57
PASAJE NOCTURNO
—¿Jack? —Ryan abrió los ojos y vio la luz del sol a través de las persianas. Su reloj decía que eran más de las ocho de la mañana.
—¿Cómo demonios…? ¿Por qué nadie…?
—Ni siquiera escuchaste el despertador —le dijo Cathy… Andrea dijo que Arnie dijo que te dejáramos dormir hasta ahora. Supongo que yo también lo necesitaba— agregó SURGEON. Había dormido diez horas antes de levantarse a las siete… Dave me dijo que me tomara el día libre —agregó.
Jack se levantó de un salto y fue al baño. Cuando salió, Cathy, vestida de entrecasa, le pasó los informes del día. El presidente empezó a leerlos parado en el medio del cuarto. La razón le decía que si hubiera pasado algo grave lo habrían despertado… no era la primera vez en su vida que seguía de largo sin escuchar el despertador, pero jamás había dejado de atender el teléfono. Los informes decían que todo seguía relativamente estable. Diez minutos después estaba vestido. Saludó a sus hijos, besó a su esposa y salió.
—SWORDSMAN en movimiento —anunció Andrea por radio… ¿Sala de Situaciones?— le preguntó a POTUS.
—Sí. ¿Quién tuvo la brillante idea de…?
—Señor presidente, fue idea del jefe de staff. Pero tuvo razón, señor.
Ryan la miró divertido mientras ella apretaba el botón de la planta baja.
—Supongo que he sido derrotado —murmuró.
El equipo de seguridad nacional había pasado la noche en vela. Un café esperaba a Ryan sobre la mesa, la misma bebida que los había mantenido despiertos toda la noche.
—Bueno, ¿qué está pasando?
—El COMEDY está ahora ciento treinta millas adelante de la flota india… ¿me creerás si te digo que reanudaron el patrullaje detrás nuestro? —dijo el almirante Jackson.
—Les gusta jugar a ambos lados de la calle —concluyó Ben Goodley.
—Es una buena manera de ser atropellado desde dos direcciones simultáneamente —acotó Arnie.
—Prosigan.
—La Operación CUSTER está casi concluida. El Ala 366 también está en Arabia Saudita, menos un avión roto que se desvió a Inglaterra. El Undécimo de Caballería está saliendo del depósito —dijo el J-3… El otro bando envió algunos aviones a la frontera, pero tenemos una fuerza de bloqueo conjunta con los sauditas y no pasó nada… aparte de unas miradas arteras.
—¿Alguien piensa que van a retroceder? —preguntó Ryan.
—No —respondió Ed Foley… No pueden, ya no.
El encuentro tuvo lugar a cincuenta millas del cabo Rass al Hadd, en el extremo sudeste de la península arábiga. Los cruceros Normandy y Yorktown, el destructor John Paul Jones, y las fragatas Underwood, Doyle y Nicholas fueron remolcados por Platte y Supply luego de su rápido viaje desde Alejandría. Los capitanes fueron trasladados en helicóptero al Anzio para discutir la misión. El destino final era Dhahran. Para llegar allí tendrían que avanzar en dirección noroeste hasta el estrecho de Ormuz, trayecto que demandaría seis horas. El estrecho, de veinte millas de ancho y moteado de islas, era una de las rutas acuáticas más transitadas del mundo… incluso ahora, a pesar de la crisis. Los barcos-tanques, uno de los cuales desplazaba más agua que todos los barcos de guerra de la recién denominada TF-61.1 combinada, eran simplemente las embarcaciones más célebres que transitaban la zona. También había macizos barcos-contenedores con las banderas de diez naciones y hasta una enorme embarcación que parecía un garaje y transportaba carneros vivos de Australia. Su olor era famoso en todos los océanos del mundo. El estrecho tenía cobertura de radar para control de tráfico —un choque entre dos barcos-tanque era la posibilidad más temida—, lo cual significaba que el TF-61.1 no pasaría del todo desapercibido. Pero al menos intentarían algo. Al llegar al punto más angosto del estrecho se dirigirían al sur entre las islas pertenecientes a Omán, amparados por la confusión. Luego se dirigirían al sur de Abu Musa y pasarían las plataformas de petróleo, utilizándolas otra vez para engañar a los radares, y finalmente llegarían a Dhahran, pasando los mini-estados de Qatar y Bahrain. Según los oficiales de inteligencia, la fuerza opositora comprendía barcos de origen norteamericano, británico, chino, ruso y francés, todos armados con misiles. Los barcos más importantes del grupo, por supuesto, estarían completamente desarmados. El Anzio los guiaría 2.000 yardas adelante, manteniendo la formación encajonada. El Normandy y el Yorktown se posicionarían 2.000 yardas a estribor, con el Jones a la zaga. Las dos naves de abastecimiento formarían un segundo grupo señuelo, con O’Bannon y las fragatas escoltándolos de cerca. La flota sería sobrevolada por helicópteros que, además de patrullar, simularían blancos mucho más grandes. Los comandantes estuvieron de acuerdo con el plan y los helicópteros volvieron a llevarlos a sus puestos de mando. Era la primera vez en mucho tiempo que una formación naval norteamericana atravesaba una zona de peligro sin un portaaviones cerca. Con los pañoles llenos de combustible, el grupo formó como estaba planeado, puso proa al noroeste y alcanzó una velocidad de veintiséis nudos. A las 1800 hora local, cuatro F-16 sobrevolaron el grupo, tanto para darles a los Aegis la ocasión de practicar control de fuego contra blancos vivos como para verificar los códigos IFF que utilizarían en la misión nocturna.
Mohammed Alahad era común como la mierda. Había llegado a Estados Unidos hacía más de quince años. Se decía que era viudo y sin hijos. Tenía un negocio decente y próspero en una de las calles comerciales más bellas de Washington. De hecho, en ese mismo momento debía estar allí. Aunque el cartel de CERRADO colgaba de la puerta, los agentes de Loomis supusieron que Alahad no tenía nada mejor que hacer que sentarse y revisar su contabilidad.
Uno de ellos cruzó la calle y golpeó la puerta. Alahad se acercó a abrir e intercambió algunas palabras con él. Lo siento, pero todas las tiendas están cerradas por el decreto presidencial. —Sí, claro, pero yo no tengo nada que hacer y usted tampoco, ¿no? Sí, pero es una orden ejecutiva—. ¿Y quién va a saberlo, qué está diciendo? Finalmente el agente entró, poniéndose su mascarilla quirúrgica. Tardó diez minutos en salir, dar la vuelta a la esquina y hacer un radiollamado desde su automóvil.
—Es una tienda de alfombras —le dijo a Loomis por el canal de radio encriptado… Si queremos poner patas arriba el lugar, tendremos que esperar—. Ya habían intervenido la línea telefónica, pero hasta el momento no había entrado ni salido ningún llamado.
La otra mitad del equipo estaba en el departamento de Alahad, donde encontraron una foto de una mujer y un niño, probablemente su hijo, que vestía algo parecido a un uniforme… Tendría unos catorce años, pensó el agente, fotografiando la foto con su Polaroid. Nuevamente nada. Podría haber sido el departamento de cualquier comerciante de Washington… o de cualquier oficial de inteligencia. Era imposible saberlo. Tenían el comienzo de un caso pero no evidencia suficiente para llevarlo ante un juez, mucho menos para pedir una orden de allanamiento. Pero se trataba de una investigación de seguridad nacional que involucraba el bienestar personal del presidente, y la cúpula había dicho expresamente que no había reglas. Ya habían cometido dos violaciones técnicas de la ley al invadir dos propiedades privadas sin orden de allanamiento, y otras dos más al intervenir ambas líneas telefónicas. Loomis y Selig entraron a un edificio de departamentos en la vereda de enfrente. Se habían enterado de que había un departamento vacío frente a la tienda de Alahad. Consiguieron las llaves sin dificultad y montaron un equipo de vigilancia allí, mientras otros dos agentes vigilaban la puerta trasera. Sissy Loomis llamó a los cuarteles generales por teléfono celular. Tal vez la evidencia no alcanzara para presentarla ante un tribunal, pero era más que suficiente para comentarla con un agente colega.
O’Day advirtió que había un segundo sospechoso potencial: un agente negro cuya esposa era musulmana y estaba tratando de convertirlo… pero el agente había discutido el tema con sus compañeros, y además en el archivo decía que su matrimonio, como el de tantos otros en el Servicio, estaba a punto de naufragar.
Sonó el teléfono.
—Inspector O’Day.
—¿Pat? Habla Sissy.
—¿Cómo anda Raman? —Había trabajado con ella en tres casos, todos con espías rusos implicados. Loomis era obstinada como un buey cuando metía la cabeza en algo.
—¿Recuerdas el mensaje del contestador, el número equivocado?
—Sí…
—Nuestro vendedor de alfombras llamó a una persona muerta cuya esposa es alérgica a la lana —murmuró Loomis.
Clic.
—Adelante, Sis. —Loomis leyó sus notas y la información reunida por los agentes que habían entrado al departamento de Alahad.
—Parece real, Pat. El procedimiento es demasiado bueno. Como salido de un libro. Parece tan normal que a uno no se le ocurriría pensarlo. ¿Pero por qué llamar desde un público si no es por temor a tener el teléfono intervenido? ¿Por qué llamar por error a un muerto? ¿Y por qué el llamado equivocado fue a parar al contestador de un miembro de la Custodia Personal?
—Bueno, Raman no está en la ciudad.
—Que se quede donde está —aconsejó Loomis. No tenían un caso. Todavía estaban buscando causas probables. Si arrestaban a Alahad, seguramente pediría un abogado— ¿y qué tenían hasta ahora? Había hecho un llamado telefónico. No tendría necesidad de defenderse. Podría callarse la boca. Su abogado diría que había sido un error. —Alahad incluso podría tener preparada una explicación plausible; un as que escondería en la manga, por supuesto—, pediría evidencias y el FBI no tendría nada que mostrar.
—Tenemos las manos atadas, ¿no?
—Mejor a salvo que arrepentido, Pat.
—Tengo que hablar con Dan. ¿Cuándo investigarán la tienda?
—Esta noche.
Los efectivos del Blackhorse estaban exhaustos. Esos soldados rudos y preparados para el desierto habían pasado dos terceras partes del día en aviones con aire seco, asientos incómodos y con las armas guardadas en el portaequipajes —cosa que siempre provocaba una curiosa reacción en las azafatas—, para llegar finalmente a un lugar caluroso y húmedo a once husos horarios de diferencia. Pero hicieron lo que tenían que hacer.
Primero las armas de fuego. Los sauditas habían establecido un enorme polígono de tiro con blancos móviles de acero, cuya distancia del tirador oscilaba entre los trescientos y los tres mil metros. Los tiradores apuntaron sus armas y dispararon balas verdaderas, no de fogueo, descubriendo que los proyectiles de guerra, más certeros, habían —atravesado el punto—, expresión que aludía a la retícula circular en el centro de los sistemas de visión. Se revisaron las radios para garantizar que todos pudieran hablar con todos. Luego se verificaron las importantísimas conexiones de los IVIS. Las tareas más mundanas se dejaron para el final. Los M1A2 sauditas todavía no contaban con la más reciente modificación de la serie: armeros cargados a paleta. Tenían, en cambio, un chirriante cable de acero para objetos personales, especialmente cantimploras. Uno por uno, los vehículos se pusieron en marcha y dieron vueltas en círculo. La tripulación de los Bradley se dio el lujo de disparar un misil TOW por carro. Luego ingresaron al área de recarga y repusieron las municiones utilizadas en la práctica.
Como entrenaban regularmente a otros regimientos en el bello arte de la muerte mecanizada, los efectivos del Blackhorse eran abiertamente insensibles a las tareas rutinarias de todo soldado. Debían recordar a cada momento que ése no era su desierto… Si bien todos los desiertos se parecían, ése en particular no tenía arbustos de creosota ni coyotes. Tenía camellos y mercaderes. Los sauditas honraron su ley de hospitalidad ofreciendo comida y bebida liviana en abundancia a las tropas. Mientras tanto, los comandantes discutían mirando los mapas y bebiendo el amargo café de la región.
Martin Diggs no era lo que se dice un hombre corpulento. Siempre había tenido la habilidad de dirigir sesenta toneladas de acero con la punta de los dedos y acertarle al vehículo ajeno a tres millas de distancia. Ahora era un comandante de alto rango y efectivamente estaba al mando de una división… pero un tercio de la misma estaba doscientas millas al norte y otro tercio a bordo de unos barcos que esa noche tal vez tendrían dificultades.
—¿Entonces qué se proponen, qué grado de preparación tienen? —preguntó el general.
Bajaron fotos satelitales y el oficial norteamericano de inteligencia con base en KKMC comenzó su informe. Tardó treinta minutos en completarlo, tiempo que Diggs pasó de pie. Estaba harto de estar sentado.
—STORM TRACK reporta tráfico radial mínimo —dijo el coronel… Por otra parte, debemos recordar que están muy expuestos donde están.
—He mandado una compañía a cubrirlos —dijo un oficial saudita… Mañana estarán posicionados.
—¿Qué está haciendo Buffalo? —preguntó Diggs. Bajó otro mapa. Las disposiciones kuwaitíes le parecieron acertadas. Por lo menos no se habían desplegado hacia adelante, con excepción de las tres brigadas pesadas destinadas a contrarrestar una posible invasión. Conocía a Magruder. De hecho, conocía a los tres comandantes de los escuadrones. Si la RIU disparaba primero, la Fuerza Azul, en desventaja numérica o no, le haría sangrar la nariz a la Roja.
—¿Intenciones enemigas? —preguntó después.
—Desconocidas, señor. Hay varias cosas que no entendemos. Washington nos dice que esperemos un ataque, pero no dice por qué.
—¿Cómo?
—Esta noche o mañana por la mañana podré darle más información, señor —replicó el oficial de inteligencia… Ah, tenemos periodistas asignados. Llegaron hace unas horas. Están en un hotel de Riyadh.
—Maravilloso.
—¿Al no tener conocimiento de lo que planean hacer…?
—El objetivo está claro, ¿no? —observó el comandante saudita… Nuestros vecinos chiítas tienen todo el desierto que necesitan—. Señaló el mapa… Allí está nuestro centro de gravedad económico.
—¿General? —preguntó otra voz. Diggs miró a su izquierda.
—¿Coronel Eddington?
—El centro de gravedad es político, no militar. Debemos tenerlo presente, caballeros —señaló el coronel de Carolina… Si quisieran los pozos de petróleo de la costa tendríamos un montón de advertencias estratégicas.
—Nos superan en número, Nick. Eso les otorga cierto grado de flexibilidad estratégica. Señores, veo gran cantidad de camiones de combustible en estas fotos —dijo el general norteamericano.
—La última vez tuvieron que detenerse en la frontera con Kuwait por falta de combustible —les recordó el comandante saudita.
El ejército saudita —llamado Guardia Nacional— comprendía cinco brigadas pesadas, casi todas con equipamiento norteamericano. Tres estaban desplegadas al sur de Kuwait, una de ellas en Ras al Khafji, sitio de la única invasión al Reino, pero Khafji estaba junto al agua y nadie esperaba un ataque desde el mar. No era inusual que los soldados se prepararan para pelear su última guerra, recordó el norteamericano.
Eddington, por su parte, recordó una cita de Napoleón. Cuando le mostraron un plan de defensa con las tropas dispersas azarosamente a lo largo de la frontera francesa, el insigne militar preguntó si la idea era evitar el contrabando. Ese concepto defensivo fue legitimado por la doctrina de la OTAN de defensa adelantada dentro de la frontera alemana pero jamás fue comprobada su eficacia, y si había un lugar donde cambiar espacio por tiempo, ese lugar era el desierto saudita. Eddington se calló la boca. Era inferior en rango a Diggs y los sauditas parecían ser muy posesivos con su territorio, como la mayoría de los pueblos. Cruzó una mirada con Diggs. Así como el Décimo de Caballería era la reserva de los kuwaitíes, el Undécimo cumpliría la misma función para los sauditas. La situación cambiaría cuando sus guardias montaran sus orugas en Dhahran, pero por el momento tendría que ser así.
Uno de los mayores problemas era la relación de mandos. Diggs tenía una sola estrella… absolutamente merecida, Eddington lo sabía, pero de todos modos no pasaba de brigadier. Si CENTCOM hubiera podido viajar, su rango le habría permitido hacer sugerencias más firmes a los sauditas. Evidentemente el coronel Magruder del Buffalo había hecho algo por el estilo, pero la posición de Diggs era un poquito resbalosa.
—Bueno, de todos modos tenemos un par de días —el general norteamericano se dio vuelta… Establezcamos equipos de reconocimiento. Si esas seis divisiones se tiran pedos… por lo menos quiero saber qué comieron.
—Al atardecer mandaremos algunos Predators —prometió el coronel de inteligencia.
Eddington salió a fumar. Después de la primera pitada comprendió que no debía preocuparse. Todos los sauditas fumaban.
—¿Y bien, Nick? —preguntó Diggs, acercándose.
—Una cerveza no vendría nada mal.
—Calorías al pedo —observó el general.
—Cuatro a uno, y ellos tienen la iniciativa. Eso si mi gente se encuentra con sus equipos a tiempo. La cosa podría ponerse interesante, Diggs. —Otra pitada… Sus despliegues apestan—. Frase robada a sus alumnos, pensó su superior… A propósito, ¿cómo se denomina esto?
—BUFORD, Operación BUFORD. Elija un nombre para su brigada, Nick.
—¿Qué le parece WOLFPACK? No es lo más acertado, pero suena mejor que TARHEEL. La cosa va demasiado rápido, general.
—Lección que el otro bando debería haber aprendido de la última vez: no nos den tiempo para juntar nuestras fuerzas.
—Es cierto. Bueno, debo ir a ver a mi gente.
—Use mi helicóptero —dijo Diggs… Me quedaré un rato.
—Sí, señor. —Eddington hizo la venia y empezó a caminar. Pero se dio vuelta—. ¿Diggs?
—¿Sí?
—Tal vez no estemos tan bien entrenados como Hamm y sus muchachos, pero lo haremos, ¿oyó? —Volvió a hacer la venia, arrojó el cigarro al suelo y caminó decidido rumbo al Black Hawk.
Nada se mueve tan silenciosamente como un barco. Un automóvil moviéndose a esa velocidad —un poco menos de treinta millas por hora— haría tanto ruido que uno podría escucharlo a pocas yardas de distancia en una noche silenciosa, pero en el caso del barco era como un levísimo latigazo del casco de acero contra lo que hasta el momento era un mar calmo. Los que iban a bordo percibían las vibraciones del motor o escuchaban la succión de las turbinas, pero eso era todo. Además, esa clase de sonidos sólo se escucharía a unas cien yardas a través del agua y de la noche. Sólo el levísimo latigazo y la estela brumosa que cada barco iba dejando, una sombra fantasmal y verdosa por la presencia de minúsculos organismos perturbados por la ola de presión que fosforescían en una suerte de protesta biológica. Para los tripulantes, la estela tenía un brillo endiablado. Bajaron las luces de los puentes para no comprometer la visión nocturna y apagaron las luces de navegación, violando las leyes vigentes. Los vigías usaban binoculares convencionales y equipos de amplificación lumínica para escrutar el horizonte. La formación estaba entrando a la parte más angosta del pasaje.
En todos los centros de información de combate la gente se agolpaba sobre mapas y planos, hablando en voz muy baja. Los que fumaban anhelaban hacerlo en los espacios asépticos y los que habían dejado el hábito se preguntaban por qué. Tal vez para proteger su salud, pensaban, contemplando los misiles superficie a superficie montados en sus lanzadores a mil quinientas yardas de distancia, cada uno con una tonelada de explosivos detrás de la cabeza de búsqueda.
—Doblando a la izquierda, nuevo curso dos-ocho-cinco —reportó el oficial de cubierta del Anzio.
Según el plan principal había más de cuarenta blancos. —Así llamaban a los radares de contacto—, cada uno con un vector que indicaba curso y velocidad aproximados. La cantidad de señales emitidas y recibidas era más o menos la misma. Algunas eran más voluminosas, por ejemplo los barcos-tanque equivalían en tamaño para el radar a una isla mediana.
—Bueno, hemos llegado hasta aquí —le dijo Weps al capitán Kemper… ¿Se habrán quedado dormidos?
—Tal vez haya un Gran Hongo de verdad, Charlie Brown.
Sólo estaban activados los radares de navegación. Los iraníes/ RIUníes debían tener equipos ESM allá afuera, pero si estaban patrullando el estrecho de Ormuz todavía no los habían detectado. Había blancos inexplicables. ¿Pesqueros? ¿Contrabandistas? ¿Algún incauto en viaje de placer? Imposible saberlo. Probablemente el enemigo tuviera ciertas reticencias para mandar sus naves al centro del estrecho. Los árabes eran tan territoriales como cualquiera, supuso Kemper.
Todas las naves eran estaciones de combate. Todos los sistemas de combate habían sido activados por completo, pero estaban en espera. Si alguien se les acercaba, en primer lugar tratarían de visualizarlo. Si alguien los iluminaba con un radar, la nave localizada en el sector más iluminado aumentaría el nivel de alerta y realizaría algunos barridos con los radares SPY para comprobar si se preparaba un ataque. Aunque no sería tan fácil. Todos los misiles tenían cabezas de búsqueda independientes y el estrecho estaba plagado de ellos. Pero el otro bando seguramente no tendría el gatillo tan fácil… podrían terminar matando unas cuantas ovejas, pensó Kemper con una sonrisa burlona en los labios. Por muy tensa que fuera esta parte de la misión para ellos, la tarea del enemigo tampoco era tan fácil.
—Cambio de curso en contacto cuatro-cuatro, a la izquierda —dijo el contramaestre.
Aludía a un contacto de superficie a la entrada de las aguas territoriales RIUníes, a siete millas de distancia. Kemper se inclinó hacia adelante. Un comando computarizado le permitió ver la ruta seguida por el contacto en los últimos veinte minutos. Había estado avanzando con cautela, a una velocidad de aproximadamente cinco nudos. Pero acababa de aumentar a diez y se dirigía… hacia el grupo señuelo. Esa información fue transmitida al USS O’Bannon, cuyo capitán era el oficial de más rango del grupo. La distancia entre ambas naves era de 16.000 yardas y se estaba achicando.
La cosa se estaba poniendo interesante. El helicóptero del Normandy se ubicó sobre el contacto desde atrás, volando bajo. Los pilotos vieron un resplandor verdiblanco: la embarcación no identificada había aumentado la velocidad, revolviendo el agua y perturbando aún más a los organismos que inexplicablemente sobrevivían a la polución. El repentino aumento de velocidad significaba que…
—Es un cañonero —informó el piloto… El blanco aumentó la velocidad.
Kemper sonrió. Debía elegir. No hacer nada, y tal vez no pasara nada. No hacer nada, y darle al cañonero misilístico la oportunidad de disparar primero contra el O’Bannon y su grupo. Hacer algo, y correr el riesgo de alertar al enemigo. Pero si el enemigo disparaba primero, eso quería decir que ya estaba alertado, ¿no? Tal vez. Tal vez no. La información era demasiado compleja para procesarla en cinco segundos. Esperó otros cinco.
—El blanco es misilístico, veo dos lanzadores. Está estabilizando la velocidad.
—Está en línea directa al O’Bannon, señor —reportó Weps.
—Tráfico radial, tengo tráfico radial en UHF, orientación cero-uno-cinco.
—Disparen —dijo Kemper instantáneamente.
—¡Disparen! —ordenó Weps al helicóptero.
—¡Entendido!
—Combate, vigía. Señor, estoy viendo un lanzador de misiles a babor… en realidad son dos, señor.
—Bárranlos…
—Dos lanzadores más, señor.
Carajo, pensó Kemper. El helicóptero llevaba solamente dos misiles antibarco Penguin. Y él no podía hacer nada. El grupo señuelo estaba cumpliendo su función. Le estaban disparando.
—Dos vampiros adentro… blanco destruido —agregó el piloto, anunciando la destrucción del cañonero misilístico… confirmada un minuto después por el vigía… Repito, dos vampiros adentro.
—Los Silkworm son grandes blancos —dijo Weps.
No podían ver bien la minibatalla. El radar de navegación indicaba que el O’Bannon se dirigía al puerto… tal vez con la intención de descubrir su sistema de defensa antimisil. Pero de ese modo también proporcionaría un blanco más amplio a los misiles enemigos. El destructor no disparó sus pájaros por temor a que el intento de engañar a los misiles enemigos sólo sirviera para desviarlos hacia los barcos de reabastecimiento que debía proteger. ¿Decisión automática?, se preguntó Kemper. ¿Pensada? Valiente en cualquier caso. Se encendió el radar de iluminación del destructor. Eso significaba que estaba disparando sus misiles, pero el radar de navegación no podía captarlos. Luego, por lo menos una de las fragatas se unió al destructor.
—Hay muchísima luz —reportó el vigía… ¡Auch, ése fue grandioso! ¡Allá va otro!— Cinco segundos de silencio.
—O’Bannon al grupo, estamos bien —dijo una voz.
Por ahora, pensó Kemper.
Habían lanzado tres Predators, uno para cada uno de los tres cuerpos acampados al sudoeste de Bagdad. Ninguno llegó tan lejos como esperaban. A treinta millas de sus objetivos, las cámaras de visión térmica captaron las brillantes siluetas de una enorme formación de vehículos blindados. El Ejército de Dios se estaba moviendo. La información fue inmediatamente transmitida de STORM TRACK a KKMC, y desde allí al mundo entero.
—Un par de días más hubieran venido bien —pensó Goodley en voz alta.
—¿Los nuestros están preparados? —le preguntó Ryan a Jackson.
—El Décimo está listo para atacar. El Undécimo necesitará por lo menos un día más. La otra brigada todavía no tiene sus equipos —respondió el almirante.
—¿Cuánto falta para el contacto? —preguntó el presidente.
—Por lo menos doce horas, tal vez dieciocho. Depende de dónde se dirijan exactamente.
Jack asintió.
—Arnie —preguntó—, ¿Callie está enterada de esto?
—No, no sabe nada.
—Entonces ha llegado el momento de que sepa. Tengo que hacer un discurso.
Alahad estaría aburrido de atender un negocio sin clientes, pensó Loomis. Cerró temprano, subió a su auto y se marchó. Seguirle el rastro por las calles vacías sería fácil. Pocos minutos después, lo vieron estacionar y entrar a su edificio. Loomis y Selig salieron del departamento, cruzaron la calle y se dirigieron a la parte de atrás de la tienda. La puerta tenía doble candado y el genio técnico tardó diez minutos en violentarlos, quedando estupefacto ante tanta dificultad. Luego se encargó del sistema de alarma, pero eso fue mucho más fácil. Era una alarma vieja de código simple. Adentro encontraron más fotos, probablemente una de su hijo. Primero revisaron el Rolodex. Allí estaba la tarjeta del señor Sloan con el número 536-4040, pero sin dirección.
—Díme qué piensas —dijo Loomis.
—Pienso que es una tarjeta nueva, sin marcas ni dobleces, y pienso que hay un punto sobre el primer número cuatro. Eso le indica cuál número cambiar, Sis.
—Este tipo conoce el juego, Donny.
—Pienso que tienes razón y que Aref Raman también lo conoce.
¿Pero cómo probarlo?
La cobertura podía haber desaparecido o no. Imposible saberlo. Kemper evaluó la situación lo mejor que pudo. Tal vez el cañonero había recibido permiso para disparar… Tal vez el joven comandante lo había decidido por su cuenta… probablemente no. Los países dictatoriales no daban demasiada autonomía a sus jefes militares. Si un dictador cometía el error de hacerlo, tarde o temprano terminaría frente a un pelotón de fusilamiento. Hasta el momento el tanteador marcaba EE-UU. 1-RIU 0. Ambos grupos avanzaban hacia el sudoeste a una velocidad de veintiséis nudos, todavía rodeados por naves mercantes cuyos tripulantes se preguntaban qué demonios había pasado al norte de Abu Masa.
Las naves de Omán que patrullaban la zona hablaban con alguien, tal vez con la RIU, para averiguar qué pasaba.
Kemper decidió que la confusión era benéfica. Afuera estaba oscuro y nunca había sido fácil identificar barcos en la oscuridad.
—¿Cuánto falta para el crepúsculo náutico?
—Cinco horas, señor —respondió el contramaestre.
—Eso equivale a ciento cincuenta millas. Seguimos como antes. Que esquiven los obstáculos si pueden. —Llegar a Bahrain sin ser detectados sería un verdadero milagro.
Dejaron todo encima del escritorio de O’Day. Todo eran tres páginas de anotaciones y un par de fotos Polaroid. Aparentemente lo más importante era una copia de los llamados telefónicos. También era la única evidencia legal con que contaban.
—No es precisamente la pila de pruebas más gorda que he visto en mi vida —dijo Pat.
—Eh, Pat, dijiste que nos moviéramos rápido —le recordó Loomis—. Ambos están sucios. No puedo probárselo a un jurado, pero alcanza para iniciar una investigación mayor, suponiendo que tengamos tiempo, cosa que dudo.
—Correcto. Vamos —dijo, levantándose… Tenemos que ver al director.
Murray estaba tapado de trabajo. El FBI no estaba realizando la investigación epidemiológica de todos los casos de Ébola, pero casi. Además estaba el atentado al Giant Steps, que era criminal y FCI al mismo tiempo. Y ahora esto, la tercera situación —todo lo demás puede esperar—, en menos de diez días. El inspector saludó a los secretarios al pasar y entró sin golpear a la oficina del director.
—Por suerte no estaba filtrando información —bromeó Murray.
—No creo que tuvieras tiempo para hacerlo. Yo tampoco —dijo Pat… Es probable que haya un doble agente en el Servicio, Dan.
—¿Ah, sí?
—Ah, sí, sí, y ah… mierda. Loomis y Selig te pondrán al tanto.
—¿Puedo decírselo a Andrea Price sin que me mate? —preguntó el director.
—Creo que sí.