CAPÍTULO III

El día y la noche

Había transcurrido la mañana, llegó y pasó el mediodía y Mr. Brock inició la primera etapa de su viaje de regreso.

Después de despedirse del párroco en el puerto de Douglas, los dos jóvenes volvieron a Castletown y se separaron en la puerta del hotel. Allan fue al muelle a echar un vistazo a su yate, Midwinter entró en el edificio en busca del descanso que tanto necesitaba después de una noche en vela.

Puso la habitación a oscuras y cerró los ojos, pero no logró conciliar el sueño. En este primer día de ausencia del párroco, su carácter sensible exageraba la responsabilidad que Mr. Brock le había confiado. Un miedo nervioso a dejar a Allan solo, aunque fuese solamente por unas pocas horas, lo mantuvo despierto y vacilante hasta que, más que un sacrificio, representó un alivio para él levantarse de la cama y seguir los pasos de Allan para encaminarse al lugar donde se encontraba el yate. La reparación de la pequeña embarcación estaba casi terminada. El día brillaba alegre y soplaba la brisa, la tierra resplandecía, el agua era azul, brincaban las olas bajo los rayos del sol y los hombres cantaban mientras trabajaban. Midwinter bajó al camarote y encontró a su amigo muy atareado, tratando de poner las cosas en su sitio. Desordenado por naturaleza, Allan percibía a veces intensamente las ventajas del orden y, en tales ocasiones, el frenesí de la pulcritud se apoderaba de él. Cuando Midwinter lo vio, estaba arrodillado, trabajando furiosa y acaloradamente mientras devolvía a toda prisa el pequeño mundo del camarote a su caos original, con una actividad mal dirigida digna de ver.

—¡Menudo lío! —exclamó, asomando tranquilamente la cabeza por el borde de la colmada litera—. ¿Sabes amigo mío, que empiezo a lamentar no haberlo dejado todo como estaba?

Midwinter sonrió y acudió en ayuda de su amigo con la prontitud propia de los marineros.

El primer objeto con que tropezó fue el neceser de Allan, volcado boca abajo, con la mitad de su contenido desparramado por el suelo. Descubrió un plumero y una escobita de chimenea entre las otras cosas. Cuando guardaba uno a uno los diferentes utensilios del neceser, encontró inesperadamente un retrato en miniatura ovalado, a la antigua usanza, y encuadrado en un delicado marco con pequeños diamantes incrustados.

—No pareces dar mucho valor a esto —comentó—. ¿Qué es?

Allan se inclinó sobre él y miró la miniatura.

—Perteneció a mi madre —respondió— y guarda para mí un gran valor. Es un retrato de mi padre.

Bruscamente Midwinter dejó la miniatura en manos de Allan y se retiró al lado opuesto del camarote.

—Tú sabes mejor que yo cómo hay que guardar las cosas en tu neceser —dijo, vuelto de espaldas a Allan—. Yo arreglaré este lado del camarote mientras tú ordenas el otro.

Empezó a colocar en su lugar los trastos desparramados a su alrededor, sobre la mesa y en el suelo. Pero hubiérase dicho que el destino se empeñaba en que objetos personales de su amigo cayesen en sus manos aquella mañana, sin poder evitarlo. Entre las primeras cosas que recogió estaba la tabaquera de Allan, a la que faltaba la tapa. En su interior había una carta arrugada que, por el bulto, debía contener algún anexo.

—¿Sabías que habías puesto esto aquí? —preguntó—. ¿Es importante esta carta?

Allan la reconoció al instante. Era la primera de una breve serie de cartas que los excursionistas habían recibido en la isla de Man, aquélla de la que el joven Armadale había dicho secamente que le traía «más preocupaciones de esos dichosos abogados» y que había olvidado después con su despreocupación acostumbrada.

—Esto es lo que pasa cuando se es demasiado ordenado —protestó—, aquí tienes un ejemplo de mi extraordinaria diligencia. Tal vez no te lo creas, pero guardé esa carta ahí a propósito. Así estaba seguro de que la vería cada vez que cogiese la tabaquera, así recordaría que debía contestarla. No te rías, era una cosa perfectamente lógica…, si hubiese podido recordar dónde había dejado la tabaquera. ¿Crees que sería mejor que hiciese un nudo en el pañuelo? Tú tienes una memoria formidable, amigo mío. Podrías recordarme este asunto más tarde, por si me olvido del nudo.

Midwinter vio la primera oportunidad de sustituir eficazmente a Mr. Brock, desde la partida de éste.

—Ahora ya recuerdas que debes escribir —dijo—. ¿Por qué no contestas la carta enseguida? Si lo dejas para más tarde, se te olvidará de nuevo.

—Tienes razón —admitió Allan—. Pero lo malo es que aún no he decidido qué debo contestar. Necesito un consejo. Ven, siéntate aquí y te lo contaré todo.

Riendo a carcajadas como un niño y contagiando a Midwinter de su regocijo, barrió de un manotazo diversos trastos amontonados sobre el sofá del camarote, para dejar un espacio libre donde pudiesen sentarse él y su amigo.

En plena exaltación de su ánimo juvenil, dispusiéronse los dos a celebrar una pequeña conferencia sobre la carta olvidada en la tabaquera.

Fue un momento trascendente para ambos, a pesar de que en aquel momento lo tomaron a la ligera. Antes de levantarse de allí, dieron juntos el primer paso irrevocable en el oscuro y tortuoso camino de sus vidas futuras.

Reducida a los hechos escuetos, la cuestión sobre la que Allan pedía consejo a su amigo puede resumirse en estos términos:

Mientras se realizaban las gestiones inherentes a la sucesión en los derechos de Thorpe-Ambrose y mientras el nuevo propietario de la finca estaba todavía en Londres, había surgido necesariamente la cuestión de la persona que debía encargarse de la administración de la propiedad. El que había sido administrador de la familia Blanchard había escrito, sin pérdida de tiempo, ofreciendo sus servicios. Pero aunque era un hombre competente y digno de confianza, no le había caído bien al nuevo propietario. Cediendo como de costumbre a su primer impulso y resuelto a toda costa a instalar a Midwinter de modo permanente en Thorpe-Ambrose, Allan había decidido que el cargo de administrador era perfectamente adecuado para su amigo, por la sencilla razón de que le obligaría a vivir en la finca. Por consiguiente, había escrito rechazando el ofrecimiento sin consultar a Mr. Brock, pues tenía buenas razones para temer su desaprobación. Tampoco se lo dijo a Midwinter, que probablemente (si hubiese tenido oportunidad de escoger) habría rechazado un cargo para el que no le capacitaban sus anteriores experiencias. Después de esta decisión, había seguido más correspondencia, que provocó dos nuevas dificultades un poco embarazosas a primera vista, pero que Allan resolvió fácilmente, con la ayuda de sus abogados. La primera dificultad, o sea, revisar los libros del administrador cesante, se solventó enviando un contable profesional a Thorpe-Ambrose. La segunda, o sea, sacar algún provecho de la casita que el administrador había dejado vacía (ya que los planes de Allan con respecto a su amigo incluían la residencia de éste bajo su propio techo), se resolvió con la inclusión de la propiedad en la lista de un activo agente inmobiliario de la población vecina. En este estado se hallaban las cosas cuando Allan abandonó Londres. No volvió a pensar en el asunto hasta que, hallándose en la isla de Man, recibió una carta de los abogados donde le adjuntaban dos proposiciones de alquiler de la casita.

De nuevo se hallaba en la necesidad de tomar una decisión y, después de haberse olvidado tranquilamente del asunto durante unos días, Allan puso las dos proposiciones en manos de su amigo, le ofreció una confusa explicación de las circunstancias del caso y le pidió consejo. Pero Midwinter, en vez de hacerlo, dejó a un lado los documentos y formuló dos preguntas que eran naturales aunque muy engorrosas: ¿quién sería el nuevo administrador, por qué tenía que vivir en la casa de Allan?

—Cuando vayamos a Thorpe-Ambrose te diré quién será y por qué ha de vivir conmigo —dijo Allan—. Mientras tanto, llamaremos X.Y.Z. al administrador y diremos que va a vivir bajo mi techo porque soy terriblemente desconfiado y no quiero perderlo de vista. No pongas esa cara de sorpresa. Conozco bien a ese hombre y tengo que andarme con cuidado. Si le ofreciese el cargo precipitadamente, su modestia le cerraría el camino y lo obligaría a negarse. Si lo meto en ello de cabeza, sin previo aviso y sin nadie que pueda salvarlo de la situación, no tendrá más remedio que mirar por mis intereses y aceptar. Puedo asegurarte que X.Y.Z. no es mala persona. Ya lo conocerás cuando vayamos a Thorpe-Ambrose, me parece que os llevaréis a la perfección.

El humor que brillaba en los ojos de Allan y el taimado y significativo tono de su voz habrían revelado su secreto a un hombre más avisado. Midwinter estuvo tan lejos de sospecharlo como los carpinteros que trabajaban encima de ellos, sobre la cubierta del yate.

—¿No hay ahora ningún administrador en la finca? —preguntó, mostrando claramente que la respuesta de Allan no lo satisfacía en absoluto—. ¿Tan abandonada la habéis tenido durante todo este tiempo?

—¡Nada de eso! —le replicó Allan—. El negocio va «viento en popa, a toda vela». No es broma, sólo es una metáfora. Un contable se ha encargado de los libros y un escribiente de los abogados despacha los asuntos una vez a la semana. No parece que las cosas estén abandonadas, ¿verdad? Pero dejemos por ahora al nuevo administrador y dime cuál de estos dos inquilinos aceptarías, si estuvieses en mi lugar.

Midwinter desplegó las proposiciones y las leyó atentamente.

La primera era nada menos que del abogado de Thorpe-Ambrose, que había informado a Allan, en París, de la gran fortuna que había caído en sus manos. Éste caballero había escrito personalmente y confesaba que desde hacía tiempo admiraba aquella casita de campo, magníficamente situada dentro de los límites de la finca de Thorpe-Ambrose. Era soltero, aficionado al estudio y deseaba poder retirarse a descansar en el campo después de las fatigosas y duras horas de trabajo. Se atrevía a decir que, si Mr. Armadale lo aceptaba como inquilino, podía estar seguro de que tendría un vecino discreto y de que la casa estaría en manos de una persona responsable y cuidadosa.

La segunda propuesta la había enviado el agente y procedía de un desconocido. El aspirante a inquilino era, en este caso, un oficial retirado, un tal comandante Milroy. Su familia se componía solamente de su esposa inválida y una hija. Sus referencias eran magníficas y también él estaba particularmente ansioso de ocupar la casa, cuyo emplazamiento en un lugar tan tranquilo era exactamente lo que convenía a Mrs. Milroy, dado su delicado estado de salud.

—Bueno, ¿por qué profesión debo inclinarme? —preguntó Allan—. ¿Por el ejército o por la abogacía?

—A mí me parece que la cosa no ofrece duda —respondió Midwinter—. El abogado ya ha mantenido correspondencia contigo; por consiguiente, creo que su solicitud debería tener prioridad.

—Sabía que dirías esto. Siempre que pido consejo, me dan el que no quiero. Aquí tienes un ejemplo. Yo estoy a favor del otro solicitante. Me inclino por el comandante.

—¿Por qué?

El joven Armadale señaló con el dedo el párrafo de la carta del agente donde se aludía a la familia del comandante Milroy y que contenía estas dos palabras: «una jovencita».

—Un soltero aficionado al estudio, rondando por mi finca —explicó— es mucho menos interesante que una damita. No tengo la menor duda de que Miss Milroy será una muchacha encantadora. Ozias Midwinter, hombre de grave semblante, piensa en su lindo vestido de muselina revoloteando entre los árboles e invadiendo la finca de tu propiedad, piensa en sus pies adorables trotando en tu huerto y en sus deliciosos y frescos labios besando los melocotones maduros, piensa en sus manos gordezuelas agitándose entre las violetas tempranas, y en su naricita sonrosada oliendo los capullos de las rosas. ¿Qué me ofrece el estudioso solterón, a cambio de todo esto? Un ser pardo y reumático, con polainas y peluca. ¡No, no! La justicia es buena cosa, querido amigo, pero sin duda Miss Milroy es mejor.

—¿Podrás portarte seriamente alguna vez, Allan?

—Trataré de hacerlo, si tú quieres. Sé que debería aceptar al abogado; pero ¿qué he de hacer, si no puedo quitarme de la cabeza a la hija del comandante?

Midwinter insistió resueltamente en su opinión justa y sensata sobre el tema y ejerció sobre su amigo todas sus dotes de persuasión. Después de escucharlo hasta el fin con paciencia ejemplar, Allan quitó unos cuantos trastos más de la mesa del camarote y sacó del bolsillo una moneda de media corona.

—Se me ha ocurrido una idea original. Echémoslo a suertes.

No podía imaginarse una proposición más absurda, viniendo de un propietario. Midwinter perdió su gravedad.

—Yo echaré la moneda —continuó Allan— y tú elegirás. Naturalmente, debemos dar preferencia al ejército, por consiguiente será cara para el comandante y cruz para el abogado. Una sola tirada decidirá la cuestión. Ahora, ¡fíjate bien!

Hizo girar la media corona sobre la mesa del camarote.

—¡Cruz! —gritó Midwinter, siguiendo lo que consideraba una de las bromas infantiles de Allan.

La moneda cayó sobre la mesa con la cara hacia arriba.

—¡No vas a decirme que tienes tanta prisa! —exclamó Midwinter, al ver que el otro abría la carpeta y mojaba la pluma en el tintero.

—¡Es que la tengo! —replicó Allan—. La suerte y Miss Milroy están de mi parte y tú has perdido por dos votos contra uno. Es inútil discutir. El comandante ha ganado y la casa será para él. No confiaré este asunto a los abogados, que no harían más que molestarme con sus cartas. Escribiré yo mismo.

Redactó las respuestas a las dos proposiciones en dos minutos exactos. Una, al agente: «Muy señor mío, acepto la oferta del comandante Milroy, quien puede ocupar la casa cuando considere oportuno. Le saluda atentamente, Allan Armadale». La otra, al abogado: «Muy señor mío, lamento que las circunstancias me impidan aceptar su ofrecimiento. Atentamente suyo…».

—La gente se preocupa mucho cuando tiene que escribir cartas —observó Allan, cuando hubo terminado—, a mí me resulta de lo más fácil.

Escribió la dirección en los dos sobres y los cerró, mientras silbaba alegremente. Al escribir, no había advertido lo que estaba haciendo su amigo. Cuando hubo terminado, le llamó la atención el súbito silencio que reinaba en el camarote y al levantar la mirada observó que Midwinter había concentrado toda su atención en la media corona que yacía de cara sobre la mesa. Allan, sorprendido, dejó de silbar.

—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó.

—Sólo me estaba preguntando una cosa —respondió Midwinter.

—¿Qué? —insistió Allan.

—Me estaba preguntando —explicó el otro al tiempo que le devolvía la media corona— si existe eso que llaman suerte.

Media hora más tarde echaron al correo las dos cartas, y Allan, cuya continua vigilancia de la reparación del yate le había dejado hasta entonces muy pocos ratos libres, había propuesto emplear unas horas de ocio dando un paseo por Castletown. Ni siquiera el nervioso empeño de Midwinter en justificar la confianza que Mr. Brock había depositado en él pudo objetar nada contra aquella inofensiva proposición y los dos jóvenes partieron juntos para ver lo que podía ofrecerles la metrópoli de la isla de Man.

Es muy dudoso que haya en todo el mundo habitado lugar que, considerado desde el punto de vista turístico ofrezca a la atención de los forasteros tan pocos centros de interés como Castletown. Empezando por el sector marítimo, había un puerto interior con un puente levadizo para que pudiesen pasar las embarcaciones, un puerto exterior, que terminaba en un faro enano, una vista de costa llana a la derecha y una vista de costa llana a la izquierda. En el solitario centro de la ciudad había un bajo y macizo edificio gris conocido como «el castillo», había también una columna conmemorativa dedicada a un tal Gobernador Smelt, de cima plana para la estatua, pero sin ninguna imagen, y también un cuartel, donde se alojaba media compañía destacada en la isla y ante cuya única puerta montaba guardia un aburrido centinela. El gris pálido era el color que predominaba en la ciudad. Las pocas tiendas abiertas estaban separadas a frecuentes intervalos por otras cerradas y tristemente abandonadas. La aburrida ociosidad de los barqueros en tierra era en aquella ciudad tres veces más monótona; los jóvenes del barrio fumaban juntos en mudo abatimiento al socaire de un muro desnudo, chiquillos harapientos pedían limosna mecánicamente y, antes de que la mano caritativa pudiese introducirse en el piadoso bolsillo, se alejaban de nuevo, dudando, como buenos misántropos, de la bondad de los humanos a quienes suplicaban. El silencio de las tumbas se extendía desde el cementerio de la iglesia a toda la mísera ciudad. Pero un edificio de lujoso aspecto se elevaba, consolador, sobre la desolación de aquellas calles tristes. Frecuentado por los estudiantes del vecino Colegio del Rey Guillermo, aquel edificio hacía las funciones de repostería. Allí había al menos algo que un forastero podía observar a través del escaparate pues, sentados en altos taburetes, los alumnos del colegio balanceaban las piernas, movían lentamente las mandíbulas y, acallados por la horrible quietud de Castletown, engullían con gravedad los pasteles en un ambiente de lúgubre silencio.

—¡Qué me aspen si puedo seguir mirando a esos chicos y esas tartas! —exclamó Allan, apartando a su amigo de la pastelería—. Veamos si podemos encontrar algo más divertido en la próxima calle.

La primera cosa divertida que les ofreció el paseo fue un taller de tallista y dorador, que expiraba poco a poco en la última fase de decadencia comercial. En el mostrador del interior de la tienda sólo se veía la cabeza recostada de un muchacho, que dormía tranquilamente en la soledad ininterrumpida del lugar. En el escaparate se exhibían tres pequeños marcos manchados por las moscas; un rótulo, polvoriento y descuidado, que anunciaba que el local estaba en alquiler, y una estampa en colores, última de una serie que ilustraba los horrores del alcoholismo, según los más severos principios de la abstinencia. La composición (que representaba una botella de ginebra vacía, una buhardilla muy espaciosa, un lector vertical de la Sagrada Escritura y una familia horizontal expirante) pretendía atraerla atención del público con el título, totalmente incuestionable, de La Mano de la Muerte. La resolución de Allan de divertirse por la fuerza en Castletown había aguantado mucho, pero le falló al fin en esta fase de sus investigaciones. Sugirió hacer una excursión a algún otro lugar. Midwinter estuvo de acuerdo y ambos volvieron al hotel para hacer averiguaciones. Gracias a la campechanía de Allan y a su total falta de método al formular las preguntas, lo dos forasteros recibieron un alud de información referente a todos los temas, menos al que les había llevado al hotel. Descubrieron varios detalles interesantes relacionados con las leyes y la constitución de la isla de Man y con los usos y costumbres de los nativos. Para diversión de Allan, los ciudadanos de Man hablaban de Inglaterra como si se tratara de una isla contigua muy conocida, situada a cierta distancia del imperio central de la isla de Man. Los dos ingleses se enteraron también de que la feliz y pequeña nación se regía por leyes autóctonas, públicamente promulgadas una vez al año por el gobernador y dos jueces reunidos en la cima de un antiguo montículo, ocasión en la que lucían los trajes típicos. Provista de esta envidiable institución la isla gozaba además de la inestimable ventaja de un parlamento local, llamado Cámara de las Llaves, y que era una asamblea mucho más avanzada que el Parlamento de la isla vecina, en el sentido de que sus miembros prescindían del pueblo y se elegían solemnemente los unos a los otros. Con esto y otras muchas particularidades locales, explicadas por hombres de toda clase y condición, dentro y fuera del hotel, Allan fue pasando el aburrido tiempo a su propia y descuidada manera, hasta que el parloteo se fue extinguiendo por sí solo y Midwinter (que había estado hablando aparte con el dueño del hotel) le recordó en voz baja lo que les había llevado allí. Según decían, los lugares más hermosos de la isla se hallaban al oeste y al sur. En aquella zona había un pueblo de pescadores llamado Port St. Mary, con un hotel donde los viajeros podrían pernoctar. Si Allan seguía firme en la impresión que había sacado de Castletown y deseaba probar una excursión a otro lugar, sólo tenía que decirlo e inmediatamente pondrían un carruaje a su disposición. Allan aceptó el ofrecimiento sin pérdida de tiempo y, diez minutos más tarde, él y Midwinter se pusieron en camino por los desérticos parajes occidentales de la isla.

Hasta aquel momento, el día de la partida de Mr. Brock había transcurrido sin ningún suceso relevante, con incidentes en los cuales ni siquiera la nerviosa vigilancia de Midwinter advirtió nada inquietante hasta que llegó la noche; una noche que al menos uno de los dos compañeros recordaría durante toda su vida.

Antes de que los viajeros hubiesen recorrido dos millas de su camino, se produjo un accidente. El caballo se cayó y el cochero dijo que el animal se había lesionado gravemente. No había más alternativas que enviar a buscar otro carruaje a Castletown o seguir a pie hasta Port St. Mary. Midwinter y Allan decidieron caminar, pero no habían recorrido mucho camino cuando los alcanzó un caballero que iba solo en un tílburi. Se presentó cortesmente, diciendo que era médico y vivía cerca de Port St. Mary, y les invitó a subir a su coche. Siempre dispuesto a trabar nuevas amistades, Allan aceptó al punto el ofrecimiento. Él y el médico (que dijo llamarse Hawbury) charlaban ya como dos viejos amigos a los cinco minutos. Midwinter, sentado detrás de ellos, permaneció reservado y silencioso. Se separaron justo antes de llegar a Port St. Mary, delante de la casa de Mr. Hawbury, donde Allan admiró con grandes aspavientos las cristaleras de la mansión, el lindo jardín y el verde césped, y estrechó calurosamente la mano del médico al despedirse, como si se conocieran desde la infancia. Cuando llegaron a Port St. Mary, los dos amigos se encontraron en un segundo Castletown a escala reducida. Pero el paisaje de los alrededores, despejado, selvático y agreste, era digno de su fama. Dieron un paseo al declinar el día —que seguía siendo tranquilo y apacible— para ver el paraje. Después de esperar un poco para admirar la majestuosa puesta del sol tras un monte y observar el brezal y el despeñadero mientras hablaban de Mr. Brock y de su largo viaje para volver a casa, regresaron al hotel para encargar la cena. La noche fue cayendo poco a poco sobre los dos amigos y con ella la aventura que traería consigo; pero los únicos incidentes que acaecieron parecían cosa de risa cuando los recordaron más tarde. La cena fue francamente mala; la doncella parecía de lo más estúpida, el cordón de la campanilla del salón de café se quedó en las manos de Allan cuando tiró de él y, al caer, se enredó con una pastora de porcelana pintada que descansaba sobre la repisa de la chimenea y se hizo añicos en el suelo. Sucesos tan insignificantes como éstos fueron los únicos que ocurrieron antes de que se apagasen las últimas luces del crepúsculo y encendieran las velas en el salón.

Viendo que Midwinter tenía pocas ganas de conversación, después de la doble fatiga de una noche sin dormir y un día agitado, Allan lo dejó descansar en el sofá y se dirigió al pasillo del hotel, por si encontraba a alguien con quien hablar. Allí, otro incidente trivial reunió de nuevo a Allan y Mr. Hawbury y contribuyó (para bien o para mal, esto habría que verlo) a fortalecer la relación que se había iniciado entre ambos.

El bar del hotel estaba al final del pasillo y la dueña, que era quien lo atendía, estaba sirviendo una copa de licor para el médico, que acababa de entrar para charlar un poco. Después de pedir permiso, Allan se unió a la pareja para beber y charlar, y Mr. Hawbury le ofreció delicadamente la copa que la hotelera acababa de servirle. Contenía coñac con agua. El ojo clínico del médico captó el cambio que experimentó el semblante de Allan cuando éste se apartó súbitamente y pidió whisky en vez de aquello.

—Un caso de rechazo nervioso —comentó Mr. Hawbury, retirando suavemente el vaso.

La observación obligó a Allan a confesar que el olor y el sabor del coñac le producían un asco insuperable (lo cual, aunque fuese una tontería por su parte, lo avergonzaba un poco). Fuera cual fuese el líquido en que se hubiese diluido el licor, la simple presencia de éste, que detectaba inmediatamente por el gusto y el aroma, bastaba para que se marease e incluso se desmayase, si la bebida tocaba sus labios. Partiendo de esta confesión personal, la charla giró alrededor de las fobias en general y el médico reconoció, por su parte, que se tomaba un vivo interés profesional por el tema y que en su casa tenía una serie de casos curiosos que tal vez interesarían a su nuevo amigo, si Allan no tenía nada más que hacer aquella noche y se dignaba visitarlo al cabo de una hora, momento en que habría terminado su trabajo médico del día.

Después de aceptar cordialmente la invitación, que se extendió a Midwinter, si éste quería aprovecharla, Allan regresó al salón de café en busca de su amigo. Midwinter, adormilado, todavía estaba tendido en el sofá con el periódico local resbalando de una mano lánguida.

—He oído tu voz en el pasillo —dijo, soñoliento—. ¿Con quién estabas hablando?

—Con el doctor —respondió Allan—. Iré a fumar un puro con él dentro de una hora. ¿Quieres venir?

Midwinter asintió con un cansado suspiro. Siempre tímidamente reacio a contraer nuevas amistades, la fatiga aumentaba la resistencia que sentía a convertirse en huésped de Mr. Hawbury. Sin embargo, dadas las circunstancias, no tenía más remedio que ir, pues no se podía confiar en dejar solo al imprudente Allan en cualquier parte y menos en la casa de un desconocido. Desde luego, Mr. Brock no habría permitido que su discípulo visitase solo al doctor y Midwinter tenía todavía el nervioso convencimiento de que ocupaba el lugar de Mr. Brock.

—¿Qué vamos a hacer para pasar esta hora? —preguntó Allan, mirando alrededor—. ¿Hay algo de particular ahí? —añadió, observando él periódico caído y recogiéndolo del suelo.

—Estoy demasiado cansado para leer. Si encuentras algo interesante, léelo en voz alta —dijo Midwinter, pensando que la lectura lo ayudaría a mantenerse despierto.

Una parte considerable del periódico contenía resúmenes de libros publicados recientemente en Londres. Una de las obras descritas más extensamente era del género que interesaba a Allan: una narración muy sabrosa de aventuras y viajes en las tierras salvajes de Australia. Eligiendo un pasaje que describía los sufrimientos de un grupo de viajeros perdidos en una selva sin caminos y en peligro de morir de sed, Allan anunció que había encontrado una cosa que pondría la piel de gallina a su amigo y empezó seriamente a leer el extracto. Resuelto a no dormir, Midwinter siguió el relato de la aventura frase por frase, sin perderse una palabra. La discusión entre los viajeros perdidos, que se enfrentaban a la muerte por deshidratación, la resolución de seguir adelante mientras tuviesen fuerzas, la caída de un fuerte chaparrón, los vanos esfuerzos por recoger el agua de lluvia, el fugaz alivio que experimentaron al chupar la ropa mojada, los renovados sufrimientos posteriores, el avance nocturno de los más fuertes del grupo, que dejaron atrás a los más débiles, el seguimiento del rumbo marcado por una bandada de aves al amanecer, el descubrimiento del gran estanque que salvó la vida de los hombres perdidos… Todo esto iba captando trabajosamente la menguante atención de Midwinter, al tiempo que se debilitaba la voz de Allan en su oído a cada frase que leía éste. Pronto parecieron extinguirse suavemente las palabras, hasta que sólo quedó el cada vez más débil sonido de la voz. Entonces, la luz del salón fue cegándose gradualmente y los sonidos se fundieron en un silencio delicioso. Las últimas impresiones conscientes del fatigado Midwinter se desvanecieron apaciblemente.

El siguiente suceso del que tuvo conciencia fue una fuerte llamada a la puerta cerrada del hotel. Se puso en pie con la prontitud propia del hombre acostumbrado a despertarse al primer aviso. Miró rápidamente alrededor y vio que la estancia estaba vacía, y una mirada a su reloj le dijo que era casi medianoche. El ruido producido por el soñoliento criado al abrir la puerta y unas rápidas pisadas en el pasillo le infundieron el súbito presentimiento de que algo andaba mal. Cuando se disponía a salir apresuradamente para ver qué ocurría, se abrió la puerta del salón de café y el médico se plantó ante él.

—Siento molestarlo —dijo Mr. Hawbury—. No se alarme, no ocurre nada malo.

—¿Dónde está mi amigo? —preguntó Midwinter.

—En el malecón —le respondió el médico—. Hasta cierto punto, me considero responsable de lo que está haciendo ahora y opino que una persona prudente, como usted, debería estar con él.

Midwinter no necesitó oír nada más. Salió de inmediato con el médico en dirección al muelle y, durante el trayecto, Mr. Hawbury le explicó las circunstancias que lo habían inducido a ir a buscarlo al hotel.

Allan se había presentado puntualmente en la casa del médico y explicó que había dejado a su fatigado amigo tan profundamente dormido en el sofá que no había tenido valor para despertarlo. La velada había transcurrido agradablemente y la conversación había girado en torno a muchos temas, hasta que, en mala hora, se le había ocurrido insinuar que era aficionado a la navegación a vela y que tenía en el muelle una embarcación de recreo de su propiedad. Entusiasmado al instante por su tema predilecto, Allan no había dejado a su amable anfitrión más alternativa que llevarlo al muelle para enseñarle la barca. La belleza de la noche y la suavidad de la brisa habían hecho el resto, infundiendo en Allan un deseo irresistible de navegar a la luz de la luna. Imposibilitado de acompañar a su invitado por exigencias profesionales que lo obligaban a permanecer en tierra, el médico, sin saber qué hacer, había decidido molestar a Midwinter, antes que asumir la responsabilidad de permitir a Mr. Armadale (por muy avezado que estuviese al mar) emprender una excursión a vela, en plena noche y completamente solo.

Cuando terminó la explicación, Midwinter y el médico habían llegado al muelle. Allí, naturalmente, encontraron al joven Armadale en la barca, izando la vela y cantando alegremente el ¡You-heave-ho! de los marineros, a voz en grito.

—¡Adelante, viejo amigo! —gritó Allan—. ¡Llegas justo a tiempo para divertirte a la luz de la luna!

Midwinter sugirió que era mejor dejar la diversión para el día a fin de tomar unas horas de reposo en la cama.

—¡La cama! —exclamó Allan. Por lo visto, la hospitalidad del médico no había calmado la atolondrada animación del joven Armadale—. ¿Lo ha oído, doctor? ¡Cualquiera diría que tiene noventa años! ¿Quieres irte a la cama, vieja marmota? Mira esto… ¡y piensa en la cama, si puedes!

Señaló el mar. La luna brillaba en un cielo sin nubes, la brisa nocturna soplaba suave y continuamente desde tierra, las aguas tranquilas ondeaban alegremente en el silencio y la gloria de la noche. Midwinter se volvió al médico con cara de circunstancias: había visto lo suficiente para saber que toda palabra de amonestación sería en vano.

—¿Cómo está la marea? —preguntó.

Mr. Hawbury le informó.

—¿Están los remos a bordo?

—Sí.

—Yo estoy muy acostumbrado al mar —explicó Midwinter mientras bajaba los escalones del muelle—. Puede usted confiar en mí para que cuide de mi amigo y también de la barca.

—¡Buenas noches, doctor! —gritó Allan—. Su whisky es delicioso; su barca estupenda y usted, el mejor compañero que he tenido en mi vida.

El médico se echó a reír y agitó la mano, y la barca se deslizó al exterior del puerto, con Midwinter al timón.

Como soplaba la brisa, se encontraron muy pronto frente a la punta de tierra del oeste que limita la bahía de Poolvash y se planteó la cuestión de si saldrían a alta mar o bordearían la costa. Lo más prudente, por si amainaba el viento, era no alejarse de tierra. Midwinter cambió el rumbo de la barca y navegaron suavemente en dirección sudoeste, sin separarse de la costa.

Poco a poco aumentó la altura de los acantilados y las rocas, agrupadas desordenadamente y melladas, mostraban negras aberturas como fauces en el lado que daba al mar. Frente al escarpado promontorio llamado Spanish Head, Midwinter miró inquieto el reloj. Pero Allan le suplicó media hora más para echar un vistazo al famoso canal del Sound, adonde se acercaban ahora rápidamente y del que había oído algunos relatos sorprendentes por parte de los hombres que trabajaban en el yate. El cambio de rumbo que Midwinter tuvo que imprimir a la barca, para complacer a su amigo, la dejó más a merced del viento y les permitió ver, a un lado, el espléndido panorama de la costa meridional de la isla de Man, y al otro, los negros precipicios del islote llamado Calf, separado de tierra firme por el oscuro y peligroso canal del Sound.

Una vez más Midwinter consultó el reloj.

—Ya hemos ido bastante lejos —anunció—. ¡Cuida de la escota!

—¡Espera! —le gritó Allan desde la proa—. ¡Santo Dios! ¡Hay un barco naufragado delante de nosotros!

Midwinter dejó que la barca avanzase un poco más y miró hacia el punto que señalaba su compañero.

Allí, encallado a medio camino entre ambas márgenes rocosas del Sound para no volver a levantarse de su sumergido lecho de roca, abandonado y solitario en la noche tranquila, negro y fantasmal bajo la amarillenta luz de la luna, yacía el barco naufragado.

—Conozco esa nave —dijo Allan, con gran excitación—. Ayer oí hablar de ella a mis trabajadores. Se metió aquí, durante una noche oscura, cuando ninguna luz podía orientarla. Es un viejo y gastado mercante, Midwinter, y los agentes marítimos lo han comprado para desguazarlo. Acerquémonos y echémosle un vistazo.

Midwinter vaciló. Sus viejas aficiones de marinero le inclinaban fuertemente a seguir la sugerencia de Allan, pero el viento amainaba deprisa y temía las corrientes y los remolinos del canal.

—Es un lugar peligroso para una barca cuando se desconoce el paraje —dijo.

—¡Tonterías! —replicó Allan—. Ésta barca es muy ligera y flotaría sobre medio metro de agua.

Antes de que Midwinter pudiese responder, la corriente arrastró la barca hacia el canal en dirección al barco encallado.

—Arría la vela —ordenó Midwinter— y monta los remos. Queramos o no, nos estamos echando sobre el barco.

Acostumbrados ambos a manejar los remos, dominaron lo suficiente el curso de la barca para mantenerla en el lado menos turbulento del canal, el lado más cercano al islote de Calf. Al acercarse rápidamente al barco, Midwinter cedió su remo a Allan y, en el momento oportuno, agarró con el bichero la cadena de proa de la nave. Un instante después, la barca estaba a salvo a sotavento del buque encallado.

La escala que empleaban los trabajadores pendía de la borda. Midwinter trepó por ella con la cuerda de la barca entre los dientes, ató un cabo y arrojó el otro a Allan, que seguía en la barca.

—Sujétala fuerte y espera a que me asegure de que todo anda bien a bordo.

Dichas estas palabras, desapareció detrás de la borda.

—¿Esperar? —dijo Allan, asombrado ante la excesiva precaución de su amigo—. ¿Qué diablos significa esto? ¡Qué me aspen si me quedo aquí! ¡Dónde vaya uno de nosotros, puede ir también el otro!

Ató el extremo de la cuerda a la bancada de proa de la barca, trepó por la escala y se plantó en un instante sobre la cubierta.

—¿Qué es eso tan terrible que ocurre a bordo? —preguntó sarcásticamente cuando se reunió con su amigo.

Midwinter sonrió.

—Nada en absoluto —respondió—. Pero no podía estar seguro de que teníamos todo el barco para nosotros hasta haber echado un vistazo alrededor.

Allan dio una vuelta por cubierta y observó atentamente la nave desde la proa hasta la popa.

—No vale gran cosa —comentó—. Los franceses suelen construir barcos mejores.

Midwinter cruzó la cubierta y miró a Allan en silencio.

—¿Los franceses? —repitió, después de una pausa—. ¿Es francés este barco?

—Sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijeron los hombres que trabajan en el yate. Lo saben todo acerca de él.

Midwinter se acercó un poco más. Miró a Allan a los ojos. Su cara morena aparecía inexplicablemente pálida a la luz de la luna.

—¿Dijeron a qué clase de transporte se dedicaba?

—Sí. Al transporte de madera.

Cuando Allan dio esta respuesta, la mano morena del otro se cerró con fuerza sobre su hombro y los dientes de Midwinter castañetearon como a impulso de un repentino escalofrío.

—¿Mencionaron su nombre? —preguntó, con una voz que se extinguió de pronto en un murmullo.

—Creo que sí. Pero lo he olvidado. Pero cálmate, amigo mío; me estás haciendo daño en el hombro con tu garra.

—Ése nombre… —Se interrumpió, apartó la mano y se enjugó las grandes gotas de sudor que le perlaban la frente—. Ése nombre, ¿era La Grâce de Dieu?

—¿Cómo diablos lo has sabido? Efectivamente, así se llama. La Grâce de Dieu.

Midwinter subió de un salto a la borda del barco encallado.

—¡La barca! —exclamó con un grito de horror que rompió el silencio de la noche e hizo que Allan se pusiera al instante a su lado.

El extremo inferior de la cuerda mal atada pendía sobre el agua y allá al frente, por el sendero marcado por la luz de la luna, se alejaba, flotando, un pequeño bulto negro. La corriente arrastraba la barca.