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POLÍTICA

Al recibir la llamada de la Casa Blanca, el príncipe Alí ben Jeik se disponía a volver a su país en su avión privado, un viejo Lockheed L-1001 magníficamente remodelado.

Le embajada saudí estaba cerca del Kennedy Center. Era un corto trayecto el que el príncipe tenía que hacer en su limusina oficial, arropada por un contingente de seguridad casi tan numeroso como el de Ryan, formado por miembros del Servicio de Protección del Cuerpo Diplomático, además de por la escolta personal del príncipe, integrada por ex miembros del Ejército del Aire Británico.

Como de costumbre, los saudíes habían gastado muchísimo dinero en cosas de calidad en su breve paso por la ciudad.

Alí no era desconocido en la Casa Blanca, ni lo era para Scott Adler, que lo recibió en la entrada y lo acompañó hasta el despacho Oval, situado en la planta superior.

—Señor presidente —dijo su alteza real al asomar en la secretaría.

—Gracias por haber venido tan pronto, pese a haberlo avisado con tan poca antelación —dijo Jack, que le estrechó la mano y le rogó que tomase asiento en uno de los dos sofás del despacho.

Un miembro de la secretaría había tenido el acierto de encender la chimenea. El fotógrafo de la Casa Blanca sacó varias fotografías y luego le indicaron que se retirase.

—Supongo que habrá visto las noticias esta mañana.

—¿Qué puede decir uno en un caso así? —exclamó el príncipe con una sonrisa de circunstancias—. No lloraremos su desaparición, aunque para el reino es preocupante.

—¿Sabe usted algo que nosotros no sepamos? —preguntó Ryan—. Me ha sorprendido tanto como a todos —aseguró el príncipe—. Es que… a pesar del dinero que invertimos… —se lamentó el presidente con una mueca de contrariedad.

—Lo sé —convino el príncipe con abatido ademán—. Lo mismo voy a decirles yo a mis ministros en cuanto aterrice.

—¿Los iraníes?

—Por supuesto que sí.

—¿Cree que aprovecharán la ocasión?

Se hizo un expectante silencio en el despacho Oval. Sólo se oía crepitar la leña de roble que ardía en la chimenea, mientras Ryan, Alí y Scott Adler se miraban desde ambos lados del carrito del café (aún no habían tocado las tazas que estaban en la bandeja).

El problema era, por supuesto, el petróleo. El golfo Pérsico, que a veces llamaban golfo Árabe, era un brazo de mar rodeado de un océano de petróleo. La mayor parte de los yacimientos que abastecían al mundo se encontraban allí, repartidos entre el reino de Arabia Saudí, Kuwayt, Irak e Irán, además de la Unión de Emiratos Árabes, Bahrayn y Qatar. De estos países, Irán era, con mucha diferencia, el de mayor población; luego, seguía Irak. Las naciones de la península Arábiga eran más ricas, pero la tierra que cubría su líquida riqueza estuvo siempre muy poco poblada, y había tensión, puesta en evidencia por primera vez en 1991, cuando Irak invadió Kuwayt con todo el descaro de un colegial peleón que le atiza a un niño más pequeño durante el recreo.

Ryan había dicho más de una vez que todo ataque bélico es como un atraco a mano armada en gran escala, y eso es lo que fue la guerra del golfo Pérsico. So pretexto de una menor disputa territorial y de triviales problemas económicos, Saddam Husseyn intentó, de una sola tacada, duplicar la riqueza de su país. Luego, amenazó con doblar la apuesta atacando a Arabia Saudí (la razón por la que se detuvo en la frontera saudí-kuwaití seguiría siendo un misterio para siempre). El trasfondo más fácilmente comprensible del conflicto era el petróleo y la riqueza que proporcionaba.

Pero este trasfondo tenía más de una capa. Hussein, cual capo mafioso, apenas pensó más que en términos económicos y en el poder político que el dinero podía proporcionarle. Las miras de Irán eran más amplias.

Todas las naciones de la región del golfo Pérsico eran islámicas, y la mayoría, de un islamismo muy estricto. Las excepciones eran Bahrayn e Irak. En el caso de Bahrayn, el petróleo se había casi agotado y el país (una ciudad-Estado, en realidad, separada del reino por una carretera sobreelevada) venía a representar el mismo papel que Nevada en el oeste de EE. UU.: el de un lugar donde las normas se dejaban a un lado, y donde podía uno jugar, beber y entregarse a otros placeres, a conveniente distancia de la rigidez del resto del país. Irak, en cambio, era un país laico, en el que la religión contaba poco, lo que en buena medida explicaba el atentado de su presidente, tras una larga y agitada carrera.

Pero la clave de la región era, y sería siempre, la religión. El reino saudí era el corazón del Islam. Allí nació el Profeta. Las ciudades santas de La Meca y Medina estaban allí, y desde aquel lugar se desarrolló uno de los movimientos religiosos más importantes del mundo. El problema no era tanto el petróleo como la fe. Arabia Saudí pertenecía a la rama sunní e Irán a la shiita.

En una ocasión, Ryan fue cumplidamente informado sobre las diferencias que, por entonces, le parecieron tan marginales que no se molestó en memorizarlas, aunque no hacerlo fue una estupidez, como ahora comprendía el presidente. Las diferencias tenían suficiente calado como para que dos países importantes se considerasen enemigos. Y eso bastaba para que tales diferencias fuesen de la mayor importancia. El problema no era la riqueza per se, sino una distinta concepción del poder, de una clase de poder que procedía de la mente y del corazón (y que a partir de ahí podía convertirse en otra cosa). El petróleo y el dinero no hacían más que acrecentar el interés que tenía el forcejeo para los no iniciados.

El mundo industrial dependía del petróleo. Todos los Estados del golfo Pérsico temían a Irán por su tamaño, por su gran población y por el fervor religioso de sus ciudadanos. Los sunníes temían la desviación del camino del Islam. Los demás temían lo que pudiera ser de ellos si los «herejes» asumían el control de la región. Porque el Islam era una religión totalizadora, que abarcaba el derecho civil, el político y todo tipo de actividad humana. Para los musulmanes, la Palabra de Dios era la Ley. Para Occidente, era la pervivencia de su economía. Para los árabes (Irán no era un país árabe), era la cuestión más fundamental: el lugar del hombre ante Dios.

—Sí, señor presidente —repuso el príncipe Alí tras reflexionarlo unos momentos—. Aprovecharán la ocasión.

Su tono de voz no podía ser más sosegado, aunque Ryan estaba convencido de que interiormente no estaba muy tranquilo. Los saudíes nunca quisieron la caída del presidente iraquí. Pese a ser un enemigo, un apóstata y un agresor, había cumplido con un útil propósito estratégico para sus vecinos. Irak era, desde hacía tiempo, un Estado colchón entre los Estados del golfo Pérsico e Irán. Era un caso en el que la religión cedía la prioridad a la política, lo que a su vez servía a propósitos religiosos. Al rechazar la Palabra de Alá, la mayoría shiíta de la población de Irak quedaba fuera de juego. La doble frontera con Kuwayt y el reino saudí era de orden político, no religioso. Pero si el partido Baas se desmoronaba al caer su líder, Irak podía volver a ser gobernado por los representantes de la mayoría religiosa, o sea: los shiítas. Esto significaría tener a dos países de gobierno shiíta en ambas fronteras, y el líder de la rama shiíta del mundo islámico era Irán.

Irán aprovecharía la ocasión, porque eso era justamente lo que hacía desde hacía años. La religión sistematizada por Mahoma se extendió desde la península Arábiga hasta Marruecos por el oeste, y hasta Filipinas por el este. Con la evolución del mundo moderno, tenía una presencia más o menos fuerte en todos los países. Irán había utilizado su riqueza y su considerable población para convertirse en el principal país islámico del mundo: atraía al clero musulmán a su ciudad santa de Qom para potenciar los estudios islámicos, financiaba movimientos políticos en todo el mundo islámico y proporcionaba armas a los pueblos islámicos que necesitaban ayuda (los musulmanes de Bosnia eran un caso concreto, pero no el único).

—Anschlus —dijo Scott Adler pensando en voz alta.

Alí lo miró y asintió con la cabeza.

—¿Tenemos algún plan para tratar de evitarlo? —preguntó Jack.

El presidente conocía la respuesta. No. Nadie lo tenía. Ésa era la razón de que la guerra del Golfo se librase con objetivos militares limitados y no para derrocar al agresor. Los saudíes, que desde el primer momento fueron quienes marcaron los objetivos estratégicos de la guerra, nunca permitieron a EE. UU. Ni a sus aliados considerar siquiera la invasión de Bagdad (pese a que, con las tropas iraquíes desplegadas en Kuwayt y en sus fronteras, la capital iraquí quedó tan expuesta como un nudista en una playa).

Al seguir los comentarios de los jefes de informativos de las principales cadenas de televisión, Ryan reparó por entonces en que ninguno de ellos señaló que, de haberse ceñido a cualquier manual de estrategia militar, habrían ignorado por completo Kuwayt, tomado Bagdad y esperado a que el Ejército iraquí depusiera las armas y se rindiese. Estaba visto que no todo el mundo sabía interpretar un mapa.

—¿Qué influencia puede usted ejercer allí, alteza? —preguntó Ryan.

—¿En la práctica? Muy poca. Tenderemos una mano amiga, ofreceremos préstamos… A finales de semana pediremos a Estados Unidos y a la ONU que levanten las sanciones, al objeto de mejorar la situación económica, pero…

—Ya. Entendido —convino Ryan—. Le ruego que nos comunique cualquier información que consiga, alteza. El compromiso de Estados Unidos con la seguridad de su reino permanece invariable.

—Así se lo haré saber a mi gobierno —dijo Alí.

—Un bonito trabajo, muy profesional —comentó Ding al ver las realzadas imágenes—, salvo por un pequeño detalle.

—Sí, es bonito cobrar la nómina antes de que lo pongan a uno a prueba.

Clark también había sido lo bastante joven, y lo bastante airado, para pensar en los mismos términos que el «ejecutor» cuyamuerte acababan de ver repetida. Pero con la edad se había hecho más circunspecto. Ahora, según tenía entendido, Mary Pat quería que volviese a intentar comparecer en la Casa Blanca. Releía unos documentos, o por lo menos, lo intentaba.

—¿Ha leído Asesinos, John? —preguntó Chávez tras apagar el televisor con el mando a distancia.

—¿La novela de Robert Tine? No. Sólo he visto la película —contestó Clark sin alzar la vista.

—No, no me refiero a la novela de Tine, sino a la que trata de la secta que fundó Hasan ibn al-Sabbah a finales del siglo XI. Tuvo fuerte implantación en Persia y Siria, hasta que fue desarticulada en el siglo XIII. Eran tipos muy serios. Tenían que serlo. Sólo con espadas y cuchillos, hay que acercarse mucho al objetivo. Hay que estar comprometido hasta las cejas, como decíamos en mi regimiento.

A Chávez aún le faltaba bastante para licenciarse en relaciones internacionales, pero no dejaba de leer uno solo de los libros que el profesor Alpher le asignaba como lecturas obligatorias.

—Ese tipo —prosiguió Chávez— era como ellos: una inteligente bomba bípeda. Pierde uno la vida, pero se lleva por delante al objetivo. Los Asesinos fueron los primeros terroristas de Estado. Me temo que en aquellos tiempos el mundo no estaba preparado para entender este concepto, pero sí para entender que una pequeña ciudad-Estado podía manipular toda una región, debido a su capacidad para infiltrar a alguien tan cerca del objetivo como para eliminarlo.

—Gracias por la lección de historia, Domingo, pero…

—Piénselo, John. Si han podido eliminarlo a él, pueden eliminar a cualquiera. No existen planes de pensiones de jubilación para los dictadores, ¿sabe? Las medidas de seguridad de que se rodeaba eran más que estrictas: eran rigurosísimas. Sin embargo, un hombre ha conseguido acercársele lo bastante para hacerlo volar hacia la siguiente dimensión. Es para echarse a temblar, señor C.

John Clark tenía que recordar de continuo que Domingo Chávez no era imbécil. A pesar de su fuerte acento, que no se debía a su incapacidad para pronunciar correctamente, sino a su espontaneidad al hablar, Chávez era, al igual que Clark, una persona con mucha facilidad de palabra, aunque, al expresarse, intercalase jerga y giros propios de sus tiempos de sargento del Ejército. Clark no había conocido nunca a nadie que aprendiese con tanta rapidez. Y por si fuera poco, ahora aprendía a controlar su temperamento, a dominar su vehemencia (cuando le daba la gana, se corrigió John).

—¿Y qué? Diferente cultura, diferente motivación, diferente…

—Mire, John, hablo de viabilidad; de la voluntad política de hacer lo que es viable. Y hablo de paciencia. Ha debido de costarles años. No se ha tratado exactamente de un «topo», que actúa de continuo, sino de un «tapado», que aguarda una única y excepcional ocasión. Algo sé de «tapados» en política y en espionaje, pero no como asesinos.

—Podría ser un tipo que haya agarrado un cabreo importante…

—¿Dejarse matar por un cabreo? Lo dudo, John. ¿Por qué no intentar cargárselo cualquier noche, aprovechando que va al lavabo, y… tratar de poner tierra de por medio? Ni hablar, señor C. Ese memo ha querido hacer un acto testimonial, pero no sólo en nombre propio. También ha pretendido enviarle un mensaje a su jefe.

Clark alzó la vista de los documentos que repasaba y se detuvo a pensar lo que Chávez decía. Cualquier otro funcionario del Estado pudo haberse desentendido de la observación, por considerarla ajena a sus competencias, pero Clark se había visto prácticamente obligado a trabajar para el gobierno debido a su propensión a extralimitarse. Recordaba sus tiempos en Irán, mezclado entre la multitud que gritaba «¡Muerte a Estados Unidos!» a los rehenes capturados en la embajada de EE. UU. y a quienes exhibían con los ojos vendados ante la multitud. Sobre todo, recordaba lo que clamó el gentío tras el fracaso de la Operación Luz Azul y lo cerca que estuvieron —lo cerca que estuvo el gobierno de Jomeini— de desahogar su ira con los norteamericanos, de convertir un encrespado conflicto en una guerra abierta. Ya entonces, las huellas iraníes estaban en todas las formas del terrorismo internacional, y el fracaso de EE. UU. en remediar el entuerto no contribuyó a mejorar la situación.

—Bien, Domingo —dijo Clark—, ésa es la razón de que necesitemos más agentes sobre el terreno.

La DOCTORA tenía una razón adicional para que no le gustase que su esposo ocupara la presidencia. Por lo pronto, no había forma de verlo en cuanto salía por la puerta. Si, como en aquellos momentos, estaba reunido con alguien, pues bien… ya imaginaba que tenía relación con las noticias que había visto por la mañana. Era su trabajo. También ella había tenido que salir de casa de estampida, reclamada por alguna urgencia en el John Hopkins. Pero no le gustaba el precedente.

Miró a la motorizada caravana. No cabía llamar de otra manera a la media docena de blindados Chevrolet. Tres de estos vehículos tenían la misión de llevar al colegio a Sally y al pequeño Jack (SOMBRA y PARADA, respectivamente, según el código onomástico del Servicio Secreto)… Los otros tres coches acompañarían a Katie (ARENA para el Servicio Secreto) a la guardería.

Cathy Ryan reconocía que, en parte, esto era culpa suya. No quería que la vida de los niños se alterase. No quería que sus hijos cambiasen de colegio y de amistades. Los niños no tenían ninguna culpa de la desgracia que se había abatido sobre ellos. Era ella quien cometió la tontería de resignarse a que Jack aceptara un cargo que le duró cinco minutos. Y ahora tenía que pechar con las consecuencias. Uno de los inconvenientes era que empleaban mucho más tiempo en los desplazamientos (para asistir a clase y conservar a sus amigos, por ejemplo). Pero… no había solución.

—¡Buenos días, Katie! —saludó Don Russell, que se agachó para darle un abrazo y un beso a ARENA.

Cathy no pudo evitar sonreír al verlo. Aquel agente era una bendición. Tenía nietos y adoraba a los niños, sobre todo a los más pequeños. Se llevaban de maravilla.

Cathy le dio un beso a Katie y otro a su guardaespaldas. Era indignante que una criatura necesitara un guardaespaldas, pero Cathy recordaba sus propias experiencias con el terrorismo, y también a eso tenía que resignarse.

Russell sentó a ARENA en su sillita de la parte de atrás del vehículo y le puso el cinturón de seguridad.

—Adiós, mamá —se despidió Sally al arrancar el primer grupo de tres coches.

La hija mayor de los Ryan pasaba por una fase en la que ella y mamá eran amigas y no se besaban. Cathy lo aceptaba, aunque a regañadientes. Y lo mismo le ocurría con el pequeño Jack.

—Hasta luego, mamá.

Pero el pequeño John Patrick Ryan era lo bastante mayor para ir en el asiento delantero y consiguió que lo dejaran sentarse junto al chofer.

Habían aumentado la dotación de ambas subescoltas debido al modo en que la familia Ryan llegó a la Casa Blanca (sólo para la protección de los niños tenían asignados veinte agentes). A Cathy le comentaron que dentro de un mes podrían reducir un poco el número. Los niños irían en vehículos normales en lugar de en esos blindados Chevrolet. Pero la DOCTORA no se libraría del helicóptero.

Puñeta… Otra vez con lo mismo. Cuando se quedó encinta del pequeño Jack, se enteró de que los terroristas estaban… ¿Cómo demonios se le ocurriría a ella haber accedido? Lo más indignante era que, pese a estar casada con quien pasaba por ser el hombre más poderoso de la Tierra, ella y sus hijos tenían que aceptar órdenes de otras personas.

—Me hago cargo, doctora —le dijo Roy Altman, su principal guardaespaldas—. Esto no es vida, ¿verdad?

—¿Lee usted el pensamiento? —preguntó Cathy—. Es parte de mi trabajo, señora. Entiendo que… —Llámeme Cathy, por favor.

Altman casi se ruborizó. A más de una primera dama se le subían los humos nada más acceder su esposo al cargo, y no siempre resultaba agradable proteger a los hijos de los políticos. Pero los miembros de la escolta estaban de acuerdo en que los Ryan no se parecían en nada a otras personalidades que solían proteger. En cierto modo, esto era un inconveniente, pero era inevitable sentir simpatía hacia ellos.

—Tome —dijo él tendiéndole el sobre que contenía el programa de la jornada.

—Dos intervenciones y varios reconocimientos —dijo ella. Por lo menos, podría despachar el papeleo durante el vuelo. Alguna ventaja tenía que tener, ¿no?

—Lo sé. Convinimos con el profesor Katz que nos tendría al corriente, para coordinarnos de acuerdo a su programa —le explicó Altman.

—¿También investigan a mis pacientes? —bromeó Cathy, que en seguida se percató de que no era cosa de broma.

—Pues sí —repuso Altman—. La dirección del hospital nos proporciona las fichas con el nombre, fecha de nacimiento y número de la seguridad de cada uno de los pacientes. Transmitimos los datos al ordenador del Centro Nacional de Control de Identidad, para la comprobación correspondiente. Luego, los confrontamos con nuestros propios archivos de personas… a las que… en fin, vigilamos.

La mirada que provocó esta explicación no fue precisamente amistosa, pero Altman no lo interpretó como algo personal.

Ambos volvieron al edificio y salieron de nuevo al cabo de unos minutos hacia el helicóptero. Cathy reparó en que había cámaras de televisión para filmar el «acontecimiento», mientras el coronel Hank Goodman ponía en marcha los motores.

En el centro de control del Servicio Secreto, que estaba a pocas manzanas de allí, utilizaban nombres distintos para designar al presidente y a la primera dama. Un led rojo encendido debajo de POTUS (President of the United States) significaba que el presidente estaba en la Casa Blanca. Bajo el nombre de FLOTUS (First Lady of the United States) quería decir que la primera dama estaba en tránsito. SOMBRA, PARADA y ARENA aparecían en otro panel. Esta misma información era transmitida por una frecuencia de seguridad a Andrea Price, que en aquellos momentos leía el periódico sentada frente a la puerta del despacho Oval. Otros agentes se encontraban ya en el colegio católico St. Mary y en la guardería Giant Steps, ambos cerca de Annapolis; y también había ya agentes en el hospital John Hopkins.

La policía estatal de Maryland sabía que los hijos de los Ryan circulaban en aquellos momentos por la carretera nacional 50. Había situados otros vehículos a lo largo del recorrido, para la obligada presencia policial. Un helicóptero del cuerpo de marines seguía al de la DOCTORA, y otro, con un grupo de agentes fuertemente armados, sobrevolaba los coches en los que iban los niños. De acecharlos algún peligroso asesino, en seguida repararía en el disuasorio despliegue de fuerza. Los agentes que iban en los vehículos en movimiento estarían en su habitual estado de alerta, mirando escrutadoramente los coches y tomando nota de todos ellos (modelos y matrículas), por si «coincidían» en verlo demasiado a menudo. Varios coches camuflados del Servicio Secreto merodearían bajo la apariencia de corrientes automovilistas que iban o venían del trabajo.

Los Ryan nunca llegarían a saber con exactitud la envergadura del dispositivo de seguridad que los rodeaba, a menos que lo preguntasen de modo expreso. Pero pocos presidentes tenían interés en saberlo.

Empezaba una jornada… normal.

Era inútil negarse a la evidencia. No necesitaba que el doctor Moudi se lo confirmase. Las jaquecas y el cansancio se habían agravado. Al igual que ocurrió con el pequeño Benedict Mkusa, pensó la hermana, a pesar de que en los primeros momentos creyó que se trataba de una recidiva de su antigua malaria. Pero en seguida empezó a tener dolores, no en las articulaciones sino en el estómago. A partir de ahí, fue como detectar un frente en una mapa meteorológico: altas nubes blancas que desencadenaban una violenta tormenta, sin poder hacer más que aguardar aterrorizada a lo que se le venía encima. Por un lado, se negaba a aceptarlo, y por otro, se refugiaba en la oración y en la fe. Pero como la protagonista de una película de terror, que se niega a ver lo que ocurre llevándose las manos al rostro, miraba de reojo lo que se avecinaba, tanto más aterrada al saber que nada podía hacer para evitarlo.

Lo peor eran las náuseas que no tardaría en no poder dominar, pese a su mucha fuerza de voluntad.

Estaba en una de las pocas habitaciones individuales del hospital. Aún lucía el sol y el cielo estaba despejado. Era un hermoso día de ese perpetuo híbrido de primavera y verano que señoreaba en África. Junto al lecho había un gotero desde el que le inyectaban una solución salina en el brazo, junto a un suave analgésico y algunos nutrientes para fortalecer su organismo. Pero en realidad todo aquello no servía más que para… esperar. Lo único que podía hacer la hermana Jean Baptiste era aguardar. Su cuerpo estaba tan debilitado por la fatiga y tan dolorido que el solo hecho de ladear la cabeza para mirar por la ventana y verlas flores le costaba un enorme esfuerzo.

El primer fuerte acceso de náuseas se produjo casi por sorpresa. Pero la hermana llegó a tiempo de coger la bolsa para los vómitos. Como enfermera, conservaba la suficiente capacidad de distancia para darse cuenta de que el vómito iba mezclado con sangre, a pesar de que la hermana María Magdalena retiró la bolsa en seguida para depositarla en un cubo de tapa hermética. Compañera de profesión, en tanto que enfermera, y hermana de religión, llevaba el vestuario quirúrgico, con guantes y mascarilla. Sus ojos no podían ocultar su tristeza.

—Hola, hermana —dijo el doctor Moudi, cuyos oscuros ojos la miraban por encima de la verde mascarilla.

El médico examinó la ficha de las gráficas que colgaba de los pies de la cama. Hacía sólo diez minutos que le habían tomado la temperatura a la hermana Jean Baptiste. La fiebre aumentaba. El télex de Atlanta con el resultado del análisis de sangre había llegado hacía poco más de cinco minutos. De inmediato la trasladaron al pabellón de aislamiento. La hermana era muy blanca de piel, y hacía sólo unas horas estaba pálida. Ahora, en cambio, tenía la piel ligeramente enrojecida y reseca. Moudi pensó en enfriar el cuerpo de la paciente con friegas de alcohol y, acaso, luego con hielo, para combatir la fiebre. No obstante, eso sería muy duro para la dignidad de la hermana que, desde luego, no podía vestir más castamente —como debían hacerlo las mujeres—. El camisón de hospital que tenía que llevar era un atentado contra la virtud de la castidad. Sin embargo, lo peor era la mirada de sus ojos. Estaba seguro de que la hermana ya lo sabía. De todas maneras, tenía que decírselo.

—Hermana —empezó a decir el médico—, su análisis de sangre ha dado positivo. Se trata del Ébola.

—Ya lo sabía —repuso la hermana.

—Entonces sabrá también que el veinte por ciento de los pacientes que contraen esta enfermedad sobrevive —le dijo el doctor Moudi amablemente—. No debe desesperar. Soy un buen médico. La hermana Magdalena es una gran enfermera. Haremos por usted todo lo que podamos. También estoy en contacto con algunos de mis colegas. No nos rendiremos. Y necesito que usted tampoco se rinda. Récele a su dios, hermana. Seguro que él escuchará a una persona tan virtuosa como usted.

Fueron unas palabras espontáneas. Al fin y al cabo, Moudi era médico, y de los buenos. Le sorprendió casi desear que sobreviviese.

—Gracias, doctor —dijo la hermana Jean Baptiste.

—Téngame informado en todo momento —le pidió Moudi a la otra enfermera antes de salir.

—Por supuesto, doctor.

Moudi salió del pabellón, se quitó los guantes y la mascarilla y los dejó en el cubo hermético. Tendría que informar a la dirección del hospital para que se adoptasen las necesarias precauciones. Quería que aquella monja fuese el último caso de Ébola en aquel hospital.

Mientras lo pensaba, varios de los facultativos enviados por laOMS iban a entrevistar a la desolada familia Mkusa, a los vecinos y amigos, al objeto de averiguar dónde pudo contagiarse Benedict. Lo más inmediato era pensar en la mordedura de un mono.

Pero no era más que una posibilidad. Se sabía poco del Ébola Zaire, y casi todo lo que se ignoraba era de la máxima importancia. Sin duda, el virus debía de rondar por allí desde hacía siglos o pudiera ser que milenios. En definitiva, no era sino una de las muchas enfermedades mortales endémicas, en una zona en la que abundaban mucho, pese a que hasta no hacía más de treinta años los propios médicos las agrupaban bajo la misma etiqueta de «fiebres de la selva». El agente propagador del virus no estaba aún claro. Muchos lo atribuían a un mono, sin especificar de qué especie (habían capturado y matado a miles de ellos con la intención de averiguarlo, pero sin ningún resultado concluyente). Ni siquiera existía la certeza de que fuese una enfermedad tropical (el primer brote documentado de aquella clase de «fiebre» se produjo en Alemania). Y existía una enfermedad muy similar en Filipinas.

El Ébola aparecía y desaparecía, como una especie de espíritu maligno, con cierta periodicidad. Los brotes reconocidos se habían producido a intervalos de ocho a diez años (brotes inexplicados o que simplemente se sospechaba que lo eran).

África estaba aún muy atrasada. Había sólidas razones para pensar que las víctimas podían haber contraído la enfermedad, y muerto a los pocos días, sin tiempo para conseguir asistencia médica. La estructura del virus y los síntomas se conocían bastante bien, pero los mecanismos de transmisión y desarrollo se desconocían. Esto era muy preocupante para la comunidad médica, porque el Ébola Zaire tenía un nivel de mortalidad del ochenta por ciento. Sólo una de cada cinco víctimas lograba sobrevivir, algo que en sí mismo era también un misterio. Por todas estas razones, el Ébola era… perfecto.

Tan perfecto que cabía considerarlo uno de los microorganismos más temibles para el hombre. Minúsculas cantidades de virus se habían enviado a Atlanta, al Instituto Pasteur de París y a otras instituciones, donde se estudiaba en condiciones similares a los relatos de ciencia-ficción, en los que médicos y técnicos llevaban trajes que parecían espaciales. Pero no se sabía del Ébola lo bastante para trabajar en una vacuna. Las cuatro variedades conocidas (la cuarta se descubrió gracias a un estrambótico incidente en América; pero aquel patógeno, aunque mortal para los monos, no tenía, incomprensiblemente, el menor efecto grave en los seres humanos) eran demasiado distintas. En aquellos mismos momentos, los científicos de Atlanta, a algunos de los cuales conocía Moudi, lo observaban con sus microscopios electrónicos para cartografiar la estructura de aquella nueva variedad y compararla con la de otros patógenos conocidos. Este estudio podía tardar semanas y, como en ocasiones anteriores, lo más probable era que produjese equívocos resultados.

Hasta que descubrieran el verdadero foco de la enfermedad, el virus causante sería como un extraterrestre maligno y misterioso. Perfecto.

El «enfermo Cero», Benedict Mkusa, había muerto. Su cadáver fue incinerado con gasolina y el virus murió con él. Moudi tenía una pequeña muestra de sangre, pero no era suficiente. La hermana Jean Baptiste era otra cosa, sin embargo. Moudi reflexionó sobre ello unos momentos. Luego, cogió el teléfono y llamó a la embajada iraní en Kinshasa. Había trabajo que hacer, y más que preparar. Le tembló la mano al llevarse el auricular desde la mesa al oído. ¿Y si Dios escuchaba las oraciones de la hermana? Porque era posible que Dios la escuchase. ¡Ya lo creo que sí! Era una mujer muy virtuosa, que dedicaba al rezo tantas horas diarias como pudiera dedicarle cualquier creyente en su ciudad santa de Qom; una mujer cuya fe en Dios era muy firme. Había consagrado su vida al servicio de los necesitados. Cumplía así con tres de los Cinco Pilares del Islam, al que él podía añadir el cuarto (la Cuaresma no era tan distinta del Ramadán).

Moudi era consciente del peligro que entrañaba pensar así. Pero si Alá escuchaba las plegarias de la hermana, quería decir que lo que él se proponía conseguir no estaba escrito y, que, por lo tanto, no sucedería; en caso contrario… ¿y si Alá no escuchaba las plegarias de la hermana?

Moudi sujetó el auricular entre el mentón y el hombro y marcó el número de la embajada iraní.

—No podemos ignorarlo más, señor presidente.

—Ya lo sé, Arnie.

Curiosamente, la cuestión se redujo a un problema técnico. Los cuerpos tenían que ser identificados sin equívocos. Porque una persona no estaba muerta hasta que su muerte se certificaba por escrito; y hasta que esa persona no era declarada muerta, caso de ser diputado o senador, su escaño no estaba vacante y no podían elegir a nadie para cubrirlo, con lo que el Congreso era, en aquellos momentos, una estructura vacía.

Los certificados de defunción empezarían a expedirse aquel día, dentro de una hora, y los gobernadores de «varios estados» llamarían a Ryan para pedirle consejo, o para dárselo aunque él no se lo hubiese pedido. Por lo menos un gobernador iba a dimitir para aceptar un escaño en el Senado, propuesto por el subgobernador que lo sucedería, a modo de elegante aunque obvia recompensa política, o por lo menos eso se rumoreaba. El volumen de información era asombroso, incluso para los más familiarizados con las fuentes. Se remontaba a catorce años. Sin embargo, el período de tiempo elegido no podía ser más oportuno ya que fue aproximadamente catorce años antes cuando los principales periódicos y revistas se suscribieron a la World Wide Web, lo que permitió a los gigantes de los medios de comunicación cobrar modestas tasas por unos materiales que de otro modo se habrían enmohecido en sus sótanos o que, en el mejor de los casos, habrían vendido a las bibliotecas universitarias a un precio casi regalado.

La WWW era todavía una fuente de ingresos relativamente nueva y poco explotada, pero los medios de comunicación le sacaban mucho partido debido a que las noticias eran menos volátiles que en el pasado. En la actualidad, los bancos de noticias eran una fuente para los propios periodistas que las daban y redactaban; para los estudiantes; para quienes sentían curiosidad por cualquier hecho a título individual, y para aquellos cuya curiosidad era más estrictamente profesional. La mayor ventaja era que el enorme número de personas que investigaba a través del servicio codificado hacía casi imposible el control de todas las peticiones de información.

Además, él era muy cauto (o, para ser más exactos, lo era el personal que trabajaba para él). Las preguntas que se hacían a la Web procedían de Europa, sobre todo de Londres, a través de un novísimo servicio de conexión con Internet, que no duraba más que el tiempo requerido para transmitir los datos; las hacían profesores y estudiantes universitarios desde sus facultades, lo que equivalía a un número ingente de personas.

Las keywords RYAN JOHN PATRICK, RYAN JACK, RYAN CAROLINE, RYAN CATHY, Hijos DE RYAN y FAMILIA RYAN y muchísimas otras habían sido transmitidas con el resultado de miles de respuestas. Muchas de ellas eran irrelevantes, porque Ryan no era un apellido infrecuente, pero no era difícil filtrar la información para ceñirse a lo que interesaba.

Los primeros informes enjundiosos se referían a la primera aparición de Ryan en público, en Londres, cuando tenía 31 años. Incluso se recibieron fotos, y aunque tardaron bastante en transmitirlas, la espera mereció la pena. Sobre todo por lo que a la primera se refería. Se veía a un joven sentado en la calle cubierto de sangre (¿a que era una imagen que alimentaba la inspiración?). El joven de la fotografía parecía estar muerto, pero sabía por experiencia que a menudo los heridos daban la impresión de estar muertos. Luego, llegó otra serie de fotos de un automóvil siniestrado y de un pequeño helicóptero.

Los datos sobre Ryan relativos a aquel período eran sorprendentemente escasos, y casi todos se referían a sus declaraciones a puerta cerrada ante comisiones del Congreso de EE. UU. A través del servicio de Internet, llegaron otras respuestas relativas al final de la presidencia de Fowler (tras los iniciales momentos de confusión, se informó de que el propio Ryan evitó el lanzamiento de misiles nucleares… algo que Jack llegó a insinuarle a Daryaei… Pero la historia no fue nunca oficialmente confirmada, y Ryan no la había comentado con nadie. Esto reflejaba un rasgo de su carácter, que podía ser orientativo o… todo lo contrario).

Su esposa: había abundante información en la prensa acerca de su esposa. En un artículo incluían el número de teléfono de su despacho del hospital. Era una experta cirujana. Esto era interesante… (en un reciente artículo decía que iba a continuar ejerciendo). Excelente. Ya sabían dónde encontrarla.

Los hijos: la menor iba a la misma guardería a la que asistió la mayor. Con la información llegó también una foto. En un artículo de fondo, acerca del primer empleo que Ryan tuvo en la Casa Blanca, se citaba incluso el colegio al que asistían los dos mayores.

Era asombroso. Inició la indagación convencido de que conseguiría casi toda la información que se proponía obtener. Pero aun y así, había recibido en un solo día más datos que los que hubiesen podido obtener sobre el terreno diez agentes de los servicios de inteligencia en una semana (corriendo, además, un riesgo considerable). No cabía duda de que los norteamericanos eran imbéciles. Era como invitar a que los atacasen. No tenían ni idea de lo que era el secreto ni la seguridad. Una cosa era que un líder apareciese en público con su familia de vez en cuando (todos lo hacían), y otra, permitir que cualquiera tuviese acceso a datos que no tenían por qué conocer.

El dossier con toda la información, que ocupaba más de 2 500 páginas, sería ordenado y anotado por su personal. No iban destinados a ningún proyecto concreto. Eran sólo datos. De momento…

—¿Sabe que eso de ir al trabajo en helicóptero me gusta? —le comentó Cathy Ryan a Roy Altman.

—¿Ah, sí?

—Me ahorra los nervios de tener que conducir. Aunque quizá sólo sea una impresión pasajera —añadió Cathy mientras avanzaba en la cola del autoservicio del restaurante.

—Probablemente.

Altman miraba de continuo en derredor, aunque había por allí otros dos agentes que trataban, en vano, de pasar desapercibidos. En el John Hopkins trabajaban más de 2 400 médicos. Era como un pueblo en el que todos se conocían, y… los médicos no llevabanpistola. Altman no se despegaba de Cathy, para identificarse al máximo con todas sus costumbres, y a ella no parecía molestarla. Había estado junto a la primera dama durante las dos intervenciones de la mañana, que Cathy explicó con el mayor detalle a la media docena de estudiantes que la acompañaron. Por la tarde, visitaron a varios pacientes, también a modo de clase práctica. Era la primera experiencia educacional de Altman en el desempeño de su misión (por lo menos, así aprendía algo que no tenía que ver con la política, que había terminado por detestar). Reparó también en que la DOCTORA comía como un pajarito. Cuando llegó a la caja, Cathy pagó su almuerzo y el de Altman, pese a las protestas de éste.

—Estoy en mi territorio, Roy —dijo ella, que buscó con la mirada a la persona con quien quería almorzar—. Hola, Dave…

El decano James y su invitado se levantaron.

—¡Hola, Cathy! Permítame que le presente a un nuevo miembro de la facultad, Pierre Alexandre. Alex, le presento a Cathy Ryan…

—La misma que…

—Por favor, sigo siendo doctora, y…

—¿Es usted la que figura como candidata al premio Lasker, verdad? —la atajó Alexandre, con lo que consiguió que a Cathy se le iluminase la cara.

—Sí —contestó ella.

—Felicidades, doctora —dijo Alexandre tendiéndole la mano. Cathy tuvo que dejar la bandeja en la mesa para estrechársela. Altman observaba con una mirada que procuró que fuese inexpresiva, aunque sin acabar de conseguirlo—. Usted debe de ser miembro del Servicio…

—En efecto, señor. Soy Roy Altman.

—Excelente. Una dama tan encantadora e inteligente merece la adecuada protección —comentó Alexandre—. Acabo de dejar el Ejército, señor Altman. Los he visto a ustedes en el Walter Reed, cuando la hija del presidente Fowler ingresó con una infección contraída en una viaje a Brasil. La atendí yo.

—Alex trabaja con Ralph Forster —explicó el decano cuando los cuatro se hubieron sentado.

—Enfermedades infecciosas —le aclaró Cathy a su guardaespaldas.

—De momento, no soy más que un grumete —dijo Alexandre—. Pero como me han concedido plaza de parking, supongo que deben de confiar en que les sirva para algo.

—Espero que sea usted tan buen profesor como Ralph. —Ralph es un médico extraordinario— convino Alexandre.

A Cathy le cayó bien el recién incorporado. Luego, reparó en su acento y en su talante sureño.

—Ralph ha tenido que coger un vuelo para Atlanta esta mañana —añadió Alexandre.

—¿Por alguna razón importante?

—Un posible caso de Ébola en Zaire. Un niño africano de ocho años. La comunicación nos ha llegado esta mañana por correo electrónico.

Cathy frunció el entrecejo al oírlo. Aunque su especialidad fuese muy distinta, como es natural, recibía la revista Morbidity and Mortality Report y estaba tan al corriente como podía acerca de todo tipo de enfermedades. La medicina era un campo en el que nunca se terminaba de aprender.

—¿Sólo un caso? —preguntó Cathy.

—Sí —contestó Alexandre—. Parece ser que el niño tenía una mordedura de mono en un brazo. He estado en la región. Me enviaron allí desde Fort Detrick cuando se produjo el pequeño brote en 1990.

—¿Con Gus Lorenz? —preguntó el decano James.

—No —contestó Alexandre—. Por entonces, Gus trabajaba en otra cosa. El jefe del equipo era George Westphal.

—Ah, sí, él…

—Murió —confirmó Alexandre—. Procuramos que no… trascendiese… pero contrajo la enfermedad. Yo lo atendí. Y les aseguro que no fue nada agradable.

—¿Qué error cometió? Yo no lo conocía a fondo —dijo el decano—. Gus me comentó que era una figura con un gran futuro. Si no recuerdo mal pertenecía a la Universidad de Los Ángeles.

—George era inteligente, y el mejor experto en estructuras víricas que nunca he conocido. Era tan cuidadoso como cualquiera de nosotros, pero se contagió. Nunca llegamos a comprender cómo pudo haber sucedido. Sea como fuere, el caso es que murieron dieciséis personas a causa de aquel brote. Sobrevivieron dos chicas jóvenes, de poco más de veinte años, sin que detectásemos en ellas nada especial. Quizá simplemente tuvieron suerte.

Alexandre lo dijo como si no estuviese nada convencido. Porque cosas así siempre sucedían por alguna razón. Simplemente, no había logrado detectar la causa, aunque ése era su trabajo.

—En cualquier caso —prosiguió Alexandre—, el número total de personas que lo contrajo fue sólo de dieciocho, lo que, de por sí, ya fue una suerte. Estuvimos allí seis o siete semanas. Salí con un rifle a la selva y me cargué un centenar de monos, tratando de dar con un portador, pero fue en vano. A ese virus lo llamaban Ébola Zaire Mayinga. Supongo que ahora lo compararán con el que ha contraído el niño que ha muerto. El Ébola es muy escurridizo.

—¿Sólo ha habido un muerto, me dice? —insistió Cathy.

—Ésa es la información que tenemos. Vía de contagio desconocida, como de costumbre.

—¿Y la mordedura del mono?

—Sí, pero… ¡cualquiera encuentra al mono!… —¿Tan mortal es esa enfermedad?— preguntó Altman, ansioso por intervenir en la conversación.

—Según estimaciones oficiales, el porcentaje de mortalidad es del ochenta por ciento, señor. Le pondré un sencillo ejemplo: si desenfunda usted y me pega un tiro en el pecho aquí mismo, tengo más posibilidades de sobrevivir que si contraigo esa enfermedad —le explicó Alexandre, que untó su panecillo con mantequilla mientras recordaba su visita a la viuda de Westphal. Se le quitaba a uno el apetito—. Muchísimas más, teniendo en cuenta el extraordinario equipo de cirujanos con el que trabajamos en Halstead. El Ébola es más mortal que la leucemia, más que el linfoma. Sólo el sida tiene un porcentaje de mortalidad algo superior, pero, por lo menos, las expectativas de vida para quien contrae el sida son de diez años. Con el Ébola, en cambio, no pasan de… diez días.