56
DESPLIEGUE
—Dios santo, Jack, me convenciste —suspiró Jackson.
—Nuestro amigo religioso no será tan fácil —dijo el presidente, frotándose las manos húmedas de sudor… Y todavía no sabemos si ella mantendrá su palabra. Bueno, el Grupo de Tareas COMEDY está en DEFCON 1. Si creen que es hostil, acaben con quien sea. Pero por el amor de Dios, asegúrense de que el comandante use la cabeza.
La Sala de Situaciones estaba en silencio. El presidente Ryan se sentía muy solo a pesar de toda la gente reunida a su alrededor. El secretario Bretano y los jefes del Consejo Militar estaban presentes. Rutledge estaba por Estado. El secretario Winston porque Ryan confiaba en su opinión. Goodley porque conocía toda la información de inteligencia. Además de su jefe de staff y los habituales custodios. Todos demostraban solidaridad, pero eso no ayudaba demasiado. Él solo había hablado con la primera ministra de India, porque a pesar de toda la ayuda y el staff y los consejos, Jack Ryan era ahora Estados Unidos de Norteamérica, un país que iba rumbo a la guerra.
Los representantes de los medios se enteraron mientras sobrevolaban el Océano Atlántico. Estados Unidos esperaba un ataque inminente de la RIU contra los demás estados del Golfo. Ellos iban a cubrir la historia. También se enteraron del despliegue de fuerzas.
—¿Eso es todo? —preguntó uno de los más eruditos.
—Por el momento sí —confirmó el jefe de relaciones públicas… Esperamos que la demostración de fuerza baste para disuadir el ataque, pero si no fuera así, habrá diversión.
—Diversión no es la palabra adecuada.
Entonces el PAO les explicó por qué pasaba lo que pasaba y el KC135 sin ventanas que los llevaba a Arabia Saudita quedó repentinamente en silencio.
Kuwait contaba esencialmente con dos brigadas pesadas, complementadas por una brigada motorizada de reconocimiento equipada con armas antitanque y destinada a proteger las fronteras. Las dos brigadas pesadas, equipadas y entrenadas de acuerdo al modelo norteamericano, fueron retiradas de la frontera a fin de que pudieran contrarrestar una incursión en vez de enfrentar el ataque inicial… posiblemente en el lugar errado. El Décimo de Caballería de EE-UU. se posicionó entre las dos brigadas, ligeramente detrás. El mando general era un tanto equívoco. El coronel Magruder era el oficial de mayor rango en situación de servicio, y también el estratega más experimentado, pero había kuwaitíes de rango más alto —las tres brigadas estaban comandadas por brigadieres generales— y además era su país. Por otra parte, el país era tan pequeño que sólo necesitaba un puesto de comando primario, y Magruder estaba allí para comandar su propio regimiento y aconsejar a los comandantes kuwaitíes… que sumaban un creciente nerviosismo a su orgullo proverbial. Comprensiblemente disfrutaban los progresos obtenidos desde 1990. Ya no eran aquel ejército de opereta desintegrado por la invasión iraquí, aunque algunas subunidades habían peleado con bravura, ahora contaban con una fuerza mecanizada muy capaz. Estaban nerviosos porque los superaban en número y sus reservistas tendrían que recorrer un largo camino hasta alcanzar los estándares norteamericanos de entrenamiento a que aspiraban. Pero sabían muchísimo de artillería. Disparar contra los poderosos tanques era para ellos un pasatiempo placentero a la vez que vital, y los espacios vacíos en sus formaciones se debían a los veinte tanques que tenían en reparación como resultado de esa práctica.
Los helicópteros del Décimo de Caballería sobrevolaban la frontera del país apuntando sus radares a la RIU para detectar posibles movimientos. Por el momento no habían descubierto nada extraño. La Fuerza Aérea kuwaití mantenía en posición su patrulla de combate y el resto de la fuerza en estado de extrema alerta. Aunque contaran con pocos hombres, no se repetiría lo de 1990. Los más atareados eran los excavadores que cavaban pozos para los tanques. Una vez dentro de los pozos sólo quedarían afuera las torretas, que a su vez se cubrirían con red mimética para hacerlas invisibles desde el aire.
—¿Y entonces, coronel? —preguntó el general kuwaití.
—Sus despliegues son correctos, general —replicó Magruder, mirando nuevamente el mapa. No demostró todo lo que sentía. Dos o tres semanas de entrenamiento intensivo hubieran sido una bendición. Acababa de realizar un ejercicio muy simple, y aun así los había derrotado. Pero no era momento de quebrarles la confianza. Tenían entusiasmo y su artillería alcanzaba el setenta por ciento de los estándares norteamericanos. Pero todavía tenían que aprender mucho sobre maniobras de guerra.
—Su Alteza, quiero agradecerle su invalorable cooperación —dijo Ryan por teléfono. El reloj de pared marcaba las 2.10 hs.
—Con un poco de suerte verán los despliegues y no se moverán, Jack —replicó el príncipe Ali bin Sheik.
—Desearía poder coincidir con usted al respecto. Bueno, llegó el momento de decirle algo que todavía no sabe, Ali. Nuestro embajador completará más tarde el resto de la información. Por ahora, creo que debe saber qué se proponen sus vecinos. No se trata sólo del petróleo, Alteza. —Siguió hablando durante cinco minutos.
—¿Está seguro de esto?
—Dentro de cuatro horas tendrá toda la evidencia en sus manos —prometió Ryan… Todavía no hemos informado a nuestros soldados.
—¿Podrían usar las mismas armas contra nosotros? —Era la pregunta más natural del mundo. La guerra biológica es capaz de erizarle la piel a cualquiera.
—No creo, Ali. Las condiciones ambientales militan contra esa posibilidad. —Lo habían comprobado. El pronóstico meteorológico indicaba tiempo caluroso, seco y despejado para la semana próxima.
—La utilización de esas armas es un acto de extrema barbarie, señor presidente.
—Por eso no esperamos que se echen atrás. No pueden…
—No pluralice, señor presidente. Se trata de un solo hombre. Un hombre sin Dios. ¿Cuándo informará a su pueblo?
—Pronto —respondió Ryan.
—Por favor, Jack, esto no tiene nada que ver con nuestra religión ni con nuestra fe. Por favor dígaselo a su pueblo.
—Ya lo sé, Su Alteza. No se trata de Dios. Es una cuestión de poder. Siempre lo es. Temo que tengo otras cosas que hacer.
—Yo también. Debo ver al rey.
—Por favor déle mis respetos. Estamos juntos, Ali, como antes. —Cortó la comunicación… Bueno, ¿dónde está Adler exactamente?
—Volviendo a Taiwan —respondió Rutledge. Las negociaciones proseguían, aunque el propósito oculto era cada vez más evidente.
—Está bien, tiene línea segura en el avión. Infórmelo —le ordenó al subsecretario… ¿Qué tengo que hacer ahora?
—Dormir —dijo el almirante Jackson… Permítenos hacer la guardia nocturna, Jack.
—Es un buen plan. —Ryan se levantó, vacilando un poco por el estrés y la falta de sueño… Si me necesitan, despiértenme.
Ni lo sueñes, pensaron todos… aunque nadie se atrevió a decírselo.
—Bueno —dijo el capitán Kemper, leyendo el mensaje CRITIC de CINCLANT… Esto simplifica mucho las cosas—. La flota india estaba ahora a doscientas millas, aproximadamente ocho horas de vapor… Kemper levantó el teléfono y llamó al sistema 1-MC del barco… Escuchen. Habla el capitán. El Grupo de Tareas COMEDY ha entrado en DEFCON 1. Eso significa que si alguien se acerca hay que dispararle. La misión es llevar los transportadores de tanques a Arabia Saudita. Nuestro país está enviando soldados para tripularlos, anticipando un ataque a nuestros aliados en la región por parte de la nueva República Islámica Unida. Dentro de dieciséis horas nos reuniremos con un grupo proveniente del Mediterráneo. Entonces entraremos al Golfo Pérsico para cumplir nuestra misión. El grupo recibirá cobertura aérea de los F-16C de la Fuerza Aérea, pero creemos que la RIU —nuestros viejos amigos iraníes— no festejará nuestra llegada.
—El USS Anzio está yendo a la guerra, compañeros. Eso es todo por ahora. —Cortó la comunicación… Bueno, volvamos a los simulacros. Quiero ver anticipadamente todo lo que esos miserables pueden intentar contra nosotros. Dentro de dos horas recibiremos una estimación de inteligencia recién salida del horno. Por ahora veamos qué pasa con los ataques aéreos y misilísticos.
—¿Qué pasa con la flota india? —preguntó Weps.
—No debemos perderlos de vista. —La pantalla táctica principal mostraba un P3-C Orion sobrevolando al COMEDY. La flota india avanzaba hacia el este volviendo a cruzar su propia estela, tal como lo venía haciendo últimamente.
El primer grupo de cuatro aviones aterrizó sin complicaciones en las afueras de Dhahran. No hubo ceremonia de llegada. Ya hacía calor. La primavera había llegado temprano a la región.
El primer avión detuvo su marcha y el general Marion Diggs fue el primero en asomar. Sería el comandante de la operación. La epidemia que todavía asolaba a Estados Unidos había comprometido también la Base MacDill de la Fuerza Aérea en Florida, sede del Comando Central y responsable del área. Los informes que había recibido decían que el comandante del Ala de Combate 366 también tenía una sola estrella, pero era más joven. Hacía mucho tiempo que una operación tan vital no recaía en alguien de rango tan inferior como el suyo.
Un militar saudita de tres estrellas lo esperaba al pie. Los dos hombres se saludaron y subieron a un automóvil para trasladarse al puesto de comando local. Diggs había viajado con el grupo de comando del Undécimo ACR. En los otros tres aviones habían llegado un grupo de seguridad y la mayor parte del Segundo Escuadrón del Blackhorse. Había una flota de ómnibus esperándolos para trasladarlos al emplazamiento POMCUS. Todo se parecía un poco a los ejercicios REFORGER de la Guerra Fría que, previendo una colisión OTAN-Pacto de Varsovia, habían obligado a los soldados norteamericanos a bajar de los aviones, abordar sus vehículos y marchar al frente. Eso sólo había sucedido en simulacros, pero ahora estaba pasando de verdad. Dos horas después, el Segundo del Blackhorse salía al terreno.
—¿Qué intenta decirme? —preguntó Daryaei.
—Que aparentemente hay un movimiento mayor de tropas en camino —informó su jefe de inteligencia… Los radares de Irak occidental han detectado la entrada de aviones comerciales en Arabia Saudita desde el espacio aéreo israelí. También detectaron aviones de combate escoltándolos y patrullando la frontera.
—¿Qué más?
—Por el momento nada más, pero todo indica que Estados Unidos está haciendo ingresar otra fuerza al Reino. No estoy seguro de cuál podría ser… pero ciertamente no puede ser muy grande. Las divisiones con base en Alemania están en cuarentena, igual que las de Estados Unidos. La mayor parte del ejército disponible está destinado a seguridad interna.
—Deberíamos atacarlos de todos modos —lo urgió su asesor de la Fuerza Aérea.
—Creo que sería un error —dijo Inteligencia… Si los atacáramos estaríamos invadiendo el espacio aéreo saudita y alertaríamos demasiado pronto a esos pastores de cabras. En el mejor de los casos, los norteamericanos sólo podrán mover una brigada. Tienen otra en Diego García pero no tenemos información de que la hayan movido. Y, si lo hicieran, nuestros amigos de India los detendrían.
—¿Acaso podemos confiar en los paganos? —preguntó el de la Fuerza Aérea con tono despectivo. Así consideraban los musulmanes a la religión oficial del subcontinente.
—Podemos confiar en la antipatía que sienten por Estados Unidos. Y podemos preguntarles si la flota ha detectado algo. En el peor de los casos los norteamericanos sólo podrán desplegar otra brigada.
—¡Hagámosla pedazos!
—Si lo hiciéramos, echaríamos a perder la seguridad operativa —señaló Inteligencia.
—Serían más que imbéciles si todavía no se dieron cuenta de lo que planeamos —objetó el asesor.
—Los norteamericanos no tienen motivos para sospechar que hemos realizado actos hostiles contra ellos. Si atacamos sus aviones los alertaremos innecesariamente a ellos, no sólo a los sauditas. Es posible que estén preocupados por nuestros despliegues militares en Irak y por eso envían refuerzos. Los enfrentaremos cuando llegue el momento —dijo Inteligencia.
—Hablaré con India —anunció Daryaei, contemporizando.
—Radares de navegación solamente… Dos detectores aéreos, probablemente de los portaaviones —dijo el suboficial—. Curso cero-nueve-cero, velocidad dieciséis aproximadamente.
El oficial táctico del Orion miró el mapa. La flota india estaba llegando al límite oriental del derrotero modelo que había seguido los últimos días. En menos de veinte minutos revertirían el curso y se dirigirían al oeste. El COMEDY estaba ahora a 120 millas de la otra formación y los aviones mandaban información constante al Anzio y el Kidd. De las alas del Lockheed turbopropulsado pendían cuatro misiles Arpón. Blancos, con cabezas de guerra. El avión estaba bajo comando táctico del capitán Kemper del Anzio, y en cuanto él diera la orden lanzarían los misiles, dos contra cada portaaviones indio, la nave más poderosa de la flota enemiga. Pocos minutos después se producirían nuevos lanzamientos de Tomahawks y más Arpones en la misma dirección.
—¿Estarán bajo EMCON? —preguntó el oficial.
—¿Con radares de navegación? —replicó el marinero… El COMEDY ya debe tenerlos en su ESM. Seguramente nuestros muchachos están iluminando el cielo, señor.
El COMEDY tenía esencialmente dos opciones: aplicar EMCON —control de emisiones— y apagar sus radares para que el otro bando perdiera tiempo y combustible buscándolo, o iluminar todo, creando una burbuja electrónica que el otro bando vería perfectamente bien pero cuya penetración sería muy peligrosa. El Anzio había elegido la segunda opción.
—¿Conversaciones aéreas? —preguntó el oficial táctico.
—Negativo, señor.
—Hmm. —Aunque el Orion estaba volando muy bajo, probablemente India no había advertido su presencia, a pesar de utilizar equipos de búsqueda aérea. El oficial táctico sentía la tentación de iluminarse con su propio radar de búsqueda. ¿Qué pretendían? ¿Tal vez algunos barcos se habían apartado de la flota en dirección oeste para lanzar un ataque misilístico? Era imposible saber qué estaban diciendo o pensando. Sólo contaba con trayectos generados por computadora de acuerdo con las señales del radar. La computadora sabía dónde estaba exactamente el avión dentro del sistema GPS. A partir de eso la orientación hacia las fuentes del radar permitía calcular la localización y…
—¿Cambio de curso?
—Negativo. Mantienen el curso anterior. Avanzan en dirección este. Ahora están treinta millas al este del curso del COMEDY hacia el estrecho.
—Me pregunto si habrán cambiado de idea…
—Sí, nuestra flota está en el mar —respondió la primera ministra.
—¿Han visto barcos norteamericanos?
La líder del gobierno indio estaba sola en su despacho. Su ministro del Exterior acababa de retirarse. Había previsto, aunque no deseado, la llamada de Daryaei.
La situación había cambiado. El presidente Ryan, al que todavía seguía considerando débil —¿quién si no un hombre débil se hubiera atrevido a amenazar de ese modo a un país soberano?—, había logrado asustarla a pesar de todo. ¿Qué pasaría si la plaga de Estados Unidos efectivamente hubiera sido iniciada por Daryaei? No tenía pruebas de que así fuera, y jamás las buscaría. Su país no podía quedar vinculado a un acto semejante. Ryan le había pedido… ¿cuántas veces? ¿Cuatro?, ¿cinco?, su palabra de que la flota india no interferiría con los barcos norteamericanos. Pero había pronunciado la frase armas de destrucción masiva sólo una vez. Era la frase más temida en las conversaciones internacionales. Más aún, según su ministro del Exterior, porque Estados Unidos poseía una sola clase de armas de destrucción masiva, por lo cual consideraba que las armas biológicas y las armas químicas eran armas nucleares. Ahora bien: los aviones peleaban con aviones, los barcos peleaban con barcos, los tanques peleaban con tanques. Usualmente se respondía a un ataque con la misma arma utilizada por el enemigo. Todo el poder y la ira, también recordaba eso. Ryan había sugerido abiertamente que actuaría basándose en la naturaleza del supuesto ataque de la RIU. Tampoco había que descartar el atentado demencial contra su hijita. Había visto a Ryan con sus hijos en la Sala Este, durante la recepción posterior al funeral de Durling. Por débil que fuera, era un débil furioso, pertrechado con las armas más poderosas del planeta.
Daryaei había cometido la tontería de provocar a Estados Unidos de esa manera. Hubiera sido mejor que atacara directamente a Arabia Saudita y la derrotara con armas convencionales en el campo de batalla. Pero no, había intentado baldar a Estados Unidos en su propio territorio, provocándolo de una manera que era la más pura forma de locura… y ahora ella, su gobierno y su país podían quedar involucrados.
No había querido nada de eso. Desplegar la flota ya era bastante… y los chinos, ¿qué habían hecho los chinos? Lanzado un misil, tal vez dañado aquel avión comercial… ¡a cinco mil kilómetros de distancia! ¿Qué riesgos estaban corriendo ellos? Ninguno, ninguno en absoluto. Daryaei esperaba mucho de India, pero después de su demencial ataque contra Estados Unidos, ese mucho se había transformado en demasiado.
—No —le dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras… Nuestra flota ha detectado aviones norteamericanos de patrullaje, pero barcos no. Hemos oído decir, y tal vez usted también, que un grupo naval norteamericano está atravesando Suez, pero son barcos de guerra y nada más.
—¿Está segura de esto? —preguntó Daryaei.
—Querido amigo, ni nuestros barcos ni nuestros aviones han detectado barcos norteamericanos en el Mar Arábigo. —Solamente un MiG-23 de la Fuerza Aérea india había sobrevolado la zona. Por consiguiente no le había mentido a su supuesto aliado. No del todo… El océano es grande— agregó… Pero los norteamericanos no son tan inteligentes, ¿verdad?
—Su amistad será tenida en cuenta —le prometió Daryaei.
La primera ministra colgó, preguntándose si habría hecho lo correcto. Bien. Si los barcos norteamericanos llegaban al Golfo siempre podría decir que la flota india no los había detectado. Después de todo era la verdad, ¿no? A veces se cometían errores, ¿no?
—Arriba. Tengo cuatro aviones despegando de Gasr Amu —dijo el capitán a bordo del AWACS. La Fuerza Aérea de la recién constituida RIU también había estado entrenando, principalmente sobre la zona central del nuevo país, lo que la hacía difícil de detectar incluso con radares de plataforma aérea.
El que lo había planeado sabía lo que hacía. El cuarto cuarteto de aviones acababa de entrar al espacio aéreo saudita, a menos de dos millas de distancia de los aviones de la RIU. Hasta ese momento el frente aéreo había estado en calma. Pocas horas antes habían detectado dos aviones de combate, pero al parecer se trataba de naves recién reparadas en vuelos de prueba. Pero éste era un grupo de cuatro que había despegado en dos segmentos perfectamente espaciados. Eso los convertía en aviones de combate en misión.
La cobertura aérea de la Operación CUSTER en ese sector eran cuatro F-16 norteamericanos a veinte millas de la frontera.
—Kingston Lead, aquí Sky-Eye Seis, cambio.
—Sky, Lead.
—Tenemos cuatro bandidos, a cero-tres-cinco de su posición, curso dos-nueve-cero. —Los cuatro aviones de combate norteamericanos avanzaban en dirección oeste para interponerse entre los aviones de combate de la RIU y los aviones que trasladaban las tropas.
A bordo del AWACS, un oficial saudita escuchó tráfico radial entre la estación terrestre de radar que controlaba el vuelo y los aviones. Los aviones de la RIU, identificados como F-1 de fabricación francesa, se acercaron a la frontera y giraron a diez millas de ésta. Los F-16 hicieron otro tanto. Los pilotos de ambas naves se vieron las caras y pudieron examinar el avión del otro a cuatro mil yardas de distancia, a través de los visores protectores de sus cascos. Los misiles aire-a-aire eran claramente visibles bajo las alas de todas las aeronaves.
—¿Quieren acercarse a saludar? —dijo el mayor de la USAF al mando de los F-16. No hubo respuesta. La próxima entrega de la Operación CUSTER siguió sin interferencias rumbo a Dhahran.
O’Day llegó temprano. La niñera de Megan disfrutaba pensando en todo el dinero que ganaría… Pero la noticia más importante era que no se había presentado ningún nuevo caso de Ébola en diez millas a la redonda. A pesar de todo, había dormido todas las noches en su casa… No se sentía un buen padre si no besaba a su hijita por lo menos una vez al día, aunque más no fuera dormida. Por lo menos era fácil llegar al trabajo. Le habían dado un vehículo del FBI. Era más rápido que su camioneta y podía pasar por los controles sin detenerse.
Los informes de las investigaciones sobre el personal del Servicio Secreto estaban sobre su escritorio. En casi todos los casos el informe era un mero duplicado de los datos originales. Pero quedaban diez archivos con incógnitas. O’Day los revisó con detenimiento. Uno de ellos le llamó particularmente la atención.
Raman era de origen iraní. Pero Estados Unidos era un país de inmigrantes. El FBI se había formado con irlandeses-norteamericanos preferentemente educados en instituciones jesuitas —según la leyenda, el Boston College y el Holy Cross eran los favoritos—, y todo porque J. Edgar Hoover creía que un irlandés-norteamericano con educación jesuita sería incapaz de traicionar a su país. Sin dudas se habrían dicho muchas cosas al respecto en aquel momento… y se seguirían diciendo, porque el anticatolicismo era el último de los prejuicios respetables. Pero se sabía que los inmigrantes solían ser los ciudadanos más leales, de una lealtad a veces feroz. Las Fuerzas Armadas y las agencias de seguridad daban prueba de eso. Bueno, pensó Pat, no era tan difícil. Sólo había que chequear el tema de la alfombra y listo. Se preguntó quién sería el señor Sloan. Un tipo que quería una alfombra, probablemente.
Las calles de Teherán estaban en calma. Clark no las recordaba así en 1979 y 1980. Su viaje reciente le había mostrado un aspecto distinto de Teherán, más parecida al resto de la región, con calles bullentes pero no peligrosas. Como supuestamente eran periodistas, actuaban como tales. Clark volvió a los mercados y habló con la gente sobre las condiciones comerciales, el abastecimiento de comida, lo que pensaban de la unificación con Irak, sus esperanzas de futuro… Sólo obtuvo pura cháchara. Loas edulcoradas. Las opiniones políticas eran particularmente blandas, carecían de la pasión que habían ostentado durante la crisis de los rehenes, cuando las mentes y los corazones de todos los iraníes se habían vuelto contra el mundo entero… en especial contra Estados Unidos. Muerte a Estados Unidos. Bueno, habían concretado en parte ese deseo, pensó Clark. O alguien lo había concretado por ellos. Ya no sentía ese espíritu entre la gente. Recordó a aquel joyero extrañamente cordial. Tal vez sólo querían vivir, como todo el mundo. La apatía reinante le recordó a los ciudadanos soviéticos de la década del. 80. Sólo querían progresar, vivir un poco mejor; sólo pretendían que su sociedad respondiera a sus necesidades. No les quedaba un ápice de furia revolucionaria. ¿Entonces por qué? ¿Por qué Daryaei había obrado de esa manera? ¿Cómo respondería la gente al saberlo? La respuesta obvia era que había perdido contacto con su pueblo, como la mayoría de los Grandes Hombres. Tendría un séquito de creyentes sinceros y una enorme cantidad de gente dispuesta a subirse al tren y disfrutar las comodidades mientras los demás caminaban y se apartaban del medio, pero nada más. El momento era propicio para reclutar agentes, para identificar a los que estaban hartos y dispuestos a hablar. Qué lástima que no hubiera tiempo para realizar una operación de inteligencia completa. Miró su reloj. Era hora de volver al hotel. Ese primer día había sido un desperdicio. Mañana llegarían sus colegas rusos.
El primer paso fue investigar los nombres Sloan y Alahad. Empezó consultando la guía telefónica. Obviamente había un Mohammed Alahad. Tenía un aviso en las páginas amarillas. Alfombras persas y orientales. Por alguna razón la gente no conectaba «Persia» con «Irán» para beneficio de muchos vendedores de alfombras. La tienda estaba sobre Wisconsin Avenue, a una milla del departamento de Raman. También había un Joseph Sloan cerca, cuyo número telefónico era 536-4040, casi igual al de Raman, que era 536-3040. Un dígito de diferencia, lo que explicaba el número equivocado en el contestador de Raman.
El próximo paso fue puramente formal: revisar los registros computarizados de las llamadas. En la pantalla apareció un llamado al 202-536-3040 desde el 202-459-6777. Pero ése no era el número de la tienda de Alahad, ¿no? El 6777 resultó ser un teléfono público a dos cuadras de la tienda. Qué raro. Si estaba tan cerca de su negocio, ¿por qué gastar un cuarto de dólar para hacer una llamada?
¿Por qué no volver a chequear la información? Después de todo, era el genio técnico del equipo, con su mostacho y su corte de cabello marginal. Había tenido éxito investigando asaltos a bancos, pero lo que de verdad le gustaba era la contrainteligencia extranjera. Era como las clases de ingeniería de la facultad. Había que saber elegir. También había descubierto que los espías extranjeros que perseguía pensaban como él. Hmm… en todo el mes pasado no había ninguna llamada de la tienda de alfombras al 536-4040. Tampoco el mes anterior. ¿Y al revés? No, nunca habían llamado al 457-1100 desde el 5364040. Pero si el tipo había ordenado una alfombra —y esas cosas llevaban tiempo— tendría que haber llamado. Y si el vendedor lo había llamado para decirle que la alfombra finalmente había llegado… ¿por qué no había devuelto el llamado en todo caso?
El agente se apoyó sobre el escritorio vecino.
—¿Me haces el favor de echarle un vistazo a esto, Sylvia?
—¿Qué es, Donny?
El Blackhorse ya estaba completo. La mayoría de sus efectivos estaban en los vehículos o en los aviones. El Undécimo Regimiento Acorazado de Caballería —el ACR— comprendía 123 tanques de combate M1A2 Abrams, 127 carros de ataque M3A4 Bradley, 16 cañones móviles M109A6 Paladin de 155 mm, y 8 orugas M270 de Lanzamiento Múltiple, más un total de 83 helicópteros, entre ellos 26 AH-54D Apache. La fuerza sería abastecida por centenares de vehículos livianos —en su mayoría camiones de combustible, alimentos y municiones—, más veinte extras localmente denominados Water Buffaloes (Búfalos de Agua), una necesidad vital en esa región del mundo.
La primera orden fue desmantelar POMCUS. Los vehículos oruga fueron colocados en remolques para ser trasladados al norte, a Abu Hadriyah, una ciudad pequeña con aeropuerto y punto de reunión asignado al Undécimo de Caballería. Cada vehículo que salía del depósito era ubicado en un cuadrado pintado de rojo donde se chequeaban los sistemas de navegación GPS contra un punto de referencia conocido. Dos de los IVIS fallaron. Uno de ellos lo anunció enviando un mensaje radial codificado a las tropas de refuerzo del regimiento, pidiendo que lo reemplazaran y repararan. El otro estaba completamente muerto y la tripulación tuvo que darse cuenta del desperfecto por las suyas. El gran cuadrado rojo ayudó bastante.
Los remolques tenían choferes pakistaníes, un centenar de los miles importados a Arabia Saudita para realizar trabajos menores. Mientras los remolcaban, los tripulantes de los Abrams y los Bradleys trabajaban arduamente para asegurarse de que todo funcionara a la perfección. Una vez concluidas las tareas de rutina, los conductores, alimentadores y comandantes asomaron las cabezas, esperando disfrutar el paisaje. Lo que vieron era diferente de Fort Irwin pero no demasiado excitante. Al este había un oleoducto. Al oeste un montón de nada. De todos modos siguieron mirando —la vista era mejor que lo que habían experimentado durante el vuelo—, con excepción de los tiradores que padecían mareos, problema común entre ellos. Los que miraban tampoco la pasaban tan bien. Aparentemente a los camioneros locales les pagaban por milla y no por hora. Manejaban como locos.
Estaban empezando a llegar los guardias nacionales. Por el momento no tenían nada que hacer, excepto armar sus carpas, beber litros de agua y practicar.
La agente supervisora Hazel Loomis comandaba el grupo de diez agentes. «Sissy» Loomis había estado en el FBI desde el comienzo de su carrera en Washington. Aunque rondaba los cuarenta, todavía conservaba el mismo aspecto vivaz que le había sido tan útil en sus épocas de agente callejera. También tenía un gran número de casos exitosamente resueltos en su haber.
—Esto es bastante raro —dijo Donny Selig, dejando sus notas sobre el escritorio de Loomis.
No había mucho que explicar. Los contactos telefónicos entre agentes de inteligencia jamás incluían la frase —tengo el microfilm—, el truco era seleccionar mensajes inocuos para transmitir información importante. Por eso se los llamaba «codificados». Loomis leyó la información y levantó la vista.
—¿Tienes las direcciones?
—Por supuesto, Sis.
—Entonces vayamos a visitar al señor Sloan. —Lo peor de ocupar un cargo jerárquico era que uno se perdía constantemente la oportunidad de husmear el ambiente. Pero esta vez no sería así, decidió Loomis.
Al menos el F-15E Strike Eagle tenía dos tripulantes, y por eso el piloto y el operador de sistemas de armas pudieron conversar durante el vuelo interminable. Lo mismo pasó con los seis tripulantes de los bombarderos B-1B; y en el Lancer había lugar suficiente para que la gente pudiera acostarse y dormir… por no mencionar la presencia de un inodoro. Por eso, a diferencia de la tripulación de los aviones de combate, no tuvieron que ducharse inmediatamente al llegar a Al Kharj, su destino final al sur de Ridayh. El Ala de Combate Aéreo 366 tenía asignadas tres locaciones —de bandera escaqueada— en todo el mundo. Eran bases en sitios conflictivos, que contaban con equipos, combustible y facilidades ordinarias de cuyo mantenimiento se encargaban grupos pequeños. Teóricamente, la tripulación que había volado desde la Base Mountain Home de la Fuerza Aérea en Idaho podría descansar mientras otras tripulación de refuerzo presentaba batalla. Para fortuna de todos los implicados, nada de eso fue necesario. Los exhaustos aviadores aterrizaron, carretearon hasta los hangares y bajaron de los aviones. El personal de mantenimiento se hizo cargo del resto. Retiraron en primer lugar los tanques de combustible y los reemplazaron por soportes de armas mientras los agotados tripulantes iban a bañarse y luego a recibir informes de inteligencia. Durante seis horas la fuerza de combate del 366 permaneció en Arabia Saudita, menos un F-16 que tuvo problemas y fue desviado a la Base Bentwaters de la Real Fuerza Aérea en Inglaterra.
—¿Sí? —La anciana no usaba barbijo. Sissy Loomis le dio uno. Era la nueva forma de saludo en Estados Unidos.
—Buen día, señora Sloan. FBI —dijo la agente, mostrándole su identificación.
—¿Sí? —No estaba intimidada, aunque sí sorprendida.
—Señora Sloan, estamos haciendo una investigación y necesitamos hacerle unas preguntas. ¿Podría ayudarnos, por favor?
—Supongo que sí.
La esposa de Joseph Sloan tenía más de sesenta años, vestía prolijamente y parecía complacida, aunque un poco sorprendida por la aparición del FBI. En el interior del departamento había un televisor prendido, sintonizado en un canal local. En ese momento estaban transmitiendo el pronóstico meteorológico.
—¿Podemos entrar? Éste es el agente Don Selig —dijo, señalando con la cabeza al genio tecnológico. Como de costumbre su sonrisa compradora ganó la partida; la señora Sloan ni siquiera se puso el barbijo.
—Claro —respondió, franqueándoles la entrada.
Sissy Loomis no necesitó más de una mirada para saber que algo no encajaba del todo. En primer lugar, no había ninguna alfombra persa en la sala de estar… y además la gente solía comprar más de una. En segundo lugar, el departamento era demasiado sobrio.
—Perdón, ¿su marido está en casa?
La respuesta fue inmediata y dolorosa:
—Mi marido falleció en septiembre pasado —dijo la anciana.
—Oh, lo lamento mucho, señora Sloan. No sabíamos. —A partir de ese momento la rutina se transformó en algo muy diferente.
—Era más viejo que yo. Joe tenía setenta y ocho años cuando murió —dijo, señalando una vieja foto enmarcada sobre el aparador.
—¿El nombre Alahad le dice algo, señora Sloan? —preguntó Loomis, sentándose.
—No. ¿Tendría que decirme algo?
—Vende alfombras persas y orientales.
—Oh, aquí no tenemos esa clase de alfombras. Soy alérgica a la lana, ¿sabe?