CAPÍTULO IV
La sombra del pasado
Sobre la cubierta del barco maderero, uno al oscuro abrigo de la borda, y el otro plantado audazmente bajo la luz amarilla de la luna, los dos amigos se volvieron cara a cara y se miraron en silencio. Un momento después, la inveterada despreocupación de Allan captó el lado grotesco de la situación. Se sentó a horcajadas sobre la borda y estalló en una fuerte y jactanciosa carcajada.
—Todo ha sido por mi culpa —admitió—, pero no podemos hacer nada. Henos aquí, presos en una trampa tramada por nosotros mismos, ¡y allá que se va la barca del doctor! Sal de la sombra, Midwinter, apenas te veo y me gustaría saber qué vamos a hacer ahora.
Midwinter no respondió ni se movió. Allan bajó de la borda y, después de subir al castillo de proa, contempló atentamente las aguas del Sound.
—Una cosa es segura. Con la corriente en aquel lado y las rocas sumergidas en éste, es imposible que salgamos nadando de este apuro. Esto es cuanto puedo observar desde este lado del barco. Veamos cómo se presentan las cosas vistas desde el otro extremo. ¡Animo, compañero! —gritó alegremente al pasar junto a Midwinter—. Ven conmigo y veamos qué nos muestra esta vieja bañera desde la popa.
Se alejó saltando, con las manos en los bolsillos y tarareando el estribillo de una humorística canción.
Su voz no había producido efecto visible en su amigo, pero al ligero contacto de su mano al pasar, Midwinter se sobresaltó y salió lentamente de la sombra de la borda.
—¡Vamos! —gritó Allan, quien interrumpió un momento su canción y miró hacia atrás.
El otro lo siguió, todavía sin pronunciar palabra. Se detuvo tres veces antes de llegar a la popa del barco: la primera, para levantarse el sombrero y echar atrás los cabellos de la frente y de las sienes; la segunda, para agarrarse un instante a un cáncamo, cuando los pies le vacilaron, y la tercera (aunque Allan era claramente visible a pocas yardas delante de él), para mirar cautelosamente hacia atrás, con la furtiva atención de quien parece oír pisadas tras él en la oscuridad.
—¡Todavía no! —murmuró para sí, escrutando con la mirada el aire vacío—. Lo veré a popa, con la mano en la cerradura de la puerta del camarote.
La popa del barco encallado aparecía despejada, ya que habían amontonado la carga de madera en otras partes de la nave. Allí, lo único visible sobre la lisa superficie de la cubierta era la baja estructura de madera donde se hallaba la puerta del camarote y que ocultaba la escalera de éste. Se habían llevado la caseta del timón y la bitácora, pero la entrada del camarote y todo lo que pertenecía a éste permanecían intactos. La escotilla y la puerta estaban cerradas.
Al llegar a la parte posterior de la nave, Allan se dirigió inmediatamente a la popa y observó el mar por encima del pasamano de la borda.
No se veía ninguna barca en parte alguna de las aguas silenciosas iluminadas por la luna. Sabiendo que la vista de Midwinter era mejor que la suya, gritó:
—Ven aquí y mira si hay algún pescador que pueda oírnos.
No recibió respuesta y miró hacia atrás. Midwinter lo había seguido hasta el camarote y se había detenido allí. Lo llamó de nuevo, esta vez más fuerte y le dirigió un ademán al paciente para que se acercase. Midwinter lo había oído, ya que levantó la cabeza, pero no se movió del sitio. Permaneció donde estaba, como si hubiese llegado al límite del barco y no pudiese seguir avanzando.
Allan retrocedió y se reunió con él. No resultaba fácil descubrir lo que estaba mirando, pues tenía vuelta la cabeza a la luz de la luna, pero al parecer tenía la mirada fija en la puerta del camarote con una extraña expresión interrogadora.
—¿Hay algo que ver ahí? —preguntó Allan—. Veamos si está cerrada.
Cuando avanzo un paso para abrir la puerta, la mano de Midwinter lo agarró de pronto por el cuello de la chaqueta y lo obligó a retroceder. Un momento después, la mano aflojó la presión, sin soltar su presa, y tembló violentamente, como la de un hombre a quien le fallasen las fuerzas.
—¿Tengo que considerarme bajo arresto? —preguntó Allan, medio asombrado y medio divertido—. ¿Por qué, válgame Dios, no dejas de mirar la puerta del camarote? ¿Has oído algún ruido sospechoso? No debemos molestar a las ratas, si es lo que te inquieta, porque no llevamos ningún perro con nosotros. ¿Hombres? En todo caso, no pueden estar vivos, porque nos habrían oído y habrían subido a cubierta. ¿Muertos? ¡Imposible! Ningún marinero del barco habría podido ahogarse en un sitio como ése, a menos que se hubiese roto la quilla, y como puedes ver la nave está entera y sólida como una catedral. ¡Pero cómo te tiembla la mano! ¿Qué hay en ese viejo y maldito camarote que te asusta tanto? ¿Por qué tiemblas y te estremeces de este modo? ¿Hay algún ser sobrenatural a bordo? ¡Qué Dios nos ampare!, como dicen las viejas. ¿Has visto un fantasma?
—¡Veo dos! —respondió el otro, impulsado por una loca tentación de revelar la verdad—. ¡Dos! —repitió, jadeando, mientras trataba en vano de reprimir las horribles palabras—. El fantasma de un hombre como tú, ¡qué se ahoga en el camarote! Y el fantasma de un hombre como yo, ¡qué cierra la puerta!
Una vez más, las francas carcajadas del joven Armadale sonaron fuertes y prolongadas en el silencio de la noche.
—¿Está cerrada la puerta del camarote? —preguntó Allan, en cuanto su risa le permitió hablar—. Una vil y diabólica acción por parte de tu fantasma, señor Midwinter. Después de esto, lo menos que puedo hacer es dejar salir al mío del camarote y encargarle el gobierno del barco.
Aprovechando por un breve instante su superioridad física, se zafó fácilmente de la mano de Midwinter.
—¡Eh, tú! —gritó alegremente, al tiempo que asía el tirador de la puerta del camarote y la abría de golpe—. Fantasma de Allan Armadale, ¡sube a cubierta! —En su terrible ignorancia de la verdad, asomó la cabeza sobre el umbral y miró hacia abajo, riendo, precisamente al sitio donde su padre había muerto asesinado—. ¡Puah! —exclamó, echándose repentinamente atrás, con un estremecimiento de asco—. El aire apesta y el camarote está inundado.
Era verdad. Las rocas sumergidas donde había encallado la nave habían perforado las tablas inferiores de popa y el agua se había filtrado a través de la madera agrietada. Allí, en el lugar donde se había cometido el crimen, la semejanza entre el pasado y el presente era total. Tal como había sido el camarote en tiempos de los padres, así era ahora el camarote en tiempos de los hijos.
Allan cerró la puerta con el pie, un poco sorprendido del súbito silencio que había guardado su amigo desde el momento en que él había asido el tirador. Cuando se volvió a mirar, inmediatamente descubrió la causa de aquel silencio. Midwinter estaba tendido sobre la cubierta. Yacía inconsciente delante de la puerta, vuelta hacia arriba la cara blanca e inmóvil, iluminada por la luna, como la de un muerto.
Allan corrió a su lado. Se apoyó la cabeza de Midwinter sobre la rodilla y miró inútilmente alrededor, como buscando ayuda en un lugar donde no había posibilidad de encontrarla.
¿Qué voy a hacer? —dijo para sí, por primera vez alarmado—. Aquí no hay una gota de agua, salvo la corrompida del camarote. —Sin embargo, un súbito recuerdo acudió a su memoria, su pálido semblante recobró el color y el joven sacó del bolsillo un frasco envuelto en una red de mimbre—. ¡Qué Dios bendiga al doctor por haberme dado esto antes de que nos hiciésemos a la mar! —exclamó fervientemente, mientras vertía en la boca de Midwinter unas gotas del fuerte whisky que contenía el frasco.
El estimulante actuó en el acto sobre el sistema nervioso del hombre desmayado. Suspiró débilmente y abrió los ojos muy despacio.
—¿He estado soñando? —preguntó mientras fijaba en Allan una mirada perdida.
Después alzó los ojos y vio los mástiles desmantelados de la nave, que se recortaban, fantasmales y negros, sobre el cielo nocturno. Se estremeció y ocultó la cara sobre la rodilla de Allan.
—¡No ha sido un sueño! —murmuró tristemente para sí—. ¡Ay de mí, no ha sido un sueño!
—Te has cansado demasiado durante todo el día —dijo Allan— y esta fatal aventura te ha trastornado. Bebe un poco más de whisky, seguro que te sentará bien. ¿Podrás quedarte sentado a solas, si te apoyo contra la borda?
—¿Por qué a solas? ¿Acaso quieres marcharte? —preguntó Midwinter.
Allan señaló los obenques del palo de mesana, que todavía estaban en su sitio.
—No estás en condiciones de esperar a que lleguen los trabajadores por la mañana —señaló—. Debemos buscar la manera de ir a tierra enseguida. Voy a subir allí para echar un vistazo alrededor y ver si hay alguna casa desde donde puedan oírnos.
Mientras Allan pronunciaba estas palabras, Midwinter volvió a mirar con desconfianza la puerta del camarote fatal.
—¡No te acerques a ella! —susurró—. Por el amor de Dios, ¡no trates de abrirla!
—No, no —le aseguró Allan para seguirle la corriente—. Cuando baje del palo, volveré contigo. —Estas palabras surgieron un poco forzadas de sus labios cuando advirtió por primera vez mientras hablaba una angustia en el semblante de Midwinter que lo afligió y lo dejó perplejo—. ¿Te has enfadado conmigo? —dijo, tan sencilla y amablemente como siempre—. Sé que todo ha sido por mi culpa, me he comportado como un bruto y un imbécil al reírme de ti, cuando hubiese debido ver que estabas enfermo. Lo siento, Midwinter. ¡No te enfades!
Midwinter levantó despacio la cabeza. Sus ojos se fijaron, larga y cariñosamente, con triste interés, en el semblante afligido de Allan.
—¿Enfadarme? —repitió, en el tono más grave y afectuoso de que fue capaz—. ¿Enfadarme contigo? Oh, mi pobre amigo, ¿podría culparte de ser bueno conmigo cuando estuve enfermo en aquella vieja posada del oeste? ¿Y quién podría acusarme de sentirme agradecido a tu bondad? ¿Fue culpa nuestra que nunca dudásemos el uno del otro y que no supiésemos que viajábamos a ciegas cuando emprendimos el camino que nos ha traído aquí? Se acerca el tiempo cruel, Allan, en que lamentaremos el día en que nos conocimos. Démonos la mano, hermano, al borde del precipicio…, ¡démonos la mano mientras aún somos hermanos!
Allan se volvió rápidamente, convencido de que Midwinter no se había recuperado todavía de la impresión de su desmayo.
—¡No te olvides del whisky! —le dijo alegremente, mientras empezaba a trepar hacia la cofa del palo de mesana.
Eran más de las dos, la luna palidecía y la oscuridad que precede a la aurora empezaba a envolver al barco encallado. Detrás de Allan, que observaba desde lo alto del palo de mesana, se extendía el ancho y solitario mar. Delante de él se alzaban las negras, bajas y traidoras rocas, las rotas olas del canal, que rebotaban, blancas y furiosas, sobre el océano en calma del oeste. A la derecha erguíanse majestuosos los acantilados y despeñaderos, con sus mesetas herbosas intercaladas, las onduladas dunas y los brezales solitarios de la isla de Man. A la izquierda se alzaban las escarpadas riberas del islote de Calf, desgarradas aquí por profundas y negras oquedades, y allanándose allí en largas cuestas pobladas de hierbas y de brezos. En ningún lado se oía el menor ruido ni brillaba una sola luz. La negra silueta de los mástiles del barco parecía vaga y débil contra el cielo oscuro y misterioso, la brisa de tierra había cesado, las olitas rompían en la costa sin ruido, ni de cerca ni de lejos llegaba el menor sonido, salvo el del agua que bullía al frente, turbando el espantoso silencio con que la tierra y el océano esperaban el nuevo día.
Incluso el carácter despreocupado de Allan sintió la solemne influencia del momento. Le sobresaltó el sonido de su propia voz cuando miró hacia abajo y gritó al amigo que estaba sobre la cubierta.
Me parece ver una casa —anunció—. Por allí, en tierra firme, a la derecha. —Miró de nuevo para asegurarse; una pálida manchita blanca con unas débiles rayas también blancas detrás de ella, acurrucada en una hondonada herbosa de la isla principal—. Parece una casa de piedra y un cercado —prosiguió—. Llamaré, por si me oyen. —Pasó un brazo alrededor de una cuerda, para mayor seguridad, hizo bocina con las manos y, de pronto, las bajó de nuevo sin emitir ningún sonido—. Éste silencio resulta tan imponente —murmuró para sí— que me da miedo gritar. —Miró de nuevo hacia la cubierta—. No te asustaré, ¿verdad, Midwinter? —dijo, riendo sin mucha convicción. Miró una vez más aquella débil cosa blanca en la oquedad herbosa. «No habré subido aquí para nada», pensó, y volvió a hacer bocina con las manos. Ésta vez, gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Ah de la costa! —vociferó, vuelto de cara a la isla—. ¡Eh, eh, eh…!
Los últimos ecos de su voz se extinguieron, perdiéndose en la lejanía. Sólo le respondió el monótono rumor del mar delante de él.
Miró de nuevo a su amigo y vio que la oscura silueta de Midwinter se había levantado y paseaba de un lado a otro, pero sin perder nunca de vista el camarote cuando andaba hacia la proa ni pasar más allá de él cuando volvía hacia la popa. «Está impaciente por salir de aquí —pensó Allan—. Probaré una vez más». Gritó de nuevo hacia tierra y, como había sacado provecho de su anterior experimento, dio a su voz el tono más agudo.
Ésta vez le respondía un sonido distinto del burbujeo del agua. Mugidos de ganado asustado brotaron de la casa de la oquedad herbosa y vibraron, larga y tristemente, en el aire callado de la madrugada. Allan esperó, atento. Si aquel edificio era una granja, el alboroto de los animales despertaría a los habitantes. Si no era más que un corral, no sucedería nada. Los mugidos de los asustados animales subían y bajaban con lúgubre acento; transcurrieron los minutos… y no sucedió nada.
—¡Otra vez! —dijo Allan, mirando la figura inquieta que paseaba de un lado a otro debajo de él.
Gritó por tercera vez y también en esa ocasión escuchó y esperó.
En una pausa de los mugidos del ganado, oyó detrás de él, en el lado opuesto del canal, débil y lejano en la soledad del islote de Calf, un sonido agudo y breve, como el distante chirrido del pesado cerrojo de una puerta. Se volvió al punto en la nueva dirección y aguzó la mirada en busca de una casa. Los últimos y pálidos rayos de la menguante luz de la luna temblaban aquí y allá sobre los peñascos más altos y los escarpados picos, pero grandes franjas de sombra yacían negras y densas sobre la tierra intermedia. En aquella oscuridad, resultaba imposible ver la casa, si es que había alguna.
—Al fin he despertado a alguien —gritó animosamente Allan a Midwinter, que seguía paseando sobre la cubierta, extrañamente indiferente a lo que ocurría por encima de él y a su alrededor—. ¡Espera a ver si alguien contesta!
De cara hacia el islote, lanzó un grito de auxilio.
El grito no obtuvo respuesta, sino que unos estridentes aullidos burlones lo imitaron, con gritos cada vez más fuertes que surgían de la lejana oscuridad y mezclaban, de modo espantoso, la expresión de una voz humana con el bramido de un bruto. Una súbita sospecha pasó por la mente de Allan, quien volvió la cabeza a un lado y otro. La mano con que asía la cuerda se le enfriaba. En silencio conteniendo el aliento, miró en dirección al lugar de donde había procedido la primera imitación de su grito de auxilio. Después de una pausa momentánea, se renovaron los gritos y sonaron más cerca. De pronto, una figura, que parecía de un hombre, saltó sobre un montículo rocoso y empezó a hacer cabriolas y a chillar bajo el pálido resplandor de la luna. Los gritos de una mujer aterrorizada se mezclaron con los de la criatura que brincaba sobre la roca. El destello rojo de una luz encendida en una ventana invisible brilló en la oscuridad. Una ronca y furiosa voz de hombre se dejó oír entre el ruido. Una segunda figura negra saltó sobre la roca, luchó con la primera y desapareció con ella en la noche. Los gritos se fueron debilitando, los de la mujer cesaron del todo y la ronca voz del hombre sonó de nuevo durante un momento. Gritaba al barco palabras que la distancia hacía ininteligibles, pero en un tono que expresaba claramente una mezcla de ira y de miedo. Un momento más tarde, se oyó de nuevo el chirrido de un cerrojo, se apagó la luz y todo el islote quedó en silencio y envuelto en sombras. Cesaron los mugidos del ganado en la isla principal, volvieron a oírse y callaron de nuevo. Entonces, frío y triste como siempre, el eterno borboteo del agua revuelta llenó el gran abismo de silencio y fue el único sonido que persistió al caer la misteriosa quietud del cielo, como un manto que envolviese el barco encallado.
Allan descendió del palo de mesana y se reunió con su amigo sobre la cubierta.
—Tendremos que esperar a que vuelvan los que desguazan el barco —dijo cuando estuvo con Midwinter en mitad de su incansable paseo—. Después de lo ocurrido, no me importa confesar que no me han quedado ganas de gritar a tierra. ¡Pensar que sólo he conseguido despertar a un loco que vive en una casa del islote! Ha sido horrible, ¿no?
Midwinter se detuvo y miró a Allan con el aire perplejo de quien oye mencionar, en tono casual, circunstancias que le son totalmente desconocidas. Aunque era imposible, parecía que todo lo que acababa de ocurrir en el islote de Calf le había pasado totalmente inadvertido.
—No hay nada horrible excepto este barco —dijo—. Aquí todo es horrible.
Dichas estas extrañas palabras, se volvió y continuó su paseo.
Allan recogió el frasco de whisky que yacía en la cubierta cerca de él y fortaleció su ánimo con un trago.
—Aquí hay una cosa que no es tan horrible —replicó vivamente, mientras enroscaba el tapón del frasco—. Y aquí tengo otra —añadió, al tiempo que sacaba un puro de su petaca y lo encendía—. ¡Las tres! —siguió diciendo, mirando el reloj y acomodándose sobre la cubierta, apoyada la espalda en la borda—. No tardará en despuntar el día; pronto tendremos el gorjeo de los pájaros para alegrarnos. Veo, Midwinter, que te has repuesto del todo de tu desmayo. ¡No paras de andar! Ven aquí, ponte cómodo y fuma un puro. ¿De qué te sirve andar continuamente de un lado a otro?
—Estoy esperando —dijo Midwinter.
—¿Esperando qué?
—Lo que va a ocurrirnos a ti o a mí, o a los dos, antes de que salgamos de este barco.
—Con el debido respeto a tu superior juicio, mi querido amigo, yo pienso que ya nos han ocurrido bastantes cosas. La aventura no habrá estado mal si no pasa de aquí; si pasara, sería demasiado. —Echó otro trago de whisky y, entre bocanadas de humo del cigarro, continuó charlando con su acostumbrada locuacidad—. Yo no tengo tu fértil imaginación, muchacho, y espero que lo próximo que nos suceda sea la aparición de la barca de los trabajadores. Sospecho que tu extraña fantasía se ha desbordado al quedarte solo aquí. ¡Vamos! ¿Qué estabas pensando mientras yo me dedicaba a espantar a las vacas desde el palo de mesana?
Midwinter se detuvo de pronto.
—Supongamos que te lo dijese —respondió.
—¿Por qué no lo haces?
La angustiosa tentación de revelar la verdad, provocada ya una vez por la animación de su compañero, volvió a apoderarse de Midwinter. Se apoyó en la oscuridad contra la borda del barco y contempló en silencio la figura de Allan cómodamente sentado sobre la cubierta. «Sácalo de su ignorante aplomo y su egoísta reposo. Muéstrale el lugar donde se cometió el crimen; que lo sepa, como lo sabes tú, y que lo tema, como tú lo temes. Háblale de la carta que quemaste y de las palabras que el fuego no puede destruir y que viven ahora en tu memoria. Muéstrale tu mente como era ayer, cuando reavivó tu fe vacilante en tus propias convicciones y te recordó la vida en el mar, cuando acariciaste el consolador recuerdo de que en todos tus viajes no te habías tropezado nunca con este barco. Muéstrale tu mente como es ahora, cuando el barco te ha alcanzado en un punto crucial de tu nueva vida, en el comienzo de tu amistad con el único hombre del mundo que tu padre quería que evitases». Piensa en aquellas palabras que dictó desde el lecho de muerte y murmúraselas al oído, para que él pueda pensar también en ellas: «Ocúltate de él bajo un nombre supuesto. Pon montañas y mares entre vosotros; vuélvete ingrato, muéstrate implacable, sé todo lo que tu buen carácter considere más repelente, antes que vivir bajo el mismo techo y respirar el mismo aire que aquel hombre». Así le aconsejaba el tentador. Así, la influencia del padre envenenaba la mente del hijo, como una fétida exhalación que surgiera de la tumba.
El súbito silencio sorprendió a Allan, que miró soñoliento por encima del hombro.
—¡Ya estás pensando otra vez! —exclamó, con un bostezo de fatiga.
Midwinter salió de la sombra y se acercó a Allan.
—Sí —admitió—, pensaba en el pasado y en el futuro.
—¿En el pasado y en el futuro? —repitió Allan, cambiando de posición para estar más cómodo—. Yo no quiero pensar en el pasado. Me resulta doloroso: el pasado significa la pérdida de la barca del doctor. Hablemos del futuro. ¿Has pensado en algo práctico, como diría el querido y viejo Brock? ¿Has considerado la cuestión más seria que tendremos que resolver cuando volvamos al hotel, la cuestión del desayuno?
Después de vacilar un instante, Midwinter se acercó más.
—He estado pensando en tu futuro y en el mío —dijo—. He estado pensando en el tiempo en que tu camino y mi camino en la vida serán dos en vez de uno.
—¡Ya está amaneciendo! —gritó Allan—. Mira los mástiles; ya empiezan a verse más claros. Perdona, ¿qué estabas diciendo?
Midwinter no respondió. La lucha entre la superstición hereditaria que lo empujaba y el afecto inquebrantable por Allan que lo retenía atajó las palabras en sus labios. Volvió el rostro en mudo sufrimiento. «¡Oh, padre mío! —pensó—, habría sido mejor que me matases aquel día, cuando reposaba sobre tu pecho, que dejarme vivir para llegar a esto».
—¿Qué decías acerca del futuro? —insistió Allan—. Estaba buscando la luz del día, no te he oído.
Midwinter se contuvo y respondió:
—Me has tratado con tu acostumbrada amabilidad al proponerme que vaya contigo a Thorpe-Ambrose. Pero, pensándolo bien, creo que será mejor que no me presente en un sitio donde no me conocen ni me esperan.
Vaciló y se interrumpió de nuevo. Cuanto más trataba de apartarla, más clara se hacía en su mente la perspectiva de la vida feliz que estaba rechazando.
El pensamiento de Allan volvió al instante a la historia acerca del nuevo administrador que le había explicado a su amigo cuando conversaban en el camarote del yate. «¿Le habrá estado dando vueltas y al fin empieza a sospechar la verdad? —se preguntó—. Tengo que averiguarlo».
—Puedes decir todas las tonterías que quieras, amigo, pero no olvides que prometiste acompañarme cuando tome posesión de Thorpe-Ambrose para darme tu opinión sobre el nuevo administrador.
Midwinter avanzó de pronto un paso, acercándose a Allan.
No estoy hablando de tu administrador ni de tu hacienda —replicó, apasionadamente—. Estoy hablando de mí. ¿Lo oyes? ¡De mí! No soy un compañero adecuado para ti. Tú no sabes quien soy.
Retrocedió y se sumió en la sombra de la borda con la misma rapidez con que había emergido de ella. «¡Dios mío! No puedo decírselo», murmuró para sus adentros.
Durante un momento, pero sólo un momento, Allan calló, sorprendido.
—¿Qué no se quien eres? —exclamo, y mientras repetía estas palabras, su buen humor triunfó de nuevo. Levantó el frasco de whisky y lo agitó significativamente—. Me gustaría saber —prosiguió— qué dosis del medicamento del doctor has tomado mientras yo estaba en lo alto del palo de mesana.
El tono ligero que se empeñaba en adoptar aumentó la desesperación de Midwinter. Éste salió de nuevo a la luz y golpeó, irritado, la cubierta del barco con el pie.
—¡Escúchame! —gritó—. No sabes ni la mitad de las cosas que he hecho en mi vida. He sido esclavo de un comerciante, he barrido la tienda y levantado las contraventanas, he llevado paquetes por las calles y he esperado ante la puerta de los clientes a que me entregasen el dinero de mi amo.
—Yo nunca he hecho nada tan útil —replicó Allan con seriedad—. ¡Qué buen trabajador fuiste en tus buenos tiempos, viejo amigo!
—En mis buenos tiempos, fui un vagabundo y un canalla —le replicó enérgicamente el otro—. Fui acróbata callejero y estuve al servicio de un gitano. Canté por medio penique e hice bailar los perros en la carretera. Llevé librea de criado y serví la mesa. Cociné para los marineros Y fui el sirviente de un pescador muerto de hambre. ¿Qué tiene en común un caballero de tu posición con un hombre como yo? ¿Podrías introducirme en la sociedad de Thorpe-Ambrose? Mi nombre ya bastaría para desprestigiarte. Imagínate la cara que pondrían tus nuevos vecinos cuando sus criados anunciasen a Ozias Midwinter y a Allan Armadale juntos. —Estalló en una ronca carcajada y repitió los dos nombres con un énfasis amargo y burlón que recalcó el marcado contraste entre ambos.
Algo en el tono de aquella risa conmovió dolorosamente a Allan, a pesar de su despreocupado carácter. Se levantó y habló en serio por primera vez.
—Las bromas están bien, Midwinter, si no se llevan demasiado lejos. Recuerdo que un día me advertiste algo por el estilo, cuando te estaba cuidando en Somersetshire. Me obligaste a preguntarte si merecía que tú, precisamente tú, me mantuvieses a distancia. No me obligues a repetirlo. Búrlate de mí cuanto quieras, pero de otra manera, viejo amigo. Ésta manera me resulta dolorosa.
A pesar de la sencillez de estas palabras y de la espontaneidad con que habían sido pronunciadas, parecieron provocar una revolución instantánea en la mente de Midwinter. Su naturaleza impresionable se replegó como por efecto de un súbito golpe. El hombre, sin responder, se alejó hacia la parte de proa del barco. Se sentó sobre unas tablas apiladas entre los mástiles y se pasó una mano por la cabeza, en ademán distraído y asombrado. Aunque la fe de su padre en la fatalidad se le había contagiado una vez más, aunque su mente no albergaba ya la menor duda de que la mujer con quien se había encontrado Mr. Brock en Somersetshire y la que había tratado de suicidarse en Londres eran la misma persona, aunque se había apoderado de él todo el horror que había experimentado al leer por primera vez la carta de Wildbad, la apelación de Allan a su pasada y mutua experiencia le había llegado al corazón con una fuerza más irresistible que la de la superstición misma. Por la fuerza de esta superstición, buscaba ahora un pretexto que pudiese animarlo a sacrificar todo sentimiento menos generoso al temor de herir a su amigo.
—¿Por qué afligirlo? —murmuró para sí—. Todavía no hemos llegado al fin, está la mujer que nos acecha en la oscuridad. ¿Por qué contrariarlo, si el daño está ya hecho y la precaución llega demasiado tarde? Lo que tenga que ser, será. ¿Puedo yo cambiar el futuro? ¿Puede cambiarlo a él?
Volvió junto a Allan, se sentó a su lado y le asió una mano.
—Perdóname —dijo amablemente—. Te he herido por última vez. —Antes de que el otro pudiese replicar, agarró el frasco de whisky—. ¡Vamos! —exclamó, esforzándose en emular la animación de su amigo—. Tú has probado el medicamento del médico, ¿por qué no he de hacerlo yo?
Allan se entusiasmó.
—He aquí un cambio afortunado. Midwinter vuelve a ser el de siempre. ¡Mira! ¡Ahí están los pájaros! ¡Sé bienvenida, mañana sonriente! ¡Mañana sonriente! —cantó las palabras de la popular canción con la antigua y animada tonadilla y dio unas palmadas en el hombro de Midwinter a su vieja y calurosa manera—. ¿Cómo has conseguido arrojar de tu cabeza los confusos y tristes pensamientos? ¿Sabes que me alarmaste cuando dijiste que algo nos ocurriría a uno de los dos antes de salir de este barco?
—¡Simples tonterías! —replicó Midwinter, con aire desdeñoso—. Creo que la cabeza aún no se ha repuesto del todo desde que tuve aquellas fiebres, tengo una abeja en el gorro, como dicen en el norte. Hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de esa gente a quien has alquilado la casita. Me pregunto si los informes que da el agente de la familia del comandante Milroy serán de fiar. Podría haber otra dama en la casa, además de su esposa y de su hija.
—¡Oh! —exclamó Allan—. ¿Ahora empiezas tú a pensar en ninfas entre los árboles y en flirteos en el huerto? Otra dama, ¿eh? Pero supongamos que en el círculo familiar del comandante sólo haya aquellas dos mujeres. Tendremos que hacer girar de nuevo la media corona para echar a suertes cuál de los dos tendrá la primera oportunidad con Miss Milroy.
Por una vez, Midwinter habló tan ligera y despreocupadamente como el propio Allan.
—No, no —exclamó—. El propietario de la casa del comandante tiene prioridad sobre la hija de éste. Yo me retiraré y esperaré a que aparezca otra dama en Thorpe-Ambrose.
—Muy bien. Haré colocar un anuncio en el parque dirigido a las mujeres de Norfolk a tal efecto —rio Allan—. ¿Tienes alguna preferencia de constitución o de color del pelo? ¿Cuál es tu edad predilecta?
Midwinter jugó con su propia superstición, como quien juega con la pistola cargada que puede matarlo o con la bestia salvaje que puede mutilarlo para toda la vida. Mencionó la edad que, según su propio cálculo, atribuía a la mujer del vestido negro y el chal rojo.
—Treinta y cinco —dijo.
En cuanto hubo pronunciado estas palabras, su ficticia animación lo abandonó. Se levantó, sordo a todos los esfuerzos de Allan por burlarse de su extraordinaria respuesta y reanudó su inquieto paseo por cubierta, en completo silencio. Una vez más, la acuciante idea que le había atormentado durante la noche lo hostigaba ahora al despuntar el día. De nuevo lo asaltó el convencimiento de que algo les iba a ocurrir, a Allan o a él mismo, antes de abandonar el buque encallado.
A cada minuto que pasaba, se hacía más fuerte la luminosidad en el cielo del este y las zonas en sombra de la cubierta del barco maderero revelaban su árida desnudez bajo los ojos del día. Al levantarse de nuevo la brisa, el mar empezó a murmurar, despertando a la luz de la mañana. Incluso el frío gorgoteo del agua al moverse cambió su acento triste y fue más suave al oído bajo el torrente luminoso que sobre ella vertía el naciente sol. Midwinter se detuvo cerca de la proa y centró errante su atención en el paso del tiempo. Dondequiera que mirase, veía la alegre influencia de la hora. La feliz sonrisa mañanera del cielo estival, brillando compasiva sobre la vieja y cansada tierra, hacía que incluso el barco encallado pareciese hermoso. El mismo rocío que centelleaba en los campos se posaba centelleante en la cubierta, y el gastado y mohoso aparejo lucía joyas tan hermosas como las tiernas hojas verdes de la costa. Al mirar a su alrededor, los pensamientos de Midwinter se devolvieron insensiblemente al camarada que había compartido con él la aventura de la noche. Regresó hacia la popa del buque y habló a Allan mientras avanzaba. Al no recibir respuesta, se acercó a la figura yacente y la miró de cerca. Abandonado a sus propios recursos, Allan se había dejado dominar por la fatiga de la noche. La cabeza había caído hacia atrás y el sombrero había resbalado; yacía estirado sobre la cubierta del barco maderero, durmiendo tranquila y profundamente.
Midwinter continuó su paseo, perdida su mente en la duda. De pronto sus propios pensamientos pasados le parecieron extraños. Los negros presentimientos le habían hecho desconfiar de la hora venidera, ésta había llegado… ¡y era inofensiva! El sol ascendía en el cielo y se acercaba el momento de la liberación, mientras de los dos Armadale aprisionados en el barco fatal, uno dormía para pasar las horas de tedio y el otro observaba en silencio el amanecer del nuevo día.
El sol siguió ascendiendo y transcurrió la hora. Con la desconfianza latente que había hecho presa en él, Midwinter miró la costa de ambos lados, buscando señales del despertar de los humanos. La tierra seguía solitaria. Las volutas de humo que pronto surgirían de las chimeneas de las casas de campo seguían brillando por su ausencia.
Después de pensarlo un momento, volvió a la parte de popa de la nave, por si había detrás de ellos alguna barca de pesca desde donde pudiesen oír su llamada. Absorto por un instante en esta nueva idea, pasó deprisa por delante de Allan sin apenas darse cuenta de que seguía durmiendo. Un paso más y habría llegado a la borda, pero no llegó a darlo, detenido por un ruido a su espalda, un sonido que parecía un débil gemido. Se volvió y contempló a su amigo dormido sobre la cubierta. Se arrodilló en silencio a su lado y lo miró más de cerca.
—¡Ya ha venido! —murmuró para sí—. No en mi busca, sino en la de él.
Había acudido, en la frescura brillante de la mañana; había acudido, con el misterio y el terror de un sueño. El rostro que Midwinter había visto últimamente en perfecto reposo aparecía ahora contraído por el sufrimiento. El sudor penaba la frente de Allan y empapaba los rizados cabellos. Los párpados entreabiertos sólo mostraban el blanco de los ojos, que brillaban ciegamente. Las manos estiradas arañaban las tablas de la cubierta. De vez en cuando, gemía y murmuraba desesperadamente, pero las palabras se perdían en el rechinar de sus dientes. Yacía allí, físicamente cerca del amigo que se inclinaba sobre él, pero tan lejos en espíritu como si se hallasen en dos mundos diferentes; yacía allí, iluminado el rostro por el sol de la mañana, pero sumido en el tormento de una pesadilla.
Una pregunta, sólo una, tomó forma en la mente del hombre que lo estaba mirando. ¿Qué le mostraba la fatalidad que lo había aprisionado en el barco encallado?
¿Había abierto el sueño traidor las puertas de la tumba a aquel de los dos Armadale a quien el otro había ocultado la verdad? El asesinato del padre, ¿se estaba revelando al hijo —aquí, en el mismo lugar donde se había cometido— en la visión de un sueño?
Con esta pregunta borrando cualquier otro pensamiento de su mente, el hijo del homicida se arrodilló en la cubierta y miró al hijo del hombre a quien su padre había asesinado.
El conflicto entre el cuerpo dormido y la mente despierta se acentuaba por momentos. Aumentaron de volumen los gemidos del hombre que soñaba, como si rogara que lo librasen de la pesadilla; sus manos se alzaron y arañaron el aire. Luchando contra el miedo que lo atenazaba, Midwinter apoyó suavemente la mano en la frente de Allan. A pesar de la ligereza del contacto, una misteriosa simpatía hizo que el hombre dormido respondiese a él. Cesaron los gemidos y las manos descendieron lentamente. Todo quedó en suspenso durante un instante y Midwinter miró de cerca a su amigo. Su aliento rozó apenas la cara del dormido. Pero, antes de que un nuevo aliento subiese a sus labios, Allan saltó de pronto sobre sus rodillas como si un toque de trompeta junto a su oído lo hubiese despertado.
—Estabas soñando —dijo Midwinter cuando el otro lo miró con ojos desorbitados, pasmado al despertar.
Los ojos de Allan recorrieron el barco; primero, con la mirada perdida; después, con una expresión de irritada sorpresa.
—¿Todavía estamos aquí? —exclamó, mientras Midwinter lo ayudaba a ponerse en pie—. Haga lo que haga a bordo de este barco infernal, ¡no volveré a dormirme!
Mientras pronunciaba estas palabras, los ojos de su amigo escrutaron su rostro en muda interrogación. Después, ambos dieron una vuelta por cubierta.
—Cuéntame tu sueño —espetó Midwinter en un tono extraño y receloso y con una desacostumbrada brusquedad en los modales.
—Todavía soy incapaz —respondió Allan—. Espera a que recobre mi estado normal.
Dieron otra vuelta por cubierta. Midwinter se detuvo y habló de nuevo.
—Mírame un momento, Allan —pidió.
Cuando Allan se volvió a él, en su semblante había restos de la turbación que el sueño había impreso y cierta sorpresa natural por la extraña interpelación del otro; pero ni una sombra de mala voluntad, ni el menor atisbo de desconfianza. Midwinter se volvió rápidamente y disimuló lo mejor que pudo un incontenible suspiro de alivio.
—¿Te parezco un poco trastornado? —preguntó Allan, que le asió del brazo y continuó su paseo—. En este caso, no te inquietes por mí. La cabeza me da vueltas, pero pronto se me habrá pasado.
Por unos instantes, siguieron paseando arriba y abajo en silencio; el uno, esforzándose en borrar el terror del sueño de su pensamiento; el otro, empeñado en descubrir la pesadilla que había provocado aquel terror. Aliviado del miedo que lo había oprimido, el carácter supersticioso de Midwinter había pasado de un salto a una nueva conclusión. ¿Y si el durmiente no hubiese recibido una revelación del pasado? ¿Y si el sueño hubiese vuelto para él las paginas ignotas del libro del futuro, que contaban la historia de su vida venidera? La simple sospecha de que pudiese ser así multiplicaba el afán de Midwinter por descubrir el misterio que se ocultaba tras el silencio de Allan.
—¿Te has serenado ya? —preguntó—. ¿Puedes contarme ahora lo que soñabas?
Mientras formulaba esta pregunta, se acercaba el último momento digno de mención de la aventura del barco encallado.
Habían llegado a la popa y empezaban a dar la vuelta cuando habló Midwinter. Cuando Allan abrió los labios para contestar, miró mecánicamente hacia el mar. Entonces, en vez de responder, corrió hacia la borda y agitó el sombrero por encima de la cabeza, gritando entusiasmado.
Midwinter se reunió con él y vio una barca grande de seis remos que avanzaba hacia el canal del Sound. Una figura que les resultó familiar a ambos se irguió en el banco de popa y correspondió al saludo de Allan. La barca se acercó, el timonel les llamó alegremente y ahora reconocieron sin lugar a dudas la voz del médico.
—¡Gracias a Dios que están los dos a salvo! —exclamó Mr. Hawbury, al reunirse con ellos en la cubierta del barco maderero—. ¿Qué viento los trajo hasta aquí?
Miró a Midwinter mientras hacía esta pregunta, pero fue Allan quien le contó la historia de aquella noche y quien le pidió, a su vez, información. En cuanto a Midwinter, el único interés que embargaba su mente (el interés en descubrir el misterio del sueño) hizo que permaneciese en un completo silencio. Sin importarle lo que se dijese o hiciese a su respecto, observó a Allan y lo siguió como un perro, hasta que llegó el momento de bajar a la barca. La mirada profesional de Mr. Hawbury no se apartaba de él, observando con curiosidad la variable coloración de su semblante y los continuos e inquietos movimientos de las manos. «Ni por todo el dinero del mundo cambiaría mi sistema nervioso por el de este hombre», pensó el médico mientras empuñaba el timón de la barca y ordenaba a los remeros que la alejasen del buque.
Habiendo reservado toda explicación hasta haber emprendido el regreso a Port St. Mary, Mr. Hawbury satisfizo ahora la curiosidad de Allan. Las circunstancias que lo había llevado a rescatar a sus dos invitados de la noche anterior eran bastante sencillas. Unos pescadores de Port Erin, al oeste de la isla, habían encontrado la barca perdida en el mar y, habiéndola reconocido como de propiedad del médico, enviaron al punto un mensajero para preguntar en la casa del doctor. Naturalmente, la declaración del hombre había alarmado a Mr. Hawbury y le hizo temer por la suerte de Allan y su amigo. Había buscado inmediatamente ayuda y, siguiendo el consejo de los barqueros, se habían dirigido en primer lugar al punto más peligroso de la costa, el único donde, incluso con buen tiempo, podía haber ocurrido un accidente a una barca gobernada por hombres expertos: el canal del Sound. Después de explicar su afortunada aparición en escena, el médico insistió amablemente en que sus invitados de la noche lo fuesen también aquella mañana. Cuando regresasen, sería demasiado temprano para que los atendiesen en el hotel; en cambio, encontrarían cama y desayuno en casa de Mr. Hawbury.
En el primer intervalo de la conversación entre Allan y el médico, Midwinter, que no había participado en ella, ni escuchado lo que se decía, tocó a su amigo en el brazo.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó en voz baja—. ¿Te habrás repuesto pronto lo suficiente para contarme lo que quiero saber?
Allan frunció el ceño con impaciencia, el tema de la pesadilla y el empeño de Midwinter en volver a él le parecían de lo más desagradables. Ahora no le respondió con su buen humor acostumbrado.
—Supongo que no me dejarás en paz hasta que te lo cuente —protestó—, por tanto, será mejor que desembuche de una vez.
—¡No! —exclamó Midwinter, mirando al médico y a los remeros—. No donde otros puedan oírlo, no hasta que estemos los dos a solas.
—Si desean echar una última mirada al lugar donde han pasado la noche —anunció el médico—, deben hacerlo ahora. Dentro de un instante, la costa les ocultará el barco.
Los dos Armadale miraron en silencio, por última vez, el barco fatal. Solo y abandonado habían encontrado al barco encallado, en el misterio de la noche de verano. Solo y abandonado lo dejaron en la radiante belleza de la mañana estival.
Una hora más tarde, el médico condujo a sus invitados a sus habitaciones para que descansasen hasta la hora del desayuno.
Apenas había hecho más que volver la espalda, cuando las puertas de ambas habitaciones se abrieron sin ruido y Allan y Midwinter se encontraron en el pasillo.
—¿Podrás dormir después de lo ocurrido? —preguntó Allan.
Midwinter sacudió la cabeza.
—Venías a mi habitación, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Para qué?
—Para pedirte que me hicieses compañía. ¿Y para qué venías tú a la mía?
—Para pedirte que me contases tu sueño.
—¡Al diablo con mi sueño! Lo único que quiero es olvidarlo.
—Pero yo quiero saberlo todo acerca de él.
Ambos hicieron una pausa, ambos se resistían instintivamente a seguir hablando. Por primera vez desde el comienzo de su amistad, estaban al borde de una disputa y todo por aquel dichoso sueño. El buen carácter de Allan se impuso antes de que se produjese una discusión.
—Eres el hombre más terco que he conocido —suspiró—, pero supongo que si quieres saberlo, tus razones tendrás. Entra en mi habitación y te lo contaré.
Volvió a su dormitorio y Midwinter lo siguió. La puerta se cerró tras ellos.