CAPÍTULO III

Termina el diario

Londres, 19 de noviembre.

Estoy sola de nuevo en la gran ciudad; sola, por primera vez, desde nuestra boda. Hace casi una semana que inicié mi viaje de regreso a casa, dejando a Midwinter en Turín.

Los días han estado tan llenos de sucesos desde que empezó el mes, y yo tan agobiada, mental y físicamente, durante la mayor parte del tiempo, que descuidé lastimosamente mi diario.

Unas pocas notas, escritas tan de prisa y tan confusas que apenas yo misma puedo entenderlas, son todo lo que poseo para recordar lo que ocurrió desde la noche en que el yate de Armadale zarpó de Nápoles. Intentaré poner orden en ellas, sin más pérdida de tiempo, y veré si puedo recordar las circunstancias tal como sucedieron, desde el comienzo del mes.

El tres de noviembre, estando nosotros todavía en Nápoles, Midwinter recibió una carta escrita a vuelapluma por Armadale y fechada en Mesina. «El tiempo —decía— ha sido magnífico, y el yate ha hecho una de las más veloces travesías que se han registrado. La tripulación tenía un aspecto bastante rudo, pero el capitán Manuel y su piloto inglés (el último calificado como “un tipo estupendo”) los manejaron admirablemente». Después de este afortunado comienzo, Armadale había decidido, naturalmente, prolongar el crucero y, a sugerencia del capitán, visitar algunos puertos del Adriático que aquél había descrito como llenos de atractivos y dignos de verse.

Seguía una posdata, explicando que Armadale había escrito apresuradamente para alcanzar el vapor de Nápoles, y que había abierto de nuevo la carta antes de enviarla, para añadir algo que había olvidado. El día antes de zarpar el yate, había estado en el banco para hacerse con «unos cientos en oro» y creía que se había dejado olvidada allí su petaca. Era una vieja amiga suya y pedía a Midwinter que le hiciese el favor de recobrarla y guardarla hasta que se viesen de nuevo.

Ésta era la substancia de la carta. Reflexioné profundamente sobre ella cuando Midwinter me dejó sola, después de leerla. Entonces pensé (y sigo pensando) que Manuel no había persuadido a Armadale a viajar por un mar como el Adriático, menos frecuentado por los barcos que el Mediterráneo, sin más intención que la que había expuesto. Los términos en que mencionaba la insignificante pérdida de la petaca, me chocaron también como indicadores de lo que iba a suceder. Saqué la conclusión de que los pagarés de Armadale no habían sido convertidos en «unos cientos en oro» por su propia previsión o práctica mercantil. Sospeché que Manuel había influido también en esto, y una vez más, por sus propias razones. A intervalos, durante toda la noche de insomnio, estas consideraciones acudieron repetidamente a mi mente, y una y otra vez apuntaron obstinadamente (en lo tocante a mis próximos movimientos) en una sola dirección: la vuelta a Inglaterra.

Cómo llegar hasta allí y, sobre todo, cómo llegar sin ser acompañada por Midwinter, era más de lo que mi ingenio podía descubrir aquella noche. Traté y traté de resolver la dificultad, y me quedé dormida, agotada, después de amanecer, sin haberla resuelto.

Unas horas más tarde, en cuanto me hube vestido, entró Midwinter con noticias recibidas aquella mañana de sus patronos de Londres. Los propietarios del periódico habían recibido del director un informe tan favorable sobre su corresponsal en Nápoles que habían decidido ascenderle a un puesto de mayor responsabilidad y mejor pagado, en Turín. Se le daban instrucciones en la carta y se le pedía que se trasladase de Nápoles a su nuevo puesto sin pérdida de tiempo.

Al oír esto, y antes de que pudiese preguntármelo, le tranquilicé asegurándole que me complacía el traslado. Turín tenía, a mis ojos, el gran atractivo de estar en el camino de Inglaterra. Le dije, inmediatamente, que estaba lista para emprender el viaje en cuanto dispusiera.

Me dio las gracias por adaptarme a sus planes, con aquellas antiguas gentilezas que no había en él desde hacía algún tiempo. Las buenas noticias de Armadale, del día anterior, parecían haberle reanimado un poco del abatimiento en que se había sumido al zarpar el yate. Y ahora, la perspectiva de un ascenso en su profesión, y más aún, la de abandonar el lugar fatal donde se había convertido en realidad la tercera Visión del Sueño, le habían animado y aliviado todavía más (según confesó él mismo). Me preguntó, antes de salir para preparar el viaje, si esperaba saber de mi «familia» de Inglaterra, y si debía dar instrucciones para que mi correspondencia fuese remitida, junto con la suya, al apartado de correos de Turín. Le di las gracias y acepté inmediatamente su ofrecimiento. Su proposición me había sugerido, al instante, que las circunstancias de mi fingida «familia» podían servirme una vez más como razón de que fuese inesperadamente llamada a Inglaterra.

El día nueve de aquel mes, nos instalamos en Turín.

El trece, Midwinter (que estaba entonces muy ocupado) me preguntó si podía ahorrarle una pérdida de tiempo yendo a buscar las cartas que hubiesen podido llegar para nosotros desde Nápoles. Yo había esperado la oportunidad que ahora me ofrecía él, y decidí aprovecharla, sin vacilar. No había ninguna carta para nosotros en el apartado de correos, pero, cuando él me preguntó a mi regreso, le dije que había una carta para mí, con noticias alarmantes de casa. Mi madre estaba gravemente enferma, y me suplicaban que fuese a toda prisa a Inglaterra para verla.

Parece totalmente inconcebible (ahora que estoy lejos de él), pero es verdad, que ni siquiera entonces pudiese decirle una mentira premeditada sin un sentimiento de aprensión y de vergüenza que otras personas considerarían, y yo misma considero, como totalmente incongruentes con un carácter como el mío. Incongruentes o no, las sentí. Y aunque parezca todavía más extraño (tal vez debería decir más absurdo), si él hubiese insistido en su primera resolución de acompañarme a Inglaterra, en vez de permitir que viajase sola, creo firmemente que habría vuelto por segunda vez la espalda a la tentación y me habría dejado llevar por el antiguo sueño de vivir una vida feliz e inofensiva en el amor de mi marido.

¿Me estoy engañando en esto? No importa; me atrevo a decir que sí. Me tiene sin cuidado lo que podría haber ocurrido. Lo que ocurrió es lo único que tiene ahora importancia.

La cosa terminó con Midwinter dejándose convencer de que yo era lo bastante mayor para cuidar de mí misma en el viaje a Inglaterra y de que él se debía a la gente del periódico, que había puesto sus intereses en sus manos, y no podía abandonar Turín cuando acababa de establecerse allí. Cuando se despidió de mí, no sufrió tanto como cuando se había despedido de su amigo. Lo comprendí y valoré como era debido el interés que manifestó en que no dejase de escribirle. Por fin he superado mi debilidad en lo tocante a él. Ningún hombre que realmente me amase habría puesto lo que debía a la gente del periódico por encima de lo que debía a su mujer. ¡Le odio por dejarme que le convenciese! Creo que se alegró de librarse de mí. Creo que ha visto alguna mujer que le gusta en Turín. Bueno, dejemos que siga su nuevo capricho, si así le place. Yo seré muy pronto la viuda de Mr. Armadale de Thorpe-Ambrose, ¿y qué me importará entonces lo que le guste o disguste a Midwinter? Los acontecimientos del viaje no fueron dignos de mención y mi llegada a Londres la he registrado ya al principio de la nueva página.

En cuanto a hoy, lo único que he hecho de alguna importancia, desde que llegué al hotel barato y tranquilo donde me alojo ahora, ha sido enviar a buscar al patrón y pedirle que me ayude a encontrar los números atrasados de The Times. Se ha ofrecido amablemente a acompañarme mañana por la mañana a un lugar de la ciudad donde están todos los periódicos, según él dice, archivados. Así pues, tengo que dominar hasta mañana mi impaciencia por ver si hay noticias de Armadale. ¡Y buenas noches a la bonita imagen de mí misma que aparece en estas páginas!

Noviembre, 20.

Ninguna noticia todavía, en la columna necrológica ni en cualquier otra parte del periódico. Examiné cuidadosamente cada uno de los números partiendo del día en que nos escribió Armadale desde Mesina, hasta el actual veinte de noviembre, y estoy segura de que, si ha ocurrido algo, nada se sabe aún en Inglaterra. ¡Paciencia! Hemos convenido en que tendré el periódico sobre la mesa del desayuno, cada mañana hasta nuevo aviso, y cualquier día puedo enterarme de lo que más deseo saber.

Noviembre, 21.

Ninguna noticia todavía. He escrito a Midwinter para guardar las apariencias. Cuando hube terminado la carta, me sentí (no sé por qué) terriblemente desanimada y tan ansiosa de un poco de compañía que, sin saber a qué otro sitio ir, me dirigí a Pimlico, por si Mamá Oldershaw hubiese vuelto a su antigua residencia.

El lugar ha cambiado desde mi anterior estancia en Londres. El lado de la casa correspondiente al doctor Downward estaba aún vacío. Pero la tienda tenía un aspecto más alegre y estaba ocupada por una modista de trajes y sombreros. Cuando entré para preguntar, sólo encontré desconocidos. Sin embargo no vacilaron en darme la nueva dirección de Mrs. Oldershaw, de lo cual infiero que la pequeña «dificultad» que la obligó a esconderse el pasado agosto se habrá resuelto al fin en lo tocante a ella. En cuanto al médico, los de la tienda no sabían o pretendieron no saber qué había sido de él.

No sé si fue la vista de la casa de Pimlico lo que me asqueó, o si fue mi propia perversidad o alguna otra cosa. Pero lo cierto es que cuando conseguí la dirección de Mrs. Oldershaw, tuve la impresión de que era la persona que menos deseaba ver en el mundo.

Tomé un simón y dije al cochero que me llevase a la calle donde vivía ella, pero después le ordené que volviese al hotel. No sé lo que me pasa, a menos que pueda atribuirlo a mi creciente impaciencia por tener información sobre Armadale. ¿Cuándo parecerá el futuro un poco menos sombrío? Mañana es sábado. ¿Levantará el velo el periódico de mañana?

Noviembre, 22.

¡El periódico del sábado ha levantado el velo! Las palabras no pueden expresar el pánico y el asombro con que escribo. Nunca había previsto una cosa así, y no puedo creerlo ahora que ha ocurrido. ¡El viento y las olas se convirtieron en mis cómplices! El yate se hundió en el mar, ¡y perecieron todos los que iban en él!

He aquí el relato que figura en el periódico de esta mañana:

Desastre en el mar

El Royal Yacht Squadron y los aseguradores han recibido noticias, lamentamos decir que fidedignas, de la pérdida total, el día cinco de este mes, del yate Dorothea, con todas las personas que iban a bordo. He aquí los particulares: Al amanecer del día seis, el bergantín italiano Speranza, procedente de Venecia, y con rumbo a Marsala, descubrió algunos objetos flotantes delante del cabo de Spartivento (en el extremo meridional de Italia) que llamaron la atención a los tripulantes del barco. El día anterior se había caracterizado por una de las más graves, súbitas y violentas tormentas, peculiares de estos mares del sur, que se recordaban desde hacía muchos años. Como el Speranza había estado en peligro durante el vendaval, el capitán y los tripulantes llegaron a la conclusión de que aquellos objetos eran huellas de un naufragio, y arriaron un bote para examinarlo. Un gallinero, algunos palos rotos y fragmentos de tablas fueron las primeras pruebas que se descubrieron de la terrible catástrofe que se había producido. Después se encontraron piezas ligeras del mobiliario de los camarotes, arrancadas y destrozadas. Y por último, apareció una triste clave del suceso, en forma de un salvavidas con una botella tapada sujeta a él. Estos últimos objetos, junto con los restos de los muebles, fueron subidos a bordo del Speranza. En el salvavidas figuraba el nombre de la embarcación: Dorothea, R.Y.S. (que significa Royal Yacht Squadron). Al ser descorchada la botella, se vio que contenía una hoja de papel, con las siguientes líneas escritas precipitadamente en lápiz: «Frente al cabo de Spartivento, a dos días de Mesina. Nov., 5, 4 tarde (la hora en que, según el cuaderno de bitácora del bergantín italiano, había sido más fuerte el temporal). Nuestros dos botes han sido tragados por el mar. El timón ha desaparecido, y tenemos una vía de agua a popa que no podemos cerrar. Que el Señor nos valga, nos estamos hundiendo. (Firmado). John Mitchenden, piloto». Al llegar a Marsala, el capitán del bergantín informó al cónsul británico y le entregó los objetos encontrados. Gestiones realizadas en Mesina dieron por resultado saber que la infortunada embarcación había llegado allí desde Nápoles. En este puerto, se averiguó que el Dorothea había sido alquilado al agente del propietario por un caballero inglés, Mr. Armadale, de Thorpe-Ambrose, Norfolk. No ha podido saberse con certeza si había a bordo algún amigo de Mr. Armadale. Pero, desgraciadamente, es indudable que el infortunado caballero navegó en el yate desde Nápoles y estaba también a bordo cuando la embarcación zarpó de Mesina.

Ésa es la historia del naufragio, tal como la refiere el periódico en pocas y claras palabras. Me da vueltas la cabeza; mi confusión es tan grande que pienso en cincuenta cosas diferentes, tratando de pensar en una sola. Tengo que esperar… (un día más o menos no tiene ahora importancia), debo esperar hasta que pueda enfrentarme con mi nueva posición, sin sentirme perpleja.

23 de noviembre, ocho de la mañana.

Me he levantado hace una hora, y veo claramente el primer paso que he de dar, en las actuales circunstancias.

Es de máxima importancia para mí saber lo que pasa en Thorpe-Ambrose, y sería una terrible imprudencia aventurarme a ir allí en persona, estando completamente a oscuras en esta cuestión.

La única alternativa es escribir a alguien del lugar, pidiéndole noticias, y la única persona a quien puedo escribir es… Bashwood.

He terminado la carta. He consignado que es «particular y confidencial» y la he firmado «Lydia Armadale». No hay nada en ella que pueda comprometerme, si el viejo imbécil está terriblemente ofendido por el trato que le di y muestra maliciosamente mi carta a otras personas. Pero no creo que lo haga. Un hombre de su edad lo perdona todo a una mujer, si ésta se lo propone. Le he pedido, como favor personal, que mantenga por ahora en secreto nuestra correspondencia. Le he insinuado que mi vida de casada con mi difunto esposo no había sido feliz, y que comprendo que es una imprudencia casarse con un hombre joven. En una posdata he ido todavía más lejos y he añadido descaradamente estas consoladoras palabras: «Podré explicarle, querido Mr. Bashwood, lo que pudo parecer falso y engañoso en mi conducta para con usted, si me da la oportunidad de hacerlo». Si tuviese menos de sesenta años, dudaría del resultado. Pero tiene más y creo que me concederá esa oportunidad.

Las diez.

He estado mirando la copia de mi certificado de matrimonio que tuve la precaución de procurarme el día de la boda, y he descubierto, para mi indecible espanto, un posible obstáculo a mi presunta condición de viuda de Armadale, que he advertido ahora por primera vez.

La descripción de Midwinter (bajo su verdadero nombre) que consta en el certificado, responde, en todos los datos importantes, a la que habría correspondido al Armadale de Thorpe-Ambrose, si me hubiese casado realmente con él. Nombre y apellido: Allan Armadale. Edad: veintiún años, en vez de veintidós, pero esto puede atribuirse fácilmente a un error. Estado: Soltero. Rango o profesión: Caballero. Residencia el día de la boda: Frant’s Hotel, Darley Street. Nombre y apellido del padre: Allan Armadale. Rango o profesión del padre: Caballero: Todos los datos (salvo la diferencia de un año en la edad) que eran aplicables a uno, lo eran también al otro. Pero supongamos que, al mostrar mi copia del certificado, algún abogado entrometido se empeñase en ver el original. La escritura de Midwinter no puede ser más diferente de la de su amigo muerto. La firma estampada en el libro registro no podría pasar en modo alguno por la de Armadale de Thorpe-Ambrose.

¿Puedo actuar con seguridad en este asunto, con una sima como la que veo abierta aquí ante mis pies? ¿Cómo saberlo? ¿Dónde puedo encontrar una persona de experiencia que me informe? Debo cerrar mi diario y pensar.

Las siete.

Mis perspectivas han cambiado de nuevo desde que escribí los párrafos anteriores. He recibido un aviso de que tenga cuidado en el futuro, que no debo desdeñar, y he logrado (al menos así lo creo), el consejo y la ayuda que tanto necesito.

Después de tratar en vano de pensar en alguna persona mejor a quien confiar la dificultad que me inquieta, he hecho virtud de la necesidad y he querido sorprender a M. Oldershaw con una visita de su querida Lydia. Casi inútil añadir que resolví sondearla cuidadosamente y no confiarle ningún secreto de importancia.

Una adusta, solemne y vieja doncella me abrió la puerta. Al preguntarle por su señora, me recordó enérgicamente que había cometido una impertinencia al pretender visitarla en domingo. Si Mrs. Oldershaw estaba en casa, era solamente porque su delicado estado de salud le impedía ir a la iglesia. La criada consideraba muy improbable que su señora me recibiese. Yo, por el contrario, consideré muy probable que me honrase concediéndome una entrevista en su propio interés, si me hacía anunciar como Miss Gwilt, y los hechos demostraron que no me había equivocado. Después de hacerme esperar unos minutos, fui conducida al salón.

Allí estaba mamá Jezabel, con el aire de la mujer que se toma un descanso en el camino hacia el cielo, llevando una bata de color pizarra con mitones grises en las manos, una cofia sencilla y seria en la cabeza y un libro de sermones sobre la falda. Puso devotamente los ojos en blanco al verme, y éstas fueron sus primeras palabras: «¡Oh, Lydia! ¡Lydia! ¿Por qué no estás en la iglesia?».

Si hubiese estado yo menos inquieta, la súbita representación de un personaje completamente nuevo por parte de Mrs. Oldershaw me habría divertido. Pero no estaba de humor para reír y (habiendo satisfecho todos mis pagarés) no tenía ninguna obligación de restringir mi natural libertad de palabra. «¡Déjate de tonterías! —le dije—. Guárdate en el bolsillo tu máscara de los domingos. Tengo que enterarte de algunas novedades, acaecidas después de la última vez que te escribí desde Thorpe-Ambrose».

En cuanto mencioné Thorpe-Ambrose, la vieja hipócrita puso de nuevo los ojos en blanco y se negó rotundamente a oír una palabra más sobre el tema de mis actuaciones en Norfolk. Insistí, pero fue completamente inútil. Mamá Oldershaw sacudió la cabeza y gruñó, y me informó de que su relación con las pompas y vanidades del mundo había terminado para siempre. «¡He vuelto a nacer, Lydia! —dijo la vieja sinvergüenza, enjugándose los ojos—. Nada me inducirá a volver a hablar del tema de tus malignos propósitos fundados en la estupidez de un joven rico».

Después de oír esto, hubiese debido marcharme en el acto, y lo habría hecho de no haber sido por una consideración que me entretuvo un momento más.

Ahora era fácil ver que las circunstancias (fuesen cuales fueren) que habían obligado a mamá Oldershaw a esconderse, en ocasión de mi anterior visita a Londres, habían sido lo bastante graves para obligarla a renunciar, o parecer renunciar, a su antiguo negocio. Y era igualmente claro que le había resultado ventajoso (como lo es, en cierto modo, para todo el mundo en Inglaterra) encubrir cuidadosamente lo más visible de su carácter con un barniz de gazmoñería. Pero esto no era de mi incumbencia, y habría hecho estas reflexiones en la calle, y no dentro de la casa, si mis intereses no me hubiesen inducido a poner a prueba la sinceridad de la reforma de mamá Oldershaw, en lo que podía afectar a sus pasadas relaciones conmigo. Recordé que, cuando me había equipado para nuestra empresa, había yo firmado cierto documento que le daba un importante interés pecuniario en mi triunfo, si llegaba a ser Mrs. Armadale de Thorpe-Ambrose. La oportunidad de convertir aquel infame trozo de papel en piedra de toque era demasiado tentadora para desdeñarla. Pedí permiso a mi devota amiga para decir una última palabra antes de marcharme.

«Como ya no tienes interés en mis malignos propósitos con referencia a Thorpe-Ambrose —le dije—, tal vez me devolverás el documento que firmé cuando no eras una persona tan ejemplar como ahora».

La vieja y desvergonzada hipócrita cerró inmediatamente los ojos y se estremeció.

«¿Significa esto sí, o no?», le pregunté.

«Por motivos morales y religiosos, Lydia —dijo Mrs. Oldershaw—, significa no».

«Por razones malignas y mundanas —le repliqué— quiero darte las gracias por mostrarme tus cartas».

Ciertamente, ahora ya no cabía duda sobre lo que realmente se proponía. No correría más riesgos, ni mi prestaría más dinero; dejaría que ganase o perdiese sin su ayuda. Si perdía, no se vería comprometida. Si ganaba, sacaría el documento que yo había firmado y se aprovecharía de él sin el menor remordimiento. En mi actual situación, habría sido una pérdida de tiempo y de palabras prolongar la conversación con inútiles recriminaciones por mi parte. Guardé el aviso en mi memoria para su ulterior empleo y me levanté para marcharme.

En el momento en que abandoné mi silla, se oyeron dos fuertes golpes en la puerta de la calle. Evidentemente, Mrs. Oldershaw los reconoció. Se levantó apresuradamente y tocó la campanilla. «Me encuentro demasiado mal para recibir a nadie —dijo, cuando apareció la criada—. Espera un momento, por favor», añadió, volviéndose rápidamente a mí cuando la mujer se hubo marchado para abrir la puerta.

Sé que fue una pequeña, muy pequeña, trastada por mi parte; pero la tentación de contrariar a mamá Jezabel, incluso en una cosa baladí, fue demasiado fuerte para que pudiese resistirla. «No puedo esperar —le dije—. Acabas de recordarme que debería estar en la iglesia». Y antes de que pudiese responder, salí de la habitación.

Cuando ponía el pie en el primer peldaño de la escalera, se abrió la puerta de la calle y una voz de hombre preguntó si Mrs. Oldershaw estaba en casa.

Inmediatamente reconocí aquella voz. ¡Era la del doctor Downward!