi tan sorprendente como lo que pudiera proponerles una delegación de extraterrestres.
Existían diferencias entre ambas naciones, entre ambos pueblos. Por lo pronto, diferencias lingüísticas y culturales. Se habían enfrentado en guerras durante siglos, se había producido bandidaje y pillaje, a pesar de las estrictas normas de comportamiento que imponía la ley coránica en los conflictos armados entre naciones islámicas. Sólo una cosa tenían realmente en común, algo que podía considerarse accidental, aunque los verdaderos creyentes no creían en lo accidental.
Cuando Rusia, primero bajo los zares y luego bajo el marxismoleninismo, conquistó su país (porque fue más un prolongado proceso que un acontecimiento puntual), les arrebataron muchas cosas: por lo pronto, su cultura, su historia y sus tradiciones; todo, salvo la lengua. Durante generaciones, los soviéticos llamaban a esta problemática «la cuestión de las nacionalidades». La impuesta educación tendía, en primer lugar, a destruirlo todo para luego construir un modelo ateo, hasta que la única fuerza unificadora que quedase fuese la fe, porque la fe no podía ser nunca erradicada (todos los intentos no hacían más que afirmar más a los fieles en sus creencias). Incluso podía considerarse un plan trazado por el propio Alá, para mostrarle a su pueblo que su única salvación radicaba en la fe. Ahora volvían a ella, a los líderes que mantuvieron viva la llama, dedujo el visitante que pensaban los allí reunidos. Alá allanaba sus diferencias para que se uniesen de acuerdo a Su voluntad. Y si esto llevaba aparejada la prosperidad material, tanto mejor. Al fin y al cabo, la caridad era uno de los pilares del Islam, una caridad que durante mucho tiempo negaron quienes se proclamaban fieles a la palabra del Señor.
La Unión Soviética había sucumbido. El Estado que la sucedía estaba casi paralizado, y los distantes y nada estimados hijos de Moscú vivían dejados de la mano de Dios. La oportunidad que se les presentaba tenía que ser obra de Alá. ¿Qué otra cosa podía ser?, se preguntaban todos.
Sólo tenían que hacer una cosa para que el entrevisto futuro fuese un hecho. Al fin y al cabo, él era un infiel. Alá le haría una justicia que, de momento, ellos se tomarían por su propia mano.
—Y aunque no me gustó nada el correctivo que les infligisteis a mis Eagles del Boston College el pasado octubre —dijo Ryan sonriéndoles a los campeones de la liga universitaria de rugby reunidos en Norman, Oklahoma—, vuestra tradición de grandes equipos es parte del espíritu americano del que me enorgullezco.
A Jack le complació tanto la ovación con que el público acogió sus palabras que casi olvidó que el discurso no lo había escrito él. Sonrió y acalló al público con un ademán, perfectamente captado por las cámaras de la C-SPAN, que transmitía confianza en sí mismo.
—Aprende pronto —dijo Kealty, siempre objetivo en estas cuestiones.
—Tiene un excelente «entrenador» —le recordó a Kealty su ex jefe de Estado Mayor—. Todos dan la talla de Arnie, no más. Nuestra movida inicial no les pasó inadvertida, Ed, y Van Damm ha debido de aleccionar muy bien a Ryan.
No tuvo necesidad de añadir que su «movida» no había logrado mover gran cosa. En los primeros momentos, los periódicos publicaron editoriales preocupantes. Luego, reflexionaron y rectificaron (no en la misma columna ni bajo la misma firma, porque los medios de comunicación rara vez reconocían un error), pero sin llegar al extremo de alabar a Ryan, los corresponsales destacados en la Casa Blanca no empleaban los términos que habitualmente utilizaban cuando se querían cargar a un político: inseguro, confuso, desorganizado. Con un Arnie Van Damm en la Casa Blanca era inverosímil hablar de desorganización, como el establishment de Washington sabía perfectamente.
Los llamativos nombramientos hechos por Ryan para recomponer el gobierno alborotaron un poco el cotarro. Pero los elegidos, en seguida tomaron medidas acertadas y se ganaron, por lo menos, el compás de espera.
Adler era uno de los miembros del establishment que había escalado hasta la cumbre. En sus primeros tiempos como funcionario, se había trabajado tan a fondo a tantos corresponsales extranjeros que difícilmente le pondrían la proa (aparte de que no perdía ocasión de explotar los conocimientos de Ryan en política exterior).
George Winston, pese a ser un outsider y un plutócrata, había abordado una «discreta» revisión de su ministerio. Además, tenía el privilegio de poder llamar al teléfono particular de todos los jefes de redacción de secciones económicas de los medios informativos y de revistas especializadas desde Berlín hasta Tokyo. Por si fuera poco, tuvo la habilidad de pulsar su opinión y pedir consejo para el estudio interno que llevaba a cabo.
La mayor sorpresa la constituía Tony Bretano en el Pentágono. Era otro outsider que a lo largo de los pasados diez años se había significado por sus altisonantes declaraciones. Y ahora había prometido a todos los periodistas especializados en temas de defensa que limpiaría aquel templo de la seguridad nacional o moriría en el intento. Aseguraba que era cierto que en el Pentágono se despilfarraba el dinero, tal como había denunciado siempre la prensa, pero que, con la aprobación del presidente, iba a hacer lo imposible por acabar con la corrupción.
Aquellos outsiders no gozaban en Washington de la menor simpatía. Sin embargo, ¡había que ver de qué manera sabían ganarse a la prensa! (y de un modo discreto, desde la rebotica del poder).
Lo más inquietante para el equipo de Kealty y, en general, para todos los detractores de Jack Ryan era que, tal como le había dicho un espía interno que Kealty tenía en el Washington Post, el prestigioso periódico preparaba una serie de reportajes sobre la historia del actual presidente en la CIA, lo que equivaldría poco menos que a la canonización de Ryan, bajo la rúbrica de Bob Holtzman, un auténtico tiburón mediático que, por las razones que fuera, le tenía gran simpatía a Jack y podía utilizar una fuente tan fiable como allegada al presidente.
Sería como el Caballo de Troya. Si el reportaje se publicaba, en cuyo caso lo reproduciría la prensa de toda la nación (algo más que probable, porque acrecentaría el prestigio de Holtzman y del propio Washington Post), los valedores de Kealty en los medios darían marcha atrás de inmediato. Los editorialistas le aconsejarían retirar su reivindicación de la presidencia por el bien del país. Perdería su influencia y su carrera política terminaría más tristemente de lo que estuvo dispuesto a aceptar poco tiempo atrás.
Los cronistas que hubiesen pasado por alto sus deslices personales se cebarían ahora en su desmesurada ambición y, en lugar de ver los deslices como tales, los presentarían, como lastre permanente de toda su carrera. Pondrían en tela de juicio cualquier cosa que hubiese hecho, cargarían las tintas en lo negativo y considerarían los aciertos como excepciones.
Kealty no se enfrentaría a la tumba política sino a la eterna reprobación de la historia.
—Se ha olvidado usted de Callie —dijo Ed de mal talante, sin dejar de ver el discurso, escuchando su contenido y prestando mucha atención al modo en que Ryan lo pronunciaba (en un tono académico, le pareció a él, muy adecuado para un público con mayoría de estudiantes universitarios, que lo vitoreaban como si fuese el entrenador del equipo).
—Con un discurso redactado por ella, Billy el Niño parecería un aceptable candidato a la presidencia —convino el ex jefe de Estado Mayor de Kealty.
Y ahí radicaba el mayor peligro. Para vencer, Ryan no tenía más que dar una imagen «presidencial», con independencia de que respondiese o no a la realidad. No respondía, en opinión de Kealty. ¿Cómo iba a poder ser presidente Jack Ryan?
—Nunca he dicho que Ryan fuese tonto —reconoció Kealty, que tenía que ser objetivo. Ya no se trataba de un juego, sino de algo que le importaba más que la vida.
—Ya falta poco, Ed.
—Lo sé.
Pero necesitaba una arma más potente para abatirlo, se decía Kealty de continuo. Era una curiosa metáfora para alguien que durante toda su carrera política había abogado por imponer restricciones a la libre venta de armas.