52
ALGO DE VALOR
—¿Estuvimos aquí antes, John? —preguntó Chávez mientras el avión descendía para encontrarse con su propia sombra en la pista.
—Pasamos una vez. Sólo vimos la terminal. —Clark desabrochó su cinturón de seguridad y se desperezó. El sol estaba bajando, pero sus débiles rayos no marcaban el fin de un largo día para los dos oficiales de inteligencia… Lo poco que sé sobre este lugar lo leí en los libros de un tipo llamado Ruark. Libros de caza, para más datos.
—Pero usted no caza… por lo menos animales, que yo sepa —agregó Ding.
—Antes cazaba. Y todavía me gusta leer sobre el tema. Es agradable cazar seres que no devuelven el disparo —respondió sonriendo a medias.
—Pero no tan excitante. Más seguro, puede ser —concedió el joven agente. ¿Hasta qué punto sería peligroso un león?, se preguntaba.
Llegaron a la terminal militar. Kenia tenía una pequeña Fuerza Aérea cuyas actividades eran todo un misterio para los —oficiales— visitantes de la CIA/Fuerza Aérea, y probablemente lo seguirían siendo. Una vez más, el avión fue recibido por un funcionario de la embajada. Esta vez se trataba del agregado de Defensa, un coronel negro del ejército condecorado con un CIB por su heroica participación en la guerra del Golfo Pérsico.
—Coronel Clark, mayor Chávez. —Se detuvo en seco… ¿Puede ser que lo conozca, Chávez?
—¡Ninja! —lo reconoció Ding… En aquel tiempo estabas en la brigada, en el Primero de la Séptima.
—¡Acero Frío! Eras uno de los que perdimos. Veo que te encontraron. Tranquilícense, caballeros, yo sé de dónde vienen, pero nuestros anfitriones no —aseguró el oficial.
—¿A qué se debe el CIB, coronel? —preguntó Ding camino al automóvil.
—Derroté a un batallón en Irak. Matamos a unos cuantos y apresamos al resto. —El tono de su voz cambió de repente… ¿Cómo andan las cosas en casa?
—Mal —replicó Ding.
—No olvidemos que la guerra biológica es esencialmente un arma psicológica, como cuando nos amenazaron con gas en el 91.
—Tal vez —respondió Clark… Pero es indudable que me llama la atención, coronel.
—A mí también —admitió el agregado de Defensa… Tengo familia en Atlanta. La CNN dice que hay muchos casos allí.
—Lectura rápida. —John le pasó el último informe recibido en el avión… Debe ser mucho mejor que lo que sale por televisión—. Aunque mejor no era la palabra más acertada en ese caso, pensó.
Aparentemente, el coronel también era chofer. Se acomodó en el asiento delantero del coche de la embajada y hojeó el informe.
—¿Esta vez no habrá bienvenida oficial? —preguntó Chávez.
—No aquí. Habrá un policía donde vamos ahora. Les pedí a mis amigos del Ministerio que mantuvieran bajo perfil. Tengo buenos contactos en la ciudad.
—Perfecto —dijo Clark. El auto empezó a moverse. Apenas tardaron diez minutos en llegar.
El traficante de animales tenía su negocio en las afueras de la ciudad, convenientemente emplazado entre el aeropuerto y la autopista que llevaba a la selva, aunque no demasiado cerca de ninguno de los dos. Los oficiales de la CIA pronto descubrieron por qué.
—Dios santo —comentó Chávez, saliendo del auto.
—Sí, son ruidosos, ¿no? Hoy temprano estuve por aquí. Tiene listo un cargamento de verdes para Atlanta. —Abrió un maletín y sacó algo… Aquí tienen, necesitarán esto— dijo, pasándoles un sobre.
—Perfecto. —Clark lo deslizó dentro de su carpeta.
—¡Hola! —dijo el traficante, saliendo de su oficina. Era un hombre corpulento y, a juzgar por su barriga, afecto a la cerveza. Lo acompañaba un oficial de policía uniformado, evidentemente de alto rango. El agregado se acercó a hablar con él, apártandolo a un lado. El policía no puso objeciones. Clark comprobó que el coronel de infantería sabía jugar el juego.
—Buenas —dijo John, estrechándole la mano… Soy el coronel Clark. Éste es el mayor Chávez.
—¿Son de la Fuerza Aérea norteamericana?
—Así es, señor —replicó Ding.
—Me encantan los aviones. ¿Ustedes cuáles vuelan?
—Un poco de todo —respondió Clark. Ya casi lo tenían con ellos… Queremos hacerle algunas preguntas, si no se opone.
—¿Sobre los monos? ¿Por qué les interesan los monos? El alguacil no supo explicármelo.
—¿Es tan importante? —preguntó John, entregándole el sobre. El traficante se lo metió en el bolsillo sin abrirlo. No tenía necesidad de contarlo, le bastó con sentir el espesor.
—Sinceramente no, pero me encanta mirar aviones. ¿Entonces en qué puedo servirlos? —preguntó con voz clara y amistosa.
—Usted vende monos —dijo John.
—Sí, vendo. A zoológicos, coleccionistas privados y laboratorios médicos. Vengan, les mostraré. —Los guio a un edificio trilateral hecho de hierro corrugado. Había dos camiones en la entrada y cinco empleados encargados de subir las jaulas. Llevaban puestos gruesos guantes de cuero.
—Estamos completando un envío para el CDC de Atlanta —explicó el traficante… Cien verdes en total. Son animales lindos, pero muy desagradables. Los granjeros locales los odian.
—¿Por qué? —preguntó Ding, mirando las jaulas. Eran de alambre de acero y tenían una manija en la parte superior. Desde cierta distancia parecían iguales en tamaño a las que se usaban para transportar pollos al mercado… pero vistas de cerca eran un poco más grandes, aunque…
—Devoran las cosechas. Son plaga, igual que las ratas, aunque más inteligentes. Pero los norteamericanos creen que son dioses o algo por el estilo, digo yo, ¿si no por qué se quejarían tanto cuando los usan en experimentos médicos? —El traficante lanzó una sonora carcajada… Como si fuéramos a quedarnos sin monos. Hay millones. Arrasamos un lugar, nos llevamos treinta vivos, y al mes siguiente podemos volver y llevarnos otros treinta. Los granjeros nos suplican que vayamos a atraparlos.
—Usted tenía un cargamento listo para Atlanta a principio de año, pero se lo vendió a otros, ¿verdad? —preguntó Clark. Miró a su socio, que no se había acercado al edificio. En cambio, se había apartado de Clark y el traficante y caminado en línea recta. Aparentemente estaba observando las jaulas vacías. Tal vez le molestara el olor. Era muy denso.
—Los de Atlanta no me pagaron a tiempo y se presentó otro cliente con el dinero en la palma de la mano —aclaró el traficante… Esto es un negocio, coronel Clark.
John sonrió burlonamente.
—Caramba, no formo parte de la Oficina de Mejoramiento Comercial. Sólo quiero saber a quién se los vendió.
—A un comprador —dijo el hombre… ¿Qué más necesito saber?
—¿De dónde era? —insistió Clark.
—No sé. Me pagó en dólares, pero supongo que no era norteamericano. Era un tipo tranquilo —recordó—, no demasiado amigable. Sí, sé que me atrasé con el cargamento de Atlanta, pero ellos tampoco me pagaron a tiempo —aclaró… Afortunadamente no es el caso de ustedes.
—¿Se los llevaron en avión?
—Sí, en un viejo 707. Lleno hasta el tope. No sólo iban mis monos. Habían conseguido muchos más. Verá, el verde es muy común. Vive en toda África. Los adoradores de animales no deben temer que el verde se extinga. Pero debo admitir que el gorila es otra cosa. —Además, los gorilas vivían principalmente en Uganda y Ruanda, y la gente pagaba fortunas por ellos.
—¿Tiene registros? ¿El nombre del comprador, la cantidad de monos vendidos, el número del avión?
—Registros de aduana, quiere decir. —Sacudió la cabeza… Lamentablemente no. Tal vez se perdieron.
—Tiene un arreglo con los empleados del aeropuerto —dijo John, con una sonrisa falsa.
—Tengo muchos amigos en el gobierno, sí. —Otra sonrisa, más bien ladina, para confirmar la clase de arreglos y de amigos que tenía.
Bueno, tampoco podía decirse que en Estados Unidos no hubiera corrupción a nivel oficial, ¿no?, pensó Clark.
—¿Entonces no sabe dónde los llevaron?
—No, en eso no puedo ayudarlos. Si pudiera, lo haría encantado —replicó el traficante, palmeando su abultado bolsillo… Lamento decirles que mis registros de transacciones suelen ser incompletos.
Clark se preguntó si le convendría seguir presionándolo. Decidió que no. Nunca había trabajado en Kenia, pero sí en Angola, en la década del. 70, y sabía que África era un continente muy informal donde el dinero era el lubricante. Miró al agregado de Defensa, que hablaba con el alguacil… El título de alguacil era un remanente del imperio británico, igual que los pantalones cortos y las medias hasta las rodillas. Lo había leído en un libro de Ruark. Bueno, probablemente el alguacil estaba confirmando que no, el traficante no era un delincuente sino un individuo creativo en sus relaciones con las autoridades locales quienes, por una modesta suma, miraban hacia otro lado cuando la situación así lo requería. Y los monos verdes no eran de vital importancia para la nación… si el traficante decía la verdad en cuanto a las cantidades. Tal vez fuera sincero. Los granjeros seguramente querrían deshacerse de los malditos monos, aunque más no fuera para detener ese ruido infernal. Sonaba como un motín en el bar más grande del pueblo un viernes por la noche. Eran unos condenados bastardos que pretendían morder las manos que trasladaban las jaulas. Qué demonios, estaban pasando un mal día. Y al llegar al CDC de Atlanta no lo pasarían mejor, ¿verdad? ¿Serían tan inteligentes como para darse cuenta? Claro que sí. Clark estaba seguro. Ninguna tienda de mascotas compraba tantos a la vez. Pero no tenía tiempo para lamentar el destino de unos monos.
—Gracias por su colaboración. Es probable que alguien vuelva a hablar con usted.
—Lamento no poder decirles más. —Era sincero. Cinco mil dólares en efectivo merecían mucho más. De todos modos, no pensaba devolver ni un solo billete.
Los dos hombres caminaron hacia el auto. Chávez se unió a ellos, pensativo, sin abrir la boca. Cuando llegaron, el alguacil y el agregado se dieron la mano. Era hora de partir. Cuando el auto arrancó, Clark se dio vuelta y vio cómo el traficante sacaba el abultado sobre del bolsillo y le daba unos billetes al alguacil. Tenía sentido.
—¿Sacó algo en limpio? —preguntó el coronel verdadero.
—No lleva registros —replicó John.
—Es la manera de hacer negocios aquí. Hay que pagar una tasa de importación por los animales, pero los policías y los empleados de aduana suelen tener…
—Arreglos —lo interrumpió John, frunciendo el ceño.
—Ésa es la palabra. Caramba, mi padre era de Mississippi. Solían decirla cuando el comisario liberaba a un tipo que merecía quedar encerrado de por vida, ¿sabe?
—Las jaulas —dijo abruptamente Ding.
—¿Cómo? —preguntó Clark.
—¡Las jaulas, John! Las hemos visto antes, igualitas… en Teherán, en el hangar de la Fuerza Aérea. —Había mantenido la distancia para recordar lo que había visto en Mehrabad. El tamaño y las proporciones eran los mismos… Casitas para pollos o jaulas o como quiera llamarlas… estaban en el hangar con los aviones de combate, ¿recuerda?
—¡Diablos!
—Otro indicador más, Mr. C. Las coincidencias se van sumando, —manito… ¿Dónde vamos ahora?
—A Kartum.
—Vi la película.
La cobertura de noticias continuaba ininterrumpidamente. Los noticieros dedicaban muchísimo tiempo a mostrar imágenes de guardias nacionales apostados en las principales autopistas interestatales, bloqueando los caminos con Hummers y camiones medianos. Nadie trataba de atravesar el bloqueo. Los camiones de alimentos y productos médicos tenían permitido el paso, previa inspección de sus contenidos, pero al día siguiente se verificaría el estado de salud de los conductores y, si no estaban infectados, se les otorgarían pases para que pudieran realizar más eficientemente su trabajo.
Pero la situación era diferente para otros vehículos en otros caminos. Aunque la mayoría del tránsito interestatal tenía lugar en las grandes autopistas, no había estado de la Unión que no tuviera una extensa red de caminos laterales interconectados con caminos similares de los estados vecinos. Sin ninguna duda todos esos caminos debían ser bloqueados, pero llevaba tiempo conseguirlo, y la televisión transmitía entrevistas de gente que había atravesado los límites y lo consideraba una especie de broma, seguidas por sesudos comentarios según los cuales eso probaba que la orden presidencial era imposible de implementar por completo, además de ser errada, estúpida y anticonstitucional.
—Simplemente no es posible —había dicho un especialista en transportes en el noticiero de la mañana.
Pero nadie tuvo en cuenta que los guardias nacionales vivían en el país al que protegían y sabían leer mapas. Tampoco pensaron que la presunción implícita de su estupidez los ofendería. En respuesta a eso, al mediodía del miércoles había un vehículo de la Guardia en cada camino de cada estado, tripulado por hombres armados con rifles y vestidos con trajes antiquímicos que les daban aspecto de marcianos.
Como era de esperar, en los caminos laterales hubo complicaciones. Algunas se resolvieron con palabras: —Mi familia está del otro lado, ¿sabe? Lo lamento, no puede pasar—. En otros casos hubo que apelar al sentido común, después de pedir documentos y hacer una radiollamada. En otros hubo que imponer literalmente la ley. En todos los casos se cruzaron palabras, a veces acaloradas, a veces violentas. En dos casos se produjeron disparos, y en uno murió un hombre. Esa muerte fue noticia nacional menos de dos horas después de ocurrida y sirvió para que los comentaristas criticaran por enésima vez la improcedencia del decreto presidencial. Uno de ellos culpó directamente a la Casa Blanca.
No obstante, la mayoría de la gente —incluso los más decididos a cruzar fronteras para llegar a destino— decidía que no valía la pena arriesgarse al ver a los guardias armados y dispuestos a reprimir.
El mismo principio se aplicaba a las fronteras nacionales. El ejército y la policía canadienses habían cerrado todos los pasos de frontera. Los ciudadanos norteamericanos residentes o de paso en Canadá debieron presentarse en los hospitales para hacerse análisis, donde fueron detenidos de manera civilizada. En Europa sucedía algo similar, aunque el tratamiento difería según los países. El ejército mexicano cerró la frontera con Estados Unidos por primera vez en la historia, en cooperación con las autoridades norteamericanas.
Los supermercados permitían ingresar a la gente en pequeños grupos para adquirir artículos de primera necesidad. Las farmacias agotaron el stock de mascarillas quirúrgicas. Muchos llamaban a las pinturerías y ferreterías para comprar máscaras protectoras destinadas a otros usos. La cobertura televisiva colaboraba diciéndole a la gente que esa clase de máscaras, previamente rociadas con desinfectantes de uso doméstico, ofrecían mayor protección contra el virus que el equipo antiquímicos del ejército. Pero algunos echaron desinfectante de más, lo que resultó en reacciones alérgicas, dificultades respiratorias y algunas muertes.
Los médicos de todo el país trabajaban frenéticamente. Pronto se supo que los primeros síntomas de Ébola eran similares a los de la gripe, y la mayoría de la gente creía padecerlos. Diferenciar a los enfermos de los hipocondríacos era lo más fácil.
A pesar de todo, la gente supo enfrentar las dificultades. Miraban la televisión y se miraban unos a otros, preguntándose dónde estaba lo que tanto debían temer.
Ése era el trabajo del CDC y el USAMRIID, con la colaboración del FBI. Ya había quinientos casos confirmados, todos vinculados directa o indirectamente con dieciocho exhibiciones comerciales. Eso les permitió tener referencias horarias e identificar otras cuatro exhibiciones sin casos reportados. Las veintidós exhibiciones fueron visitadas por agentes que rápidamente se enteraron de que la basura había sido desechada hacía varios días. Se pensó en rastrear los residuos, pero el USAMRIID disuadió al FBI aduciendo que para identificar el sistema de distribución habría que comparar los contenidos de miles de toneladas de material residual, tarea imposible de realizar desde todo punto de vista, y además peligrosa. El hallazgo más importante fue el marco de tiempo, información que se hizo pública inmediatamente. Los norteamericanos que habían salido del país antes de las fechas de inicio de las exhibiciones comerciales reconocidas como focos infecciosos no corrían peligro ni implicaban un peligro para los demás, dato que se dio a conocer a los servicios nacionales de salud del mundo entero. A partir de allí, la información se conoció globalmente en un lapso de pocas horas. No tenía sentido guardar el secreto.
—Bueno, eso quiere decir que estamos todos a salvo —informó el general Diggs a sus subordinados. Fort Irwin era una de las bases militares más aisladas de Estados Unidos. Había un solo camino de entrada y salida, en ese momento bloqueado por un Bradley.
Pero no podía decirse lo mismo de otras bases militares; el problema era global. Un general del Pentágono había volado a Alemania para una conferencia con el V Cuerpo y dos días después había fallecido, infectando en el proceso a un médico y dos enfermeras. Las noticias habían sacudido a los aliados de la OTAN, que instantáneamente pusieron en cuarentena bases militares norteamericanas que databan de los años. 40. La noticia apareció en todos los canales de la televisión mundial. Lo peor para el Pentágono era que casi todas las bases tenían un caso, real o sospechado. El efecto que eso causaba sobre la moral de las unidades era terrible, información también imposible de ocultar. Las líneas telefónicas transatlánticas ardían de preocupación en ambas direcciones.
Las cosas no andaban mejor en Washington. La fuerza de tareas conjunta incluía miembros de todos los servicios de inteligencia, además del FBI y los organismos federales para el cumplimiento de la ley. El presidente les había dado mucho poder y estaban tratando de ejercerlo. El tema del Gulfstream perdido hizo que las cosas tomaran un curso nuevo e inesperado, pero así eran por naturaleza las investigaciones.
En Savannah, Georgia, un agente del FBI golpeó a la puerta del presidente de la Gulfstream y le entregó una mascarilla quirúrgica. La fábrica estaba cerrada, como la mayoría de las fábricas norteamericanas, pero habría que pasar por alto el decreto. El presidente llamó a su jefe de seguridad y le ordenó entrar, junto con el piloto de pruebas más importante de la firma. Seis agentes del FBI se sentaron a conversar con ellos. A partir de esa conversación descubrieron que la caja negra del avión perdido no había sido recuperada. Inmediatamente llamaron al CO del USS Radford, quien confirmó que su barco, ahora en el muelle seco, había rastreado el avión perdido y buscado los sonares de la caja negra sin éxito. El oficial naval no podía explicárselo. El piloto de pruebas de la Gulfstream explicó que el avión había sufrido un duro golpe, y que la caja negra podía haberse roto a pesar de su robusto diseño. Pero todo había pasado demasiado rápido, recordó el navegante del Redford, y tampoco se habían hallado restos de ninguna clase. Todo era muy llamativo. A raíz de eso, los agentes pidieron los registros de la FAA y la NTSB.
En Washington —el grupo trabajaba en el edificio del FBI— se cruzaron miradas de diverso tenor por encima de las respectivas mascarillas quirúrgicas. La parte FAA del equipo había registrado la identidad y calificaciones de los tripulantes del avión. Resultó que ambos eran ex pilotos de la Fuerza Aérea iraní, entrenados en Estados Unidos en la década del. 70. Revisaron fotografías y huellas digitales. Otro par de pilotos que volaban la misma clase de avión para la misma empresa suiza tenían un entrenamiento similar, y el agregado legal del FBI en Berna llamó a sus colegas suizos para que le prepararan una entrevista con ellos.
—Bueno —resumió Dan Murray… Tenemos una monja belga enferma y su amiga con un médico iraní. Parten en un avión registrado en Suiza que desaparece sin dejar huellas. El avión pertenece a una pequeña empresa comercial, y sabemos que la tripulación era iraní.
—Todo parece converger en cierta dirección, Dan —dijo Ed Foley. En ese momento llegó un fax para el director de la CIA… Mira esto—. Lo deslizó sobre la mesa. No era largo.
—Se creen muy astutos —dijo Murray, pasando el informe al resto de los presentes.
—No los subestimes —advirtió Ed Foley… Todavía no sabemos nada. El presidente no puede actuar hasta que nosotros no tengamos certezas—. Y tal vez ni siquiera así, pensó. También estaba lo que Chávez había dicho antes de partir. Maldita sea, el chico era inteligente y estaba progresando. No sabía si decirlo o no. Decidió que no; tenían asuntos más urgentes que resolver. Lo discutiría en privado con Murray.
Chávez no se sentía inteligente mientras dormitaba en su asiento de cuero. El viaje a Kartum duraría tres horas. Había volado bastante como oficial de la CIA, pero los viajes siempre lo habían aburrido, incluso en un jet ejecutivo con asientos mullidos y todos los chiches. La falta de presión disminuía la cantidad de oxígeno y aumentaba la sensación de cansancio. El aire era seco y uno se deshidrataba. El ruido de los motores hacía que uno se sintiera en medio del campo, rodeado de murciélagos y mosquitos dispuestos a chuparle la sangre al menor descuido.
Pero el que lo había hecho no era tan astuto. De ninguna manera. De acuerdo, había desaparecido un avión con cinco personas a bordo, pero eso no era necesariamente un punto final, ¿no? HX-NJA, recorda-ba muy bien el documento de aduana. Hmm, Probablemente hacían registros porque despachaban gente, no monos HX por Suiza. ¿Por qué HX?, se preguntó. ¿«H» por Helvecia, tal vez? ¿No era el nombre antiguo de Suiza? ¿En algunos idiomas no la seguían llamando así? Creía recordar que sí. En alemán tal vez. NJA para identificar específicamente ese avión. Usaban letras en vez de números porque permitían más variantes. Por ejemplo, el avión en el que volaban tenía un código semejante, con el prefijo. —N. porque los aviones norteamericanos se identificaban con esa letra. NJA, pensó con los ojos cerrados. NJA. Ninja. Sonrió. El apodo de su viejo camarada del Batallón 1.o del Regimiento 17 de Infantería—. ¡Nos debemos una noche! Sí, aquellos fueron días gloriosos, saltando por las colinas de Fort Ord y Hunter-Liggett. Pero la 7.a División de Infantería (Ligera) había sido desmantelada y sus equipos pasados a retiro, o tal vez destinados a otro uso… Ninja. Ese nombre parecía importante. ¿Por qué?
Abrió los ojos. Se levantó, se desperezó y fue hacia adelante. Despertó al piloto con el que Clark había discutido.
—¿Coronel?
—¿Qué pasa? —preguntó el coronel, abriendo un solo ojo.
—¿Cuánto cuesta uno de éstos?
—Mucho más de lo que podemos pagar cualquiera de nosotros. —Volvió a cerrar el ojo.
—En serio.
—Más de veinte millones de dólares, según el modelo. Es el mejor jet comercial que existe.
—Gracias. —Chávez volvió a su asiento. No tenía sentido tratar de dormir. El avión acababa de iniciar el descenso. El jefe de estación de la CIA local iría a recibirlos… perdón, se corrigió en silencio. El agregado comercial. ¿O era el oficial político? Lo que fuera. Sabía que esa ciudad no sería tan amistosa como las otras dos.
El helicóptero aterrizó en Fort McHenry, cerca de la estatua de Orfeo que alguien había considerado adecuada para honrar el nombre de Francis Scott Key, pensó Ryan. Era un dato irrelevante, casi tan irrelevante como la idea de Arnie sobre la maldita foto. Debía demostrar que estaba preocupado. Se preguntó por qué. ¿Acaso la gente creía que el presidente daba fiestas en ocasiones como ésa? ¿Poe no había escrito un cuento sobre el tema? ¿La máscara de la muerte roja? Algo por el estilo. Pero la plaga se les había metido en la fiesta, ¿no? El presidente se restregó los ojos. Dormir. Tengo que dormir. Basta de pensar estupideces. Eran como fogonazos. Uno tenía la mente cansada y los pensamientos ociosos iban y venían sin razón aparente, y había que luchar contra ellos para pensar en las cosas verdaderamente importantes.
Los Chevy Suburbans estaban allí como siempre, pero la limusina presidencial no. Ryan se trasladaría en un vehículo blindado. También había varios policías de mirada sombría. Bueno, si todos los demás estaban abatidos, ¿por qué no los policías?
Él también usaba mascarilla, y había tres cámaras de televisión para registrar el hecho. Tal vez saliera en vivo. No lo sabía, y casi ni las miró al pasar en dirección a los autos. Los Suburbans arrancaron inmediatamente, subieron por Fort Avenue y doblaron al norte hacia la Autopista Key. Tardaron apenas diez minutos en llegar a Johns Hopkins, donde el presidente y la primera dama darían muestras de preocupación ante las cámaras. Ésa era una de las funciones del liderazgo, le había dicho Arnie, eligiendo una frase que sabía que Ryan respetaría, le gustara o no. Arnie tenía razón. Él era el presidente y no podía aislarse de la gente… Pudiera o no ayudarlos, sus compatriotas necesitaban verlo preocupado… cosa que tenía y no tenía sentido a la vez.
Los automóviles ingresaron por la entrada de Wolfe Street. Había soldados: guardias del Regimiento de Infantería 175 de Maryland. El comandante local había decidido que todos los hospitales fueran vigilados y Ryan supuso que era una medida sensata. La Custodia se sentía molesta por la presencia de tantos hombres con rifles cargados, pero eran soldados y los soldados portan armas… Después de todo, lo raro hubiera sido que estuvieran desarmados. Todos saludaron, protegidos por sus equipos MOPP y con los rifles colgados del hombro. Nadie había amenazado el hospital, tal vez debido a la presencia militar… o tal vez porque la gente tenía miedo. Un oficial de policía le había dicho a un agente del Servicio que los crímenes callejeros eran prácticamente nulos. Hasta los narcotraficantes habían desaparecido de la vista.
No había mucha gente a la vista, pero la poca que había llevaba mascarilla y hasta la recepción apestaba al desinfectante químico que últimamente se había convertido en perfume nacional. ¿Sería una medida física necesaria o una mera treta psicológica?, se preguntó Jack. En todo caso, ¿bajo qué punto de vista definir su propio viaje allí?
—Hola, Dave. —El presidente saludó al decano, que llevaba puesto el típico uniforme verde, mascarilla y guantes. No se dieron la mano.
—Gracias por venir, señor presidente. —Había cámaras en la recepción… lo habían seguido desde afuera. Antes de que los periodistas empezaran a hacer las consabidas preguntas, Jack hizo una seña y el decano lo llevó al punto de reunión. Los agentes del Servicio Secreto se adelantaron, cubriendo el trayecto entre el ascensor y el piso de clínica médica. Las puertas se abrieron y revelaron un ajetreadísimo pasillo. Allí sí que había gente y bullicio.
—¿Cómo está el marcador, Dave?
—Hemos admitido treinta y cuatro pacientes. El total del área es ciento cuarenta… bueno, así era la última vez que chequeé. Por ahora tenemos espacio y contamos con todo el personal. Dimos de alta a más de la mitad de nuestros pacientes regulares, es decir a los que estaban en condiciones de irse a sus casas. Por ahora hemos cancelado todas las cirugías planeadas, pero tenemos la actividad de siempre. Quiero decir que los bebés siguen naciendo, la gente se sigue enfermando de enfermedades normales y debemos seguir los tratamientos de algunos pacientes externos, haya epidemia o no.
—¿Dónde está Cathy? —preguntó Ryan, mientras una cámara cuya grabación sería transmitida a todas las redes nacionales llegaba en el ascensor vecino. El hospital no quería ni necesitaba verse invadido por gente ajena, y aunque el nivel directivo de los medios hacía poco o nada de ruido, los camarógrafos y técnicos no eran tan delicados. Tal vez fuera el olor a antiséptico. Tal vez afectara a la gente de la misma manera que a los perros cuando los llevan al veterinario. Evidentemente era el olor del peligro para todos.
—Por aquí. Primero tendrá que vestirse adecuadamente. —En el piso había una sala de médicos y otra de enfermeros. Estaban usando ambas como vestuarios. La más lejana se usaba para quitarse el traje protector y descontaminarse, la más próxima para vestirse. No hubo tiempo ni espacio para preámbulos. Los agentes del Servicio Secreto entraron primero y vieron una mujer en bombacha y corpiño eligiendo un traje protector a medida. La mujer no se ruborizó. Era su cuarto turno en la unidad y ya se había acostumbrado.
—Puede colgar su ropa allí —dijo… ¡Oh!— agregó, reconociendo al presidente.
—Gracias —dijo Ryan, sacándose los zapatos y tomando la percha que le alcanzó Andrea. Price examinó brevemente a la mujer. Era obvio que no portaba armas… ¿Cómo andan las cosas?— preguntó Jack.
La mujer —que a la sazón era la enfermera a cargo del piso— no se dio vuelta para responder.
—Muy mal. —Hizo una breve pausa y decidió que era mejor darse vuelta… Apreciamos el hecho de que su esposa esté aquí con nosotros.
—Intenté disuadirla —admitió Jack, aunque no se sentía culpable por eso.
—Mi esposo también. —Se acercó a ayudarlo… Aquí tiene, la escafandra se coloca por encima—. Ryan experimentó un breve instante de pánico. El acto de ponerse una bolsa de plástico en la cabeza era absolutamente antinatural. La enfermera percibió su malestar… A mí me pasaba lo mismo —dijo para tranquilizarlo… Pero uno se acostumbra a todo.
El decano James lo estaba esperando con la suya puesta. Se acercó a revisar el equipo protector del presidente.
—¿Puede oírme?
—Sí. —Jack había empezado a transpirar a pesar del acondicionador de aire portátil que llevaba enganchado en el cinturón del traje.
El decano se dirigió al personal del Servicio Secreto.
—De aquí en adelante mando yo —les dijo… No permitiré que corra ningún peligro, pero no tenemos trajes para ustedes. Estarán a salvo si permanecen en los pasillos. No toquen nada. Ni las paredes ni el piso, nada. Si alguien les pasa al lado con una camilla o una mesa rodante, quítense del medio. Si no pueden quitarse del medio caminen hasta el final del pasillo. Si ven un recipiente de plástico no se les ocurra tocarlo ni acercarse. ¿Entendido?
—Sí, señor. —POTUS vio que, por una vez, Andrea Price agachaba la cabeza y se sometía. Él también. El impacto psicológico de la situación era terrorífico. El doctor James tocó el hombro del presidente.
—Sígame. Sé que es aterrador, pero dentro de esa cosa estará a salvo. Nosotros también tuvimos que acostumbrarnos, ¿no, Tisha?
La enfermera se dio vuelta, ya completamente vestida.
—Sí, doctor.
Dentro del traje se podía oír la propia respiración. También el leve zumbido del acondicionador portátil, pero nada más, ningún otro sonido. Ryan tenía una asfixiante sensación de claustrofobia mientras seguía al decano.
—Cathy está aquí. —El decano abrió la puerta. Ryan entró.
Era una criatura, un niño de unos ocho años. Dos siluetas vestidas de azul lo estaban atendiendo. Desde atrás no podía saber cuál de las dos era su esposa. El doctor James levantó la mano para impedir que Ryan avanzara. Una de las dos figuras estaba intentando recolocar el suero intravenoso y no podía haber distracciones. El niño se quejaba y se retorcía en la cama. Ryan no podía ver demasiado, pero sí lo suficiente para que se le revolviera el estómago.
—Mantén el brazo quieto un momento. Esto te hará sentir mejor. —Era la voz de Cathy; evidentemente era ella la encargada del pinchazo. El otro par de manos sostenía el brazo del enfermo en su lugar…-listo. Cinta— agregó, levantando las manos.
—Buen pinchazo, doctora.
—Gracias. —Cathy se acercó a la caja electrónica que controlaba la morfina, marcó los números correctos y se aseguró de que la máquina empezara a funcionar. Una vez hecho eso, se dio vuelta… Oh.
—Hola, querida.
—Jack, tú no perteneces a este lugar —dijo SURGEON con firmeza.
—¿Quién si no?
—Está bien, puedo conectarlos con ese doctor MacGregor —les dijo el jefe de estación a bordo de su Chevy rojo. Su nombre era Frank Clayton y se había graduado en Grambling. Clark lo había conocido en la Granja hacía unos años.
—Entonces vayamos a verlo, Frank. —Clark miró su reloj, calculó y decidió que eran las dos de la madrugada. Gruñó. Sí, el cálculo era correcto. La primera parada fue en la embajada, donde se cambiaron de ropa. Los uniformes militares norteamericanos no eran bien vistos en el país. De hecho, el jefe de estación les advirtió que muy pocas cosas norteamericanas lo eran. Chávez advirtió que un auto los venía siguiendo desde el aeropuerto.
—No se preocupen. Lo perderemos en la embajada. Saben, a veces me pregunto si no fue bueno que mis ancestros negros fueran arrancados de África. No se lo digan a nadie, ¿eh? Alabama es como el paraíso en la tierra comparado con este pozo de mierda.
Estacionó en la parte de atrás de la embajada y los acompañó adentro. Un minuto después salió uno de sus hombres, puso en marcha el Chevy y partió… seguido por el auto que los había seguido hasta allí.
—Camisas —dijo Clayton, dándoles un par… Supongo que pueden dejarse los pantalones.
—¿Ya habló con MacGregor? —preguntó Clark.
—Por teléfono, hace unas horas. Pasaremos a buscarlo por su casa y subirá al auto. Elegí un lugar tranquilo donde estacionar para conversar tranquilamente —les dijo Clayton.
—¿Corre peligro?
—No creo. Los locales son muy descuidados. Si alguien nos siguiera, yo sabría qué hacer.
—Entonces vayamos ya mismo, amigo —dijo John… Estamos perdiendo tiempo.
La casa de MacGregor estaba en el barrio predilecto de los europeos que, según Clayton, era un lugar muy seguro. Marcó el número del médico en su teléfono celular. Menos de un minuto después se abrió la puerta de la casa y salió alguien que caminó hasta el auto, entró en la parte de atrás y cerró la puerta un segundo antes de que el vehículo arrancara nuevamente.
—No estoy acostumbrado a estas cosas. —John lo miró asombrado. El médico era más joven que Chávez… ¿Quiénes son ustedes exactamente?
—Somos de la CIA —informó Clark.
—¡En serio!
—En serio, doctor —dijo Clayton desde el volante. Miró los espejos retrovisores. Nadie los seguía. Sólo para asegurarse dobló a la izquierda, luego a la derecha y luego otra vez a la derecha. Bien.
—¿Y les permiten decírselo a la gente? —preguntó MacGregor mientras el automóvil se detenía junto a lo que localmente se conocía como la draga principal… ¿Tienen que matarme?
—Deje eso para las películas, doctor, ¿entendido? —sugirió Chávez… La vida real es otra cosa, y si le hubiéramos dicho que éramos del Departamento de Estado tampoco nos hubiera creído, ¿no?
—No parecen diplomáticos —comentó MacGregor.
Clark se dio vuelta y lo miró a los ojos.
—Gracias por acceder a encontrarse con nosotros, señor.
—La única razón que me llevó a hacerlo… bueno, el gobierno local me obligó a pasar por alto los procedimientos normales en los dos casos. Esos procedimientos tienen una razón de ser, ¿saben?
—Bueno. Antes que nada, díganos todo lo que pueda al respecto —pidió John, encendiendo el grabador.
—Pareces cansada, Cathy. —Aunque no era fácil darse cuenta a través de la escafandra de plástico.
SURGEON miró el reloj de pared de la enfermería. Técnicamente estaba fuera de servicio. Nunca sabría que Arnie van Damm había llamado al hospital para asegurarse de que así fuera. Se habría enfurecido de enterarse y ya estaba bastante furiosa con el mundo entero.
—Esta tarde empezaron a llegar niños. Casos de segunda generación. El que viste debe habérselo contagiado del padre. Se llama Timothy y está en tercer grado. Su papá está en el piso de arriba.
—¿Y el resto de la familia?
—La mamá dio positivo. En este momento la están admitiendo en el hospital. Tiene una hermana mayor, limpia hasta ahora. La tenemos en el edificio de pacientes externos. Habilitaron un área para la gente que estuvo expuesta al virus pero aparentemente no se infectó. Vamos. Te mostraré el piso. —Un minuto después estaban en la habitación 1, hogar temporario del Caso Índice.
Ryan pensó que debía estar imaginando el olor. Había una mancha oscura en las sábanas que dos personas, no sabía si enfermeros o médicos, intentaban cambiar. El hombre estaba semiinconsciente y tironeaba de las correas que sujetaban sus brazos a los barrotes de la cama. Su actitud preocupaba a los dos médicos, pero primero tenían que cambiar las sábanas. Las sucias fueron a parar a un recipiente plástico.
—Las quemarán —dijo Cathy, apoyando su escafandra contra la de su esposo… Hemos implementado al máximo todas las precauciones.
—¿Está muy mal?
Cathy señaló la puerta y siguió a Jack al pasillo. Una vez allí, cerró la puerta de la habitación y le clavó un dedo furibundo en el pecho.
—Nunca, Jack, nunca discutas el pronóstico de un paciente estando él presente, a menos que sea bueno. ¡Jamás! —Hizo una pausa y prosiguió sin disculparse por el estallido—. Hace tres días que presenta todos los síntomas.
—¿Tiene alguna posibilidad de salvarse?
Cathy hizo un gesto negativo dentro de la escafandra. Siguieron recorriendo el pasillo, deteniéndose en otras habitaciones donde el pronóstico era desalentadoramente el mismo.
—¿Cathy? —Era la voz del decano—. Estás fuera de servicio. Vete. —Le ordenó.
—¿Dónde está Alexandre? —preguntó Jack camino a la ex sala de médicos.
—Tiene el piso de arriba. Dave se ocupa de éste. Esperábamos que Ralph Forster viniera a ayudarnos, pero no hay vuelos. —En ese momento vio las cámaras… ¿Qué demonios están haciendo aquí?
—Vamos. —Ryan acompañó a su esposa al improvisado vestuario. La ropa con la que había llegado al hospital debía estar colgada en alguna parte. Se desinfectó frente a dos mujeres y un hombre que aparentemente no tenía el menor interés en mirarlas. Salió del vestuario y fue al ascensor.
—¡Deténgase! —gritó una voz femenina—. ¡Viene un caso de la sala de emergencia! Use la escalera. —El presidente y su Custodia Personal obedecieron sin chistar. Ryan acompañó a su esposa a la planta baja y salieron juntos, todavía con las mascarillas puestas.
—¿Cómo te sientes?
Antes de que Cathy pudiera responder, una voz gritó ¡Señor presidente! Dos guardias nacionales se interpusieron en el camino del reportero y el camarógrafo, pero Ryan hizo señas para que los dejaran pasar.
—Sí, ¿qué pasa? —preguntó, bajándose la mascarilla. El periodista sostenía el micrófono con el brazo totalmente extendido. En otras circunstancias hubiera sido cómico, pero ahora no. Todos temían el contagio.
—¿Qué está haciendo aquí, señor?
—Bueno, supongo que es parte de mi trabajo ver lo que está pasando, y también quería saber cómo estaba Cathy.
—Sabemos que la primera dama está trabajando arriba. ¿Con eso intenta darle un ejemplo a la nación o…?
—¡Soy médica! —saltó Cathy… Todos estamos haciendo turnos. Es mi deber.
—¿La cosa está tan mal como dicen?
Ryan habló antes de que Cathy los insultara.
—Mire, sé que tiene que hacer esa pregunta, pero usted conoce la respuesta. Esta gente está extremadamente enferma y los médicos están haciendo todo lo posible por ayudarla, aquí y en todas partes. Es muy duro para Cathy y sus colegas. Pero es mucho más duro para los enfermos y sus familias.
—Dra. Ryan, ¿ébola es tan letal como dicen?
Cathy asintió.
—Sí, es terriblemente letal. Pero estamos haciendo lo imposible para ayudar a los infectados.
—Algunos sugieren que si los pacientes tienen tan poca expectativa de vida y sufren un dolor tan extremo…
—¿Qué está insinuando? ¿Quiere que los matemos?
—Bueno, si sufren tanto como dicen algunos…
—No soy esa clase de médico —replicó Cathy, roja de ira y vergüenza ajena—. Con seguridad salvaremos a algunos. Tal vez aprendamos a salvar a otros a partir de los primeros. No se aprende nada dejando caer los brazos y rindiéndose. ¡Por eso los médicos de verdad no matan pacientes! ¿Qué pasa con usted? Los que están allá adentro son eres humanos y mi trabajo es luchar para salvarles la vida… ¡y no se atreva a decirme cómo hacerlo! —Sólo se detuvo cuando su marido le apretó suavemente el hombro—. Lo siento. Todo es muy difícil aquí.
—¿Podría disculparnos un momento? —preguntó Ryan—. Desde ayer que no hablamos. Sabe, somos marido y mujer, como el resto de la gente.
—Sí, señor. —Los periodistas retrocedieron pero la cámara siguió filmándolos.
—Ven aquí, nena. —Jack la abrazó por primera vez hacía más de un día.
—Vamos a perderlos a todos, Jack. A todos, de mañana en adelante —murmuró Cathy, echándose a llorar.
—Sí. —Ryan bajó la cabeza hasta tocar la de su esposa… ¿Sabe una cosa, doctora? Usted también tiene permiso para ser humana de vez en cuando.
—¿Cómo piensan que aprendemos? Ah, como no podemos curarlos, dejémoslos morir con dignidad. Rindámonos. Bajemos los brazos. No fue eso lo que me enseñaron aquí.
—Ya sé.
Cathy se secó los ojos en la camisa de Jack.
—Está bien, todo está bajo control. Estaré ocho horas fuera de servicio.
—¿Dónde vas a dormir?
Cathy suspiró hondo y se encogió de hombros.
—Tenemos varios catres. Bernie está en Nueva York, ayudando en Columbia. Tienen doscientos casos.
—Eres muy fuerte, doctorcita. —Jack le dedicó su mejor sonrisa.
—Jack, si llegas a encontrar al que nos hizo esto…
—Lo encontraremos, querida —aseguró POTUS.
—¿Conoce a alguno de éstos? —Clayton le mostró algunas fotos que él mismo había tomado. También le pasó una linterna.
—¡Es Saleh! ¿Quién era exactamente? Nunca me lo dijo y tampoco lo averigüé.
—Todos estos son iraquíes. Vinieron aquí cuando cayó el gobierno. Tengo un montón de fotos. ¿Está seguro sobre éste?
—Completamente seguro, lo atendí más de una semana. El pobre tipo murió —dijo MacGregor… Y ésa parece Sohaila. Gracias a Dios sobrevivió. Es una niña encantadora… y ése es su padre.
—¿Cómo es posible? —preguntó Chávez… Nadie nos dijo nada.
—En aquel momento estábamos en la Granja, ¿no?
—¿Otra vez entrenando gente, John? —se burló Frank Clayton… Bueno, aquí se corrió el rumor y entonces fui a tomar algunas fotos. Volaron en primera clase, en un viejo G. Aquí está, ¿ve?
Clark lo miró y gruñó… era casi gemelo del que estaban usando ellos para dar la vuelta al mundo…
—Buenas fotos —murmuró.
—Gracias, señor.
—Permítame ver aquélla. —Chávez acercó la linterna para ver mejor—. Ninja —susurró entre dientes—. Maldito ninja…
—¿Qué?
—Lea las letras de la cola, John —dijo en voz baja.
—HX-NJA… Dios mío.
—Clayton —dijo Chávez—, ¿ese celular es seguro?
Clayton lo prendió y marcó tres dígitos.
—Ahora sí. ¿Adónde quiere llamar?
—A Langley.
—Señor presidente, ¿podemos hablar un poco más?
Jack asintió.
—Sí, claro. Acompáñenme. —Necesitaba caminar un poco—. Quiero pedirles disculpas por lo de Cathy. Ella no es así. Es una buena médica —dijo SWORDSMAN con cierto cansancio en la voz—. Todos están muy estresados. Creo que lo primero que les enseñaron fue primum non nocere: primero de todo, no hacer daño. Es una regla de oro. De todos modos, mi esposa está pasando momentos duros. Igual que todos nosotros.
—¿Es posible que haya sido un acto deliberado, señor?
—No estamos seguros y no puedo hablar de eso hasta tener información confiable.
—Ha estado muy ocupado, señor presidente. —El periodista no formaba parte de la escena de Washington. No sabía cómo hablarle a un presidente. No obstante, la entrevista iría en vivo por la NBC, aunque el periodista no lo sabía.
—Sí, supongo que sí.
—¿Puede darnos alguna esperanza, señor?
Ryan reaccionó vivamente.
—En cuanto a los enfermos, bueno, la esperanza está en los médicos y las enfermeras. Son buenos profesionales y buena gente. Eso se ve. Son luchadores, guerreros. Estoy muy orgulloso de mi esposa y de lo que hace. Me enorgullece lo que está haciendo ahora, aunque yo mismo le pedí que no lo hiciera. Supongo que fue egoísta de mi parte, pero de todos modos se lo pedí. Como sabrá, ya trataron de matarla una vez. Personalmente no me importa correr peligro, pero no me gusta que les pase nada a mi esposa ni a mis hijos. A ellos no. Tampoco tenía por qué pasarle nada a toda esta gente. Pero pasó, y ahora debemos hacer todo lo posible para atender a los enfermos y asegurarnos de que no se propague. Sé que mi decreto le molestó a mucha gente, pero no podría vivir sin hacer nada para salvar las vidas de mis compatriotas. Desearía que hubiera una manera más fácil de hacerlo, pero si la hay nadie me la ha comentado. Verá, no basta con decir. «No, eso no me gusta». Cualquiera puede hacer eso. En este momento necesitamos otra cosa. Mire, estoy muy cansado —dejó de mirar a cámara—. ¿Podríamos dar por concluida la entrevista?
—Sí, señor. Gracias, señor presidente.
—De nada. —Ryan dio media vuelta y caminó hacia el sur, dejándose llevar por el aire fresco de la noche, rumbo a los grandes garajes de Johns Hopkins. Vio un hombre fumando, un negro de unos cuarenta años que desafiaba abiertamente los carteles que prohibían el vicio dentro de ese altar de la medicina humana. POTUS se acercó a él, olvidándose de los tres agentes y dos soldados que le pisaban los talones.
—¿Me convida uno?
—Claro. —El hombre no levantó la vista para responder. Estaba sentado sobre un muro bajo de ladrillo, con la mirada clavada en el piso de concreto. Le ofreció el paquete y el encendedor con el brazo totalmente extendido.
—Gracias. —Ryan se sentó a un metro del hombre y le devolvió el paquete y el encendedor.
—¿Usted también, viejo?
—¿Yo también qué?
—Mi esposa está allá adentro, enferma. Trabaja con una familia, es niñera. Todos están enfermos. Ahora ella también.
—Mi esposa es médica y está allá atendiéndolos.
—No servirá de nada, viejo. De nada.
—Ya sé. —Ryan dio una larga pitada y miró ascender el humo.
—No me dejan entrar, dicen que es muy peligroso. Me sacaron sangre, dicen que debo quedarme cerca, no me dejan fumar, no me dejan verla. Santo Dios, viejo, ¿cómo es posible?
—Si usted estuviera enfermo y supiera que puede contagiar a su esposa, ¿qué haría?
El negro asintió con resignación airada.
—Ya sé. El doctor dijo lo mismo. Tiene razón. Ya sé. Pero eso no quiere decir que esté bien. —Hizo una pausa—. Hablar ayuda.
—Sí, supongo que sí.
—Los hijos de puta que hicieron esto… por televisión dijeron que alguien lo hizo. Esos malditos van a pagarlo caro, viejo.
Ryan no supo qué decir. Pero otra persona habló por él: Andrea Price.
—¿Señor presidente? Tengo un llamado del DCI para usted.
El negro volvió la cabeza. Miró a Ryan a la luz anaranjada del encendedor.
—Usted es el presidente —musitó.
—Sí, señor —respondió Jack.
—¿Dice que su esposa está trabajando ahí?
Ryan asintió con un suspiro.
—Sí, hace quince años que trabaja aquí. Vine a verla, y a ver cómo están las cosas. Lo siento…
—¿Por qué?
—Porque a usted no lo dejan entrar y a mí sí.
El hombre sonrió con tristeza.
—¿Así que vino a ver, eh? Fue terrible lo que le pasó a su hijita la semana pasada. ¿Está bien ahora?
—Sí, está muy bien. A esa edad, bueno, ya sabe cómo son los niños.
—Bravo. Bueno, gracias por hablar conmigo.
—Gracias por el cigarrillo —dijo el presidente, levantándose y yendo a donde estaba Andrea—. Hola, Ed. —Debía responder el llamado.
—Te necesitamos aquí. Queremos que veas algo —dijo Ed Foley, preguntándose cómo haría para explicar que la evidencia colgaba de una pared en los cuarteles generales de la CIA.
—Dame una hora, Ed.
—Sí, Jack. Nos estamos organizando.
Jack cerró el celular y lo devolvió.
—En marcha —ordenó.