58

LA LUZ DEL DIA

No era para celebrar, pero ya era el segundo día que los casos de Ébola disminuían. Mejor aún, de los nuevos casos identificados, cerca de un tercio presentaban anticuerpos pero eran asintomáticos. El CDC y el USAMRIID habían chequeado la información dos veces antes de enviarla a la Casa Blanca, advirtiendo también que era demasiado preliminar para ser transmitida al público. Aparentemente, la prohibición de viajar y sus efectos sobre los contactos interpersonales habían dado buenos resultados… pero el presidente todavía no podía decirlo.

El caso del Giant Steps también estaba progresando, gracias a la intervención del laboratorio del FBI. Los microscopios electrónicos nosólo se utilizaban para identificar virus de Ébola. También los usaban para partículas de polen y otras sustancias. La cosa se complicaba un poco porque el atentado se había hecho en primavera, cuando el aire está lleno de polen.

Se había llegado a la firme conclusión de que Mordecai Azir era un fantasma que había cobrado vida con un único propósito y que, una vez alcanzado éste, había desaparecido. Pero en el camino había dejado algunas fotografías que podrían servir como pistas. Ryan se preguntó si habría buenas noticias al terminar el día. No habría.

—Hola, Dan. —Estaba de vuelta en su despacho. La Sala de Situaciones sólo servía pare recordarle que su próxima orden ejecutiva sería mandar gente a la guerra.

—Señor presidente —dijo el director del FBI, entrando. Lo acompañaban el inspector O’Day y Andrea Price.

—¿Qué los pone tan contentos?

Se lo dijeron.

Había que ser un valiente para despertar al ayatollah Mahmoud Haji Daryaei antes del alba, y dado que quienes lo rodeaban temían su ira mortal, tardaron dos horas en reunir el coraje necesario para hacerlo. Eran las cuatro de la mañana en Teherán cuando sonó el teléfono junto a la cama de Daryaei. Diez minutos después estaba en la sala de su departamento, decidido a castigar a los responsables.

—Nos informan que han entrado barcos norteamericanos al Golfo —anunció el jefe de inteligencia.

—¿Cuándo y dónde? —preguntó el ayatollah con mirada sombría.

—Después de la medianoche por la zona más angosta. Uno de nuestros cañoneros misilísticos detectó lo que resultó ser un destructor norteamericano. Recibió orden de atacar del comandante local, pero desde entonces no supimos nada más.

—¿Eso es todo? ¿Para esto me despertaron?

—Hubo tráfico radial en el área, entre barcos. Mencionaron varias explosiones. Tenemos razones para creer que nuestro cañonero fue atacado y destruido por alguien, probablemente una aeronave… ¿pero de qué origen?

—Queremos su autorización para iniciar operaciones aéreas de barrido en el Golfo después del alba. Nunca hicimos algo así sin su autorización —señaló el comandante de la Fuerza Aérea.

—El permiso está otorgado —dijo Daryaei. Bueno, ya estaba despierto, pensó… ¿Qué más?

—El Ejército de Dios marcha hacia la frontera. La operación prosigue de acuerdo a lo planeado. —Esa noticia seguramente lo complacería, pensó el jefe de inteligencia.

Mahmoud Haji asintió. Había querido dormir bien esa noche, anticipando las largas horas de vigilia de los próximos días, pero estaba en su naturaleza no volverse a dormir una vez despierto. Miró el reloj de su escritorio —no usaba reloj pulsera— y decidió que el día acababa de comenzar.

—¿Los tomaremos por sorpresa?

—En cierto sentido sí —respondió Inteligencia… El ejército tiene órdenes estrictas de mantener silencio radial. Los puestos de escucha norteamericanos son muy sensibles, pero en este caso no podrán oír nada. Recién podrán detectarnos en las proximidades de Al Bussayah, pero entonces estaremos listos para saltarles encima, y será de noche.

Daryaei hizo un gesto negativo.

—Esperen —dijo—, ¿qué reportó nuestro cañonero?

—Reportó un destructor o fragata norteamericano, posiblemente acompañado por otros barcos. Eso fue todo. Dentro de dos horas tendremos helicópteros investigando.

—¿Y sus transportadores, sus portaaviones?

—No sabemos —admitió Inteligencia. Esperaba evitar esa pregunta.

—¡Averígüenlo!

Los dos militares se retiraron. Daryaei llamó a su sirviente para pedirle el té. Se le ocurrió otra cosa. Todo quedaría en claro, incluso resuelto, cuando el joven Raman cumpliera su misión. El informe decía que estaba en su puesto y había recibido la orden. ¡¿Entonces por qué no la había cumplido?!, se preguntó el ayatollah con ira creciente. Volvió a mirar el reloj. Era demasiado temprano para llamar.

Kemper había dado una suerte de descanso a su tripulación. Gracias a la automaticidad de los Aegis, dos horas después del incidente con el cañonero —barco misilístico—, se corrigió, los tripulantes realizaron turnos rotativos en las estaciones de combate y pudieron aliviarse, comer algo y en muchos casos dormir unos minutos. El descanso duró una hora, de la cual le correspondieron quince minutos a cada uno. Ahora todos estaban de vuelta. Faltaban dos horas para el crepúsculo náutico. Estaban a menos de cien millas de Qatar; avanzaban en dirección oeste-noroeste, serpenteando entre todas las isletas y oleoductos que encontraban para confundir a los radares enemigos. Ya había pasado lo peor. El Golfo era mucho más ancho en esa zona. El COMEDY tenía lugar para maniobrar y usar a pleno sus poderosos sensores. Los radares del Anzio informaban que había un grupo de cuatro F-16 veinte millas al norte de la formación. Hubiera sido mejor un AWACS, pero todos estaban al norte. Ese día habría batalla. Ni el Aegis ni él estaban específicamente preparados para eso, pero así eran las cosas en la Armada.

El grupo señuelo marchaba hacia el sur. Por ahora había terminado su trabajo. Cuando saliera el sol ya no habría manera de disimular qué era ni qué estaba haciendo el COMEDY, pensó.

—¿Están totalmente seguros de esto? —preguntó POTUS… ¡Por Dios, mil veces me he quedado solo con él!

—Ya sabemos —dijo Price… Ya sabemos. Es difícil de creer, señor. Hace tiempo que conozco a Jeff y…

—Es el fanático del basket. Me dijo quién ganaría las finales de la NCAA. Acertó. Tuvo una excelente puntería.

—Sí, señor. —Andrea se vio obligada a coincidir con él… Desafortunadamente, estas cosas son un poco difíciles de explicar.

—¿Van a arrestarlo?

—No podemos —respondió Murray… Ésta es una de esas situaciones donde uno sabe, o cree saber, pero no puede probar nada. Pero Pat y yo tenemos una idea.

—Escuchémosla, entonces —ordenó Ryan. La jaqueca había vuelto. No, no era eso. El breve período intermedio sin jaquecas había terminado. Ya era bastante la vaga sospecha de que un miembro del Servicio Secreto estuviera involucrado, pero ahora creían tener pruebas— peor aún, ¡no tenían pruebas suficientes y lo poco que tenían sólo servía para aumentar las malditas sospechas!, de que una de las personas más próximas a él y su familia era un asesino en potencia. ¿Nunca terminaría esto? No obstante, escuchó.

—En realidad es muy simple —concluyó O’Day.

—¡No! —saltó Price inmediatamente… ¿Qué pasará si…?

—Podemos controlarlo. No habrá peligro real —aseguró el inspector.

—Un momento —dijo SWORDSMAN… ¿Dice que puede dejarlo en evidencia?

—Sí, señor.

—¿Y que yo tendría que hacer algo en lugar de quedarme aquí sentado como un rey imbécil?

—Sí, señor —repitió Pat.

—¿Dónde tengo que firmar? —preguntó Ryan retóricamente… Hagámoslo.

—Señor presidente…

—¿Usted estará aquí, Andrea?

—Bueno, sí, pero…

—Entonces está aprobado —dijo POTUS… Que no se acerque a mi familia. ¿Está claro? Si mira el ascensor usted misma lo bajará de un tiro. ¿Entendido, Andrea?

—Entendido, señor presidente. Ala Oeste exclusivamente.

Una vez acordado el plan bajaron a la Sala de Situaciones, donde Arnie y el resto del equipo de seguridad nacional estaban observando un mapa en una gran pantalla de televisión.

—De acuerdo, iluminemos el cielo —ordenó Kemper. El Anzio y los otros cuatro Aegis activaron sus radares SPY a máxima potencia. No tenía sentido seguir escondiéndose. Se hallaban exactamente debajo de una ruta aérea comercial denominada W-15 y cualquier piloto de aerolínea podría verlos con sólo mirar hacia abajo. Y el que lo hiciera empezaría a hablar. Después de todo, el elemento sorpresa tenía sus límites prácticos.

En un segundo aparecieron numerosos rastros aéreos en las tres grandes pantallas. Ése debía ser el espacio aéreo más ajetreado del mundo después de O-Hare, pensó Kemper. El escaneo IFF detectó un grupo de cuatro F-16 desplegados al noroeste de la formación. Había seis aviones comerciales en tránsito y el día recién comenzaba. Los especialistas en misiles ingresaron blancos de práctica para ejercitar las computadoras, pero el sistema del Aegis estaba diseñado para ser una de esas cosas superpoderosas que pueden estar quietas un segundo y provocar un infierno al segundo siguiente. Pronto llegarían al lugar adecuado para ponerlo en práctica.

Los primeros aviones de combate iraníes que subieron al cielo ese día fueron dos añosos Tomcats F-14 de Shiraz. El sha había comprado aproximadamente ochenta en la década del 70. Diez todavía podían volar, con partes canibalizadas de todos los demás o adquiridas en el agitado mercado negro mundial de componentes de aeronaves de guerra. Los dos Tomcats volaron en dirección sureste hacia Bandar Abbas y luego aumentaron la velocidad y pusieron rumbo al sur, hacia Abu Musa. Los acompañantes oteaban el horizonte con binoculares mientras los pilotos sobrevolaban el norte de Abu Musa. El sol era absolutamente visible a veinte mil pies de altura, pero en la superficie reinaba todavía la semioscuridad del crepúsculo náutico.

Es difícil ver un barco desde arriba, hecho que los marineros y aviadores suelen pasar por alto. En la mayoría de los casos los barcos son demasiado pequeños y la superficie del océano demasiado vasta. Lo que sí se ve, ya sea por foto satelital o a simple vista, es la estela, un alboroto en el agua parecido a una flecha de punta enorme —las olas de proa y popa generadas por el paso del barco a través del agua— que deja un rastro de espuma en línea recta. El ojo se siente atraído por esas formas como por el cuerpo de una mujer… y en el vértice de la V descubre el barco. O, en este caso, los barcos. Primero detectaron el grupo señuelo a cuarenta millas de distancia. El cuerpo principal del COMEDY fue identificado un minuto después.

El problema de los barcos es la identificación positiva. Kemper no podía arriegarse a derribar un avión comercial, como había hecho una vez el USS Vincennes. Los cuatro F-16 ya habían girado hacia ellos cuando oyó el radiollamado. No había nadie a bordo que hablara lo suficientemente bien el idioma como para entender lo que decían.

—Parecen F-14 —informó el líder de los F-16. Kemper sabía que la Armada no tenía ninguno en la zona.

Anzio a STARFIGHTER, liberen armas, derríbenlos.

—Entendido.

Los pilotos estaban demasiado ocupados mirando hacia abajo en vez de mirar a los costados. Un vuelo de reconocimiento, supuso el líder del Starfighter. Bueno. Seleccionó AIM-120 y disparó, una fracción de segundo antes que los otros aviones de su formación.

—¡Fox-Uno, Fox-Uno!

Acababa de empezar la Batalla de Qatar.

Los pilotos de la RIU estaban demasiado ocupados para su bien. Los receptores de los radares de advertencia reportaban toda clase de señales en ese momento y la de los misiles aire-aire fue apenas una más. Uno de los pilotos intentaba contar los barcos norteamericanos mientras hablaba por radio cuando un par de misiles AMRAAM explotó a veinte metros de su viejo avión. El otro piloto tuvo tiempo de levantar la vista y ver llegar a la muerte.

Anzio, aquí STARFIGHTER, derribamos dos, no hay paracaídas, repito, derribamos dos.

—Entendido.

—Linda manera de empezar el día —comentó un mayor de la USAF que acababa de pasar dieciséis meses practicando contra la Fuerza Aérea israelí en el Negev… Regreso a estación. Fuera.

—No estoy seguro de que sea una buena idea —dijo Van Damm. La foto satelital del John Paul Jones acababa de llegar a Washington. Estaban viendo los hechos menos de medio segundo después de ocurridos.

—No podemos detener esos barcos, señor —le dijo Robby Jackson… No podemos correr riesgos.

—Pero dirán que disparamos primero y…

—Error, señor. El cañonero iraní fue el primero en disparar hace cinco horas —le recordó el J-3.

—Pero no lo admitirán.

—Basta, Arnie —dijo Ryan… Fue orden mía. Las reglas de enfrentamiento están claras. ¿Qué pasará de ahora en más, Robby?

—Depende de lo que hagan los iraníes. El primer blanco fue fácil. Suele serlo —dijo Jackson, recordando algunos episodios de su carrera que no se parecían en nada a lo que había aprendido, pero nadie jugaba limpio en la guerra, ¿no?

El sector más angosto del estrecho estaba a cien millas entre Qatar y la ciudad iraní de Basatin. En Basatin había una base aérea y la cobertura satelital informaba que los aviones de combate estaban listos para el despegue.

—Hola, Jeff.

—¿Qué está pasando, Andrea? —preguntó Raman… Por suerte recordaste que me tienes abandonado aquí— agregó.

—Este asunto de la epidemia nos tuvo muy ocupados. Te necesitamos de vuelta. ¿Tienes auto?

—Creo que podré robar uno de la oficina local. —De hecho, ya tenía un automóvil oficial.

—Bueno —dijo Price—, entonces regresa. No creo que necesitemos el equipo de avanzada en Pittsburgh. Usa tu identificación para pasar los bloqueos de la Interestatal 70. Te quiero aquí lo más rápido posible. Están pasando cosas.

—Dame cuatro horas.

—¿Tienes una muda de ropa?

—Sí, ¿por qué?

—Vas a necesitarla. Hemos implantado procedimientos de descontaminación. Todos tienen que desinfectarse antes de entrar al Ala Oeste. Ya verás cuando llegues.

—No hay problema.

Alahad no hacía nada. Los micrófonos ocultos en su departamento habían indicado que miraba televisión, pasando de un canal de cable a otro en busca de una película que no hubiera visto, y que antes de irse a la cama había visto el noticiero de la CNN. Después, nada. Todas las luces estaban apagadas y ni siquiera las cámaras de visión térmica podían atravesar las gruesas cortinas del ventanal de su dormitorio. Los agentes encargados de vigilarlo bebían café en vasitos de plástico y miraban las cortinas cerradas mientras compartían su preocupación por la epidemia, igual que todos los norteamericanos. Los medios seguían dedicándole todo el tiempo a esa noticia. Tampoco había mucho de qué hablar. No había actividad deportiva. El pronóstico meteorológico seguía vigente, pero eran pocos los que salían a comprobarlo. Todo giraba alrededor de la crisis de Ébola. En los pro-gramas científicos explicaban qué era el virus y cómo se propagaba —en realidad, cómo podía propagarse—, ya que había opiniones diversas al respecto y los agentes con auriculares habían escuchado los últimos informes por el televisor de Alahad. Un defensor del medio ambiente sostenía que era una venganza de la naturaleza. El hombre había invadido la jungla, talado árboles, matado animales, perturbado el ecosistema… y ahora el ecosistema se vengaba. O algo por el estilo.

También escucharon el análisis legal de la demanda de Edward Kealty, pero simplemente faltaba entusiasmo para levantar la prohición de viajar. Los noticieros mostraban aviones en los aeropuertos, ómnibus en las terminales, trenes en las estaciones y montones de caminos vacíos. También enseñaban a reutilizar una mascarilla quirúrgica, sosteniendo que esa simple medida de seguridad era casi infalible, cosa que la mayoría parecía creer. Pero también mostraban imágenes de hospitales y bolsas de cadáveres. Relataban cómo se cremaban los cuerpos sin mostrar las llamas; el relato en sí ya era bastante desagradable. Los periodistas y consultores médicos comenzaban a lamentar la falta de información sobre el número de casos —alarmante para muchos—, haciendo hincapié en que el espacio destinado en los hospitalesa los casos de Ébola no había aumentado —para consuelo de algunos… Los quejosos de siempre seguían quejándose, pero muchos otros decían que la situación podía estar estabilizándose, aunque tal vez fuera demasiado pronto para especular al respecto.

Algunos empezaban a decir que la gente estaba luchando y que muchos estados estaban absolutamente limpios, igual que algunas regiones de los estados infectados. Por último, algunos se atrevían a decir que la epidemia no había sido una desgracia natural. Los medios no podían medir la opinión pública al respecto. La gente no interactuaba lo suficiente ni intercambiaba ideas como para formarse una opinión, pero muchos estaban empezando a creer que el mundo no llegaría a su fin. Y esa creencia iba acompañada de una pregunta inevitable: ¿Cómo había empezado la epidemia?

El secretario Adler estaba nuevamente en su avión, rumbo a la República Popular China. En la embajada de Beijing se enteró de las últimas noticias. Sintió ira y cierto grado de satisfacción perversa. Zhang había llevado al gobierno en esa dirección. Estaba seguro, mucho más sabiendo que India se había involucrado, otra vez, a instancias de China e Irán. Habría que averiguar si la primera ministra haría saber a sus socios que había renunciado a su parte del trato. Probablemente no, pensó Adler. Volvería a escabullirse. Parecía capaz de escabullirse incluso dormida.

Pero la ira no lo abandonaba. Su país había sido atacado por alguien que él había visitado hacia unos días. La diplomacia había fracasado. No había podido detener un conflicto… ¿y acaso no era ése su trabajo? Peor, él y su país habían sido engañados. China lo había manejado a su antojo, a él y a una fuerza naval opositora vital. La RPCH lamentaba una crisis que ella misma había creado con el propósito de perjudicar los intereses norteamericanos, y probablemente con el propósito final de remodelar el mundo según su propio diseño. Habían sido astutos por demás. China no le había hecho nada a nadie directamente —excepto a los pasajeros del avión—, permitiendo que otros tomaran la delantera y corrieran los riesgos pertinentes. Cualquiera fuera el resultado de la contienda, los chinos seguirían con sus actividades comerciales, conservarían el respeto debido a toda superpotencia y ejercerían influencia sobre la política norteamericana. Habían matado norteamericanos en el Airbus. Y con sus maniobras estaban ayudando a matar más norteamericanos, a ocasionar un daño real y permanente a su país… y todo sin correr el menor riesgo, pensó el secretario de Estado, mirando por la ventanilla del avión.

Pero no sabían que él lo sabía, ¿verdad?

El próximo ataque sería un poco más serio. La RIU tenía una amplia reserva de misiles C-802. Fabricados en China, eran similares en tipo y capacidades al Exocet francés, con un alcance de aproximadamente setenta millas. No obstante, el problema era, una vez más, el blanco. Había demasiados barcos en el Golfo. Para poder dirigir con precisión sus misiles los iraníes tendrían que acercarse lo suficiente para que sus radares captaran al COMEDY.

Bueno, decidió Kemper, tendría que ocuparse de eso. El John Paul Jones aumentó la velocidad a treinta y dos nudos y puso proa al norte. Era un destructor pequeño —en los radares aparecía como un pesquero mediano— y para acentuar esa característica favorable apagó todos sus radares. Kemper reclamó AWACS a Riyadh. Los tres cruceros Anzio, Normandy y Yorktown mantenían su posición cerca de los transportadores, y la tripulación civil del COMEDY ya había comprendido que los barcos de guerra no estaban cumpliendo una mera función defensiva. Los vampiros tendrían que atravesar primero los cruceros para llegar a los transportadores. Pero no había nada que hacer al respecto. Todos los civiles ocuparon sus puestos. Los equipos de guerra fueron desplegados en las cubiertas. Los motores aumentaron la potencia al máximo.

Arriba, la primera patrulla de F-16 fue reemplazada por otra. Las armas estaban liberadas y entre los pilotos civiles se estaba corriendo la voz de que el cielo del Golfo Pérsico no era el mejor lugar para volar. Eso facilitaría las cosas. Ya no era un secreto que estaban allí. Los radares iraníes debían haberlos detectado, pero ya no tenía importancia.

—Parece que hay dos fuerzas navales en el Golfo —dijo Inteligencia… No estamos seguros de la composición, pero es posible que sean transportadores militares.

—¿Y?

—Y dos de nuestros Tomcats fueron derribados al aproximarse a ellos —prosiguió Fuerza Aérea.

—Los barcos norteamericanos… algunos son barcos de guerra muy modernos. Nuestros aviones dicen que hay otros que parecen barcos mercantes. Aparentemente transportan tanques desde Diego García…

—¡Los que la flota india debía detener!

—Creo que sí.

¡Fui un tonto al confiar en esa mujer!

—¡Húndanlos! —ordenó, creyendo que su deseo podría hacerse realidad.

A Raman le gustaba conducir rápido. La ruta casi vacía, la noche oscura y el poderoso automóvil del Servicio le permitieron disfrutar de ese pasatiempo al ingresar a la Interestatal 70 que lo llevaría a Maryland. Lo sorprendió la cantidad de camiones. No sabía que hubiera tantos vehículos dedicados al transporte de alimentos y medicamentos. La sirena de su automóvil obligó a los camiones a cederle el paso, permitiéndole avanzar a cien millas por hora sin interferencias de la policía de Pennsylvania.

Tuvo tiempo para pensar. Hubiera sido mejor para todos que él hubiese sabido de antemano lo que estaba pasando. Por cierto hubiera sido mejor para él. El atentado contra SANDBOX no le había gustado. Era una niña, demasiado chica, demasiado inocente para ser considerada enemiga. Raman la conocía personalmente, conocía su cara, su nombre, su voz. El atentado lo había perturbado. No entendía del todo por qué lo habían ordenado… como no fuera para achicar aún más el círculo protector que rodeaba a POTUS, facilitando así su misión. Pero en realidad no había sido necesario. Estados Unidos no era Irak, cosa que Mahmoud Haji probablemente no entendía del todo.

El atentado biológico era otra cosa. Su propagación había sido obra de la Voluntad de Dios. Era desagradable, pero así era la vida. Recordó el incendio del cine en Teherán. Allí también había muerto gente, gente común cuyo único error había sido ir a ver una película en lugar de atender sus devociones. El mundo era duro y lo único que lo volvía tolerable era la fe en algo superior a uno mismo. Raman tenía esa clase de fe. El mundo no cambiaba de forma por accidente. Los grandes acontecimientos solían ser crueles. La Fe se había propagado con ayuda de la espada, a pesar de que el Profeta había dicho que la espada no podía forjar un creyente… dicotomía que no entendía del todo, pero que también formaba parte de la naturaleza del mundo. El mundo era incomprensible para el hombre. Para la mayoría de las cosas uno debía depender de la guía de los más sabios, que le dirían qué hacer, qué era aceptable a los ojos de Alá, qué servía a Su propósito.

Bueno, el que no le hubieran transmitido información útil era una razonable medida de seguridad… si aceptaba el hecho de que no iba a sobrevivir. Darse cuenta no le dio escalofríos. Hacía tiempo que había aceptado esa posibilidad, y si su hermano en la Fe había podido cumplir su misión en Bagdad, él podría cumplir la suya en Washington. Pero, si se daba la ocasión, trataría de sobrevivir. Eso no tenía nada de malo, ¿no?

Era evidente que todavía estaban planeando la operación, pensó Kemper. En 1990-91 habían tenido tiempo para decidir cosas, asignar misiones, establecer circuitos de comunicación y cosas por el estilo. Pero esta vez no. Cuando llamó para reclamar los AWACS, un individuo de la Fuerza Aérea replicó: —¿Cómo, todavía no tienen uno? ¿Por qué no lo pidieron?— El comandante del USS Anzio y la Fuerza de Tareas no desató su ira contra el hombre. Probablemente no tuviera la culpa y lo bueno era que podían contar con un AWACS. El tiempo también les jugaba a favor. Cuatro aviones de combate, modelo desconocido, acababan de despegar de Basatin, a noventa millas de distancia.

—COMEDY, aquí Sky-Two, vemos cuatro aviones. —La información apareció en una de las pantallas del Aegis. Su propio radar no podía ver tan lejos, porque estaba debajo del horizonte. El AWACS mostraba cuatro blips en dos pares.

—Sky, aquí COMEDY, son suyos. Derríbelos.

—Entendido. Un momento, hay cuatro más.

—Aquí es donde se pone interesante —dijo Jackson en la Sala de Situaciones… Kemper tiene una trampa para misiles a bordo de la formación principal. Si alguien logra pasar a los F-16, veremos si funciona.

Un tercer grupo de cuatro despegó un minuto después. Los doce bombarderos subieron a diez mil pies de altura y luego giraron al sur a máxima velocidad.

El escuadrón de F-16 no podía correr el riesgo de alejarse demasiado del COMEDY, pero avanzó a enfrentar la amenaza en el centro del Golfo bajo directivas del AWACS. Ambos bandos activaron sus radares de blanco. La fuerza de la RIU era controlada por equipos terrestres y los equipos de la USAF eran guiados por el E-3D a cien millas detrás de ellos. No eran maniobras elegantes. Los F-16, que contaban con misiles de largo alcance, dispararon primero. Los iraníes respondieron al ataque. El primer escuadrón de cuatro descendió en picada al agua y se produjo una poderosa interferencia desde la orilla que los norteamericanos no esperaban. Tres aviones de la RIU fueron derribados por la descarga misilística. Los aviones norteamericanos esquivaron la descarga de respuesta y volvieron a disparar. El escuadrón norteamericano se dividió en elementos de dos aviones, tomó dirección este, y luego regresó nuevamente para un ataque yunque. Pero las velocidades eran demasiado altas y un escuadrón iraní estaba ahora a cincuenta millas del COMEDY. Fue detectado por el radar del Anzio.

—Capitán —dijo el jefe del ESN por micrófono—, estoy recibiendo señales de radar, orientación tres-cinco-cinco. Son valores de detección, señor. Creo que nos tienen.

—Muy bien.

Kemper giró la llave. En el Yorktown y el Normandy había pasado lo mismo. El primero era una vieja versión del crucero. Cuatro SM2 MR pintados de blanco salieron de los depósitos rumbo a los rieles de lanzamiento. En el caso del Anzio y el Normandy no hubo cambios visuales. Sus misiles utilizaban lanzadores verticales. Los radares SPY estaban emitiendo seis millones de vatios de energía RF, con residencia casi continua en los bombarderos enemigos fuera del alcance de los cruceros.

Pero no fuera del alcance del John Paul Jones, diez millas al norte de la formación principal. En tres segundos el Jones activó su radar principal y lanzó la primera serie de ocho misiles, que ascendieron al cielo en columnas de humo y llamas y luego cambiaron de dirección hacia el norte.

Los bombarderos no habían visto al Jones. Su silueta furtiva no había aparecido como blanco real en las pantallas y tampoco habían advertido que un cuarto radar SPY los estaba rastreando. La serie de misiles blancos llegó como una sorpresa desagradable a los pilotos apenas levantaron la vista de la información del radar. Pero dos de ellos dispararon sus C-802 justo a tiempo.

A cuatro segundos de sus blancos, los misiles SM-2 recibieron directivas definitivas de los radares de iluminación SPG-62. Fue demasiado súbito, demasiado inesperado para intentar maniobras. Los cuatro aviones iraníes explotaron en voluminosas nubes amarillas y negras, pero antes lanzaron seis misiles antibarco.

—¡Vampiro, vampiro! Veo misiles de búsqueda, orientación tres-cinco-cero.

—Bueno, allá vamos.

Kemper volvió a girar la llave, dejándola en especial-auto. El Aegis se movería automáticamente a partir de ahora. En cubierta, las ametralladoras Gatling CIWS giraron a estribor. Los marineros de los cuatro barcos de guerra escuchaban, tratando de no retroceder. Las tripulaciones mercantes todavía no se daban cuenta del peligro.

En el cielo, los F-16 se cerraron sobre el escuadrón de cuatro, que también llevaba misiles antibarco pero se dirigía al lugar errado, probablemente al grupo señuelo. El primer escuadrón había visto una formación cerrada de barcos. El segundo todavía no la había visto, y nunca la vería. Acababan de reconocer las señales de los radares del Aegis al oeste cuando el cielo se llenó de rastros humeantes. Los cuatro se dispersaron. Dos explotaron en el aire. Otro quedó dañado y trató de huir hacia el noroeste antes de perder poder y caer al agua, y el cuarto, totalmente perdido, giró hacia la izquierda y empezó a incendiarse. Los cuatro F-16 de la Fuerza Aérea acababan de destruir seis bombarderos enemigos en menos de cuatro minutos.

El Jones había disparado pero las altas velocidades de los bombarderos provocaron dificultades. Tres de cuatro intentos de lanzamiento computarizado fracasaron. Quedaban cinco. Los sistemas de combate del destructor se reciclaron y buscaron blancos adicionales.

Los pilotos habían visto humo en el Jones y se preguntaban qué podía ser, pero la primera advertencia real de que algo andaba mal llegó cuando el trío de cruceros inició los lanzamientos.

Kemper había decidido no lanzar sus cohetes señuelo, igual que el O’Bannon. Tres de los misiles enemigos parecían apuntados a la parte posterior de la formación, y sólo dos a la parte anterior. El Anzio y el Normandy se concentraron en los primeros. Los lanzamientos se podían sentir. El casco tembló cuando salieron los dos primeros. Las señales del radar cambiaban segundo a segundo, mostrando lanzamientos internos y externos. Los vampiros estaban ahora a ocho millas de distancia. A diez millas por minuto, eso significaba menos de cincuenta segundos para apuntar y destruir. Parecerían una semana.

El sistema estaba programado para adoptar una modalidad de control de fuego adecuada al momento. En ese instante estaba haciendo disparo-disparo-observación. Disparaba un misil, disparaba otro y luego observaba si el blanco había sobrevivido a los dos primeros o merecía un tercer intento. Su blanco, en este caso, había sido impactado por el primer SM-2 y el segundo SAM se había autodestruido. El primer misil del Normandy erró, pero el segundo impactó contra el C-802 y lo arrojó al mar provocando una explosión que los tripulantes sintieron un segundo después.

El Yorktown tenía una ventaja y una desventaja. Su sistema más viejo permitía realizar lanzamientos directos contra los misiles enemigos en vez de forzar a los misiles a cambiar de dirección en vuelo antes de impactar. Pero no podía lanzar tan rápido. Tenía tres blancos y cincuenta segundos para destruirlos. El primer C-802 cayó al mar a cinco millas de distancia destrozado por un doble impacto. El segundo estaba ahora a diez pies de la superficie. El siguiente SM-2 le pasó por arriba y explotó sin causar daño. El siguiente misil también erró. El estallido de dos misiles en el aire produjo confusión. El último C-802 atravesó el humo y los fragmentos en dirección al crucero. El Yorktown realizó dos lanzamientos más, pero uno de los misiles estaba fallado y el otro erró. Las CIWS localizadas en proa y popa giraron apenas y el vampiro entró en área de blanco. Las ametralladoras dispararon, erraron, volvieron a errar y finalmente impactaron al misil a menos de doscientas yardas de la proa. Los fragmentos de la cabeza de guerra de quinientas libras cubrieron el crucero y partes del cuerpo del misil continuaron cayendo durante unos segundos, impactando contra el panel del radar SPY del barco y destrozando la superestructura de proa, matando a seis marineros e hiriendo a veinte más.

—Caramba —dijo el secretario Bretano. Toda la teoría que había aprendido en las últimas semanas acababa de hacerse realidad.

—No está mal. Lanzaron catorce bombarderos contra nosotros y sólo recuperarán dos o tres, eso es todo —dijo Robby—. Eso les dará qué pensar durante algún tiempo.

—¿Qué pasa con el Yorktown? —preguntó el presidente.

—Tenemos que esperar y ver.

El hotel estaba a media milla de la embajada rusa. Como buenos periodistas parsimoniosos decidieron ir caminando y salieron pocos minutos antes de las ocho. Clark y Chávez caminaron pocos metros y se dieron cuenta de que algo andaba mal. La gente estaba demasiado ensimismada para ser un día laboral. ¿Habrían declarado la guerra contra los sauditas? John fue a otro mercado y vio que la gente escuchaba sus radios portátiles en lugar de ocuparse de la mercadería.

—Perdón. —Hablaba en farsi con un ligero acento ruso… ¿Pasa algo?

—Estamos en guerra con Estados Unidos —dijo un vendedor de fruta.

—Ah, ¿cuándo se declaró?

—La radio dice que los norteamericanos atacaron nuestros aviones —dijo el vendedor… ¿Quién es usted?

John sacó su pasaporte.

—Somos periodistas rusos. ¿Puedo preguntarle qué piensa de esto?

—¿Acaso ya no hemos peleado demasiado? —preguntó el hombre.

—Les dije. Nos echan la culpa —dijo Arnie, leyendo el informe filtrado de la radio de Teherán… ¿Qué pasará con la política de la región?

—Los bandos están definidos —dijo Ed Foley… Se está de un lado o del otro. La RIU es el otro. Más simple que la última vez.

El presidente miró su reloj. Era poco más de medianoche.

—¿Cuándo salgo al aire?

—Al mediodía.

Raman tuvo que detenerse en el límite Maryland-Pennsylvania. Más de veinte camiones esperaban la autorización de la policía de Maryland vigilados de cerca por la Guardia Nacional, bloqueando por completo el camino. Diez minutos después, enfurecido, mostró su identificación. El policía le hizo señas para que pasara. Raman volvió a prender la sirena y aceleró. Encendió la radio para escuchar el noticiero pero se perdió el resumen de las últimas noticias y tuvo que soportar el resto —lo mismo que había estado oyendo toda la semana— hasta las doce treinta, momento en que anunciaron una batalla aérea en el Golfo Pérsico. Ni la Casa Blanca ni el Pentágono habían comentado el incidente. Irán proclamaba haber hundido dos barcos y derribado cuatro bombarderos norteamericanos.

Aunque era patriota y fanático, Raman no pudo creerlo. El problema de Estados Unidos, y motivo de su misión de sacrificio, era que esa nación pobremente organizada, mal gobernada e idólatra era mortalmente competente en el uso de la fuerza. Hasta el presidente Ryan, por mucho que lo despreciaran los políticos, ostentaba una fuerza silenciosa. Él lo había comprobado. Ryan no gritaba, no gesticulaba, no actuaba como la mayoría de los «grandes» hombres. Se preguntó cuánta gente percibiría lo peligroso que era SWORDSMAN. Precisamente por esa razón. Bueno, por eso tenía que matarlo, y si el precio era su propia vida, adelante.

El TF giró al sur detrás de la península de Qatar sin incidentes ulteriores. La superestructura de proa del Yorktown estaba muy dañada. Kemper volvió a posicionar sus barcos escolta colocándolos detrás de los transportadores de tanques. No obstante, no esperaban otro ataque. El resultado del primero había sido desastroso para el enemigo. Ocho F-15, cuatro de la Fuerza Aérea saudita y cuatro del 366, sobrevolaban la flota. También había una mezcla de barcos sauditas y escoltas, la mayoría cazadores de minas que rastreaban el fondo delante del COMEDY. No encontraron nada. Habían retirado seis enormes barcos contenedores del muelle de Dhahran para hacer lugar para el Bob Hope y sus hermanos. Los cuatro barcos Aegis arrojaron sus anclas. La fuerza señuelo, que no había sufrido ningún daño, se dirigió a Bahrain para esperar el desarrollo de los acontecimentos.

Desde la sala de timón del USS Anzio, el Capitán Gregory Kemper observó acercarse la primera fila de ómnibus marrones a los transportadores de tanques. A través de sus binoculares pudo ver hombres con ropa de fajina trotando hasta el borde y esperando que bajaran las planchadas para reunirse con sus vehículos de guerra.

—Esta vez no haremos comentarios —le dijo Van Damm al último periodista que llamó… El presidente dará un discurso más tarde. Es todo lo que puedo decirle por ahora.

—Pero…

—Es todo lo que podemos decirle por ahora —el jefe de staff colgó de golpe.

Price había reunido a todos los agentes de la Custodia Personal en el Ala Oeste para explicarles el plan. Posteriormente sería repetido al personal de la Casa Blanca, donde la reacción sería la misma, estaba segura: asombro, incredulidad y enojo al borde de la ira.

—Saquemos todo eso de nuestro sistema, ¿entendido? Hagamos lo que debemos. Éste es un caso criminal y lo trataremos como tal. Que nadie pierda el control. Que a nadie se le escape nada. ¿Alguna pregunta?

Nadie tuvo nada que preguntar.

Daryaei volvió a mirar su reloj. Sí, por fin, ya era hora. Realizó una llamada telefónica por línea segura a la embajada de la RIU en París. El embajador, por su parte, llamó a otra persona. Esa otra persona llamó a Londres. En todos los casos, las palabras que se intercambiaron fueron inocuas. El mensaje no.

Después de pasar por Cumberland, Hagerstown y Frederick, Raman dobló al sur y entró a la Interestatal 270 rumbo a Washington. Le quedaba una hora de viaje. Estaba cansado pero sus manos se mantenían firmes en el volante. Vería el amanecer. Tal vez fuera el último de su vida. Si debía ser así, esperaba que fuera hermoso.

El ruido hizo saltar a los agentes. Ambos chequearon sus relojes. Era un llamado de ultramar, código 44: Reino Unido.

—¿Sí? —contestó Mohammed Alahad.

—Lamento molestarlo tan temprano. Llamo por la Isfahan de tres metros, la roja. ¿Ha llegado? Mi cliente está muy ansioso. —La voz tenía acento, pero extraño.

—Todavía no —replicó el abotagado Alahad… Llamé a mi proveedor para preguntarle.

—Muy bien, pero ya le dije que mi cliente está muy ansioso.

—Veré qué puedo hacer. Adiós.

Don Selig tomó su celular, llamó a los cuarteles generales y les pasó el número del Reino Unido para que lo investigaran.

—Acaba de prender la luz —dijo la agente Scott… Parece que despertaron a nuestro muchacho. Atención— dijo por radio… El sujeto está levantado y en movimiento.

—Ya vi las luces, Sylvia —aseguró otro agente.

Cinco minutos después Alahad salió por la puerta principal de su edificio. Seguirlo no sería fácil, pero los agentes se habían tomado el trabajo de localizar los cuatro teléfonos públicos más próximos y apostar gente en todos. El sujeto eligió el de la estación de servicio/almacén. El monitor de la computadora les diría a qué número había llamado. A través de una cámara de lente larga vieron que metía un cuarto de dólar en la ranura y marcaba 3-6-3 rápidamente. Todo quedó claro cuando el otro teléfono intervenido sonó y fue atendido por el contestador automático.

—Señor Sloan, soy el señor Alahad. Ha llegado su alfombra. No entiendo por qué no me llama, señor. —Clic.

—¡Bingo! —exclamó uno de los agentes… Tal cual. Llamó al número de Raman. Señor Sloan, tenemos su alfombra.

Se oyó otra voz.

—Soy O’Day —dijo… ¡Atrápenlo ya mismo!

No fue difícil. Alahad entró al almacén a comprar un cartón de leche y emprendió el regreso a su casa. Se asombró al encontrar un hombre y una mujer al abrir la puerta de su departamento.

—FBI —dijo el hombre.

—Está arrestado, señor Alahad —dijo la mujer, sacando un par de esposas. No exhibieron sus armas. El sujeto no se resistió, rara vez lo hacían, pero afuera había dos agentes por si lo intentaba.

—¿Pero por qué? —preguntó.

—Por conspiración para asesinar al presidente de Estados Unidos —dijo Sylvia Scott, empujándolo contra la pared.

—¡No es verdad!

—Cometió un error, señor Alahad. Joseph Sloan falleció el año pasado. ¿Cómo se le vende una alfombra a un muerto? —le preguntó. El hombre saltó como si se hubiera electrocutado. Eso hacían los más inteligentes cuando descubrían su falta de inteligencia. Jamás esperaban que los atraparan. La treta siguiente era explotar el momento. Comenzaría a hacerlo dentro de unos minutos, cuando le dijeran cuál era la pena por violar el 18 USC § 1751.

El interior del USNS Bob Hope parecía el garaje del infierno: los vehículos estaban tan juntos que hasta a una rata le hubiera resultado difícil escurrirse entre ellos. Para abordar un tanque, los tripulantes recién llegados tuvieron que caminar agachados por el borde de los vehículos para no partirse la frente, dudando de la cordura de quienes los revisaban periódicamente.

Asignar tripulantes a orugas y camiones era una tarea administrativa de grandes proporciones, pero el barco había sido cargado de manera que los ítems más importantes fueran los primeros en desembarcar. Los guardias tenían registros computarizados con el número y la locación de los vehículos asignados. Los tripulantes del barco los ayudaron a encontrarlos. Menos de una hora después de la llegada del barco, el primer tanque de combate M1A2 bajó al muelle para abordar el mismo transportador de tanques utilizado poco antes por el Undécimo de Caballería, con los mismos conductores. La descarga tardaría más de un día, y necesitarían por lo menos otro para organizar la Brigada WOLFPACK.

Aref Raman contempló satisfecho la belleza del amanecer sobre West Executive Drive. Llevaría a cabo su misión en un día claro. El guardia uniformado del portón lo saludó y levantó la barrera de seguridad. Otro automóvil entró inmediatamente después del suyo y estacionó a dos lugares de él. Raman reconoció al conductor. Era O’Day, el tipo del FBI que había tenido tanta suerte el día del atentado a la guardería. No tenía sentido odiarlo. Después de todo, había defendido a su propia hija.

—¿Cómo le va? —preguntó cordialmente el inspector del FBI.

—Acabo de volver de Pittsburgh —replicó Raman, sacando su valija del baúl.

—¿Qué demonios estaba haciendo allá?

—Trabajo de avanzada… pero supongo que ese discurso no tendrá lugar. ¿Para qué vino? —Raman agradeció la distracción. Le permitía concentrarse en el juego, por paradójico que fuera.

—El director y yo tenemos que informarle algo al Jefe. Aunque primero habrá que darse una ducha.

—¿Ducha?

—Para desinfectarse… Claro, usted no sabe nada. Uno del staff de la Casa Blanca se contagió el virus. Ahora todos tenemos que bañarnos y desinfectarnos antes de entrar. Vamos —dijo O’Day, levantando su maletín.

Ingresaron por la Entrada Oeste. Los detectores de metales zumbaron a su paso, pero como ambos eran oficiales federales nadie se preocupó porque portaran armas. El inspector señaló a la izquierda.

—Esto es un trato, adentro le mostraré algo —bromeó O’Day.

—¿En qué anduvo últimamente? —Raman vio que dos oficinas habían sido convertidas en otra cosa. Una decía HOMBRES y la otra MUJERES. Andrea Price salió de esta última con el cabello mojado y oliendo a sustancias químicas.

—Hola, Jeff. ¿Qué tal el viaje? Pat, ¿cómo anda nuestro héroe? —preguntó.

—Eh, no es para tanto, Price. Sólo corté un par de cabezas —respondió O’Day con una sonrisa burlona. Abrió la puerta de HOMBRES y entró. Apoyó su maletín en el piso.

Raman observó que habían trabajado rápido. La oficina había pertenecido obviamente a algún funcionario menor, pero todos los muebles habían desaparecido y el piso estaba cubierto por un plástico. Había un perchero para colgar la ropa. O’Day se desnudó y se metió en la improvisada ducha.

—Por lo menos estos químicos lo despiertan a uno —dijo, haciendo correr el agua. Salió dos minutos después y empezó a secarse vigorosamente… Es su turno, Raman.

—Grandioso —respondió el agente del Servicio, desvistiéndose con el pudor físico heredado de su cultura paterna. O’Day no lo miró ni miró a otro lado. No dejó de secarse hasta que Raman entró a la ducha. La pistola del custodio, una SigSauer, estaba encima del perchero. O’Day abrió su maletín. Luego tomó la automática de Raman y eyectó el cargador.

—¿Cómo están los caminos? —le preguntó.

—Despejados, el viaje fue muy rápido… ¡Maldición, este agua apesta!

—¡Claro que sí!

Raman tenía dos cargadores de repuesto. El inspector guardó los tres en su maletín antes de desenvolver los que había preparado. Deslizó uno en la culata de la SigSauer y colocó los otros dos en la pistolera de Raman. Puso la Sig en su lugar. El peso y el equilibrio eran los mismos. O’Day siguió vistiéndose. No tenía por qué apurarse. Evidentemente Raman necesitaba una ducha. Tal vez se estuviera purificando, pensó fríamente el inspector.

—Tenga. —O’Day le arrojó una toalla y siguió abrochándose la camisa.

—Por suerte tenía una muda. —Raman sacó calzoncillos y medias limpios de su valija.

—Supongo que tienen la obligación de estar impecables para trabajar con el presidente, ¿no? —Se agachó a atarse los zapatos y levantó la vista… Buen día, director.

—No sé para qué cuernos me baño en casa —gruñó Murray… ¿Trajiste los papeles, Pat?

—Sí. Esto es algo que debemos mostrarle.

—Claro que sí. —Murray se quitó la chaqueta y la camisa… Vestuario de la Casa Blanca— bromeó… Buen día, Raman.

Los dos agentes terminaron de vestirse, comprobaron la correcta colocación de sus armas y salieron al pasillo.

—Murray y yo vamos a entrar —le dijo Pat al del pasillo. No tuvieron que esperar mucho a Murray, y Price reapareció como por arte de magia. O’Day se restregó la nariz para indicarle que todo estaba en orden. Ella asintió.

—Jeff, por favor acompaña a estos caballeros al Despacho. Yo debo ir primero al puesto de comando. El Jefe está esperando.

Al llegar al otro piso, Raman vio que estaban instalando cámaras de televisión en el Despacho Oval. Arnie van Damm revoloteaba por el pasillo, seguido por Callie Weston. El presidente Ryan estaba en su escritorio, en mangas de camisa como de costumbre, hojeando un expediente. Ed Foley también estaba allí.

—¿Disfrutaste la ducha, Dan? —preguntó el DCI.

—Muchísimo, Ed. Me hará perder el poco pelo que me queda.

—Hola, Jeff —dijo el presidente, levantando la vista del expediente.

—Buen día, señor presidente —saludó Raman, ubicándose como de costumbre contra la pared.

—Bueno, Dan. ¿Qué tienen para mostrarme? —preguntó Ryan.

—Descubrimos un operativo de espionaje iraní. Creemos que está asociado con el atentado contra tu hija. —Mientras Murray hablaba, O’Day abrió su maletín y sacó una carpeta.

—Los británicos hicieron la conexión —empezó Foley… Y el contacto aquí es un tipo llamado Alahad… ¿Puedes creer que el miserable tiene una tienda de alfombras a una milla de aquí?

—Lo tenemos bajo vigilancia —acotó Murray… Estamos investigando su línea telefónica.

Todos estaban mirando los papeles sobre el escritorio del presidente y no vieron la expresión congelada de Raman. Su mente se disparó, como si le hubieran inyectado una poderosa droga en el torrente sanguíneo. Si lo estaban haciendo ahora… Todavía podía haber una chance, aunque ínfima, pero si no, ahí estaban el presidente y los directores del FBI y la CIA, y podía mandarlos a todos ante Alá, y si ese sacrificio no alcanzaba… Raman se desabrochó el saco con la mano izquierda. Se apartó un poco de la pared y cerró los ojos para rezar. Luego bajó la mano a la automática con un movimiento rápido y suave.

Lo sorprendió ver que el presidente lo miraba directo a los ojos.

Bueno, después de todo no estaba tan mal. El infeliz sabría que le llegaba la muerte pero lamentablemente jamás entendería por qué.

Ryan pegó un salto al ver emerger la pistola. Fue una reacción automática, a pesar de que O’Day le había advertido que no corría peligro. No obstante retrocedió, preguntándose si podía confiar en alguien, y vio que las manos de Raman lo seguían y que apretaba el gatillo como un autómata, sin la menor emoción en los ojos…

El sonido los hizo saltar a todos, aunque por distintas razones.

Pop.

Eso fue todo. Raman abrió la boca, incrédulo. El arma estaba cargada. Podía sentir el peso de las balas y…

—Bájela —dijo O’Day, apuntándolo con su Smith. Un instante después, Murray desenfundaba la suya.

—Ya arrestamos a Alahad —explicó el director.

Raman tenía otra arma, una Aspid, pero el presidente estaba a unos metros de distancia y…

—Podría volarle la rótula si quisiera —dijo O’Day fríamente.

—¡Miserable traidor! —gritó Andrea, entrando al Despacho con la pistola desenfundada… ¡Maldito asesino! ¡Al piso, ya!

—Tranquila, Price. No va a ir a ninguna parte —le dijo Pat.

Pero fue Ryan el que estuvo a punto de perder el control.

—Mi hijita, mi bebé, ¿tú ayudaste a planear su asesinato? —Empezó a dar la vuelta al escritorio pero Foley lo detuvo… ¡No, esta vez no, Ed!

—¡Basta! —gritó el DCI… Lo tenemos, Jack. Lo tenemos.

—Al piso —dijo Pat, ignorando a los demás y apuntándole a la rótula… Arroje el arma y al piso.

Estaba temblando, de miedo, de ira, toda clase de emociones lo asaltaban, todas menos la única que había esperado. Volvió a apretar el gatillo de la Sig. Ni siquiera apuntó, fue sólo un acto de negación.

—No pude usar balas de fogueo. No pesan lo mismo —le explicó O’Day… Son verdaderas. Pero las abrí y retiré la pólvora. La primera hizo un pequeño y encantador pop al salir, ¿no?

Era como si se hubiera olvidado de respirar. Raman se dobló en dos. Soltó la pistola con el sello del presidente en la culata y cayó de rodillas. Price lo obligó a besar el piso de un empujón. Murray colocó un par de esposas por primera vez después de muchos años.

—¿Quiere que le lea sus derechos? —le preguntó.