CAPÍTULO II

La revelación

El primer aliento fresco de la paciente aurora penetró por la ventana abierta cuando Mr. Brock leía las últimas líneas de la confesión. Dejó la carta en silencio, sin levantar la mirada. La primera impresión que le causó el descubrimiento había sacudido su mente y se había extinguido después.

A su edad y con sus hábitos de pensamiento, la capacidad de comprensión no bastaba para captar de golpe todo lo que le había sido revelado. Cuando cerró el manuscrito, su corazón estaba invadido por el recuerdo de la mujer que había sido la amada amiga de sus años más felices, todos sus pensamientos giraban alrededor del ruin secreto de la traición de aquella mujer a su propio padre que la carta acababa de revelarle.

La vibración de la mesa a la que estaba sentado, bajo la presión de una mano que se apoyó pesadamente en ella, lo sacó del ensimismamiento de su propia y pequeña aflicción. Su instinto de reticencia estaba muy arraigado, pero se dominó y levantó la mirada. Allí, silenciosamente plantado ante él, bajo la confusa luz de la llama amarilla de la vela y del débil y gris resplandor del amanecer, se hallaba el vagabundo de la posada del pueblo, el heredero del fatídico apellido Armadale.

Mr. Brock se estremeció al ver la cara de aquel hombre, ya que percibió el terror de la presente situación y tal vez algo peor para el futuro. El hombre lo advirtió y rompió el silencio.

—¿Ve en mis ojos el crimen de mi padre? —preguntó—. ¿Me ha seguido hasta aquí el fantasma del ahogado?

El sufrimiento y la pasión que pretendía contener sacudieron la mano que seguía apoyada en la mesa y ahogaron su voz hasta convertirla en un susurro.

—Sólo deseo tratarlo con amabilidad y justicia —respondió Mr. Brock—. Devuélvame la gracia y créame si le digo que soy incapaz de considerarlo responsable del delito de su padre.

Ésta respuesta pareció tranquilizarlo. Inclinó en silencio la cabeza y tomó la confesión de encima de la mesa.

—¿Lo ha leído todo? —preguntó, en voz baja.

—Todo, desde el principio hasta el fin.

—¿He sido sincero con usted? ¿Ha hecho Ozias Midwinter…?

—¿Por qué sigue empleando ese nombre —le interrumpió Mr. Brock—, ahora que conozco el verdadero?

—Desde que he leído la confesión de mi padre —respondió el otro—, mi feo apodo me gusta más que nunca. Permita que repita la pregunta que iba a formularle hace un momento. ¿Ha hecho Ozias Midwinter lo que debía para darse a conocer a Mr. Brock?

El párroco eludió una respuesta directa.

—Pocos hombres en su situación habrían tenido valor suficiente para mostrarme esa carta.

—No esté tan seguro, señor, del vagabundo que conoció en la posada, hasta que sepa algo más de él. Hasta ahora ha descubierto el secreto de mi nacimiento, pero todavía ignora la historia de mi vida. Debería saberla y la sabrá antes de que me deje solo con Mr. Armadale. ¿Quiere esperar y descansar un poco, o prefiere que se la cuente ahora?

—Ahora —pidió Mr. Brock, todavía muy lejos de conocer el carácter del hombre que tenía delante.

Todo lo que decía Ozias Midwinter, todo lo que hacía Ozias Midwinter, estaba contra él. Había hablado con una indiferencia sarcástica, en un tono casi insolente, capaces de predisponer a cualquiera que le hubiese escuchado contra él. Y ahora, en vez de acercarse a la mesa y dirigir directamente su relato al párroco, se retiró, callada y bruscamente, hacia la ventana para sentarse en el antepecho, volviendo la cara y hojeando mecánicamente la carta de su padre hasta llegar a la última hoja. Fijos los ojos en el párrafo final del manuscrito y con una extraña mezcla de desfachatez y de tristeza en la voz, empezó con estas palabras la prometida narración:

—Lo primero que sabe usted de mí es lo que acaba de informarle la confesión de mi padre. Aquí dice que yo era muy pequeño y estaba durmiendo sobre su pecho cuando pronunció sus últimas palabras, que un desconocido escribía junto a su lecho de muerte. El nombre del extranjero, como habrá advertido usted, es el de la firma que aparece en el sobre: «Alexander Neal, escribano, Edimburgo». Lo primero que recuerdo de Alexander son unos azotes (supongo que merecidos) que me propinó con un látigo, en su calidad de padrastro.

—¿Conserva algún recuerdo de su madre en aquella época? —preguntó Mr. Brock.

—Sí, recuerdo que hacía que remendasen ropa vieja para adaptarla a mi medida y que compraba vestidos nuevos para los dos hijos que tuvo de su segundo marido. Recuerdo que los criados se burlaban de mí y de mi ropa vieja, y que el látigo volvió a caer sobre mi espalda porque me enfadé y rasgué mi harapiento vestido. Mi siguiente recuerdo corresponde a un par de años más tarde. Estaba encerrado en la leñera, con un trozo de pan y un vaso de agua, preguntándome por qué mi madre y mi padrastro me odiaban de tal modo. Fue una pregunta que hasta ayer no logré contestar, cuando tuve entre mis manos la carta de mi padre. Mi madre y mi padrastro sabían lo que había ocurrido realmente a bordo del barco maderero francés y ambos eran conscientes de que el vergonzoso secreto que de buen grado habrían ocultado a todo el mundo me sería revelado un día.

»No había manera de evitarlo: la confesión estaba en manos del albacea y allí estaba yo, un mocoso arisco con la sangre negra de mi madre en el semblante y las pasiones asesinas de mi padre en el corazón, ¡y heredero, a su pesar del secreto! Ahora ya me explico lo del látigo, los vestidos harapientos y el régimen de pan y agua en la leñera. Todas eran penas naturales, señor, que el hijo empezaba a pagar por el pecado del padre.

Mr. Brock observó aquel rostro moreno y reservado, todavía vuelto obstinadamente en otra dirección. «¿Es esto la simple insensibilidad del vagabundo —se preguntó— o la desesperación disfrazada de un hombre desgraciado?».

—Mi siguiente recuerdo me lleva al colegio —siguió diciendo el otro—, una institución barata en un rincón perdido de Escocia. Me dejaron allí, sin más ayuda que la de mi mal carácter. Le ahorraré la historia de la palmeta del maestro en clase y de las patadas de los chicos en el patio de recreo. Quizá la ingratitud estaba fuertemente arraigada en mi naturaleza; en cualquier caso, me escapé de allí. La primera persona con quien me encontré me pregunto cómo me llamaba. Yo era demasiado joven y demasiado tonto para saber la importancia de ocultar mi nombre y, naturalmente, me devolvieron al colegio aquella misma tarde. Éste resultado me dio una lección que no he olvidado jamás. Un par de días después, como vagabundo que era, me escapé por segunda vez. Supongo que el perro guardián del colegio habría recibido instrucciones, pues me salió al paso antes de que pudiera cruzar la verja. Aquí, en el dorso de la mano, conservo la señal. No puedo mostrarle las que me dejó su amo, pues éstas las llevo en la espalda. ¿Se imagina mi perversidad? Llevaba un diablo en mi interior que ningún perro podía dominar, me escapé de nuevo en cuanto me levanté de la cama y esta vez lo conseguí. Al anochecer, me encontré con el bolsillo lleno de harina de avena del colegio y perdido en un páramo. Me tumbé sobre los finos y blandos brezos, al socaire de una enorme peña gris. ¿Piensa que me sentí solo? ¡En absoluto! Me había librado de la palmeta del maestro, de las patadas de mis condiscípulos, de mi madre, de mi padrastro y, tumbado aquella noche al amparo de mi amiga la roca, ¡fui el chico más feliz de toda Escocia!

A través de la infeliz infancia que revelaba aquella significativa circunstancia, Mr. Brock empezó a ver vagamente que en realidad había muy poco de extraño, muy poco de realmente inexplicable en el carácter del hombre que le estaba hablando.

—Dormí profundamente —prosiguió Midwinter— al pie de la roca amiga. Cuando me desperté por la mañana, vi a un viejo robusto con un violín sentado a mi lado y dos perros bailarines, con chaquetas coloradas, a mi otro costado. Cuando me dirigió las primeras preguntas, ya sabía por experiencia que debía guardarme la verdad. Él no insistió, me invitó a compartir el sabroso desayuno que llevaba en la mochila y dejó que jugase con sus perros. «Voy a decirte una cosa —anunció cuando se hubo ganado mi confianza de aquella suerte—. Tú tienes tres deseos, hombrecito: quieres un nuevo padre, una nueva familia y otro nombre. Yo seré tu padre, dejaré que tengas a los perros como hermanos y, si prometes que lo respetarás, te daré además mi propio nombre. Has tenido un buen desayuno, joven Ozias Midwinter; si quieres una buena comida, ¡vente conmigo!». Se levantó, los perros trotaron detrás de él y yo caminé detrás de los perros. ¿Quién era mi nuevo padre?, se preguntará usted. Un gitano mestizo, señor; un borrachín, un rufián, un ladrón… ¡y el mejor amigo que he tenido en toda mi vida! ¿No es un amigo el hombre que te alimenta, que te da cobijo y que te instruye? Ozias Midwinter me enseñó a bailar el fling de las tierras altas de Escocia, a dar saltos mortales, a caminar con zancos y a cantar canciones al son de su violín. A veces recorríamos el país y actuábamos en las ferias. Otras, íbamos a las grandes ciudades y divertíamos a los bebedores. Yo era un niño vivaracho de once años y la gente de mal vivir, en particular las mujeres, se encaprichaban de mí y de mis ágiles pies. Era lo bastante vagabundo para que me gustase aquella vida. Los perros y yo vivíamos juntos; comíamos, bebíamos y dormíamos juntos. Incluso ahora se me hace un nudo en la garganta cuando pienso en aquellos hermanitos de cuatro patas. Muchos palos recibimos los tres y muchas noches dormimos y temblamos juntos, en la fría ladera de un monte. No pretendo afligirle, señor; sólo le estoy contando la verdad. Aquella vida, con todas sus penalidades, se me daba bien, y el gitano mestizo que me había dado su nombre, aunque era un rufián, era un malandrín a quien apreciaba.

—¿Un hombre que le pegaba? —exclamó, asombrado, Mr. Brock.

—¿No acabo de decirle, señor, que yo vivía con los perros? ¿Acaso ha oído decir alguna vez que un perro quiera menos a su amo si éste le pega? Cientos de miles de hombres, mujeres y niños indigentes habrían querido a aquel hombre (como yo lo amaba) si les hubiese dado lo que siempre me daba a mí: mucha comida. En su mayor parte era comida hurtada y mi nuevo padre gitano se mostraba generoso con ella. Raras veces nos pegaba cuando estaba sereno, pero le divertía oírnos gemir cuando estaba borracho. Murió borracho y entregado a su diversión predilecta hasta lanzar su último aliento. Un día, cuando llevaba yo dos años a su servicio, después de ofrecernos una buena comida en el páramo, se sentó con la espalda apoyada en una roca y nos llamó para divertirse con el palo. Primero hizo aullar a los perros y después me llamó a mí. Yo me acerqué de mala gana, pues él había bebido más que de costumbre y, cuanto más bebía, más disfrutaba con su diversión después de la comida. Aquel día estaba de excelente humor y me pegó tan fuerte que, borracho como estaba, el impulso del golpe lo hizo caer. Se derrumbó de bruces en un charco y permaneció allí inmóvil. Yo y los perros nos quedamos mirando desde lejos: pensábamos que estaba fingiendo para que nos acercásemos y darnos otro palo. Pero aquello duró tanto que al fin me atreví a acercarme a él. Tardé algún tiempo en sacarlo de allí, pues pesaba mucho. Cuando al fin logré tenderlo sobre la espalda, estaba muerto. Gritamos con todas nuestras fuerzas, pero los perros eran tan pequeños como yo y el lugar solitario; nadie acudió en nuestra ayuda. Tomé pues el violín y el bastón y dije a mis dos hermanos: «Vamos, ahora tenemos que ganarnos nosotros la vida». Nos alejamos de allí con el corazón en un puño y dejamos al muerto en el páramo. Aunque le parezca extraño, sentí mucho su muerte. Conservé su feo nombre a lo largo de todas mis andanzas y los viejos recuerdos hacen que todavía hoy me guste su sonido. Midwinter o Armadale, ¿qué más da? Después hablaremos de ello, pero primero tiene que saber lo peor de mí.

—¿Por qué no lo mejor? —preguntó amablemente Mr. Brock.

—Gracias, señor; pero he venido aquí para contarle la verdad. Si no le importa, pasaremos al siguiente capítulo de mi historia. Después de la muerte de nuestro dueño, los perros y yo lo pasamos mal, la suerte nos daba la espalda. Perdí a uno de mis hermanitos, el mejor de los dos; alguien me lo robó y nunca logré recuperarlo. Después, un vagabundo más corpulento que yo me quitó el violín y los zancos a viva fuerza. Estas desgracias hicieron que Tommy y yo (discúlpeme señor, pero me refiero al perro) estuviésemos más unidos que nunca. Ni él ni yo éramos ladrones (nuestro amo se había contentado con enseñarnos a bailar), pero, a pesar de ello, ambos allanamos una propiedad ajena. Jóvenes como éramos, aunque medio muertos de hambre, no podíamos resistir la tentación de echar una carrera por el campo cuando el tiempo era bueno. Así fue como Tommy y yo irrumpimos en la plantación de un caballero. Éste preservaba su coto de caza y el guarda conocía bien su oficio. Oí un disparo… y ya puede usted imaginarse lo siguiente. Quiera Dios que nunca vuelva a sentir un dolor tan grande como el que sentí cuando me incliné sobre Tommy y lo cogí, muerto y ensangrentado, en mis brazos. El guarda trató de separarnos, pero yo lo mordí, como el animal salvaje que era. Entonces me atizó con el bastón, pero con tan poco resultado como si hubiese golpeado un árbol. El ruido llegó a oídos de dos jóvenes damas que cabalgaban cerca de allí, hijas del caballero en cuya finca había entrado ilegalmente yo. Eran demasiado educadas para levantar la voz contra el sagrado derecho de preservar la caza, pero eran tiernas de corazón y se apiadaron de mí y me llevaron con ellas a su casa. Recuerdo que los hombres que allí se encontraban (caballeros todos ellos) se mondaron de risa cuando pasé por delante de las ventanas, llorando y con mi perrito muerto en brazos. No crea usted que lamento aquella risa, pues redundó en mi beneficio: despertó la indignación de las dos damas. Una de ellas me llevó a su jardín y me mostró un lugar donde podría enterrar al perro entre las flores con la seguridad de que ninguna mano iría a turbar su sueño. La otra fue a hablar con su padre y le convenció de que diese una oportunidad en la casa al pequeño y solitario vagabundo, a las órdenes de uno de sus criados de confianza. ¡Sí!, ha viajado usted en compañía de un hombre que en el pasado fue criado. Vi cómo me observaba usted cuando, para diversión de Mr. Armadale, preparaba la mesa a bordo del yate. Ahora ya sabe por qué lo hacía tan bien, sin olvidarme de nada. Tuve la suerte de ver algo de la sociedad, contribuí a llenar su estómago y a lustrar sus botas. Pero mi experiencia en las dependencias de los criados no fue larga. Antes de que gastase mi primera librea, hubo un escándalo en la casa. Fue la historia de siempre, inútil referirla por milésima vez. Habían dejado unas monedas sobre una mesa y desaparecieron de allí; todos los criados estaban amparados por su buena reputación salvo el más joven, que fue juzgado sin contemplaciones. Bueno, afín de cuentas tuve suerte en aquella casa; no me llevaron ante los tribunales por apoderarme de lo que no sólo no había tocado sino que no había visto nunca, sólo me despidieron. Una mañana, envuelto en mi vieja ropa, me dirigí al lugar donde había enterrado a Tommy. Besé la tierra, me despedí de mi perrito muerto y me lancé de nuevo al mundo, ¡a la madura edad de trece años!

—En una situación tan desgraciada y en una edad tan tierna —dijo Mr. Brock—, ¿no se le ocurrió volver a casa?

—Volví a casa, señor, aquella misma noche; dormí en la ladera del monte. ¿Acaso tenía otro hogar? Al cabo de un par de días, volví a las grandes poblaciones y a las malas compañías; ahora que había perdido a mis perros, el campo abierto resultaba demasiado solitario para mí. Entonces me recogieron dos marineros, yo era un chico mañoso y me emplearon como grumete a bordo de un barco costero. Ser grumete significa suciedad, comer despojos, llevar la carga de un hombre sobre la espalda de un adolescente y recibir azotes a intervalos regulares. El barco hizo escala en un puerto de las Hébridas. Como de costumbre, me mostré ingrato con mis bienhechores: me escapé de nuevo. Unas mujeres me encontraron, medio muerto de hambre, en las regiones salvajes del norte de la isla de Skye. Estaba cerca de la costa y en esta ocasión probé fortuna con los pescadores. Mis nuevos amos eran menos crueles, pero me hallaba expuesto al viento y al mal tiempo y a un trabajo duro que habría matado a cualquier muchacho que no hubiese sido un curtido vagabundo como yo. Peché con todo hasta que llegó el invierno y entonces los pescadores me dejaron abandonado una vez más. No los censuro por ello: la comida escaseaba y los meses eran largos. Cuando el hambre amenazaba a toda la comunidad, ¿cómo podían alimentar a un muchacho forastero? Una gran ciudad era mi único recurso para el invierno, de manera que me dirigí a Glasgow. En cuanto llegué, estuve a punto de caer en las fauces del león. Estaba vigilando un carro vacío en Broomielaw cuando oí la voz de mi padrastro en la calzada, al otro lado del caballo junto al que me encontraba. Se había tropezado con un conocido y, para mi espanto y sorpresa, estaban hablando de mí. Oculto detrás del caballo, oí lo suficiente para enterarme de que me había librado por los pelos de que me descubriesen antes de subir a bordo del barco costero. Yo había conocido en aquella época a otro vagabundo de mi misma edad, habíamos discutido y nos habíamos separado. El día siguiente, mi padrastro investigó en aquel distrito y, como nadie pudo darle una buena descripción de nuestras personas, se enfrentó con el problema de a cuál de los dos chicos debía seguir. Le informaron de que uno de ellos se hacía llamar Brown y el otro Midwinter. Brown parecía un apellido muy corriente y adecuado para que lo adoptase un muchacho fugitivo, mientras Midwinter era un nombre raro que a nadie se le habría ocurrido adoptar. Por consiguiente, habían perseguido a Brown y esto me había permitido escapar. Ahora comprenderá usted mi firme decisión de conservar el nombre de mi amo gitano. Pero mi resolución fue aún más lejos. Decidí abandonar para siempre aquellos lugares. Después de un par de días de observar los barcos que se preparaban para salir del puerto, averigüé cuál zarparía primero y me escondí a bordo. El hambre trató de hacerme salir de mi escondite antes de que el práctico abandonase el barco, pero el hambre no era nueva para mí y me mantuve firme. El práctico se había alejado ya del buque cuando hice mi aparición sobre cubierta y nada podían hacer ya, salvo quedarse conmigo o echarme por la borda. El capitán dijo (creo que sinceramente) que habría preferido echarme por la borda, pero la ley se muestra a veces complaciente incluso con los vagabundos como yo. De esta manera volví a la vida marinera y aprendí lo suficiente para ser útil (como usted puede advertir) a bordo del yate de Mr. Armadale. Hice más de un viaje, en más de un barco, a más de un país del mundo y quizás habría seguido en el mar toda mi vida si hubiese podido dominar mi genio ante las provocaciones de que era objeto. Había aprendido muchas cosas, salvo esta y por ello hice encadenado el final de mi último viaje con rumbo al puerto de Bristol. Por primera vez en mi vida, conocí una cárcel por dentro, acusado de motín por uno de mis superiores. Me ha escuchado con extraordinaria paciencia, señor, y por esto me alegra decirle que ya no estamos lejos del final de mi relato. Si no recuerdo mal, encontraron ustedes unos libros cuando registraron mi equipaje en la posada de Somersetshire.

Mr. Brock asintió con la cabeza.

—Aquellos libros marcan el siguiente y último cambio en mi vida, antes de ocupar aquel puesto de portero en el colegio. Mi condena de prisión no fue muy larga. Quizá mi juventud me favoreció, tal vez los magistrados de Bristol tomaron en consideración el tiempo que había permanecido con grilletes a bordo del barco. En cualquier caso, acababa de cumplir diecisiete años cuando me encontré de nuevo en libertad. No tenía amigos a quienes dirigirme, ni un sitio a donde ir. Además, después de lo ocurrido, no me atraía reanudar mi vida de marinero. Permanecí plantado entre la multitud, en el puente de Bristol, preguntándome cómo usaría de mi libertad ahora que la había recobrado. No sé si fue porque había madurado en la cárcel o porque experimentaba el cambio de carácter que se produce al terminar la adolescencia, pero lo cierto es que en mí se había extinguido por completo la antigua y desaforada afición a la vida errante. Una terrible impresión de soledad me impulsó a rondar por Bristol hasta después del anochecer, porque me daba miedo el silencio del campo. Contemplaba las luces que brillaban en las ventanas de los salones con pesarosa envidia de la gente feliz que vivía tras ellas. En aquellos momentos me habría convenido recibir algún consejo. Pues bien, lo recibí: un guardia me aconsejó que circulase. Tenía toda la razón: ¿qué otra cosa podía hacer? Miré al cielo y allí estaba mi vieja amiga de muchas noches de guardia en el mar: la estrella del Norte. «Todos los puntos de la brújula son iguales para mí —pensé—. Seguiré tu camino». Pero ni siquiera la estrella quiso hacerme compañía aquella noche. Se ocultó detrás de una nube y me dejó solo en la oscuridad y bajo la lluvia. Fui a tientas hasta un cobertizo, me quedé dormido y soñé con los viejos tiempos, cuando servía a mi amo gitano y vivía en compañía de los perros. ¡Dios mío! ¡Qué no habría dado yo para sentir, al despertar, el morro frío de Tommy sobre la mano! Pero ¿por qué me entretengo en estas cosas? ¿Por qué no acabo de una vez? No debería animarme usted, señor, con su paciente escucha. Después de otra semana de caminar errante, sin esperanzas de recibir ayuda ni perspectivas para el futuro, me encontré en una calle de Shrewsbury, contemplando los escaparates de una librería. Un viejo se asomó a la puerta de la tienda, miró a alrededor y me vio. «¿Buscas trabajo? —me preguntó—. ¿No te importa cobrar poco?». La perspectiva de tener algo que hacer y alguna criatura humana con quien hablar me tentó y, por un chelín, trabajé durante todo el día limpiando el almacén del librero. Sucedieron a éste otros trabajos parecidos. Al cabo de una semana me ascendió y pasé a barrer la tienda y a levantar las contraventanas. Poco tiempo después me confiaron el reparto de libros y, un trimestre más tarde, con la marcha del dependiente de la tienda, ocupé su puesto. Maravillosa suerte, dirá usted; al fin había encontrado un amigo. Pero lo que había encontrado era el tacaño más despiadado de Inglaterra y, si había ascendido en el pequeño mundo de Shrewsbury, había sido simplemente gracias a la operación comercial de venderme a precio más bajo que todos mis competidores. El trabajo en el almacén había sido rehusado, con tal salario, por todos los hombres en paro de la ciudad, pero yo lo había aceptado. El repartidor recibía con protestas su sueldo semanal, yo acepté cobrar dos chelines menos sin una queja. El dependiente se despidió porque consideró que estaba mal alimentado y mal pagado. Yo me avine a cobrar la mitad de su salario y viví contento con las sobras que él despreció. ¡Jamás hubo dos hombres que se completasen tan bien como el librero y yo! Su único objeto en la vida era encontrar a alguien que trabajase para él por un sueldo mísero. Mi único propósito en la vida era encontrar a alguien que me diese cobijo. Sin una sola afición común, sin un vestigio de sentimiento hostil o amistoso entre ambos, sin darnos las buenas noches cuando nos separábamos en la escalera de la casa ni los buenos días cuando nos encontrábamos detrás del mostrador de la tienda, vivimos en aquella casa como dos desconocidos, desde el principio hasta el fin, durante dos años enteros. Una existencia horrible para un muchacho de mi edad, ¿no cree? Pero usted es sacerdote y erudito, y sin duda habrá adivinado lo que hizo soportable mi vida.

Mr. Brock recordó los gastados volúmenes que había encontrado en la bolsa de viaje del exportero.

—Los libros lo ayudaron —apuntó.

Los ojos del paria se iluminaron con una nueva luz.

—¡Sí! —exclamó—. Los generosos amigos que me recibieron sin recelo, ¡los compasivos maestros que nunca me trataron mal! Los únicos años de mi vida que recuerdo con cierto orgullo son los que pasé en la casa de aquel avaro. La única satisfacción pura que he experimentado en mi vida la encontré en las estanterías de aquel hombre mezquino. A todas horas, en las largas noches del invierno y durante los días tranquilos del verano, bebí en la fuente del conocimiento sin cansarme jamás de aquella bebida. Había pocos parroquianos que atender, pues casi todos los libros eran áridos y para gente erudita. Yo no tenía ninguna responsabilidad, pues mi amo llevaba las cuentas y yo sólo manejaba pequeñas cantidades de dinero. Él no tardó en conocerme lo suficiente para comprender que mi honradez estaba fuera de toda duda y que podía confiar en mi paciencia, por mal que me tratara. Por mi parte, lo único que pude descubrir de su carácter aumentó hasta el máximo la distancia que nos separaba. Él era un consumado fumador de opio en secreto y abusaba del láudano, por muy tacaño que pudiese ser en todo lo demás. Nunca me confesó su punto flaco y yo nunca le dije que lo había descubierto. El gozaba a mis espaldas, y yo disfrutaba a espaldas de él. Semana tras semana, un mes tras otro, allí estábamos los dos sin intercambiar una palabra de amistad: yo, a solas con mi libro en el mostrador; él, a solas con sus cuentas en el salón, casi invisible para mí a través del sucio cristal de la puerta, enfrascado a veces en sus números y a veces atónito e inmóvil en el éxtasis del opio. Transcurrió el tiempo sin marcarnos con su huella, pasaron las estaciones de dos años y permanecimos inmutables. Hasta que una mañana, a principios del tercer año, mi amo no se presentó como de costumbre para darme permiso para desayunar. Subí al piso de arriba y lo encontré en la cama, incapaz de moverse. Se negó a confiarme las llaves del armario y no permitió que llamase al médico. Compré un pedazo de pan y volví a mis libros, sintiendo por mi amo (lo confieso francamente) lo mismo que él habría sentido por mí en similares circunstancias. Al cabo de un par de horas, interrumpió mi lectura un cliente ocasional que era médico retirado. Subió a ver a mi amo y yo me alegré de librarme de él y poder volver a mis libros. Bajó el cabo de un rato y me interrumpió una vez más. «No me gustas, muchacho —me dijo—, pero creo que es mi deber decirte que pronto tendrás que irte de aquí. No gozas de simpatías en la ciudad y te costará encontrar un nuevo empleo. Haz que tu dueño te extienda un certificado de buena conducta, antes de que sea demasiado tarde». Me lo dijo fríamente y de la misma manera le di las gracias. Aquel mismo día obtuve mi certificado. Pero no crea que mi amo me lo dio de balde. ¡Qué va! Regateó conmigo en su lecho de muerte. Me debía el salario de un mes y se negó a darme el certificado si no le perdonaba la deuda. Murió tres días después, con la satisfacción de haber estafado a su dependiente. «¡Ajá! —murmuró, cuando el médico me llamó ceremoniosamente para que me despidiese de él—. ¡Me has costado muy barato!». ¿Había sido tan cruel el bastón de Ozias Midwinter? Yo creo que no. Bueno, me hallé de nuevo en la calle, pero desde luego esta vez con mejores perspectivas. Había aprendido solo a leer latín, griego y alemán, y tenía un certificado de buena conducta. ¡Todo inútil! El médico tenía razón: no me querían en la ciudad. La clase baja me despreciaba por haber servido a aquel avaro a tan bajo precio. En cuanto a las clases más acomodadas, les desagradé desde el principio (Dios sabrá por qué) como he repugnado siempre a todos, salvo a Mr. Armadale; no tenía alternativa, nada tenía que hacer en los barrios distinguidos. Es muy probable que hubiese gastado todos mis ahorros, el pequeño fruto dorado de dos años de miseria, de no haber sido por un anuncio que un colegio publicó en el periódico local. Las mezquinas condiciones que se ofrecían me animaron a solicitar la plaza y me la dieron. No es necesario que le diga cómo me desenvolví allí y lo que pasó después. He devanado todo el hilo de mi historia, mi vida errante nada tiene ya de misteriosa y por fin conoce usted todo lo que de malo hay en mí.

Un momento de silencio siguió a las últimas palabras. Midwinter se apartó del antepecho de la ventana y volvió a la mesa, sosteniendo en la mano la carta de Wildbad.

—La confesión de mi padre le ha revelado quién soy —dijo, dirigiéndose a Mr. Brock y sin aceptar la silla que éste le indicaba— y mi propia confesión le ha dicho lo que ha sido de mi vida. Prometí contarlo todo cuando le pedí permiso para entrar en esta habitación. ¿He cumplido mi palabra?

—Sin duda alguna —respondió Mr. Brock—. Se ha ganado mi confianza y mi simpatía. Desde luego, tendría que ser muy insensible si, sabiendo lo que ahora sé sobre su infancia y su primera juventud, no compartiese, en cierta medida, el afecto de Allan por su amigo.

—Gracias, señor —dijo simple y gravemente Midwinter.

Por primera vez, se sentó a la mesa delante de Mr. Brock.

—Dentro de unas horas habrá salido usted de este lugar —siguió—. Si puedo hacer algo para que se marche tranquilo, dígalo. Todavía queda mucho por hablar entre nosotros. Mis futuras relaciones con Mr. Armadale están por decidir y todavía no nos hemos enfrentado, ninguno de los dos, con la grave cuestión que suscita la carta de mi padre.

Hizo una pausa y observó, con momentánea impaciencia, la vela que seguía ardiendo sobre la mesa a la luz de la mañana. Saltaba a la vista que cada vez le resultaba más difícil hablar con aplomo y reservarse sus propios sentimientos.

—Tal vez pueda ayudarlo a tomar una decisión —prosiguió— si le cuento cómo resolví actuar en lo referente a Mr. Armadale, en la cuestión de la identidad de nuestros nombres, cuando leí esta carta y cuando me hube serenado lo bastante para pensar un poco. —Se interrumpió y lanzó una segunda mirada de impaciencia a la vela encendida—. ¿Perdonará el capricho de un hombre un poco raro? —preguntó, sonriendo débilmente—. Quisiera apagar esa vela, quisiera hablar del nuevo tema bajo una nueva luz.

Apagó la vela mientras hablaba, para que la suave luminosidad de la aurora inundase la estancia sin estorbos.

—Una vez más tengo que pedirle paciencia —dijo— si vuelvo por un momento a mi persona y a mis circunstancias. Ya le he dicho que mi padrastro intento encontrarme unos años después de que me hubiese escapado del colegio escocés. No lo hizo porque estuviese intranquilo por mí, sino, simplemente, como agente de los albaceas designados por mi padre. Estos, en el ejercicio de las facultades que les habían sido conferidas, habían vendido las fincas de Barbados (en la época de la emancipación de los esclavos y de la ruina de las propiedades de las Indias Occidentales) al mejor postor. Después de invertir la suma obtenida, tenían la obligación de reservar una cantidad anual para mi educación. Ésta responsabilidad los obligó a tratar de encontrarme, intento inútil, como usted ya sabe. Un poco más tarde (según averigué después), publicaron en el periódico un anuncio, que yo no vi. Más tarde aún, cuando contaba yo veintiún años, publicaron un segundo anuncio (esta vez lo vi) donde ofrecían una recompensa a quien pudiese presentar pruebas de mi muerte. Si seguía con vida, tenía derecho, a alcanzar la mayoría de edad, a la mitad del producto de la venta de las fincas; si había muerto, el dinero pasaba a mi madre. Visité a los abogados y éstos me dijeron lo que acabo de contarle. Después de vencer algunas dificultades para probar mi identidad (y después de una entrevista con mi padrastro y de un mensaje de mi madre, circunstancia que ahondó inexorablemente el abismo abierto entre los dos), atendieron mi reclamación, de manera que mi dinero está ahora invertido a mi nombre, es decir, a mi nombre verdadero.

Mr. Brock se acercó un poco más a la mesa, con visible interés. Ahora empezaba a ver lo que se proponía el hombre que le estaba hablando.

—Dos veces al año —siguió diciendo Midwinter— debo estampar mi firma para cobrar la renta. En cualquier otro momento y circunstancias, puedo ocultar mi identidad bajo el nombre que me plazca. Mr. Armadale me conoció como Ozias Midwinter y como tal me conocerá hasta el fin de mis días. Sea cual fuere el resultado de esta entrevista, tanto si me gano su confianza como si la pierdo, puede estar seguro de una cosa: su discípulo nunca sabrá el terrible secreto que acabo de confesarle. No es ninguna resolución extraordinaria, pues, como usted ya sabe, no me cuesta ningún sacrificio conservar mi seudónimo. Mi conducta no tiene nada de encomiable: es fruto natural del sentimiento de un hombre agradecido. Considere usted mismo las circunstancias, señor, y comprenderá que mi repugnancia a revelarlas a Mr. Armadale es algo que no admite discusión. Si llegase a conocerse la historia de los nombres, esta circunstancia no llevaría únicamente a la revelación del crimen de mi padre, sino también a la del matrimonio de Mrs. Armadale. Yo he oído cómo habla Allan de su madre, sé que adora su memoria. ¡Dios es testigo de que nunca la adorará menos por mi culpa!

Aunque estas palabras fueron pronunciadas con toda sencillez, tocaron las fibras más sensibles del alma del pastor, que evocó el lecho de muerte de Mrs. Armadale. Ante él tenía al hombre contra el cual ella, en su ignorancia, lo había prevenido en interés de su hijo; un hombre que, por propia voluntad, se obligaba a mantener el secreto por el bien de aquel hijo. El recuerdo de sus propios esfuerzos pasados para destruir la amistad de la que había nacido esta resolución, surgió para acusar a Mr. Brock. Por primera vez, éste tendió la mano a Midwinter.

—Le doy las gracias en su nombre y en el de su hijo —dijo calurosamente.

Midwinter no contestó y extendió la declaración sobre la mesa.

Creo que he dicho cuanto debía decir antes de tomar en consideración esta carta. Supongo que cuanto pudo parecer extraño en mi conducta para con usted y para con Mr. Armadale queda ahora explicado. Puede fácilmente imaginarse la curiosidad y sorpresa que sentí (en mi ignorancia de la verdad) cuando oí por primera vez el nombre de Mr. Armadale como un eco del mío propio. También comprenderá que, si vacilé en revelarle que yo era su homónimo, fue porque temí perjudicar mi posición (en la estimación de usted, no en la de él) al confesar que me había presentado bajo un nombre falso. Después de todo lo que acaba usted de oír sobre mi vida errante y mis turbias relaciones, difícilmente le extrañará el obstinado silencio que mantuve acerca de mi persona, en unas circunstancias en que no sentía la responsabilidad que la carta de mi padre ha cargado ahora sobre mí. Si usted lo desea, podremos volver en otra ocasión a estas pequeñas explicaciones personales, ahora no deben apartarnos de las cuestiones mucho más importantes que debemos resolver antes de que usted se marche. Pasemos… —La voz le flaqueó y volvió súbitamente la cara hacia la ventana, como para ocultarla a la mirada del párroco—. Pasemos —repitió y su mano tembló visiblemente al levantar la página— al asesinato a bordo del barco maderero y a las advertencias que me hace mi padre desde la tumba.

A media voz, como si temiese que las oyera Allan, que dormía en la habitación contigua, leyó las terribles y últimas palabras que había escrito el escocés en Wildbad, a medida que fluían de los labios de su padre.

—«Si todavía vive, evita a la viuda del hombre a quien maté. Evita a la doncella cuya perniciosa mano allanó el camino de aquel matrimonio, si es que aún está a su servicio. Pero, sobre todo, evita al hombre que lleva el mismo nombre que tú. Riñe con tu bienhechor, si la influencia de éste tiene que relacionaros a los dos. Rechaza a la mujer, si ha de ser un eslabón entre vosotros. Ocúltate de él, bajo un nombre supuesto. Pon montañas y mares entre vosotros; vuélvete ingrato, muéstrate implacable, sé todo lo que tu buen carácter considere más repelente, antes que vivir bajo el mismo techo y respirar el mismo aire que aquel hombre. No permitas jamás que se encuentren los dos Allan Armadale en este mundo. Nunca, nunca, ¡nunca!».

Después de leer estas frases, empujó a un lado el manuscrito sin levantar la cabeza. De nuevo se había apoderado de él aquella reserva fatal que, unos momentos antes, había parecido a punto de desvanecerse. Volvía a tener aquella mirada errante y había bajado el tono de voz. Cualquier desconocido que hubiese escuchado su relato y lo estuviese viendo ahora, habría dicho: «Esconde la mirada, su gesto es amenazador. Es el vivo retrato de su padre».

—Tengo que preguntarle una cosa —intervino Mr. Brock, rompiendo el silencio que se había hecho entre los dos—. ¿Por qué ha leído este pasaje de la carta de su padre?

—Para obligarme a decirle la verdad —respondió—. Antes de que me permita ser amigo de Mr. Armadale, tiene que saber todo lo que he heredado de mi padre. Recibí esta carta ayer por la mañana. Un aviso interior me inquietaba y me dirigí a la orilla del mar antes de romper el sello. ¿Cree usted que los muertos pueden volver al mundo en que vivieron? Yo creo que mi padre volvió con la brillante luz de la mañana, con el resplandor del sol y el alegre rugido del mar y me estuvo observando mientras yo leía. Cuando llegué a las palabras que acaba usted de oír y comprendí que había ocurrido lo que él, antes de morir, temía tanto que ocurriese, sentí que me invadía el mismo horror que le había atenazado en sus últimos momentos. Luché contra mí mismo como él habría querido que hiciese. Traté de ser todo lo que repugnaba más a mi buen carácter, traté de pensar implacablemente en poner las montañas y el mar entre mi persona y el hombre que llevaba mi nombre. Transcurrieron horas antes de que me decidiese a volver y correr el riesgo de encontrar a Allan Armadale en esta casa. Cuando volví y me tropecé con él en la escalera, pensé que lo estaba mirando a la cara de la misma manera que mi padre había mirado al suyo antes de cerrar la puerta del camarote entre los dos. Ahora saque sus propias conclusiones, señor. Dígame, si quiere, que mi padre me legó su creencia pagana en el Destino. No lo discutiré, no negaré que, durante todo el día de ayer, su superstición fue la mía. Llegó la noche antes de que pudiese encontrar el camino que me condujese a pensamientos más tranquilos y serenos. Pero al fin lo encontré. Puede usted considerar en mi favor que al menos superé la influencia de esta horrible carta. ¿Sabe qué me ayudó a conseguirlo?

—¿Razonó consigo mismo?

—No puedo razonar acerca de mis sentimientos.

—¿Tranquilizó su mente con la oración?

—No estaba en condiciones de rezar.

—Sin embargo, algo lo guió hacia un sentimiento mejor y una manera más cabal de ver las cosas.

—Así fue.

—¿Qué sucedió?

—Mi amor por Allan Armadale.

Al dar esta respuesta, dirigió una mirada vacilante, casi tímida, a Mr. Brock. De repente se levantó de la mesa y volvió al antepecho de la ventana.

—¿Acaso no tengo derecho a hablar de él en estos términos? —preguntó mientras ocultaba la cara a la mirada del párroco—. ¿Acaso no lo conozco lo suficiente y no he hecho todavía lo bastante por él? Recuerde cuál había sido mi experiencia de otros hombres cuando él me tendió la mano por primera vez, cuando por primera vez oí su voz que me hablaba en mi habitación de enfermo. ¿Qué habían sido para mí las manos extrañas durante toda la infancia? Sólo las había visto levantarse para amenazarme o pegarme. En cambio, la mano de Allan arregló mi almohada, se apoyó en mi hombro y me dio de comer y de beber. ¿Qué sabía yo de las voces extrañas cuando llegué a la edad adulta? Sólo había conocido voces que se burlaban, que maldecían, que murmuraban con ruin desconfianza por los rincones. Pero su voz me dijo: «¡Ánimo, Midwinter! Pronto te recuperarás. Dentro de una semana estarás lo bastante fuerte para recorrer conmigo los caminos de Somersetshire». Piense en el palo del gitano, recuerde aquellos demonios que se mofaron de mí cuando pasé por delante de la ventana con el perro muerto en brazos, piense en el amo que me estafó un mes de salario en su lecho de muerte y pregúntese con el corazón en la mano si el desgraciado a quien Allan Armadale ha tratado como a un igual y como a un amigo se ha propasado al decir que le quiere. ¡Le quiero! Tengo que manifestarlo, es algo que no puedo reprimir. ¡Adoro la tierra que él pisa! Daría mi vida…, sí, la vida que ahora me es tan preciosa, porque su bondad la ha convertido en una vida feliz… le aseguro que daría mi vida.

Las últimas palabras se extinguieron en sus labios, había surgido en él una pasión histérica que lo dominaba. Alargó una mano en un desesperado ademán de súplica a Mr. Brock, apoyó la cabeza en el antepecho de la ventana y estalló en sollozos. Pero incluso entonces se impuso la férrea autodisciplina de aquel hombre. No esperaba compasión, no confiaba en el piadoso respeto de los hombres hacia las flaquezas humanas. Mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas, mentalmente percibía la cruel necesidad de reprimirse.

—Concédame un instante —dijo débilmente—. Dentro de un momento habré superado esto y no permitiré que vuelva a ocurrir.

Fiel a su palabra dominó su emoción en poco tiempo y momentos después pudo seguir hablando con tranquilidad.

—Volvamos, señor, a esos pensamientos mejores que anoche me trajeron a su habitación —continuó—. Sólo puedo repetir que nunca habría podido librarme de la influencia que esta carta ejercía sobre mí si no hubiese querido a Allan Armadale con todo lo que resta en mí de amor fraterno. Me dije: «Si la idea de separarme de él me rompe el corazón, ¡es que esta idea es mala!». Esto sucedió hace unas horas y sigo pensando lo mismo. No puedo creer, no quiero creer, que una amistad nacida de la bondad, por una parte, y de la gratitud, por otra, esté destinada a acabar mal. No menosprecio las extrañas circunstancias que nos dieron el mismo nombre, las extrañas circunstancias que nos reunieron y nos ligaron el uno al otro, las extrañas circunstancias que nos han afectado por separado después. Por fuerza han de estar presentes en mi pensamiento, pero no me dejaré intimidar por ello. No quiero creer que todos estos sucesos se hayan producido por mandato de un maléfico Destino, quiero creer que han ocurrido por voluntad de Dios, para un buen fin. Juzgue usted, como sacerdote, entre el padre muerto, que había en estas páginas, y el hijo vivo, que le está hablando aquí presente. Ahora que los dos Allan Armadale se han encontrado de nuevo en la segunda generación, ¿soy un instrumento en manos del Destino o un instrumento en manos de la Providencia? ¿Qué debo hacer, ahora que respiro el mismo aire y vivo bajo el mismo techo que el hijo del hombre a quien mató mi padre? ¿Perpetuar el crimen de mi padre, hiriéndolo de muerte, o expiar aquel crimen, consagrándole toda mi vida? Creo que debo inclinarme por esto último y seguiré en este convencimiento, pase lo que pase. Impulsado por la fuerza de esta decisión, he venido a confiarle el secreto de mi padre y a confesarle la desdichada historia de mi propia vida. Impulsado por la fuerza de esta convicción, puedo formularle resueltamente la única pregunta lisa y llana que marcará el final de todo cuanto he venido a decirle. Su discípulo se encuentra en el punto de partida de una nueva carrera, en una situación singular en la que carece de amistades; necesita un compañero de su misma edad en quien confiar. Ha llegado el momento, señor, de decidir si tengo que ser yo este compañero. Después de todo lo que ha oído sobre Ozias Midwinter, dígame francamente si confiaría en él como amigo de Allan Armadale.

Mr. Brock respondió a la franca pregunta con igual sinceridad.

—Sé que quiere usted a Allan y creo que me ha dicho la verdad. Por fuerza tengo que confiar en un hombre que me ha causado esta impresión. Confío en usted.

Midwinter se puso en pie ruborizado, sus ojos se fijaron, serenos al fin, en la cara del párroco.

—¡Déme fuego! —exclamó, mientras rasgaba una a una las hojas de la carta de su padre—. ¡Destruyamos el último eslabón que nos ata al horrible pasado! ¡Convirtamos en cenizas esta confesión, antes de separarnos!

—¡Espere! —dijo Mr. Brock—. Antes de quemarla, tenemos que mirarla una vez más.

Las hojas rasgadas del manuscrito cayeron de las manos de Midwinter. Mr. Brock las recogió y las apartó cuidadosamente hasta encontrar la última página.

—Considero igual que usted la superstición de su padre —dijo—. Pero aquí hay una advertencia que, por el bien de Allan y por el suyo propio, no debería desdeñar. El último eslabón con el pasado no quedará destruido cuando haya quemado estas páginas. Uno de los personajes de esta historia de traición y asesinato no ha muerto todavía. Lea esto.

Empujó las páginas sobre la mesa y señaló una frase con un dedo. Midwinter estaba tan agitado que confundió la indicación y leyó: «Si todavía vive, evita a la viuda del hombre a quien maté».

—No esta frase —objeto el párroco—. La siguiente.

Midwinter leyó: «Evita a la doncella cuya perniciosa mano allanó el camino de aquel matrimonio, si es que aún está a su servicio».

La doncella y su ama se separaron —explico Mr. Brock—; cuando ésta contrajo matrimonio. Pero volvieron a encontrarse el año pasado en la residencia de Mrs. Armadale en Somersetshire. Yo mismo vi a aquella mujer en el pueblo y sé que su visita precipitó la muerte de Mrs. Armadale. Espere un momento y tranquilícese, veo que le he sobresaltado.

El joven esperó, según le había pedido el párroco, y palideció intensamente al tiempo que se apagaba poco a poco el brillo de sus claros ojos castaños. Lo que acababa de decirle Mr. Brock no le había causado una impresión fugaz. Cuando se sentó, perdido en sus propios pensamientos, su semblante reflejaba alarma más que duda. ¿Se renovaba en él la lucha de la noche anterior? ¿Lo asaltaba de nuevo el horror de su superstición hereditaria?

—¿Puede usted prevenirme contra ella? —preguntó, después de una larga pausa—. ¿Puede decirme su nombre?

—Sólo sé lo que me contó Mrs. Armadale —respondió Mr. Brock—. La mujer reconoció que se había casado en el largo intervalo transcurrido desde que vio a su ama por última vez. Pero no añadió una palabra más sobre su vida pasada. Había acudido a Mrs. Armadale para pedirle dinero, alegando que se hallaba en la miseria. Consiguió el dinero y salió de la casa, negándose rotundamente a mencionar su nombre de casada cuando aquélla se lo preguntó.

—Usted la vio en el pueblo. ¿Qué aspecto tenía?

Se cubría la cara con un velo. No puedo decírselo.

—¿Podría referirme lo que vio?

—Desde luego. Cuando se acercó a mí, vi que caminaba con gracia, que tenía una elegante figura y que su estatura era ligeramente superior a la media. Cuando me preguntó el camino para ir a la casa de Mrs. Armadale, advertí que tenía los modales de una dama y que su tono de voz resultaba sumamente suave y seductor. Por último, más tarde recordé que llevaba un espeso velo negro, un sombrerito y un vestido de seda, también negros, y un chal rojo. Comprendo la importancia que tiene para usted estar en conocimiento de unos medios de identificación mejores de los que puedo ofrecerle. Pero, desgraciadamente…

Se interrumpió. Midwinter se había inclinado ansiosamente sobre la mesa y de pronto le apoyó una mano en el brazo.

—¿Es posible que conozca usted a esa mujer? —preguntó Mr. Brock, sorprendido por el súbito cambio de actitud del otro.

—No.

—Entonces, ¿qué le ha sobresaltado tanto?

—¿Recuerda usted la mujer que se arrojó al agua desde el vapor fluvial? —preguntó el joven—. ¿La mujer que causó las muertes sucesivas que abrieron el camino a Allan Armadale para convertirse en dueño de la hacienda de Thorpe-Ambrose?

—Recuerdo su descripción en el atestado de la policía —respondió el párroco.

—Aquella mujer —prosiguió Midwinter— caminaba con gracia y tenía una elegante figura. Aquella mujer llevaba un velo negro, un sombrero negro, un vestido de seda negro y un chal rojo… —Hizo una pausa, soltó el brazo de Mr. Brock y volvió a sentarse bruscamente—. ¿Podría ser la misma? —murmuró para sí—. ¿Existe alguna fuerza fatal que persigue a los hombres en la oscuridad? ¿Nos estará siguiendo a nosotros con las pisadas de esa mujer?

Si su conjetura era acertada, el único acontecimiento del pasado que había parecido totalmente desligado de los sucesos que le habían precedido debía ser, por el contrario, el único eslabón que faltaba para que el círculo se cerrase. El apacible sentido común de Mr. Brock rechazó instintivamente la sorprendente conclusión. Miró a Midwinter, con una sonrisa compasiva.

—Mi joven amigo —dijo amablemente—, ¿cree que ha borrado de su mente toda superstición, como se imaginaba? Lo que acaba de decir, ¿vale más que la sensata resolución que tomó la noche pasada?

Midwinter inclinó la cabeza sobre el pecho, el rubor coloreó de nuevo su semblante y suspiró amargamente.

—Empieza usted a dudar de mi sinceridad. No puedo reprochárselo.

—Creo en su sinceridad tan firmemente como antes —respondió Mr. Brock—. Solamente dudo de que haya fortalecido los puntos débiles de su carácter tanto como se imagina. Muchos hombres han perdido las batallas contra sí mismos mucho más a menudo de lo que ha perdido usted la suya, y a pesar de todo triunfaron al final. No lo censuro ni desconfío de usted. Sólo le hago observar lo que ha ocurrido para ponerlo en guardia contra usted mismo. ¡Vamos, vamos! Déjese guiar por su sentido común y convendrá conmigo en que ninguna prueba confirma la sospecha de que la mujer con quien me tropecé en Somersetshire y la que intentó suicidarse en Londres son la misma persona. ¿Es preciso que un viejo como yo recuerde a un joven como usted que en Inglaterra hay miles de mujeres de hermosa figura, miles de mujeres que llevan discretos trajes negros de seda y chales rojos?

Midwinter se agarró con ansia a la sugerencia, con demasiada presteza, como si la hubiese formulado un crítico más duro que Mr. Brock sobre la humanidad.

—Tiene toda la razón, señor —admitió—, yo estaba equivocado. Como usted dice, hay miles de mujeres a quienes podríamos aplicar esta descripción. He estado perdiendo el tiempo con mis tontas fantasías, cuando hubiese tenido que ocuparme en examinar cuidadosamente los hechos. Si esa mujer trata alguna vez de encontrar a Allan, tengo que estar atento para impedírselo. —Empezó a buscar nerviosamente entre las hojas manuscritas desparramadas sobre la mesa, se detuvo en una de las páginas y la examinó atentamente—. Aquí hay un dato positivo que me permite conocer su edad. Cuando se casó Mrs. Armadale, tenía doce años; sumemos uno, y nos dará trece. Si sumamos la edad de Allan, veintidós años, tendremos la edad actual de la mujer: treinta y cinco. Conozco su edad y sé que tiene razones para guardar silencio acerca de su vida de casada. Ya es algo para empezar, con el tiempo estos datos pueden llevarme a descubrir algo más. —Miró satisfecho a Mr. Brock—. ¿Voy ahora por buen camino, señor? ¿Piensa que sigo las amables instrucciones que me ha dado?

—Con ello justifica su propio sentido común —respondió el párroco, animándolo a refrenar su imaginación, con la típica desconfianza inglesa en la más noble facultad humana—. Está allanando el camino para una vida más feliz.

—¿De verdad? —dijo reflexivamente el otro.

Buscó una vez más entre los papeles y se detuvo en otra página.

—¡El barco! —exclamó de pronto y cambió de nuevo de color y mudó inmediatamente de actitud.

—¿Qué barco? —preguntó el clérigo.

—El barco en el que sucedió aquello —respondió Midwinter, quien por primera vez daba señales de impaciencia—. El barco donde la mano asesina de mi padre cerró la puerta del camarote.

—¿Qué sucede? —dijo Mr. Brock.

El joven pareció no haber oído la pregunta, su mirada permaneció fija en la página que estaba leyendo.

—Un barco francés que se dedicaba al transporte de madera —continuó, hablando consigo mismo—, un barco francés llamado La Grâce de Dieu. Si mi padre hubiese estado en lo cierto, si la Fatalidad hubiese seguido mis pasos desde la tumba de mi padre, me habría tropezado con aquel barco en alguno de mis viajes. —Miró de nuevo a Mr. Brock—. Ahora estoy completamente seguro —concluyó—. Aquellas mujeres son dos, no una sola.

Mr. Brock meneó la cabeza.

—Me alegro de que haya llegado a esta conclusión, preferiría que lo hubiese hecho por otro camino.

Midwinter miró fijamente sus pies y, después de agarrar con ambas manos las hojas manuscritas, las arrojó a la vacía chimenea.

—¡Por el amor de Dios, deje que queme esto! —exclamó. Mientras se conserve una sola de estas páginas, tendré que leerla. Y mientras la lea, mi padre podrá más que yo, a pesar de todos mis esfuerzos.

Mr. Brock señaló la caja de cerillas. Un momento después, la confesión ardía. Cuando el fuego hubo consumido el último pedazo de papel, Midwinter lanzó un profundo suspiro de alivio.

—Podría decir, como Macbeth: «Bueno, ahora que esto ha desaparecido, ¡vuelvo a ser un hombre!» —exclamó con febril animación—. Usted parece fatigado, señor, no es de extrañar —añadió, bajando el tono de voz—. Le he privado de demasiadas horas de descanso, no quiero entretenerlo más. Tenga la seguridad de que recordaré lo que me ha dicho y de que detendré a cualquier enemigo de Allan, hombre o mujer, que trate de acercarse a él. Gracias, Mr. Brock, ¡mil gracias! Cuando entré en esta habitación, era el hombre más desdichado del mundo, ahora salgo de ella feliz como los pájaros que cantan ahí fuera.

Al volverse hacia la puerta, los rayos del sol naciente penetraron a raudales a través de la ventana y alumbraron las negras cenizas amontonadas en la oscura chimenea. La sensible imaginación de Midwinter se encendió al instante cuando vio aquello.

—¡Mire! —dijo alegremente—. ¡La promesa del futuro brilla sobre las cenizas del pasado!

Cuando la puerta se hubo cerrado y quedó de nuevo a solas, el párroco sintió una compasión inexplicable por aquel hombre, precisamente en el instante en que su vida parecía estar menos necesitada de piedad.

—¡Pobre muchacho! —murmuró con inquieta sorpresa al advertir su propio impulso compasivo—. ¡Pobre muchacho!