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ESTALLIDO

Hubiera sido mejor volver el lunes por la mañana, pero tendrían que haber levantado muy temprano a los niños. Jack Junior y Sally tenían que estudiar para sus exámenes y había que resolver el tema de la custodia de Katie. La estadía en Camp David había sido tan placentera que era casi como volver de vacaciones, y por otra parte volver fue una especie de shock. Las caras y los estados de ánimo cambiaron apenas la mansión del Ejecutivo asomó por las ventanas del helicóptero. La seguridad había aumentado. La cantidad de agentes que rodeaba el perímetro era notablemente mayor, y eso también le recordó lo indeseable que era para ellos ese lugar y la vida que les deparaba. Ryan fue el primero en descender. Saludó a los marines que acudieron a recibirlo y miró el lado sur de la Casa Blanca. Fue como una bofetada. Bienvenido a la realidad. En cuanto su familia entró a la residencia sana y salva, el presidente Ryan se dirigió a su despacho.

—Bueno, ¿cómo van las cosas? —le preguntó a Van Damm, que no había pasado el fin de semana descansando precisamente… pero bueno, tampoco nadie había tratado de matarlo a él ni a su familia.

—La investigación todavía no dio resultados. Murray nos recomienda tener paciencia, dice que pronto darán en el clavo. Es un buen consejo, Jack, y te aconsejo que lo sigas. Mañana tienes el día completo. El país te apoya espiritualmente. Los atentados suelen provocar oleadas de simpatía…

—Arnie, no estoy saliendo a buscar votos para mí, ¿recuerdas? Es agradable que la gente piense mejor de mí después de que un grupo terrorista intentó matar a mi hija, pero, sabes una cosa, realmente no quiero considerar las cosas en esos términos —observó Jack, nuevamente furioso después de dos días de calma… Si alguna vez acaricié la idea de seguir en la presidencia, puedo asegurarte que la semana pasada me curé de espanto.

—Bueno, sí, pero…

—¡Pero nada, Arnie! Dime una cosa, cuando todo esté dicho y hecho, ¿qué me llevaré de este lugar? ¿Un lugar en los libros de historia? Cuando la escriban estaré muerto y no me preocupará lo que digan los historiadores, ¿sabes? Tengo un amigo historiador que dice que la historia no es nada más que la aplicación de ideologías al pasado… de todos modos no estaré allí para leerla. Lo único que quiero llevarme de aquí es mi vida y las vidas de mis familiares. Eso es todo. Si algún otro anhela la pompa y la circunstancia de esta maldita prisión, se la regalo en bandeja. He aprendido la lección, Arnie. Bueno —dijo amargamente POTUS… Haré mi trabajo, pronunciaré los discursos y trataré de hacer algo útil en líneas generales. Pero no vale la pena, Arnie. Te aseguro que la presidencia no vale el dolor de que nueve malditos terroristas intenten matar a tu hija. Lo único que dejamos al morir son nuestros hijos. Todo lo demás es pura invención, como las noticias.

—Sé que has pasado momentos difíciles y…

—¿Qué me dices de los agentes que murieron? ¿Qué me dices de sus familias? Pasé dos días descansando, casi de vacaciones. Ellos no, seguramente. Me acostumbré tanto a ser presidente que casi no pensé en ellos. Más de cien personas se esforzaron para que los olvidara. ¡Y yo lo permití! Es saludable que no piense demasiado en ciertas cosas, ¿no? ¿En qué se supone que debo concentrarme? ¿-Deber, Honor, País? El que pueda hacerlo dejando de lado su humanidad es un autómata, y la presidencia me está transformando en eso.

—¿Terminaste o tendré que conseguirte una caja de Kleenex? —Por un instante pareció que el presidente iba a golpear a van Damm… Esos agentes murieron porque eligieron trabajos que consideraban importantes para el país. Los soldados hacen exactamente lo mismo. ¿Qué pasa contigo, Ryan? ¿Cómo carajo crees que se hace un país? ¿Con pensamientos y palabras lindas? No siempre fuiste tan estúpido. Alguna vez fuiste marine. Trabajaste para la CIA. Antes tenías pelotas. Eres el presidente de Estados Unidos, ése es tu trabajo. Nadie te obligó a llegar aquí, lo admitas o no. Sabías que podía ocurrir cuando aceptaste la vicepresidencia. Y ahora estás aquí. Quieres escapar, bueno… escapa de una vez. Pero no me digas que no vale la pena. ¡Si hubo gente que murió para proteger a tu familia, no te atrevas a decirme que no tiene importancia!— Van Damm salió como un rayo del despacho, sin molestarse en cerrar la puerta.

Ryan no sabía qué hacer. Se sentó detrás de su escritorio. Como de costumbre lo esperaba una pila de papeles, acomodada por un staff que jamás dormía. China. Medio Oriente. India. Información avanzada sobre indicadores económicos. Proyecciones políticas para las 161 bancas vacantes del Congreso. Un informe sobre el atentado terrorista. La lista de los agentes muertos con los nombres de sus esposas y esposos, padres, hijos y, en el caso de Don Russell, nietos. Recordaba las caras de todos, pero no los nombres. Lo peor era haberlos olvidado esos dos malditos días, haber gozado de tantas comodidades artificiales… Pero allí estaba todo, sobre su escritorio, esperándolo. La prolija pila de papeles no desaparecería. Él tampoco podría escapar. Se levantó y fue hacia la puerta. Atravesó el pasillo bajo la mirada de los agentes del Servicio Secreto, que seguramente habrían escuchado la discusión y elaborado sus propias opiniones al respecto.

—¿Arnie?

—¿Sí, señor presidente?

—Lo siento.

—Está bien, querida —gruñó. Al día siguiente iría al médico. No había mejorado. Al contrario, estaba peor. La jaqueca era insoportable a pesar de los Tylenol extrafuertes cada cuatro horas. Si sólo pudiera dormir, pero no podía. El cansancio lo ayudaba a dormitar un poco de vez en cuando. Levantarse para ir al baño le demandaba un gran esfuerzo, tanto que su esposa se había ofrecido a ayudarlo. Pero no, un hombre era un hombre y no necesitaba escoltas para ir al baño. De ninguna manera. Por lo demás, ella tenía razón. Necesitaba ir al médico. Hubiera sido preferible ir el día anterior, pensó. De haberlo hecho, ya se sentiría mejor.

Fue fácil para Plumber, al menos en cuanto al procedimiento. La bóveda donde se depositaban las grabaciones tenía el tamaño de una respetable biblioteca pública y uno podía encontrar lo que necesitaba sin mayores dificultades. Allí, en el quinto estante, estaban los tres cassettes formato Beta. Plumber bajó las cajas, retiró los cassettes grabados y los reemplazó por vírgenes. Guardó todo el material en su maletín. Veinte minutos después estaba de vuelta en su casa, donde por cuestiones profesionales tenía una Betamax tipo comercial. Pasó la grabación de la primera entrevista sólo para asegurarse, sólo para confirmar que los cassettes estaban en perfecto estado. Y así era. Tendría que guardarlos en lugar seguro.

—Supongo que terminaron —dijo el sargento jefe.

Las tomas del Predator mostraban columnas de tanques regresando a sus bases. Por las compuertas abiertas de las torretas asomaban los tripulantes, muchos de ellos fumando. Las prácticas del recién constituido ejército de la RIU habían sido exitosas y los soldados volvían en orden a los cuarteles.

El mayor Sabah había pasado tanto tiempo mirando por encima del hombro del sargento que llegó a la conclusión de que tendrían que tratarse con menos formalidades. Todo era cuestión de rutina. Demasiada rutina. Había alentado la esperanza de que el nuevo vecino de su país necesitara más tiempo para integrar sus fuerzas militares, pero la similitud de armas y doctrinas los había favorecido. Los mensajes radiales copiados allí y en STORM TRACK sugerían que la práctica había concluido. La cobertura televisiva del UAV lo confirmó, y la confirmación nunca era desdeñable.

—Es gracioso… —observó el sargento, bastante sorprendido.

—¿Cómo? —preguntó Sabah.

—Perdón, señor. —El NCO se puso de pie y fue hacia el gabinete del rincón. Extrajo un mapa y lo llevó a su estación de trabajo… No hay camino allí. Mire, señor—. Comparó las coordenadas del mapa con las de la pantalla (el Predator tenía su propio sistema de navegación GPS. —Posicionamiento Satelital Global— e informaba su posición a sus operadores) y señaló el sector correcto… ¿Ve?

El oficial kuwaití miró alternativamente el mapa y la pantalla.

En esta última había un camino, ahora. Pero era fácil de explicar. Una columna de cien tanques es capaz de abrir un camino casi en cualquier clase de terreno. Sin duda era eso lo que había ocurrido allí.

Pero antes no había ningún camino en ese área. Los tanques lo habían abierto hacía pocas horas.

—Es un cambio, mayor. Antes el ejército iraquí no se apartaba de los caminos.

Sabah asintió. Era tan obvio que no lo había advertido. Aunque oriundo del desierto y supuestamente avezado conocedor de su superficie cambiante, el ejército iraquí se había cavado la fosa en 1991 permaneciendo cerca de los caminos. Sus comandantes parecían perderse cada vez que se alejaban. Por extraño que resulte —el desierto es tan indescifrable como el mar—, esa actitud volvió predecibles sus movimientos (cosa nada deseable en una guerra) y otorgó a las fuerzas aliadas libertad para atacarlos desde posiciones inesperadas.

Pero eso acababa de cambiar.

—¿También tendrán GPS? —preguntó el sargento.

—No podemos esperar que sean eternamente estúpidos, ¿no?

El presidente Ryan besó a su esposa camino al ascensor. Los niños todavía no se habían levantado. Lo esperaba cierta clase de trabajo. La otra quedaría relegada. Hoy no tendría tiempo para ambas, aunque de todos modos lo intentaría. Ben Goodley lo esperaba en el helicóptero.

—Aquí están las notas de Adler sobre el viaje a Teherán. —Se las entregó… También hay un informe desde Beijing. El grupo de trabajo se reunirá a las diez para analizar la situación. El equipo SNIE se reunirá en Langley un poco más tarde.

—Gracias. —Jack se ajustó el cinturón de seguridad y empezó a leer. Arnie y Callie subieron a bordo y se sentaron adelante.

—¿Alguna idea, señor presidente? —preguntó Goodley.

—Se supone que tú debes darme ideas, Ben. ¿Lo has olvidado?

—¿Qué pasa si te digo que no tiene sentido?

—Conozco esa parte. Hoy te encargarás de los fax y los llamados. Scott debe estar en Taipei. Quiero recibir inmediatamente todo lo que envíe.

—Sí, señor.

El helicóptero despegó. Ryan no se dio cuenta. Estaba concentrado en el trabajo, por farragoso que fuera. Price y Raman lo acompañaban. En el 747 habría más agentes, y todavía habría más esperándolo en Nashville. La presidencia de John Patrick Ryan proseguía, le gustara a él o no.

El país podía ser pequeño, podía ser insignificante, podía ser un paria en la comunidad internacional —no porque hubiera hecho algo para merecerlo (excepto, tal vez, prosperar) sino a causa del vecino más grande y menos próspero que tenía al oeste—, pero tenía un gobierno electo y supuestamente eso contaba en la comunidad de las naciones, sobre todo entre aquellas con gobiernos populares y mayoritarios. La República Popular China había nacido por la fuerza de las armas —bueno, como la mayoría de los países, recordó Adler—, y acto seguido había masacrado a millones de ciudadanos. A pesar de todo, el resto del mundo estaba absolutamente dispuesto a permitir que la RPCH reprimiera a sus primos de Taiwan.

Eso se denominaba realpolitik, pensó Scott Adler. Algo similar había producido un hecho llamado Holocausto, hecho al que su padre había sobrevivido con un número tatuado en el antebrazo para probarlo. Hasta su país sostenía oficialmente la política de —una China—, dando tácitamente por sentado que la RPCH no atacaría a Taiwan… porque si lo hacía, Estados Unidos podría reaccionar. O no.

—Tenemos fragmentos… y algunos pedazos grandes del misil que se incrustaron en el ala. Definitivamente son de la RPCH —dijo el ministro de Defensa de Taiwan… Permitiremos que sus técnicos los analicen para confirmarlo.

—Gracias. Lo discutiré con mi gobierno.

—Bueno. —El que hablaba ahora era el ministro del Exterior… Permiten un vuelo directo de Beijing a Taipei. No objetan privadamente el envío de un portaaviones. Niegan toda responsabilidad en el incidente del avión. Confieso que esa conducta no me parece para nada razonable.

—Me complace que manifiesten interés en la recuperación de la estabilidad regional.

—Es muy amable de su parte —dijo el ministro de Defensa… Especialmente después de haber hecho lo imposible por perjudicarla. Esto nos ha ocasionado grandes perjuicios económicos. Los inversores extranjeros han vuelto a ponerse nerviosos y debido al retiro de capitales debemos enfrentar problemas mayores. ¿Tal vez haya sido ese su objetivo?

—Ministro, si ése fuera el caso, ¿por qué me habrían pedido que volara directamente aquí?

—Obviamente se trata de un subterfugio —respondió el ministro del Exterior, adelantándose a su compañero.

—¿Subterfugio para qué? —quiso saber Adler. Demonios, ellos eran chinos. Tal vez pudieran dar en el clavo.

—Nosotros estamos seguros aquí. Lo sabemos, aunque los inversores extranjeros no lo saben. Aun así, nuestra situación no es muy feliz. Es como vivir en una castillo con foso. Al otro lado del foso hay un león. El león nos mataría y devoraría si tuviera la oportunidad de hacerlo. No puede saltar el foso, y lo sabe, pero aun sabiéndolo intenta saltarlo. Espero que comprenda nuestra preocupación.

—La comprendo, señor —le aseguró Adler… Si la RPCH reduce su nivel de actividad militar, ¿ustedes harían otro tanto?— Aunque no pudieran imaginar qué se proponía la RPCH, al menos podrían descomprimir la situación.

—En principio sí. Cómo hacerlo exactamente es una cuestión técnica que debe resolver mi colega aquí presente. Verá que somos razonables.

Había hecho el viaje para recibir esa sencilla respuesta. Ahora tendría que regresar a Beijing para transmitirla. Casamentero, casamentero…

Hopkins tiene su guardería propia, atendida por personal permanente y algunos alumnos de la universidad que realizan trabajos de laboratorio para el departamento de pediatría. Katie entró, miró a todas partes y quedó encantada con el ambiente multicolor. Tras ella entraron cuatro agentes, todos varones, porque no había mujeres vacantes. Tras ellos entraron tres oficiales de la policía de Baltimore e intercambiaron credenciales con los del Servicio Secreto para confirmar identidades. Así comenzó un nuevo día para SURGEON y SANDBOX. Katie había disfrutado el viaje en helicóptero. Durante el día haría nuevos amigos, pero su madre sabía que al llegar la noche preguntaría dónde estaba la Señorita Marlene. ¿Cómo explicarle la muerte a una niñita de dos años y medio?

La multitud aplaudió con más calidez que otras veces. Ryan pudo sentirlo. Allí estaba, menos de tres días después del atentado contra su hija menor, cumpliendo su deber, mostrando fuerza y coraje y todas esas mierdas, pensaba POTUS. Había empezado con una plegaria por los agentes caídos y en Nashville tomaban muy en serio esas cosas. El resto del discurso había sido bueno, expresaba cosas en las que realmente creía. Sentido común. Honestidad. Deber. Sólo que oír su propia voz diciendo palabras escritas por otro hacía que le parecieran vacías, y además era difícil mantener la concentración tan temprano.

—Gracias, y que Dios bendiga a Estados Unidos de Norteamérica —concluyó. La multitud se puso de pie y lo vitoreó. La banda empezó a tocar. Ryan salió del podio blindado, volvió a darles la mano a los funcionarios locales y bajó del escenario saludando a la multitud. Arnie lo esperaba detrás del cortinado.

—Para ser falso, lo sigues haciendo muy bien. —La entrada de Andrea no le dio tiempo a responder.

—En el pájaro hay tráfico FLASH para usted, señor. Del señor Adler.

—Bueno, veamos de qué se trata. Manténgase cerca —le dijo a su agente principal rumbo a la salida.

—Siempre —prometió Price.

—¡Señor presidente! —gritó un periodista. Había varios. El que había gritado era de la NBC. Ryan se detuvo… ¿Presionará al Congreso para una nueva ley de control de armas?

—¿Para qué?

—El atentado contra su hija fue…

Ryan levantó la mano para hacerlo callar.

—Está bien. Entiendo que las armas utilizadas eran de tenencia ilegal. Por desgracia no veo en qué podría ayudar una nueva ley.

—Pero los que abogan por el control de armas dicen que…

—Sé lo que dicen. Y ahora están utilizando el atentado contra mi hijita y las muertes de cinco valientes norteamericanos para sus propios fines políticos. ¿Qué piensa usted de eso? —preguntó el presidente, siguiendo su camino.

—¿Qué te anda pasando?

Describió sus síntomas. El médico de la familia era un viejo amigo. Incluso jugaban al golf juntos. Al terminar cada año, el representante de Cobra acumulaba gran cantidad de palos de demostración prácticamente impecables. Donaba la mayoría a programas juveniles o bien los vendía a clubes pequeños para ser alquilados. Pero también regalaba algunos a sus amigos, por no mencionar los autógrafos de Greg Norman.

—Bueno, tienes fiebre alta. Mal color…

—Ya sé. Me siento enfermo.

—Estás enfermo, pero yo no me preocuparía demasiado. Probablemente te pescaste el virus de la gripe en algún bar, y los viajes aéreos no ayudan demasiado… hace años te vengo diciendo que reduzcas la cantidad de viajes. Lo que pasó es que te pescaste un virus y otros factores empeoraron el cuadro general. Empezó el viernes, ¿no?

—El jueves a la noche, tal vez el viernes a la mañana.

—¿No obstante jugaste un partido?

—Muy a mi pesar terminé con un muñeco de nieve —admitió, usando una imagen para describir su puntaje de 80.

—Yo no lo hubiera hecho mejor, sano y fuerte como un roble. —El doctor tenía 20 de handicap… Tienes más de cincuenta años; no puedes revolcarte con los cerdos por la noche y pretender remontar vuelo con las águilas por la mañana. Reposo absoluto. Mucho líquido… nada de alcohol, por favor. Sigue con el Tylenol.

—¿Ninguna medicación?

El médico negó con la cabeza.

—Los antibióticos no funcionan en casos de infecciones virósicas. Tu sistema inmunitario tendrá que hacer todo el trabajo, y lo hará si lo dejas. Pero ya que estás aquí, haré que te extraigan sangre. Te harás un análisis de colesterol. Enviaré a mi enfermera a tu casa. ¿Tienes alguien que te acompañe?

—Sí. —No tenía ganas de conducir.

—Bien. Dale unos días. Cobra puede arreglárselas perfectamente sin ti y los campos de golf seguirán estando allí cuando te mejores.

—Gracias. —Ya se sentía mejor. Uno siempre se siente mejor cuando el médico le asegura que no va a morir.

—Aquí tienes. —Goodley le pasó el informe. Pocos edificios oficiales contaban con los adelantos en comunicación instalados en el nivel superior del VC-25, cuyo código de llamada era Fuerza Aérea Uno… No son malas noticias— agregó.

SWORDSMAN le echó un vistazo y luego se sentó a leerlo más lentamente.

—Bueno, está bien, cree poder suavizar la situación —observó Ryan… Pero todavía no sabe cuál es la situación en realidad.

—Es mejor que nada.

—¿El grupo de trabajo tiene esto?

—Sí.

—Tal vez puedan descifrarlo. ¿Andrea?

—¿Sí, señor presidente?

—Dígale al piloto que es hora de movernos. —Miró a su alrededor… ¿Dónde está Arnie?

—Te estoy hablando desde el celular —dijo Plumber.

—Bueno —replicó Van Damm… De hecho, yo también estoy usando el celular—. Los instrumentos de la nave también eran seguros, con capacidades STU-4, pero no lo comentó. Alguien tenía que escarmentarlo. John Plumber ya no estaba en su listado de Navidad. Lamentablemente su línea directa seguía en el Rolodex de Plumber. Qué lástima que no pudiera cambiarla. Tendría que decirle a su secretaria que no volviera a pasarle llamados de Plumber, mucho menos cuando estaba de viaje.

—Sé lo que estás pensando.

—Bien, John, bien. Así no tendré que decir lo que pienso.

—Quiero que mires el noticiero esta noche. Estaré al final.

—¿Por qué?

—Compruébalo tú mismo, Arnie. Hasta la vista.

El jefe de staff cortó la comunicación preguntándose qué demonios querría Plumber. Alguna vez había confiado en él. Carajo, hasta había confiado en su colega. Podría haber comentado la llamada con el presidente, pero decidió no hacerlo. Acababa de dar un buen discurso, a pesar de las distracciones, a pesar de sí mismo, porque el pobre hijo de puta creía más de lo que pensaba. No tenía sentido arrojarle un fardo sobre los hombros. Habían filmado el discurso y, si era digno de verse, se lo mostraría a POTUS durante el vuelo a California.

—No sabía que hubiera un virus dando vueltas —dijo, poniéndose la camisa. Tardó un poco. Le dolía todo el cuerpo.

—Siempre hay un virus dando vueltas. Pero uno no siempre se entera —replicó el médico, estudiando las anotaciones que su enfermera acababa de pasarle… Esta vez le tocó a usted.

—¿Entonces?

—Entonces, tómelo con calma. No vaya a trabajar. No tiene sentido infectar a sus empleados. Para el fin de semana se habrá recuperado.

El equipo SNIE se reunió en Langley. Habían recibido una tonelada de información del Golfo Pérsico y la estaban analizando en la sala de conferencias del sexto piso. El laboratorio fotográfico de la CIA había ampliado la foto de Daryaei tomada por Chávez, ahora colgada de la pared. Tal vez sirviera para jugar a los dardos, pensó Ding.

—Los sapos avanzan —murmuró luego, mirando el video del Predator.

—Son un poco grandes para cazarlos con un rifle, Sundance —acotó Clark… Esas cosas siempre me aterraron.

—Los cohetes LAWS pueden hacerlos pedazos, Mr. C.

—¿Qué alcance tienen los LAWS, Domingo?

—Cuatrocientos, quinientos metros.

—Esos tanques tienen un alcance de dos o tres kilómetros —señaló John… Tenlo en cuenta.

—No sé tanto de armas —dijo Bert Vasco. Señaló la pantalla… ¿Qué significa esto?

Uno de los analistas militares de la CIA se encargó de responder.

—Significa que las fuerzas armadas de la RIU están mucho mejor de lo que esperábamos.

—Estoy muy impresionado —acotó un mayor del ejército enviado por la Agencia de Inteligencia Defensiva… Muy impresionado. Fue una práctica convencional, para nada complicada en cuanto a maniobras, pero se mantuvieron organizados todo el tiempo. Nadie se perdió…

—¿Supone que están usando GPS? —preguntó el analista de la CIA.

—Cualquier suscriptor de la revista Yachting puede comprarlo. La última vez que miré, costaba menos de cuatrocientos dólares —respondió el mayor a su contraparte civil… Eso significa que pueden manejar mucho mejor sus fuerzas móviles. Más aún, significa que su artillería será mucho más eficaz. Si uno sabe dónde están las armas, dónde está el observador de avanzada y dónde está el blanco con respecto a él tiene grandes posibilidades de acertar.

—¿Aumento cuádruple de rendimiento?

—Fácil —replicó el mayor… Ese viejo que cuelga de la pared tiene un palo enorme para amenazar a sus vecinos. Supongo que ya se los habrá mostrado.

—¿Bert? —preguntó Clark.

Vasco se revolvió en su asiento.

—Estoy empezando a preocuparme. Esto va más rápido de lo que esperaba. Si Daryaei no tuviera otras cosas de qué ocuparse… bueno, yo estaría más preocupado aún.

—¿Como cuáles? —preguntó Chávez.

—Tiene que consolidar el país y sabe que reaccionaremos si empieza a blandir el sable —el FSO hizo una breve pausa… Claro que quiere hacerles saber a sus vecinos quién es el patrón de la vereda. ¿Hasta qué punto está cerca de poder hacer algo?

—¿Militarmente? —preguntó el analista civil. Hizo un gesto al hombre de la DIA.

—Si no estuviéramos en el medio, ya mismo. Pero estamos en el medio.

—Deben preguntarse qué clase de hombre tenemos aquí —dijo Kealty frente a sus propias cámaras… Cinco hombres y mujeres muertos y no ve la necesidad de reforzar el control de armas. Su frialdad de corazón es incomprensible para mí. Bueno, si a él no le importan esos valientes, a mí sí. ¿Cuántos norteamericanos más tendrán que morir para que el señor Ryan vea la necesidad de esto? ¿Tendrá acaso que perder a un miembro de su familia? Lo lamento, sencillamente no puedo creer lo que dijo— prosiguió el político.

—Todos recordamos cuando algunos candidatos querían ser reelegidos para sus bancas en el Congreso, y recordamos que nos decían. —Vóteme, porque por cada dólar de impuestos pagados por el distrito volverá un dólar veinte… ¿Recuerdan esas declaraciones?— preguntó el presidente.

—Lo que no nos dijeron fue… bueno, en realidad no nos dijeron muchas cosas. Número uno, ¿quién dijo que dependemos del gobierno para obtener dinero? No votamos por Papá Noel, ¿no? Es exactamente al revés. El gobierno no puede existir si nosotros no le damos dinero.

—Número dos, ¿nos dicen «Vote por mí, porque yo les tiraré el fardo a esos cerdos de Dakota del Norte»? ¿Acaso no son norteamericanos también?

—Número tres, esto sucede porque el déficit gubernamental implica que cada distrito obtenga más en pagos federales de lo que perdió en impuestos federales… perdón, quise decir impuestos federales di-rectos. Los que todos podemos ver.

—Entonces se estaban jactando de gastar más dinero del que tenían. Si el vecino de al lado nos dice que está falsificando cheques de nuestro banco personal, ¿no sería prudente considerar denunciarlo a la policía?

—Todos sabemos que el gobierno se lleva más de lo que da. Simplemente han aprendido a ocultarlo. El déficit del presupuesto federal implica que cada vez que nos prestan dinero, cuesta más de lo que debiera… ¿por qué? Porque el gobierno presta tanto dinero que hace subir las tasas de interés.

—Y así, damas y caballeros, cada vez que pagamos el auto, la casa o la tarjeta de crédito estamos pagando un impuesto. Pero, si nos portamos bien, tal vez no nos cobren impuestos sobre los intereses. ¿No es maravilloso acaso? —preguntó POTUS—. El gobierno no nos cobra impuestos sobre un dinero que en primer lugar no debíamos pagar, y luego nos dice que recibimos más de lo que pagamos. —Hizo una pausa—. ¿Alguno de ustedes cree de verdad eso? ¿Alguien les cree cuando dicen que Estados Unidos no está en condiciones de no gastar más dinero del que tiene? ¿Son palabras dignas de Adam Smith o de Lucy Ricardo? Soy graduado en economía y Yo quiero a Lucy no estaba en el programa de estudios.

—Damas y caballeros. No soy político y no estoy aquí para favorecer a ninguno de los candidatos locales a las bancas vacantes del Congreso. Estoy aquí para pedirles que piensen. Ustedes también tienen un deber.

El gobierno les pertenece a ustedes, no ustedes al gobierno. Cuando vayan a votar mañana tómense el tiempo de pensar en las promesas y dichos de los candidatos. Pregúntense: ¿Esto tiene sentido?, y luego elijan al mejor… y si no les gusta ninguno, voten en blanco, pero manifiéstense. No se queden en sus casas. Le deben eso al país.

La camioneta frenó y dos hombres salieron y subieron al porche. Uno de ellos golpeó.

—¿Sí? —preguntó la dueña de casa, un poco confundida.

—FBI, señora Sminton. —Le mostró sus credenciales… ¿Podemos pasar, por favor?

—¿Por qué? —preguntó la viuda de sesenta y dos años.

—Quisiéramos que nos ayude con algo, si fuera posible. —Habían tardado más de lo que esperaban. Las armas utilizadas en el atentado contra SANDBOX habían sido rastreadas hasta el fabricante, del fabricante al mayorista, del mayorista al minorista, del minorista a un nombre, y del nombre a una dirección. Una vez obtenida la dirección, el FBI y el Servicio Secreto habían obtenido una orden de allanamiento y requisa emitida por un juez.

—Entren, por favor.

—Gracias. Señora Sminton, ¿conoce al caballero que vive en la casa de al lado?

—¿Se refiere al señor Azir?

—Sí.

—No muy bien. A veces nos saludamos.

—¿Sabe si está en casa ahora?

—El automóvil no está —respondió la anciana, después de mirar. Los agentes ya lo sabían. Azir tenía un Oldsmobile azul con chapa de Maryland. La policía en pleno lo estaba buscando en un radio de doscientas millas.

—¿Recuerda la última vez que lo vio?

—El viernes, creo. Había otros autos en su casa, y un camión.

—De acuerdo. —El agente sacó una radio del bolsillo—. Adelante, adelante. Gallina probablemente, repito, probablemente fuera del gallinero.

Un helicóptero apareció a pocos metros de la casa ante la mirada atónita de la viuda. Arrojaron sogas desde ambos lados y varios agentes armados se deslizaron al suelo. Al mismo tiempo cuatro vehículos ingresaron al jardín de la casa. En otras circunstancias el proceso hubiera sido más lento, con algún período de vigilancia discreta, pero se había corrido la voz. Los agentes patearon las puertas de entrada y trasera… y treinta segundos después se oyó una sirena. Aparentemente el señor Azir tenía una alarma antirrobo.

—Despejado, edificio despejado. Habla Betz. Búsqueda completa, edificio despejado. Manden a los del laboratorio. —Aparecieron dos camionetas. Una de las primeras cosas que hicieron sus ocupantes fue tomar muestras de la tierra y el pasto para compararlas con los restos hallados en los autos utilizados en el atentado al Giant Steps.

—¿Podríamos sentarnos, señora Sminton? Queremos hacerle un par de preguntas sobre el señor Azir.

—¿Y? —preguntó Murray, llegando al Centro de Comando del FBI.

—Nada —respondió el agente de la consola.

—Maldición. —No lo dijo con pasión. En realidad no esperaba demasiado. Pero sí esperaba algo de información importante. El laboratorio había recogido toda clase de evidencias físicas. Las muestras de grava podrían indicar la dirección tomada. El pasto y la tierra encontrados en la cara interna de guardabarros y paragolpes podrían vincular los vehículos con la casa de Azir. Las fibras de alfombra en los zapatos de los terroristas muertos podrían pertenecer al interior de la casa. Un grupo de diez agentes estaba intentando descubrir quién era en realidad—. Mordecai Azir… Todos apostaban su cabeza a que era tan judío como Adolf Eichmann.

—Centro de Comando, aquí Betz. —Billy Betz era un agente especial a cargo de la División de Campo de Baltimore y ex tirador HRT, de allí su dramático descenso del helicóptero al frente de cuatro hombres… y una mujer.

—Billy, aquí Dan Murray. ¿Qué tienes allí?

—No podrá creerlo. Una caja semivacía de frascos de amoníaco siete-seis-dos. La alfombra del living es de lana roja. Éste es el lugar. Faltan algunas cosas en el ropero del dormitorio principal. Diría que la casa está vacía desde hace un par de días. La ubicación es segura. Nada de trampas para tontos. Los del laboratorio están iniciando su rutina… Habían pasado ochenta minutos desde que fuera emitida la orden de allanamiento. No lo suficientemente rápido, pero rápido al fin.

Los expertos forenses eran una mezcla del FBI, el Servicio Secreto y la División de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, una agencia conflictiva con un excelente staff técnico. Revisarían la casa durante horas. Todos usaban guantes. Buscarían huellas digitales en todas las superficies para compararlas con las de los terroristas muertos.

—Hace algunas semanas me vieron jurar preservar, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos. Fue la segunda vez que lo hice. La primera fue como teniente segundo del Cuerpo de Marines, cuando me gradué en el Boston College. Inmediatamente después de aquel primer juramento leí la Constitución, para saber exactamente qué había jurado defender.

—Damas y caballeros, con frecuencia los políticos dicen querer que el gobierno les dé poder a ustedes, para que puedan hacer cosas.

—Pero no es así como son las cosas —dijo Ryan enérgicamente… Thomas Jefferson escribió que los justos poderes del gobierno derivan del consentimiento de los gobernados. Los gobernados son ustedes. Me permito aconsejarles leer la Constitución. La Constitución de Estados Unidos no fue escrita para decirles qué deben hacer. La Constitución establece las relaciones entre los tres poderes del gobierno. Le dice al gobierno qué puede y qué no puede hacer. El gobierno no puede restringir la libertad de expresión. El gobierno no puede decirles cómo rezar. El gobierno no puede hacer un montón de cosas. El gobierno es más hábil para sacar que para dar, pero sobre todo el gobierno no les da poder a ustedes. Son ustedes los que le dan poder al gobierno. El nuestro es un gobierno del pueblo. Ustedes no le pertenecen al gobierno, el gobierno les pertenece a ustedes.

—Mañana no elegirán patrones, elegirán empleados, sirvientes de la voluntad popular, guardianes de los derechos del pueblo. Nosotros no les diremos qué hacer. Ustedes nos dirán qué hacer.

—Mi función no es pedirles dinero y luego devolvérselo. Mi función es tomar el dinero necesario para protegerlos y servirlos… y hacerlo lo más eficazmente posible. El servicio de gobierno puede ser un importante deber y una gran responsabilidad, pero no se supone que deba ser una bendición para quienes lo llevan a cabo. Son los gobernantes quienes deben sacrificarse por ustedes.

—El viernes pasado, tres hombres y dos mujeres perdieron la vida al servicio del país. Estaban protegiendo a mi hija, Katie. Pero también había otros niños, y cuando protegemos a un niño los protegemos a todos. Gente como ésa no pide más que respeto. Lo merece. Lo merecen porque hacen cosas que no podemos hacer solos. Por eso los contratamos. Y ellos juran protegernos porque saben que prestan un importante servicio, porque nosotros les importamos, porque ellos son nosotros. Ustedes y yo sabemos que no todos los empleados de gobierno son así. Pero no es culpa de ellos. Es culpa de ustedes. Si ustedes no exigen lo mejor, jamás tendrán lo mejor. Si ustedes no otorgan la justa medida de poder a la gente indicada, la gente menos indicada acumulará más poder que el necesario y lo usará como se le antoje, no como ustedes quieran.

—Damas y caballeros, por eso es tan importante que mañana elijan la gente apropiada para servirlos. Muchos de ustedes tienen empresas y contratan empleados. Muchos tienen casas y a veces contratan plomeros, electricistas, carpinteros… Tratan de contratar a los mejores porque pagan por ese servicio que les prestan y quieren que se haga bien. Si uno de sus hijos enferma llaman al mejor médico… y prestan mucha atención a lo que hace y cómo lo hace. ¿Por qué? Porque para ustedes no hay nada más importante que la vida de sus hijos.

—Estados Unidos también es hijo de ustedes. Estados Unidos es un país eternamente joven. Estados Unidos necesita que gente correcta se ocupe de él. Ustedes deben elegir a la gente correcta, sin tener en cuenta filiaciones políticas, raza, género… sólo teniendo en cuenta su talento e integridad. No puedo y no voy a decirles cuál candidato merece su voto. Dios les dio libre albedrío. La Constitución está para proteger su derecho a ejercer el libre albedrío. Si fallan al hacerlo se habrán traicionado, y ni yo ni nadie podremos solucionarlo.

—Gracias por venir a verme en mi primera visita a Colorado Springs. El día de mañana les pertenece. Por favor utilícenlo para contratar a la gente adecuada.

—Con una serie de discursos claramente destinados a captar votantes conservadores, el presidente Ryan está recorriendo el país en vísperas de las elecciones parlamentarias. Pero mientras los oficiales federales investigan el perverso atentado terrorista contra su propia hija, el presidente rechaza de plano la idea de mejorar el sistema de control de armas. Ahora pasaremos el informe de Hank Roberts, corresponsal de la NBC, quien viajó hoy con la comitiva presidencial. —Tom Donner siguió mirando a cámara hasta que se apagó la luz roja.

—Creo que hoy dijo varias cosas interesantes —comentó Plumber mientras pasaban el video.

—Esa alusión a Yo quiero a Lucy debió ser producto de una pésima menstruación de Callie Weston —observó Donner, hojeando su copia… Y pensar que redactaba discursos geniales para Bob Fowler.

—¿Leíste el discurso?

—Vamos, John, no necesitamos leer lo que dice Ryan. Sabemos lo que va a decir.

—Diez segundos —anunció el director.

—A propósito, tu comentario final es muy bueno, John. —Puso su mejor sonrisa al oír— tres…

—Un importante conjunto de fuerzas federales investiga el atentado contra la hija del presidente, perpetrado el viernes último. Éste es el informe de Karen Stabler desde Washington.

—Supuse que te gustaría, Tom —replicó Plumber cuando volvió a apagarse la luz roja. Tanto mejor, pensó. Tenía la conciencia limpia.

El VC-25 despegó a horario y se dirigió hacia el norte para evitar condiciones climáticas adversas sobre el norte de Nuevo México. Arnie van Damm permanecía enclaustrado en el área de comunicaciones, donde había suficientes cajas de aspecto importante para manejar a la mitad del mundo, o al menos eso parecía. Oculta en la epidermis del avión había una fuente satelital cuyo costoso sistema podía detectar casi cualquier cosa. Por pedido del jefe de staff, dentro de unos segundos captaría la NBC.

—El comentario de cierre estará a cargo de nuestro corresponsal especial, John Plumber —anunció Donner… Todo tuyo, John.

—Gracias, Tom. Entré al periodismo, inspirado por un episodio de mi juventud. Todavía recuerdo mi vieja radio capilla… los más viejos seguramente la recordarán —esbozó una sonrisa—. Recuerdo haber escuchado a Ed Murrow desde Londres durante los bombardeos, a Eric Sevareid desde la jungla de Birmania, a todos los padres fundadores —verdaderos gigantes— de nuestra profesión. Crecí con imágenes pintadas por las palabras de esos hombres, hombres en quienes todo el país confiaba porque siempre decían la verdad. Entonces decidí que descubrir la verdad y comunicársela a la gente era la vocación más noble a la que un hombre —o una mujer— podía aspirar.

—No siempre somos perfectos en esta profesión. Nadie lo es —prosiguió Plumber.

A su derecha, Donner contemplaba atónito el TelePrompTer. Lo que Plumber estaba diciendo no era lo que pasaba por la lente. Se dio cuenta de que, aunque tenía su discurso impreso, hablaba de memoria. Como en los viejos tiempos, aparentemente.

—Me gustaría poder decir que estoy orgulloso de ejercer esta profesión. Y alguna vez lo estuve.

—Yo estaba frente al micrófono cuando Neil Armstrong pisó la luna por primera vez, y también en ocasiones más tristes, como el funeral de Jack Kennedy. Pero ser profesional no significa meramente estar allí. Significa que uno debe profesar algo, creer en algo.

—Hace unas semanas entrevistamos al presidente Ryan dos veces el mismo día. La primera entrevista se grabó y la segunda se hizo en vivo. Las preguntas fueron un poco diferentes. Hubo razones. Entre la primera entrevista y la segunda, nos llamaron para que viéramos a una persona. Por el momento no diré quién es. Lo diré después. Esa persona nos dio cierta información. Era información sensible que apuntaba a perjudicar al presidente Ryan y en ese momento parecía buena. No lo era, pero nosotros no lo sabíamos. Creíamos haber hecho malas preguntas y quisimos mejorar la puntería.

—Y entonces mentimos. Le mentimos al jefe de staff del presidente, el señor Arnold van Damm. Le dijimos que la cinta se había estropeado misteriosamente. Al mentirle a Van Damm, también le mentimos al presidente. Pero lo peor de todo es que les mentimos a ustedes. Tengo las cintas en mi poder. Están intactas.

—No se violó ninguna ley. La Primera Enmienda nos permite hacer casi todo lo que queramos, y está bien, porque son ustedes los jueces definitivos de nuestra tarea y nuestra persona. Lo único que no podemos hacer es engañarlos en su buena fe.

—No aprecio particularmente al presidente Ryan. Estoy en desacuerdo con él en la mayoría de los temas políticos. Si buscara la reelección, tal vez votaría por el candidato opositor. Pero fui parte de una mentira y no puedo vivir con eso en la conciencia. Más allá de sus posibles errores, John Patrick Ryan es un hombre honorable y yo no debo permitir que las animosidades personales afecten mi trabajo.

—En este caso lo permití. Me equivoqué. Cometí un grave error. Le debo una disculpa al presidente y les debo una disculpa a ustedes. Probablemente éste sea el final de mi carrera como periodista televisivo. Si así fuera, quiero irme como llegué, diciendo la verdad, con las manos limpias.

—Buenas noches. Fue el noticiero de la NBC. —Plumber suspiró hondamente mirando la cámara.

—¿Qué carajo se supone que es esto?

El añoso periodista se paró antes de responder.

—Si todavía tienes necesidad de hacer esa pregunta, Tom…

Sonó el teléfono de su escritorio, mejor dicho parpadeó la lucecita de llamada. Plumber decidió no atender. Tom Donner tendría que darse cuenta solo.

A dos mil millas de distancia, sobre el Parque Nacional de las Rocallosas, Arnold van Damm detuvo la máquina, eyectó el cassette y lo llevó al compartimento del presidente en la nariz del avión. Ryan estaba releyendo su último discurso del día.

—Jack, creo que te agradará ver esto —le dijo, esbozando una ancha sonrisa.

Siempre hay una primera vez para todo. Esa vez sucedió en Chicago. El sábado a la tarde había visitado al médico, y el médico le había dicho lo mismo que a todos los demás. Gripe. Aspirina. Líquidos. Guardar cama. Pero al mirarse al espejo vio que la piel se le estaba decolorando, y eso la asustó más que los otros síntomas. Llamó a su médico pero le respondió el contestador automático. Esas manchas no podían esperar. Subió a su automóvil y fue al Centro Médico de la Universidad de Chicago, uno de los mejores de Estados Unidos. Esperó cuarenta minutos en la guardia de emergencia. Cuando escuchó su nombre se levantó y empezó a caminar hacia el escritorio, pero no llegó. Se desmoronó sobre el piso de baldosas ante la mirada atónita del personal administrativo. Hubo algunas reacciones instantáneas ante el desmayo y un minuto después aparecieron dos paramédicos con una camilla, quienes la trasladaron de inmediato al área de tratamiento acompañados por una empleada de admisión.

El primero que la vio fue un joven médico residente que acababa de recibirse.

—¿Qué pasó? —preguntó, mientras un enfermero le tomaba el pulso y la presión sanguínea a la enferma.

—Tome —dijo la empleada de admisión, entregándole los formularios de ingreso de la paciente. El médico les echó un rápido vistazo.

—Parecen síntomas gripales, ¿pero qué es esto?

—Tiene acelerado el ritmo cardíaco, la presión sanguínea es… un momento, por favor. —Volvió a tomársela… ¿Noventa treinta?— La mujer tenía un aspecto demasiado normal para esas cifras.

El médico le desabotonó la blusa. Y allí estaba. En la claridad del momento ciertos pasajes específicos de sus libros de medicina le volvieron a la memoria. El joven residente levantó las manos en señal de alarma.

—Quietos todos —ordenó… Tal vez tengamos un grave problema aquí. Quiero que se pongan guantes nuevos y máscaras. Ya mismo.

—La temperatura es uno cuatro punto cuatro —dijo otro enfermero, apartándose de la paciente.

—No es gripe. Tenemos una importante hemorragia interna y petequias. —El residente se puso una máscara y guantes nuevos mientras hablaba… Llamen al doctor Quinn.

El enfermero salió corriendo y el residente volvió a leer los papeles de admisión. Vómitos de sangre, deposiciones oscuras. Baja presión sanguínea, fiebre alta y hemorragia subcutánea. Pero estaban en Chicago. No podía ser posible. Agarró una aguja.

—Aléjense todos, muy bien, no se acerquen —dijo clavando la aguja en la vena y llenando cuatro tubos de 5 cc.

—¿Qué pasa? —preguntó el doctor Joe Quinn. El residente repitió los síntomas y expuso sus temores llevando los tubos de ensayo a la mesa.

—¿Qué opinas, Joe?

—Si no estuviéramos en Chicago…

—Sí. Fiebre hemorrágica. Pero no es posible.

—¿Alguien le preguntó dónde estuvo últimamente?

—No, doctor —respondió la empleada de admisión.

—Paños fríos —dijo la enfermera jefe, trayendo una brazada. Se los colocaron en las axilas, debajo del cuello y en todas partes para aplacar el calor potencialmente letal del cuerpo—. ¿Dilantina? —preguntó Quinn—. Todavía no tiene convulsiones. Diablos. —El residente cortó el corpiño de la enferma con sus tijeras quirúrgicas. Se le estaban formando más petequias en el torso… Esta mujer está muy enferma. Enfermera, por favor llame al Dr. Klein de infectología. Debe estar en su casa. Dígale que lo necesitamos aquí enseguida. Tenemos que bajarle la temperatura, despertarla y averiguar dónde demonios estuvo.