CAPÍTULO III

El frasco púrpura

El coche estaba esperando ante la verja al llegar Miss Gwilt al sanatorio. Mr. Bashwood se apeó de aquél y salió a su encuentro. Ella le asió del brazo y dio unos pasos con él, para que no pudiese oírles el cochero.

—Piense lo que quiera de mí —dijo, conservando el grueso velo negro sobre la cara—, pero no me hable esta noche. Vuelva en el coche a su hotel, como si nada hubiese ocurrido. Vaya a esperar mañana el tren de la costa, como de costumbre, y venga a verme después al sanatorio. Vayase sin decir una palabra, y creeré que es el único hombre del mundo que realmente me quiere. Quédese y haga preguntas, y le diré adiós para siempre.

Señaló el coche. Un minuto después, el vehículo se alejaba del sanatorio, llevando a Mr. Bashwood a su hotel.

Ella abrió la verja de hierro y se encaminó despacio a la puerta de la casa. Al tocar la campanilla, un súbito estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Rio amargamente. «¡Temblando de nuevo! —se dijo—. ¿Quién habría pensado que me quedaban tantos sentimientos?».

Por un vez en su vida, la verdad asomó a la cara del doctor cuando se abrió la puerta de su estudio, entre las diez y las once de la noche, y entró Miss Gwilt en la estancia.

—¡Dios me valga! —exclamó, con expresión de indecible asombro—. ¿Qué significa esto?

—Significa —respondió ella— que he decidido esta noche, en vez de decidir mañana. Usted, que conoce tan bien a las mujeres, debería saber que actuamos impulsivamente. He venido, cediendo a un impulso. Recíbame o écheme, como usted quiera.

—¿Qué la reciba o la eche? —repitió el doctor, recobrando su aplomo—. Mi querida señora, ¡qué manera más terrible de plantear la cuestión! ¡Su habitación estará preparada enseguida! ¿Dónde está su equipaje? ¿Quiere que envíe a buscarlo? ¿No? ¿Puede pasarse sin su equipaje esta noche? ¡Qué admirable fortaleza! ¿Irá a buscarlo usted misma mañana? ¡Qué extraordinaria independencia! Quítese el sombrero. ¡Acérquese al fuego! ¿Qué puedo ofrecerle?

—Ofrézcame la poción somnífera más fuerte que haya confeccionado en su vida —respondió ella—. Y déjeme sola hasta que llegue el momento de tomarla. Seré su paciente, ¡en serio! —añadió enérgicamente, al tratar el doctor de reprenderla—. Pero, si me irrita esta noche, ¡seré la más loca de las locas!

El director del sanatorio volvió a adoptar al instante su aire grave y profesional.

—Siéntese en aquel rincón oscuro —dijo—. Nadie la molestará. Dentro de media hora, tendrá preparada su habitación y la poción somnífera sobre la mesa.

«Ha sido, para ella, una lucha más dura de lo que había previsto —pensó, saliendo de la habitación y dirigiéndose a su dispensario, en el otro lado del vestíbulo—. Cielo santo, ¡mira que tener conciencia, después de una vida como la suya!».

El dispensario estaba provisto de los últimos adelantos en mobiliario médico. Pero en una de las cuatro paredes de la habitación no había estantes y el espacio vacante estaba ocupado por un bello armario antiguo de madera tallada, curiosamente discordante, como objeto, con el sencillo aspecto utilitario del lugar en general. A ambos lados del armario, había sendos tubos acústicos instalados en la pared, que comunicaban con las dependencias superiores de la casa y tenían, respectivamente, estos rótulos: «Farmacéutico Residente» y «Enfermera Jefe». El doctor habló por el segundo de estos tubos al entrar en la habitación. Apareció una mujer de edad avanzada, recibió la orden de preparar el dormitorio de Mrs. Armadale, saludó y se retiró.

Al quedar de nuevo solo en el dispensario, el doctor abrió el compartimiento central del armario, donde había una serie de botellas que contenían los diversos venenos usados en medicina. Después de sacar el láudano que necesitaba para la poción somnífera, y de colocarlo sobre la mesa, volvió al armario, miró en su interior durante un rato, sacudió la cabeza, como dudando, y se dirigió a los estantes descubiertos del otro lado de la habitación. Aquí, después de pensarlo un poco, tomó, de una hilera de botellas de productos químicos, una que estaba llena de un líquido amarillo; la colocó sobre la mesa, volvió al armario y abrió un compartimiento lateral, donde había varios objetos de cristal de Bohemia. Después de un concienzudo examen, tomó un precioso frasco púrpura, alto y estrecho, cerrado con un tapón también de cristal. Lo llenó con el líquido amarillo, dejando una pequeña cantidad en el fondo de la botella y volvió a encerrar el frasco en el lugar del que lo había tomado. A continuación, puso la botella en su sitio, después de llenarla de agua de la cisterna del dispensario y mezclar ciertos líquidos químicos en pequeñas cantidades, que le devolvieron (al menos en apariencia) el aspecto que había tenido antes de bajarla del estante. Terminadas estas misteriosas operaciones, el doctor rio en voz baja y volvió hacia sus tubos acústicos para llamar al farmacéutico residente.

El farmacéutico residente apareció envuelto en el indefectible delantal blanco desde la cintura hasta los pies. El doctor escribió solemnemente la receta de una pócima y la tendió a su ayudante.

—La necesito inmediatamente, Benjamin —dijo, en tono suave y melancólico—. Para una paciente, Mrs. Armadale, de la habitación número uno de la segunda planta. ¡Ay, Dios mío! —gimió distraídamente—. Un caso de ansiedad, Benjamin, un caso de ansiedad. —Abrió el libro de registro del establecimiento completamente en blanco y anotó detalladamente el caso, con un breve extracto de la receta—. ¿Ha terminado con el láudano? Póngalo en su sitio, cierre el armario y deme la llave. ¿Está preparada la pócima? Póngale la etiqueta de «Tómese al acostarse» y désela a la enfermera, Benjamin.

Mientras los labios del doctor daban estas instrucciones, sus manos abrían un cajón de debajo de la mesa sobre la que estaba colocado el libro de registro. Sacó varias tarjetas de admisión elegantemente impresas, «para visitar el Sanatorio entre las dos y las cuatro de la tarde», y puso en ellas la fecha del día siguiente, «10 de diciembre». Cuando hubo adjuntado una docena de tarjetas a una docena de cartas impresas de invitación y cerrado los doce sobres correspondientes, consultó una lista de las familias residentes en el barrio y escribió las direcciones en los sobres. Tocando ahora la campanilla en vez de utilizar un tubo acústico, llamó al criado y le dio las cartas para que fuese a entregarlas temprano por la mañana.

—Creo que dará resultado —dijo el doctor, dando una vuelta por el dispensario cuando el criado hubo salido—; creo que dará resultado.

Mientras estaba todavía absorto en sus reflexiones, reapareció la enfermera, para anunciar que la habitación de la dama estaba preparada, oído lo cual, volvió el doctor al estudio para informar a Miss Gwilt.

Ésta no se había movido desde que él saliera. Se levantó de su oscuro rincón cuando él hizo su anuncio, y sin hablar ni levantarse el velo, se deslizó fuera de la habitación como un fantasma.

Después de un breve intervalo, la enfermera bajó de nuevo para decirle en privado a su jefe:

—La dama me ha ordenado que la llame mañana a las siete, señor. Dice que irá a buscar su equipaje y que quiere que haya un coche en la puerta cuando termine de vestirse. ¿Qué tengo que hacer?

—Haga lo que le ha dicho la dama —respondió el doctor—. Podemos estar seguros de que volverá al sanatorio.

Las ocho y media era la hora del desayuno en el sanatorio. Y a las ocho y media Miss Gwilt lo había solucionado todo en su residencia y regresado con el equipaje. El doctor se sorprendió muchísimo al comprobar la diligencia de su paciente.

—¿Por qué gastar tanta energía? —preguntó, cuando se encontraron en la mesa del desayuno—. ¿Por qué tanta prisa, mí querida señora, si tenía toda la mañana por delante?

—¡Simple impaciencia! —le dijo brevemente ella—. Cuanto mayor me hago, más impaciente estoy.

El doctor, que antes de que ella hablase había advertido que su cara parecía extrañamente pálida y envejecida esa mañana, observó, al responderle ella, que su expresión, generalmente cambiante en grado sumo, permanecía totalmente inalterada por el esfuerzo de hablar. No había la acostumbrada animación en sus labios, ni el genio acostumbrado en sus ojos. Nunca la había visto tan impenetrable y fría como la veía ahora. «Por fin ha tomado su decisión —pensó—. Ésta mañana le diré lo que no pude decirle la noche pasada».

Preparó las observaciones que se disponía a hacer con una mirada de advertencia al traje de viuda.

—Ahora que ya tiene su equipaje —empezó gravemente—, permita que le sugiera que se quite este velo y se ponga otro traje.

—¿Porqué?

—¿Recuerda lo que me dijo hace un par de días? —preguntó el doctor—. ¿Dijo que había una posibilidad de que Mr. Armadale muriese en mi sanatorio, no?

—Y lo diré de nuevo, si usted quiere.

—Es casi imposible imaginar una posibilidad más improbable —siguió diciendo el doctor, sordo como siempre a toda interrupción inoportuna—. Pero mientras exista la menor posibilidad, vale la pena considerarla. Digamos que él muere, que muere inesperada y repentinamente, haciendo necesario una investigación por parte del forense. ¿Qué deberíamos hacer en este caso? Deberíamos seguir representando los papeles que nos impusimos, usted como su viuda y yo como testigo de su matrimonio, y en tales papeles, asistir a toda la investigación. En el caso sumamente improbable de que él muriese precisamente cuando nosotros queremos que muera, mi idea, podría incluso decir mi decisión, es confesar que nos enteramos de su salvación del mar y reconocer que dimos instrucciones a Mr. Bashwood para que lo atrajese a esta casa, por medio de una falsa declaración sobre Miss Milroy. Cuando surjan las inevitables preguntas, propongo que afirmemos que presentó síntomas de enajenación mental poco después de su boda; que su alucinación consistía en negar que era usted su esposa y en declarar que estaba prometido a Miss Milroy; que usted tuvo tanto miedo al enterarse de que estaba vivo y volvía aquí, que sufrió un estado de agitación nerviosa que requirió mis cuidados; que, a petición de usted y para calmar aquella agitación nerviosa, visité a Armadale en mi calidad de médico y le atraje a esta casa aprovechando su alucinación, cosa perfectamente justificable en este caso, y por último, que puedo certificar que su cerebro ha sido afectado por una de esas misteriosas dolencias, incurables y fatales, sobre las que la ciencia médica está aún a oscuras. Éste curso de acción (en el casi imposible caso que estamos suponiendo) sería indiscutiblemente el que deberíamos tomar, en su interés y en el mío; y un traje como ése, en las actuales circunstancias, es ciertamente el que menos debería usted llevar.

—¿Debo quitármelo enseguida? —preguntó ella, levantándose de la mesa sin hacer la menor observación a lo que él acababa de decirle.

—En cualquier momento, pero antes de las dos de esta tarde —dijo el doctor.

Ella le miró con lánguida curiosidad, y nada más.

—¿Por qué antes de las dos? —preguntó.

—Porque hoy es uno de mis «Días de Visitantes». Y la hora de visita es de dos a cuatro.

—¿Qué tengo yo que ver con sus visitantes?

—Simplemente esto. Creo que es importante que unos testigos perfectamente respetables y desinteresados la vean, en mi casa, en el papel de una dama que ha venido a consultarme.

—Su motivo parece bastante rebuscado. ¿Es el único que tiene para esto?

—¡Mi querida señora! —la reprendió el doctor—. ¿Le he ocultado algo alguna vez? Creo que debería conocerme mejor.

—Sí —dijo ella, con aire cansado y desdeñoso—. Soy lo bastante torpe para no conocerle aún. Envíe a buscarme cuando me necesite.

Se apartó de él y volvió a su habitación.

Dieron las dos y, un cuarto de hora más tarde, habían llegado todos los visitantes. A pesar de haberse cursado las invitaciones tan a última hora, y de ser el sanatorio tan poco atractivo visto desde fuera, aquéllas habían sido aceptadas en su mayoría por los miembros femeninos de las familias a quienes habían sido dirigidas. En la triste monotonía de la vida llevada por un gran sector de las clases medias de Inglaterra, las mujeres reciben de buen grado todo lo que les ofrezca alguna clase de refugio inofensivo contra la tiranía del principio de que toda felicidad humana empieza y termina en el hogar. Si las imperiosas necesidades de un país comercial limitaron la representación masculina entre los visitantes del doctor a un viejo achacoso y un niño adormilado, las pobrecillas mujeres, nada menos que dieciséis, viejas y jóvenes, casadas y solteras, habían aprovechado la feliz oportunidad de una incursión en la vida pública. Armónicamente unidas por los dos objetivos comunes que se les ofrecía (en primer lugar, mirarse las unas a las otras, y en segundo lugar, mirar el sanatorio), cruzaron en elegante procesión la triste verja de hierro del doctor disimulando con una fina capa de superioridad un interés que creían poco digno de las damas y que resultaba muy significativo y lamentable.

El propietario del sanatorio recibió a sus visitantes en el vestíbulo, llevando a Miss Gwilt del brazo. Los ojos hambrientos de todas las mujeres del grupo hicieron caso omiso del doctor, como si no hubiese existido, y fijándose en la dama desconocida, la devoraron de la cabeza a los pies en un instante.

—Mi primera paciente —dijo el doctor, presentando a Miss Gwilt—. Ésta dama ingresó la pasada noche y aprovecha esta oportunidad (la única que me han permitido darle mis compromisos de esta mañana) para visitar todo el sanatorio. Permítame, señora —prosiguió, soltando a Miss Gwilt y ofreciendo el brazo a la más anciana de sus visitantes—. Nervios destrozados…, ansiedad doméstica —murmuró, confidencialmente—. ¡Una mujer encantadora! ¡Un caso muy triste!

Suspiró delicadamente y condujo a la anciana a través del vestíbulo.

Les siguió el rebaño de visitantes; Miss Gwilt acompañándoles en silencio, caminando sola (con ellas, pero no como una de ellas) en último lugar.

—El jardín, damas y caballeros —dijo el doctor, volviéndose en redondo y dirigiéndose a su público desde el pie de la escalera—, está en parte sin terminar, como habrán visto ustedes. Pero, en las actuales circunstancias, presto poca atención al jardín, ya que Hampstead Heath está muy cerca y el ejercicio en coche y a caballo son parte de mi sistema. Aunque en menor grado, debo también suplicar vuestra indulgencia en lo tocante a la planta baja, donde nos hallamos ahora. La sala de espera y el estudio, en aquel lado, y el dispensario, en el otro (y al que les pediré que presten atención), están terminados. Pero el gran salón está todavía en manos del decorador. En aquella estancia (cuando se hayan secado las paredes, ni un momento antes) se reunirán mis pacientes para estar en animada compañía. No se ahorrará nada que pueda mejorar, elevar y adornar la vida, en estas pequeñas y felices reuniones. Así por ejemplo, habrá música todas las noches para los aficionados a ella.

Llegados a este punto, se produjo una ligera excitación entre los visitantes. Una madre de familia interrumpió al doctor. Quería saber si la «música de todas las noches» incluía también la del domingo y, si era así, qué música se interpretaría.

—Música sagrada, señora, desde luego —dijo el doctor—. Haendel, el domingo por la noche y ocasionalmente Haydn, cuando haya menos animación. Pero como iba a decirles, la música no es el único entretenimiento que ofrezco a mis pacientes nerviosos. Proporcionaremos lecturas distraídas a aquellos que prefieran los libros.

Hubo otra ligera agitación entre los visitantes. Otra madre de familia quiso saber si lectura distraída significaba novelas.

—Solamente novelas que yo haya seleccionado y examinado personalmente —dijo el doctor—. ¡Nada triste, señora! Puede haber muchas cosas tristes en la vida real, pero por esta misma razón, no las queremos en los libros. El novelista inglés que entre en mi casa (ningún novelista extranjero será admitido) debe comprender su arte como lo comprende en nuestros días el lector inglés de mente sana. Debe saber que nuestro gusto moderno más puro, nuestra moral moderna más elevada, le obligan a hacer exactamente dos cosas para nosotros, cuando escribe un libro. Lo único que le pedimos es que ocasionalmente nos haga reír e invariablemente haga que nos sintamos complacidos.

Hubo una tercera agitación entre los visitantes, claramente causada esta vez por la aprobación de los sentimientos que acababan de escuchar. El doctor, no queriendo perjudicar la favorable impresión que había producido, abandonó el tema del salón y los condujo escalera arriba. Como antes, los visitantes le siguieron y, como antes Miss Gwilt anduvo en silencio detrás de ellos, la última de todos. Una tras otra, las señoras la miraron con intención de hablarle, pero vieron algo en su semblante, totalmente ininteligible para ellas, que atajó las bien intencionadas palabras en sus labios. La impresión dominante era que el director del sanatorio había ocultado delicadamente la verdad, y que su primera paciente estaba loca.

El doctor iba en cabeza, deteniéndose a intervalos para que la anciana que llevaba del brazo recobrase el aliento, y los condujo a la parte más alta de la casa. Habiendo reunido a sus visitantes en el pasillo y señalado con una mano las puertas numeradas que se abrían a ambos lados les invitó a examinar cualquiera de las habitaciones a su antojo.

—Los números del uno al cuatro, damas y caballeros —dijo—, corresponden a los dormitorios de los ayudantes. Los números del cinco al ocho son habitaciones destinadas a los pacientes más pobres y a los que admito en condiciones que sólo cubren mis gastos. En el caso de estas personas más pobres entre mis enfermos, son indispensables para su admisión, la compasión personal y la recomendación de dos clérigos. Son las únicas condiciones que impongo, pero insisto en ellas. Ruego que observen que todas las habitaciones están bien ventiladas y que las camas son de hierro, y tengan la bondad de fijarse, ahora que descendemos a la segunda planta, en que hay una puerta que cierra toda comunicación entre aquélla y la superior, en caso necesario. Las habitaciones de la segunda planta, en la que ahora nos encontramos, están (a excepción de mi propia habitación) enteramente dedicadas a la recepción de pacientes femeninas, ya que la experiencia me ha convencido de que la mayor sensibilidad de su constitución requiere que sus dormitorios estén a un nivel elevado, con vistas a la mayor pureza y más libre circulación del aire. Aquí se ponen inmediatamente las damas bajo mi cuidado, mientras que mi médico ayudante, el cual espero que llegue dentro de una semana, atiende a los caballeros en la planta inferior. Observen de nuevo, al descender al primer piso, una segunda puerta, que cierra por la noche toda comunicación entre las dos plantas, para todo el mundo, salvo para mí y el médico ayudante. Y ahora que hemos llegado a la parte de la casa destinada a los caballeros, y que han observado ustedes con sus ojos la disposición del establecimiento, permítanme que les ofrezca una muestra de mi sistema de curación. La mejor manera de hacerlo es enseñándoles una habitación preparada, bajo mis instrucciones, para el tratamiento de los casos más complicados de dolencias nerviosas y de alucinaciones que me son confiados.

Abrió la puerta de una habitación situada en un extremo del pasillo y señalada con el número cuatro.

—Observen el interior, damas y caballeros —dijo—, y si ven algo notable, les pido que lo mencionen.

La habitación no era muy grande, pero estaba bien iluminada por una ancha ventana. Cómodamente amueblada como dormitorio, se distinguía en una cosa de otras habitaciones de la misma clase. No tenía chimenea. Habiéndolo observado los visitantes, les informó el doctor que la habitación era caldeada en invierno por medio de agua caliente, y les invitó a volver al pasillo, a hacer, bajo su dirección, descubrimientos que, de otra manera, no podrían hacer nunca.

—Ante todo, señoras y caballeros —dijo—, una palabra, literalmente una palabra, sobre los trastornos nerviosos. ¿Cuál es el sistema de tratamiento cuando, digamos, la ansiedad mental aflige a alguien, y este alguien acude a su médico? Él le examina, le escucha y le prescribe dos cosas. Una de ellas la escribe sobre un papel y es enviada al farmacéutico. La otra se administra verbalmente, en el momento adecuado, y consiste en una recomendación general de mantener tranquila la mente. Después de este excelente consejo, el médico deja que se libre de todas las inquietudes terrenas por su propio esfuerzo, hasta que vuelve a visitarle. ¡Y aquí entra mi Sistema, y le ayuda! Cuando yo veo la necesidad de mantener su mente en paz, agarro el toro por los cuernos, ¡y lo hago por su cuenta! Le coloco en una esfera de acción en la que las diez mil pequeñeces capaces de irritar, y que irritan, el sistema nervioso en casa, son expresamente consideradas y evitadas. Levanto una inexpugnable barricada moral entre la inquietud y ustedes. ¡Encuentren, si pueden, una puerta que dé golpes en esta casa! ¡Sorprendan, en esta casa, a un criado que haga ruido con el servicio del té cuando se lleve la bandeja! ¡Descubran aquí perros que ladren, gallos que canten, obreros que den martillazos, niños que chillen y les prometo que mañana cerraré mi sanatorio! ¿Son estas molestias cosas baladíes para las personas nerviosas? ¡Pregúntenselo a ellas! ¿Pueden librarse de estas molestias en casa? ¡Pregúntenselo a ellas! Diez minutos de irritación producida por un perro que ladra y un niño que chilla ¿pueden deshacer todo el bien causado en un paciente nervioso por un mes de tratamiento médico? ¡Ni un solo médico competente de Inglaterra se atrevería a negarlo! En estas sencillas bases se funda mi Sistema. Afirmo que el tratamiento médico de las dolencias nerviosas es secundario, en relación con el tratamiento moral. Y este tratamiento moral es lo que encontrarán aquí. Éste tratamiento moral, aplicado con diligencia durante todo el día, continúa para el paciente en su habitación, por la noche; le apacigua, le ayuda y le cura, sin que se dé cuenta, verán ustedes cómo.

El doctor hizo una pausa para cobrar aliento, y miró por primera vez a Miss Gwilt desde que habían entrado los visitantes en la casa. Y por primera vez se adelantó ella entre el público y miró al médico. Éste tosió y prosiguió:

—Digamos, damas y caballeros, que mi paciente acaba de ingresar. Su mente está hecha un lío de fantasías y caprichos nerviosos, que sus amigos (con la mejor intención) han irritado, por ignorancia, en casa. Por ejemplo, le han infundido miedo, por la noche. Le han obligado a tener a otra persona durmiendo en su habitación, o le han prohibido, en prevención de accidentes, que cerrase la puerta. Él acude a mí la primera noche y dice: «¡Oiga, yo no quiero tener a nadie en mi habitación!». «¡Claro que no!». «Insisto en cerrar la puerta». «¡Desde luego!». Entra y cierra la puerta, y allí se queda, tranquilo y en paz, predispuesto a la confianza, predispuesto al sueño, por haberse salido con la suya. «Todo esto está muy bien», dirán ustedes, «pero supongamos que ocurre algo, que le da un ataque por la noche. ¿Qué pasa entonces?». ¡Ahora lo verán! ¡Hola, amiguito! —exclamó de pronto, dirigiéndose al niño adormilado—. Vamos a jugar a un juego. Tú seras el pobre enfermo y yo seré el buen doctor. Entra en esta habitación y cierra la puerta por dentro. ¡Eres un chico valiente! ¿La has cerrado? Muy bien. ¿Crees que no puedo entrar si quiero hacerlo? Espero a que se haya dormido. Entonces aprieto este botoncito blanco disimulado en el dibujo de la pared exterior, el cerrojo se descorre en silencio y entro en la habitación siempre que quiero. Lo mismo ocurre con la ventana. Mi caprichoso paciente no quiere abrirla por la noche, cuando debiera hacerlo. Yo le sigo de nuevo la corriente. «Ciérrela, mi querido señor, ¡no faltaría más!». En cuanto se ha dormido, tiro de esta palanca negra oculta aquí, en el rincón de la pared. Como pueden ustedes ver, la ventana de la habitación se abre sin ruido. Digamos que al paciente se le antoja lo contrario, que insiste en abrir la ventana cuando debiera estar cerrada. Dejemos que lo haga, ¡qué lo haga! Tiro de una segunda palanca cuando está abrigado en la cama, y la ventana se cierra silenciosamente al instante. Nada que le irrite, damas y caballeros, ¡absolutamente nada que le irrite! Pero todavía no he terminado con él. A pesar de todas mis precauciones, puede penetrar una enfermedad epidémica en este sanatorio, que haga necesario purificar la habitación del paciente. O la dolencia de éste puede verse agravada por una enfermedad no nerviosa, digamos, por ejemplo, una dificultad asmática para respirar. En el primer caso, es necesaria la fumigación; en el segundo, se obtendrá alivio añadiendo oxígeno al aire. El paciente nervioso epidémico dice: «¡No quiero que me ahumen!». El paciente nervioso asmático jadea de terror, ante la idea de un explosión química en su habitación. Yo fumigo sin ruido al primero y oxígeno sin ruido al segundo, por medio de un sencillo aparato instalado fuera de la habitación, en este rincón de aquí. Está protegido por esa caja de madera, de la que sólo yo tengo la llave, y comunica por medio de un tubo con el interior de la habitación. ¡Obsérvenlo!

Mirando primero a Miss Gwilt, el doctor abrió la tapa de la caja de madera y mostró que el interior sólo contenía una vasija grande de piedra, con un embudo de cristal y un tubo que se introducía en la pared por el otro extremo. Con otra mirada a Miss Gwilt, el doctor cerró la tapa y preguntó en su tono más suave, si su Sistema era ahora inteligible.

—Podría mostrar toda clase de artefactos parecidos —siguió diciendo, mientras les conducía escalera abajo—, pero todos se reducen a lo mismo. El paciente nervioso al que se deja hacer siempre lo que quiera no se inquieta, y el paciente nervioso que no se inquieta se cura. Esto, dicho en pocas palabras. Ahora vengan a ver el dispensario, señoras, y después, la cocina.

Una vez más, se quedó Miss Gwilt detrás de los visitantes y esperó sola, mirando fijamente la habitación que había abierto el doctor y el aparato que había mostrado. Y una vez más, comprendió, sin que se cruzase una palabra entre ellos. Sabía, sin que él lo confesara, que estaba poniendo astutamente la necesaria tentación ante ella, delante de testigos que pudiesen hablar de las cosas superficialmente inocentes que habían visto, sí ocurría algo grave. El aparato, construido en principio para servir los fines de los artilugios médicos del doctor, sería por lo visto empleado para otro uso, en el que probablemente no había soñado hasta ahora. Y lo más probable era que, antes de que terminase el día, aquel otro uso le fuese revelado en privado, en el momento oportuno y en presencia del testigo adecuado. «Armadale morirá esta vez —dijo para sí mientras bajaba despacio la escalera—. El doctor le matará, por mis manos».

Los visitantes estaban en el dispensario cuando se reunió con ellos. Todas las damas admiraban la belleza del armario antiguo y, como consecuencia necesaria, ardían en deseos de ver lo que había en su interior. El doctor, después de echar una mirada de advertencia a Miss Gwilt, sacudió jovialmente la cabeza.

—No hay nada en su interior que pueda interesarles —dijo—. Sólo hileras de frasquitos que contienen los venenos usados en medicina y que tengo cerrados bajo llave. Vengan a la cocina, señoras, y háganme el honor de aconsejarme en estas cuestiones domésticas.

Miró de nuevo a Miss Gwilt, al cruzar los visitantes el vestíbulo, y su mirada le dijo claramente: «Quédese ahí».

Un cuarto de hora más tarde, el doctor había expuesto sus opiniones sobre cocina y dieta, y los visitantes (debidamente provistos de prospectos) se estaban despidiendo de él en la puerta. «¡Un gran regalo intelectual!», se decían los unos a los otros, mientras cruzaban la verja de hierro en perfecta formación. «¡Y qué hombre superior!».

El doctor volvió al dispensario, tarareando distraídamente, sin observar el rincón del vestíbulo donde se había retirado Miss Gwilt. Después de vacilar un momento, ella le siguió. Cuando entró, el ayudante estaba ya en la habitación, llamado un instante antes por su patrono.

—Doctor —dijo ella, fría y mecánicamente, como si estuviese repitiendo una lección—, siento tanta curiosidad como las otras damas sobre su lindo armario. Ahora que se han ido todas, ¿no querrá mostrármelo a mí?

El doctor se echó a reír, a su simpática manera.

—La vieja historia —dijo—. El cuarto cerrado de Barba Azul, ¡y la curiosidad femenina! No se vaya, Benjamín. Mi querida señora, ¿qué interés puede tener usted en mirar un frasco de un medicamento, sólo porque al mismo tiempo es veneno?

Ella volvió por segunda vez a su lección.

—Me interesa verlo —dijo—, porque pienso en las cosas terribles que podrían hacerse con él, si cayese en malas manos.

El doctor miró a su ayudante y sonrió compasivamente.

—Es curioso, Benjamín —dijo—, la romántica opinión que tienen de nuestras drogas las mentes no científicas. Mi querida señora —prosiguió, volviéndose de nuevo a Miss Gwilt—, si es por esto que le interesa ver los venenos, no hace falta que me pida que abra mi armario; basta con que mire los medicamentos que hay en los estantes de esta habitación. Hay muchos líquidos y sustancias en esos frascos, inocuos y muy beneficiosos en sí mismos, que, en combinación con otros líquidos y sustancias, se convierten en venenos tan terribles y mortíferos como cualquiera de los que tengo cerrados bajo llave en mi armario.

Ella le miró un momento y pasó al otro lado de la estancia.

—Muéstreme uno —dijo.

Sonriente y jovial como siempre, el doctor le siguió el humor a su paciente. Señaló el frasco del que había extraído en privado un líquido amarillo el día anterior y que había vuelto a llenar con una mezcla realizada por él, que imitaba exactamente el color de aquél.

—¿Ve usted aquella botella —le preguntó—, aquella botella achaparrada, redonda y de aspecto inofensivo? Prescindamos del nombre de su contenido; fijémonos solamente en la botella y, para distinguirla, pongámosle un nombre. ¿La llamaremos nuestro «Vigoroso Amigo»? Muy bien. Nuestro Vigoroso Amigo es, por sí solo, un medicamento inofensivo y muy eficaz. Se administra todos los días a cientos de miles de pacientes en todo el mundo civilizado. No ha tenido que presentarse ante los tribunales de justicia; no ha despertado intenso interés en las novelas; no ha representado ningún papel terrible en los escenarios. Aquí está, una inocente e inofensiva criatura, que no molesta a nadie que tenga la precaución de mantenerlo encerrado. Pero póngale en contacto con otra cosa, preséntelo a cierta sustancia mineral común, de fácil acceso en todo el mundo, y rompa ésta en fragmentos; procúrese (digamos) seis porciones de nuestro Vigoroso Amigo y viértalas consecutivamente sobre los fragmentos que he mencionado, a intervalos de no menos de cinco minutos. Cada vez surgirán cantidades de pequeñas burbujas; recoja el gas de estas burbujas, introdúzcalo en una cámara cerrada y, si está el propio Sansón en esta cámara, ¡nuestro Vigoroso Amigo le matará en media hora! Le matará lentamente, sin que él vea nada, sin que huela nada, sin que sienta nada, salvo somnolencia. Le matará y no dirá nada a todo el Colegio de Médicos, ¡qué afirmarán que la víctima ha fallecido de apoplejía o de congestión pulmonar! ¿Qué le parece esto, mi querida señora, en el mundo del misterio y de la fantasía? ¿No es nuestro Vigoroso Amigo inofensivo tan interesante ahora como si adquiriese la terrible fama popular del arsénico y de la estricnina que tengo encerrados ahí dentro? ¡No suponga que exagero! No suponga que invento un cuento de miedo, como dicen los niños. Pregúntele a Benjamín —dijo el doctor, apelando a su ayudante, pero mirando fijamente a Miss Gwilt—. Pregúntele a Benjamin —repitió, recalcando las palabras— si seis dosis de aquella botella, a intervalos de cinco minutos, no producirían, en las condiciones que he indicado, los resultados que he descrito.

El farmacéutico residente, que admiraba discretamente y desde lejos a Miss Gwilt, se sobresaltó y se puso colorado. La pequeña atención de incluirle en la conversación le había satisfecho visiblemente.

—El doctor tiene toda la razón, señora —dijo, dirigiéndose a Miss Gwilt, con una profunda reverencia—. La producción del gas, durante media hora, sería muy gradual. Y —añadió el farmacéutico, pidiendo en silencio a su patrono que le permitiese exhibir algunos conocimientos de química por su parte— el volumen del gas sería suficiente, al terminar aquel tiempo (si no me equivoco, señor), para causar la muerte en menos de cinco minutos a cualquier persona que entrase en la habitación.

—Indiscutiblemente, Benjamin —asintió el doctor—. Pero creo que, de momento, ya hemos hablado bastante de química —añadió, volviéndose a Miss Gwilt—. Siempre dispuesto, mi querida señora, a satisfacer sus deseos, propongo que hablemos de algún tema más alegre. ¿Y si salimos del dispensario, antes de que le sugiera otras cuestiones para activar su mente? ¿No? ¿Quiere presenciar un experimento? ¿Quiere ver cómo se forman las pequeñas burbujas? Bueno, bueno, nada hay de malo en esto. Dejaremos que Mrs. Armadale vea las burbujas —siguió diciendo el doctor, en el tono de un padre siguiéndole la corriente a una hijita mimada—. Vea si puede encontrar algunos fragmentos que nos sirvan, Benjamin. Supongo que los obreros (¡qué despacio trabajan!) habrán dejado algo de esta clase en la casa o en el jardín.

El farmacéutico residente salió de la habitación.

En cuanto hubo vuelto la espalda, el doctor empezó a abrir y cerrar cajones en varias partes del dispensario, con el aire del hombre que necesita algo urgentemente y no sabe dónde encontrarlo.

—¡Bendita sea mi alma! —exclamó, deteniéndose de pronto delante del cajón del que había sacado las tarjetas de invitación el día anterior—. ¿Qué es esto? ¿Una llave? ¡Qué me aspen si no es un duplicado de la de mi aparato de fumigación! ¡Dios mío, Dios mío, qué descuidado me he vuelto! —dijo, volviéndose vivamente hacia Miss Gwilt—. No tenía la menor idea de que existía esta segunda llave. Nunca la habría echado en falta. ¡Le aseguro que nunca la habría echado en falta, si alguien la hubiese tomado de este cajón!

Se dirigió apresuradamente al otro extremo de la habitación, sin cerrar el cajón y sin llevarse la llave duplicada.

Miss Gwilt le había escuchado en silencio. En silencio se acercó al cajón. En silencio tomó la llave y la guardó en el bolsillo de su delantal.

El farmacéutico volvió, con los fragmentos que el doctor le había pedido, y los depositó en un cuenco.

—Gracias, Benjamín —le dijo el doctor—. Tenga la bondad de cubrirlos con agua, mientras tomo la botella.

Así como a veces ocurren accidentes en las familias más perfectamente ordenadas, así se vuelven a veces torpes las manos más perfectamente disciplinadas. Al bajarla el doctor del estante, la botella se escapó de su mano y se hizo añicos en el suelo.

—¡Oh, malditos dedos! —exclamó el médico, con aire de cómica irritación—. ¿Qué diablos pretendéis con una jugarreta como ésta? Bueno, bueno, bueno, ¡qué le vamos a hacer! ¿Tenemos más de esto, Benjamín?

—Ni una gota, señor.

—¡Ni una gota! —repitió el doctor—. Mi querida señora, ¿qué excusas puedo ofrecerle? Mi torpeza ha hecho hoy imposible mi pequeño experimento. Recuérdeme que pida más líquido de éste mañana, Benjamín, y no se moleste en limpiar toda esta porquería. Enviaré al criado para que lo haga. Nuestro Vigoroso Amigo es ahora bastante inofensivo, mi querida señora, en combinación con un suelo entarimado y con la bayeta que vendrá a enjugarlo. Lo siento, siento de veras no haber podido complacerla.

Dichas estas palabras de disculpa, le ofreció el brazo y condujo a Miss Gwilt fuera del dispensario.

—¿Ha terminado conmigo por ahora? —preguntó ella, cuando estuvieron en el vestíbulo.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Qué manera de decirlo! —exclamó el doctor—. La cena, a las seis —añadió, con un énfasis cortés, al volverse ella con desdeñoso silencio y subir despacio la escalera para ir a su habitación.

Un reloj que no hacía el menor ruido (para no molestar a los nervios irritables) estaba colgado en la pared, encima del rellano del primer piso del sanatorio. En el momento en que las saetas señalaban las seis menos cuarto, se rompió suavemente el silencio de las solitarias regiones superiores, por el susurro del vestido de Miss Gwilt. Ésta avanzó a lo largo del pasillo del primer piso; se detuvo ante el aparato tapado y sujeto en el exterior de la habitación número cuatro; escuchó un momento, y después, abrió la tapa con la llave duplicada.

La tapa levantada proyectó una sombra en el interior de la caja. Lo único que vio ella, al principio, fue lo que había visto ya anteriormente: la vasija, el tubo y el embudo de cristal inserto en el tapón. Extrajo el embudo y, mirando a su alrededor, observó, en el antepecho de una ventana próxima, una varita con la punta de cera, que se empleaba para encender las luces de gas. Tomó la varita, la introdujo en la abertura dejada por el embudo, y la agitó dentro de la vasija. El débil ruido de un líquido y el más áspero de ciertas sustancias sólidas que estaba agitando fueron los dos sonidos que percibieron sus oídos. Sacó la varita y tocó cautelosamente, con la punta de la lengua, el extremo mojado. La precaución había sido completamente inútil en este caso. El líquido era… agua.

Al volver a colocar el embudo en su sitio, advirtió algo que brillaba débilmente en el espacio poco iluminado del lado de la vasija. Lo sacó y vio que era un frasco púrpura. El líquido que lo llenaba era oscuro y podía verse a través del cristal coloreado y transparente; sujetas a un lado del frasco, a intervalos regulares, había tres tiras delgadas de papel, que dividían el contenido en seis partes iguales.

Ahora no cabía duda de que el aparato había sido preparado en secreto para ella; el aparato del que sólo ella (además del doctor) poseía la llave.

Volvió a poner el frasco en su sitio y cerró la tapa de la caja. Se quedó mirándola un momento, con la llave en la mano. De pronto, volvió el color a su pálido semblante. Giró sobre sus talones, subió corriendo la escalera y entró en su habitación del segundo piso. Con manos ansiosas, tomó su abrigo del armario y sacó el sombrero de la caja.

—¡No estoy en una cárcel! —exclamó, impetuosamente—. ¡Puedo ejercitar los miembros! Puedo ir… a cualquier parte, ¡con tal de salir de esta casa!

Con el abrigo sobre los hombros y el sombrero en la mano, cruzó la habitación y se dirigió a la puerta. Un momento más… y habría salido al pasillo. Pero, en aquel instante, recordó al marido a quien había negado. Se detuvo y arrojó el abrigo y el sombrero sobre la cama.

—¡No! —dijo—. Se ha abierto un abismo entre nosotros…, ¡lo peor ya es cosa hecha!

Hubo una llamada a la puerta. La voz del doctor le recordó cortésmente, desde fuera, que eran las seis.

Ella abrió la puerta y le detuvo al bajar él la escalera.

—¿A qué hora llega el tren esta noche? —preguntó, en voz baja.

—A las diez —respondió el doctor, en voz tan alta que podía oírla todo el mundo.

—¿Qué habitación darán a Mr. Armadale, cuando llegue?

—¿Cuál le parece a usted mejor?

—La número cuatro.

El doctor mantuvo las apariencias hasta el final.

—Le daremos la número cuatro —dijo, amablemente—. Siempre, naturalmente, que no esté ocupada cuando él llegue.

Transcurrió la tarde y llegó la noche.

Pocos minutos antes de las diez, Mr. Bashwood volvía a estar en su puesto, esperando la llegada del tren.

El inspector de guardia, que le conocía de vista y había comprobado personalmente que su regular presencia en la estación terminal no tenía por móvil las bolsas o las maletas de los pasajeros, advirtió aquella noche dos nuevas circunstancias en relación con Mr. Bashwood.

En primer lugar, en vez de mostrarse animado como de costumbre, parecía inquieto y deprimido. En segundo lugar, mientras esperaba el tren, diríase que estaba siendo observado a su vez por un hombre delgado, moreno y bajito, que había dejado su equipaje (marcado con el nombre de Midwinter) en la consigna, la tarde anterior, y había vuelto hacía media hora para que fuese examinado por los aduaneros.

¿Qué había traído a Midwinter a la terminal? ¿Y por qué estaba también esperando aquel tren?

Después de haberse desviado hasta Hendon, durante su paseo solitario de la noche anterior, se había refugiado en la posada y se había quedado dormido (de puro agotamiento) hasta hora tardía de la mañana, que era la que la previsión de su esposa había calculado. Y así, cuando volvió a la pensión, la patrona sólo pudo informarle de que su huéspeda había liquidado la cuenta y se había marchado (ni ella ni la sirvienta sabían hacia dónde) más de dos horas antes.

Después de unas breves investigaciones, cuyo resultado le convenció de que había perdido aquella pista, Midwinter había salido de la casa y continuado mecánicamente su camino hacia los sectores más concurridos y centrales de la metrópoli. Conociendo ahora el carácter de su esposa, ir a la dirección que le había dado ella como la de su madre habría sido indudablemente inútil. Caminó por las calles, resuelto a descubrirla y tratando en vano de ver la manera de conseguirlo, hasta que la fatiga se le impuso una vez más. Se detuvo para descansar y recuperar fuerzas en el primer hotel que encontró, y una discusión oída por casualidad entre un camarero y un desconocido, sobre una maleta perdida, le recordó su propio equipaje, que había dejado en la terminal, y esto le hizo evocar inmediatamente las circunstancias en que Mr. Bashwood y él se habían encontrado. Un momento más, y vio claramente que había estado perdiendo el tiempo buscando por las calles. Un momento más y decidió tratar de encontrar de nuevo al administrador, esperando a la persona a quien había estado evidentemente aguardando la noche anterior a la llegada del tren.

Ignorando la noticia de la muerte de Allan en el mar, sin haber podido averiguar, en la violenta entrevista con su esposa, qué se proponía ésta vistiéndose de viuda, las al principio vagas sospechas de Midwinter sobre su fidelidad se habían convertido inevitablemente en convicción de que ella le engañaba. Sólo podía dar una interpretación a su rechazo y al hecho de que usase el nombre bajo el que se había casado él en secreto con ella. Su conducta llevaba forzosamente a la conclusión de que se había comprometido en alguna intriga infame, y de que se había asegurado de antemano la posición en la que sabía que sería más odioso y repelente para él tratar de reclamar su autoridad sobre ella. Con esta convicción, estaba ahora observando a Mr. Bashwood, firmemente persuadido de que el lugar donde se escondía su esposa era conocido por el vil servidor de los vicios de ésta, y sospechando tristemente, a medida que pasaba el tiempo, que el desconocido que le había agraviado y el viajero desconocido cuya llegada estaba esperando el administrador eran la misma persona.

El tren llegó con retraso aquella noche y los vagones iban más llenos que de costumbre. Midwinter se vio envuelto en la confusión del andén y, al tratar de librarse, perdió por primera vez de vista a Mr. Bashwood.

Transcurrieron varios minutos antes de que descubriese de nuevo al administrador, que estaba ahora hablando afanosamente a un hombre de abrigo holgado y que estaba de espaldas a Midwinter. El cual, olvidando todas las precauciones que había tomado antes de aparecer el tren, avanzó inmediatamente en su dirección: Mr. Bashwood vio su cara amenazadora al acercarse él, y retrocedió en silencio. El hombre del abrigo holgado se volvió a mirar en la dirección que lo hacía el administrador, y Midwinter vio, a la fuerte luz de un farol de la estación, ¡el rostro de Allan!

De momento, ambos permanecieron mudos, estrechándose la mano, mirándose. Allan fue el primero en recobrarse.

—¡Loado sea Dios! —dijo, fervientemente—. No te pregunto cómo has venido aquí; me basta con que hayas venido. He recibido tristes noticias, Midwinter. Nadie salvo tú puede consolarme y ayudarme a soportarlas.

Le flaqueó la voz al pronunciar las últimas palabras, y no dijo más.

El tono en que había hablado animó a Midwinter a aceptar las circunstancias tal como se presentaban, apelando al viejo interés agradecido por su amigo, que había sido antaño el interés principal de su vida. Dominó su aflicción personal por primera vez desde que había caído sobre él y, llevándose amablemente a Allan a un lado, le preguntó qué había sucedido.

Después de informarle de la noticia de su presunta muerte en el mar, le respondió Allan que, según le había dicho Mr. Bashwood, aquella noticia había llegado a conocimiento de Miss Milroy y que las lamentables consecuencias de la impresión causada habían obligado al comandante a poner a su hija bajo tratamiento médico en una institución de las afueras de Londres.

Antes de decir algo por su parte, Midwinter miró hacia atrás con desconfianza. Mr. Bashwood les había seguido. Mr. Bashwood les estaba observando, para ver lo que hacían.

—¿Estaba él esperando tu llegada para contarte esto acerca de Miss Milroy? —preguntó Midwinter, mirando de nuevo a Allan.

—Sí —dijo éste—. Ha tenido la bondad de esperar aquí, noche tras noche, para darme la noticia.

Midwinter hizo una nueva pausa, el intento de conciliar la conclusión que había sacado de la conducta de su esposa con el descubrimiento de que Allan era el hombre cuya llegada había estado esperando Mr. Bashwood, era desde luego vano. La única posibilidad que se le ofrecía ahora de descubrir la verdadera solución del misterio era presionar al administrador, aprovechando un punto flaco por el que podía atacarle. La noche anterior había negado rotundamente saber algo de los movimientos de Allan o tener interés alguno en el regreso de éste a Inglaterra. Habiendo sorprendido a Mr. Bashwood en esta mentira, Midwinter sospechó inmediatamente que le había contado otra a Allan, y aprovechó la oportunidad de estudiar en el acto su declaración acerca de Miss Milroy.

—¿Cómo se ha enterado usted de esta triste noticia? —preguntó, volviéndose de pronto a Mr. Bashwood.

—Por medio del comandante, desde luego —le dijo Allan, antes de que el administrador pudiese responder.

—¿Quién es el médico que trata a Miss Milroy? —insistió Midwinter, dirigiéndose todavía a Mr. Bashwood.

Por segunda vez, el administrador no respondió. Por segunda vez, Allan respondió por él.

—Es un hombre que tiene un apellido extranjero —dijo Allan—. Tiene un sanatorio cerca de Hampstead. ¿Cómo dijo que se llama aquel lugar, Mr. Bashwood?

—Fairweather Vale, señor —dijo el administrador, respondiendo por necesidad, pero de mala gana, a su patrono.

La dirección del sanatorio recordó inmediatamente a Midwinter que había seguido a su esposa hasta Fairweather Vale Villas la noche anterior. Por primera vez, empezó a ver un poco de luz en la oscuridad. El instinto que actúa urgentemente, antes de que pueda afirmarse el lento proceso del razonamiento, le llevó de un salto a la conclusión de que Mr. Bashwood, que ciertamente había actuado bajo la influencia de su esposa el día anterior, podía estar actuando ahora bajo la misma influencia. Insistió en escudriñar a fondo la declaración del administrador, en la cada vez más firme convicción de que era una mentira y de que su esposa estaba complicada en esto.

—¿Está el comandante en Norfolk? —preguntó—. ¿O está junto a su hija en Londres?

—En Norfolk —dijo Mr. Bashwood. Habiendo contestado con estas palabras a una mirada interrogadora de Allan, más que a la pregunta expresa de Midwinter, vaciló, miró a la cara a Midwinter por primera vez, y añadió de pronto—: Con perdón, señor, me niego a ser interrogado por usted. Sé lo que he dicho a Mr. Armadale, y nada más.

Las palabras y el tono en que habían sido pronunciadas eran diferentes del lenguaje y el tono que solía emplear Mr. Bashwood. Había una expresión hosca y abatida en su semblante, y una furtiva desconfianza y aversión en sus ojos, al mirar a Midwinter, que éste no había advertido hasta ahora. Antes de que pudiese replicar al extraordinario arrebato del administrador, intervino Allan.

—No me culpes de impaciente —dijo—. Pero se está haciendo tarde y hay un largo camino hasta Hampstead. Temo encontrar cerrado el sanatorio.

Midwinter se sobresaltó.

—¡Ésta noche no vas a ir al sanatorio! —exclamó.

Allan tomó la mano de su amigo y la estrechó con fuerza.

—Si la apreciases tanto como yo —murmuró—, no descansarías, no podrías dormir, hasta haber hablado con el médico y oído de sus labios lo mejor y lo peor que tuviese que decir. ¡Pobrecilla! Tal vez si me viese ahora vivo y sano…

Sus ojos se llenaron de lágrimas, y volvió la cabeza, en silencio.

Midwinter miró al administrador.

—Retírese —dijo—. Tengo que hablar con Mr. Armadale.

Había algo amenazador en su mirada. Mr. Bashwood se retiró donde no podía oírles, pero sin perderles de vista. Midwinter apoyó afectuosamente una mano en el hombro de su amigo.

—Allan —dijo—, tengo razones… —Se interrumpió. ¿Podía dar estas razones antes de haberlas comprobado, en este momento y bajo estas circunstancias? ¡Imposible!—. Tengo razones —prosiguió— para aconsejarte que no creas a ciegas lo que pueda decirte Mr. Bashwood. No se lo digas, pero debes estar sobre aviso.

Allan miró asombrado a su amigo.

—¡Tú simpatizaste siempre con Mr. Bashwood! —exclamó—. ¡Fuiste tú quien confiaste en él, cuando vino por primera vez a la casa grande!

—Tal vez estaba equivocado, Allan, y tú tenías razón. ¿Quieres solamente esperar a que telegrafíe al comandante Milroy y reciba su respuesta? ¡Sólo será esta noche!

—Me volveré loco si tengo que esperar toda la noche —dijo Allan—. Has hecho que esté aún más inquieto que antes. Si no hablo de ello con Bashwood, tengo que ir al sanatorio, y será el propio médico quien me diga si está o no allí.

Midwinter vio que su esfuerzo era inútil. En interés de Allan, sólo podía proponerle otra cosa.

—¿Dejarás que te acompañe? —preguntó.

La cara de Allan se iluminó por primera vez.

—¡Mi querido y buen amigo! —exclamó—. Precisamente era esto lo que iba a pedirte.

Midwinter llamó al administrador.

—Mr. Armadale va a ir al sanatorio —dijo— y yo le acompañaré. Busque un simón y venga con nosotros.

Esperó a ver si Mr. Bashwood le obedecía. Como éste tenía instrucciones concretas de no perder de vista a Allan cuando llegase, y teniendo, en su propio interés, que explicar a Miss Gwilt la inesperada aparición de Midwinter, el administrador no tenía alternativa. Con hosca resignación, hizo lo que se le ordenaba. Allan dio las llaves de su equipaje al servidor extranjero que había traído con él y le indicó que esperase sus órdenes en el hotel de la terminal. Un minuto más tarde, el coche salía de la estación, con Midwinter y Allan en su interior, y Mr. Bashwood en el pescante con el cochero.

Entre las once y las doce de aquella noche, Miss Gwilt, sola y de pie junto a la ventana del pasillo del segundo piso del sanatorio, oyó un ruido de ruedas que se acercaban. Aquel sonido, que había aumentado rápidamente de volumen en el silencio del barrio solitario, ceso ante la verja de hierro. Un minuto después, vio que el simón se detenía ante la puerta de la casa.

La noche había sido nubosa, pero el cielo se estaba ahora despejando y había salido la luna. Miss Gwilt abrió la ventana para ver y oír con más claridad. A la luz de la luna, vio que Allan se apeaba del coche y se volvía para hablar con alguien que estaba en el interior. La voz que respondió le dijo, antes de que apareciese el hombre, que el compañero de Armadale era su marido.

Volvió a experimentar el mismo efecto petrificante que le había producido la entrevista con él del día anterior. Permaneció junto a la ventana, pálida e inmóvil, macilenta y envejecida, como cuando se había enfrentado con él en traje de viuda.

Mr. Bashwood, que subió a hurtadillas al segundo piso para dar su informe, supo, en cuanto vio a la mujer, que aquello era inútil.

—No ha sido culpa mía —fue todo lo que dijo, al volver ella lentamente la cabeza y mirarle—. Se encontraron y no hubo manera de separarles.

Ella respiró hondo y le indicó que se callase.

—Espere un poco —dijo—; lo sé todo acerca de esto.

Dichas estas palabras, se apartó y caminó despacio hasta el final del pasillo; dio media vuelta y volvió lentamente hacia él, con el ceño fruncido y gacha la cabeza, perdidas su gracia y su belleza, salvo la gracia y la belleza innatas del movimiento de los miembros.

—¿Desea hablar conmigo? —preguntó, sin pensar en él y mirándole con ojos inexpresivos al hacerle la pregunta.

El hizo acopio de un valor que nunca había mostrado aún en su presencia.

—¡No me desespere! —gritó, con sorprendente brusquedad—. ¡No me mire de esta manera, ahora que lo he descubierto!

—¿Qué es lo que ha descubierto? —preguntó ella, con una momentánea sorpresa en el semblante, que se desvaneció antes de que él recobrase el aliento para continuar.

—Mr. Armadale no es el hombre que me la quitó —respondió—. Es Mr. Midwinter. Ayer lo descubrí en su cara. Y ahora lo veo en su cara. ¿Por qué firmó con el nombre de Armadale cuando me escribió? ¿Por qué se hace llamar todavía Mrs. Armadale?

Pronunció estas atrevidas palabras a largos intervalos, esforzándose en resistir la influencia que ejercía ella sobre él, y su aspecto era lastimoso y terrible.

Ella le miró por primera vez con ojos suaves.

—Ojalá le hubiese compadecido cuando nos conocimos —dijo amablemente— como le compadezco ahora.

Él se esforzó desesperadamente en proseguir, en decirle las palabras que había pensado durante el viaje desde la terminal. Palabras que insinuaban amenazadoramente su conocimiento de la vida pasada de ella, palabras que le advertían que (hiciera lo que hiciese, cometiera los crímenes que cometiese) debía pensarlo dos veces antes de engañarle y abandonarle de nuevo. Se había jurado que le hablaría en estos términos. Había elegido las frases adecuadas y las había clasificado y ordenado en su mente; lo único que le faltaba era hacer el esfuerzo final de pronunciarlas, e incluso ahora, después de todo lo que se había atrevido a decir, aquel esfuerzo era más de lo que podía realizar. Con impotente gratitud, incluso por algo tan nimio como su compasión, se la quedó mirando, y silenciosas lágrimas de mujer brotaron de sus viejos ojos de hombre.

Ella le asió la mano y le habló, con marcada indulgencia, pero sin la menor señal de emoción por su parte.

—Ha esperado ya a petición mía —dijo—. Espere hasta mañana, y lo sabrá todo. Si no confía en nada de todo lo demás que le he dicho, puede confiar en lo que le digo ahora. Todo terminará esta noche.

Mientras decía estas palabras, se oyeron las pisadas del doctor en la escalera. Mr. Bashwood se apartó de la mujer, latiéndole el corazón con indecible esperanza. «¡Todo terminará esta noche!», repitió para sus adentros, retirándose hacia el extremo del pasillo.

—No le molestaré, señor —dijo animadamente el médico, cuando se encontraron—. No tengo nada que decir a Mrs. Armadale que no pueda oírlo todo el mundo.

Mr. Bashwood no le respondió, sino que siguió alejándose hacia el extremo del pasillo y repitiéndose: «¡Todo terminará esta noche!». El doctor se cruzó con él y se reunió con Miss Gwilt.

—Sin duda se habrá enterado de la llegada de Mr. Armadale —empezó diciendo en su tono más suave y franco—. Permítame añadir, mi querida señora, que no hay el menor motivo de agitación nerviosa por parte de usted. Hemos tenido buen cuidado de seguirle la corriente y está todo lo tranquilo y sociable que podrían desear sus mejores amigos. Le he informado de que es imposible que se entreviste con la joven esta noche, pero que puede estar seguro de verla (con las debidas precauciones) lo antes posible, en cuanto se despierte ella mañana por la mañana. Como no hay ningún hotel cerca de aquí, y tiene que ser avisado en el momento adecuado, era natural, dadas las peculiares circunstancias, que yo le ofreciese la hospitalidad del sanatorio. El la ha aceptado, sumamente agradecido, y me ha dado cortés y conmovedoramente las gracias por el trabajo que me he tomado para tranquilizar su mente. Todo satisfactorio, perfectamente satisfactorio, hasta aquí. Pero hubo una pequeña dificultad, ahora felizmente superada, que creo que debo comunicarle antes de que nos retiremos a descansar.

Habiendo allanado el camino con estas palabras (y oyéndolas Mr. Bashwood) para la declaración que había anunciado previamente que pensaba hacer, para el caso de que Allan muriese en el sanatorio, iba el doctor a proseguir cuando le llamó la atención un ruido, abajo, como de alguien que tratase de abrir una puerta.

Bajó inmediatamente la escalera y abrió la puerta de comunicación entre el primer y el segundo pisos, que había cerrado con llave al subir. Pero la persona que la había estado empujando (suponiendo que existiese en realidad) había sido más rápida que él. Miró a lo largo del pasillo y, por encima de la escalera, hacia el vestíbulo, pero no descubrió nada y volvió junto a Miss Gwilt, después de cerrar de nuevo la puerta de comunicación.

—Discúlpeme —dijo—; creí oír algo abajo. En cuanto a la pequeña dificultad que acabo de solucionar, permítame que le informe de que Mr. Armadale ha traído con él un amigo que lleva el extraño apellido de Midwinter. ¿Conoce usted a ese caballero? —preguntó el doctor, con ojos recelosos que contradecían la estudiada indiferencia de su tono.

—Sé que es un viejo amigo de Mr. Armadale —dijo ella—. ¿Acaso…? —Le falló la voz y bajó los ojos ante la mirada escrutadora del médico. Superó la momentánea flaqueza y terminó la pregunta—: ¿Acaso se quedará también aquí esta noche?

—Mr. Midwinter es una persona de modales toscos y temperamento receloso —dijo el doctor, observándola fijamente—. Fue lo bastante rudo para insistir en quedarse aquí, en cuanto hubo Mr. Armadale aceptado mi invitación. —Hizo una pausa, para observar el efecto que habían producido en ella sus palabras. Totalmente a oscuras, por la precaución con que había evitado ella mencionar el nombre supuesto de su marido en su primera entrevista, la desconfianza del doctor era necesariamente muy vaga. Había advertido que le flaqueaba la voz y que cambiaba de color—. Sospechó una reserva mental por parte de ella al respecto de Midwinter… y nada más.

—¿Y ha permitido usted que se saliese con la suya? —preguntó ella—. De haberme hallado en su lugar, yo le habría mostrado la puerta.

La calma inconmovible de su tono advirtió al doctor que no debía seguir poniendo a prueba su aplomo aquella noche. Volvió a asumir el carácter de arbitro médico de Mrs. Armadale con referencia al tema de la salud mental de Mr. Armadale.

—Si sólo hubiese tenido que consultar mis propios sentimientos —dijo—, no le negaré que hubiese (según dice usted) mostrado la puerta a Mr. Midwinter. Pero, al apelar a Mr. Armadale, descubrí que también él estaba ansioso de no separarse de su amigo. En estas circunstancias, no tenía más alternativa que volver a seguirle la corriente. La responsabilidad de contrariarle, por no hablar —añadió el doctor, acercándose por un instante a la verdad— de mi temor a un escándalo en la casa, dado el temperamento de su amigo, me impedía actuar de otra manera. Por consiguiente, Mr. Midwinter se quedará aquí esta noche y ocupará (debería decir, insiste en ocupar) la habitación contigua a la de Mr. Armadale. Aconséjeme, señora, en esta emergencia —concluyó el doctor, recalcando las palabras—. ¿En qué habitaciones del primer piso debo instalarles?

—Ponga a Mr. Armadale en la número cuatro.

—¿Y a su amigo en la número tres? —dijo el doctor—. Bien, bien, bien, tal vez son las más cómodas. Daré inmediatamente las órdenes pertinentes. No tenga prisa en marcharse, Mr. Bashwood —dijo alegremente, al llegar a la escalera—. He dejado la llave de mi ayudante en el antepecho de aquella ventana y Mrs. Armadale podrá abrirle la puerta de la escalera cuando le plazca. ¡No esté levantada hasta muy tarde, Mrs. Armadale! Su sistema nervioso requiere mucho sueño. «Un sueño tranquilo es el mejor reconstituyente de la naturaleza cansada». Una máxima magnífica. Que Dios la bendiga… Buenas noches.

Mr. Bashwood volvió del extremo del pasillo, preguntándose aún, con indecible expectación, lo que traería consigo aquella noche.

—¿Tengo que marcharme ahora? —preguntó.

—No. Tiene que quedarse. Le dije que lo sabría todo si esperaba hasta la mañana. Espere aquí. —El vaciló y miró a su alrededor.

—El doctor —balbució—, creo que dijo…

—El doctor no intervendrá en nada de lo que haga yo esta noche en esta casa. Y yo le digo a usted que se quede. Hay habitaciones vacías en el piso de arriba. Tome una de ellas.

Mr. Bashwood sintió que volvía a acometerle el temblor al mirarla.

—¿Puedo preguntarle…? —empezó a decir.

—No pregunte nada. Le necesito aquí.

—Dígame, por favor…

—No le diré nada hasta que haya pasado la noche y llegado la mañana.

La curiosidad pudo más que el miedo en él. Insistió.

—¿Es algo espantoso? ¿Demasiado espantoso para decírmelo?

Ella golpeó el suelo con el pie, en un súbito ataque de impaciencia.

—¡Vayase! —dijo, agarrando la llave de la puerta de la escalera, de encima del antepecho de la ventana—. Hace bien en desconfiar de mí, hace bien en no seguirme más lejos a oscuras. Vayase antes de que cierren la casa. Puedo apañarme sin usted.

Le condujo a la escalera, con la llave en una mano y la vela en la otra.

Mr. Bashwood la siguió en silencio. Nadie, sabiendo lo que él sabía de su vida pasada, habría dejado de advertir que era una mujer llevada al último extremo y que se mantenía conscientemente al borde del crimen. Aterrorizado por el descubrimiento, se soltó de la mano de ella, pensó y actuó como un hombre que hubiese recobrado su propia voluntad.

Ella puso la llave en la cerradura y se volvió a él antes de abrir la puerta, iluminado su semblante por la vela.

—Olvídeme y perdóneme —dijo—. No volveremos a vernos.

Abrió la puerta y, cuando hubo pasado él, le tendió la mano. Él había resistido su mirada, había resistido sus palabras, pero la fascinación magnética de su contacto le dominó en el momento final.

—¡No puedo dejarla! —dijo, sujetando frenéticamente la mano que ella le había dado—. ¿Qué debo hacer?

—Venga y lo verá —respondió ella, sin permitirle un instante de reflexión.

Cerrando firmemente la mano sobre la de él le condujo por el pasillo del primer piso hasta la habitación número cuatro.

—Fíjese en esta habitación —murmuró.

Después de mirar hacia la escalera, para asegurarse de que estaban solos, volvió con él al otro extremo del corredor. Allí, frente a la ventana que iluminaba el lugar en aquel extremo, había una pequeña habitación, con una estrecha rejilla en la parte alta de la puerta, y que había sido proyectada como dormitorio del ayudante del doctor. Dada la situación de esta estancia, la rejilla permitía ver los dormitorios a ambos lados del pasillo para que el médico ayudante pudiese enterarse de cualquier irregularidad por parte de los pacientes que tenía a su cuidado, con muy pocas probabilidades de que ellos advirtiesen que eran observados. Miss Gwilt abrió la puerta y entró en la habitación vacía.

—Espere aquí —dijo—, mientras yo vuelvo arriba, y cierre la puerta por dentro, si lo prefiere. Estará a oscuras, pero la luz de gas estará encendida en el pasillo. Manténgase junto a la rejilla y asegúrese de que Mr. Armadale entre en la habitación que acabo de mostrarle, y de que no salga después de ella. Si pierde de vista un solo instante ese dormitorio antes de que yo regrese, se arrepentirá hasta el último día de su vida. Si hace lo que yo le digo, me verá mañana y podrá reclamar su recompensa. ¡Respóndame enseguida! ¿Sí o no?

El no pudo contestarle con palabras. Se llevó la mano de ella a los labios y la besó embelesado. Ella salió de la habitación. Desde detrás de la reja, vio él que se deslizaba por el pasillo hacia la puerta de la escalera. La cruzó y la cerró. Después, reinó el silencio.

Lo primero que oyó fue el sonido de las voces de unas criadas. Eran dos y se aprestaban a preparar las camas de las habitaciones número tres y número cuatro. Parecían estar de muy buen humor, riendo y charlando a través de las puerta abiertas de las habitaciones. Por fin empezaban a llegar clientes del jefe, decían, con entusiasmo; la casa parecería pronto alegre, si las cosas continuaban de esta manera.

Al cabo de un rato, las camas estuvieron preparadas y las mujeres volvieron a la planta donde estaba la cocina y se hallaban también los dormitorios de la servidumbre. Después, se hizo de nuevo el silencio El siguiente sonido fue el de la voz del doctor. Éste apareció en el extremo del corredor, para mostrar a Allan y a Midwinter el camino de sus habitaciones. Entraron juntos en la número cuatro. Un instante después, el doctor fue el primero en salir. Esperó a que Midwinter se reuniese con él y señaló con un cortés movimiento de cabeza la puerta de la número tres. Midwinter entró en la habitación sin decir palabra y cerró la puerta por dentro. El doctor, al quedarse solo, se retiró hacia la puerta de la escalera y la abrió; entonces esperó en el pasillo, silbando para sí en voz baja.

Un minuto después, se oyeron unas voces mantenidas deliberadamente bajas en el vestíbulo, y aparecieron el farmacéutico residente y la enfermera jefe, camino de los dormitorios del personal auxiliar, situados en lo más alto de la casa. El hombre inclinó en silencio la cabeza al pasar junto al doctor; la mujer hizo una silenciosa reverencia y siguió al hombre. El doctor correspondió a sus saludos agitando amablemente la mano y, al quedar de nueve solo, hizo una breve pausa, silbando todavía suavemente, y después se dirigió a la puerta de la número cuatro abrió la caja del aparato de fumigación instalado en el rincón de la pared. Al levantar la tapa y mirar al interior, dejó de silbar. Sacó un frasco largo y purpúreo, lo examinó a la luz de gas, volvió a dejarlo en su sitio y cerró la caja. Hecho esto, se dirigió de puntillas a la puerta abierta de la escalera, la cruzó y la cerró desde el otro lado, como de costumbre.

Mr. Bashwood le había visto junto al aparato; Mr. Bashwood había advertido la manera en que se había retirado por la puerta de la escalera. Una vez más, la sensación de una indecible expectativa hizo palpitar su corazón. Un terror lento y frío y terrible se apoderó de sus manos y las condujo en la oscuridad hacia la llave que había sido dejada para él en el lado interior de la puerta. La hizo girar, desconfiando vagamente de lo que podía ocurrir ahora, y esperó.

Transcurrieron lentamente los minutos, sin que ocurriese nada: El silencio era horrible; la soledad del corredor desierto, una soledad de traiciones invisibles. Empezó a contar, para tener ocupada la mente, para mitigar su creciente temor. Los números, murmurados por él, se sucedieron despacio hasta cien, y tampoco ocurrió nada. Había empezado la segunda centena y había llegado hasta veinte, cuando, sin ningún sonido que indicase que se había movido en su habitación, Midwinter apareció de pronto en el corredor.

Se quedó un momento allí, escuchando; se dirigió a la escalera y miró hacia el vestíbulo inferior. Entonces, por segunda vez aquella noche, empujó la puerta de la escalera y, por segunda vez, la encontró cerrada. Después de reflexionar un momento, probó las puertas de los dormitorios de la derecha, miró en el interior de éstos y vio que estaban todos vacíos; entonces llegó a la puerta de la última habitación, en la que estaba escondido el administrador. Ésta se le resistió. Escuchó y miró hacia la rejilla. No oyó nada, ni vio luz en el interior. «¿Debo forzar la puerta —se dijo— para estar seguro? No; daría una excusa al doctor para echarme de la casa». Se apartó y miró en las dos habitaciones vacías del lado en que se hallaban la de Allan y la suya, y después se dirigió a la ventana del extremo del pasillo. Aquí le llamó la atención la caja del aparato de fumigación. Después de tratar en vano de abrirla, pareció agudizarse su recelo. Miró a lo largo del pasillo y observó que ningún otro objeto parecido se hallaba en el exterior de ninguno de los otros dormitorios. De nuevo junto a la ventana, volvió a fijarse en el aparato y se apartó de él con un ademán que indicaba claramente que había tratado de imaginar lo que podía ser y fracasado en su intento.

Sin embargo, no dio señales de retirarse a su dormitorio. Siguió plantado junto a la ventana, fijos los ojos en la puerta de la habitación de Allan, y pensando. Si Mr. Bashwood, que le observaba disimuladamente a través de la rejilla, hubiese podido ver en aquel momento su mente como veía su cuerpo, el corazón le habría palpitado todavía más de prisa, esperando el próximo suceso que traería consigo la decisión de Midwinter un instante después.

¿En qué ocupaba su mente mientras permanecía allí, solo, en plena noche, en aquella casa extraña?

Estaba tratando de concentrar, poco a poco, en un punto, todas sus impresiones inconexas. Convencido, desde el principio, de que algún peligro oculto amenazaba a Allan en el sanatorio, su desconfianza —vagamente asociada hasta ahora con la casa misma, con su esposa (que ahora creía firmemente que estaba bajo el mismo techo que él), con el doctor, en quien ella tenía claramente tanta confianza como en el propio Mr. Bashwood— había reducido su campo y se centraba obstinadamente en la habitación de Allan. Renunciando a todo ulterior esfuerzo de relacionar su sospecha de una conspiración contra su amigo con la ofensa que le había sido infligida a él mismo el día anterior —esfuerzo que, si lo hubiese mantenido, le habría conducido al descubrimiento del fraude realmente contemplado por su esposa—, su mente, nublada y confusa por turbadoras influencias, se refugió instintivamente en sus impresiones de los hechos, tal como se habían sucedido desde que entrara en la casa. Todo lo que había advertido en la planta baja sugería que había un propósito secreto en el empeño de hacer que Allan durmiese en el sanatorio. Y todo lo que había observado en el piso relacionaba el lugar desde el que acechaba el peligro oculto con la habitación de Allan. Llegar a esta conclusión y decidir frustrar la intriga, fuese ésta lo que fuere, poniéndose en el lugar de Allan, fue para Midwinter cosa de un instante. Enfrentado a un peligro real, el carácter magnífico del hombre se liberó intuitivamente de las flaquezas que le habían acosado en tiempos más felices y seguros. Ni siquiera la sombra de la antigua superstición permanecía ahora en su mente; ningún recelo fatalista hacía vacilar su firme resolución. La única duda que le inquietaba, mientras pensaba junto a la ventana, era la de si podría persuadir a Allan de cambiar de habitación, sin darle una explicación que pudiese conducirlo a sospechar la verdad.

Pero bastó un minuto, mientras observaba la habitación, para resolver la duda: había encontrado la excusa trivial, pero suficiente, que estaba buscando. Mr. Bashwood oyó que llamaba suavemente a la puerta y murmuraba:

—Allan, ¿estás en la cama?

—No —respondió la voz del interior—. Entra.

Pareció que Midwinter iba a entrar en la habitación, pero se detuvo como si de pronto hubiese recordado algo.

—Espera un momento —dijo, a través de la puerta, y dando media vuelta, se dirigió a la habitación del fondo—. Si hay alguien observándonos desde ahí —dijo en voz alta—, ¡qué lo haga a través de esto!

Sacó su pañuelo del bolsillo y lo introdujo entre los alambres de la rejilla, cerrando completamente la abertura. Habiendo obligado así al espía (si existía) a delatarse moviendo el pañuelo o a permanecer ciego a cuanto pudiese ocurrir, se presentó Midwinter en la habitación de Allan.

—Sabes lo mal que estoy de los nervios —dijo— y lo que me cuesta dormir en las mejores circunstancias. Ésta noche me es imposible. La ventana de mi habitación repica cada vez que sopla el viento. Ojalá fuese tan firme como la tuya.

—¡Mi querido amigo! —exclamó Allan—. A mí no me importa que repique la ventana. Cambiemos de habitación. ¡Tonterías! ¿Por qué tienes que excusarte conmigo? ¿Acaso no sé con qué facilidad se excitan tus nervios? Ahora que el doctor me ha tranquilizado sobre la pobrecilla Neelie, empiezo a sentir el cansancio del viaje y dormiré en cualquier parte hasta mañana. —Tomó su bolsa de viaje—. Pero debemos darnos prisa —añadió, señalando su vela—. No me han dejado una vela muy larga para acostarme.

—Habla en voz baja, Allan —dijo Midwinter, abriéndole la puerta—. No debemos molestar a los de la casa a esta hora de la noche.

—Sí, sí —respondió Allan, en un murmullo—. Buenas noches; espero que duermas tan bien como dormiré yo.

Midwinter le acompañó a la número tres y advirtió que su propia vela (que había dejado allí) era tan corta como la de Allan.

—Buenas noches —dijo, y salió de nuevo al pasillo.

Se dirigió a la rejilla y miró y escuchó una vez más. El pañuelo estaba exactamente como lo había dejado, y no se oía el menor sonido en el interior. Observó despacio a lo largo del pasillo y pensó por última vez en las precauciones que había tomado. ¿No había más camino que el que estaba siguiendo ahora? No lo había. Cualquier posición defensiva manifiesta, cuando eran desconocidas la naturaleza y la procedencia del peligro, sería inútil en sí misma, y peor que inútil en las consecuencias que podría tener al poner en guardia a la gente de la casa. Sin un hecho que justificase ante otras mentes su temor de lo que podía ocurrir aquella noche, incapaz de quebrantar la fe de Allan en la bella perspectiva que le había ofrecido el doctor, la única medida de seguridad que había podido imaginar Midwinter, en bien de su amigo, era el cambio de habitaciones, y la única política que podía seguir, pasara lo que pasase, era la de esperar los acontecimientos. «Puedo confiar en una cosa —se dijo, mirando por última vez arriba y abajo del pasillo—. Puedo confiar en que me mantendré despierto».

Después de una mirada al reloj de la pared de enfrente, entró en la habitación número cuatro. Se oyó el ruido de la puerta al cerrarse y el del cerrojo al ser corrido. Después, volvió a reinar en la casa un silencio total.

Poco a poco, el miedo del administrador al silencio y a la oscuridad pudo más que su temor de tocar el pañuelo. Levantó cautelosamente una punta, esperó, miró y se atrevió al fin a hacer pasar todo el pañuelo a través de la rejilla. Después de guardarlo en un bolsillo, pensó en las consecuencias que se podrían derivar si lo encontraban en su poder, y lo arrojó a un rincón de la habitación. Tembló cuando se hubo librado de él, miró su reloj y se situó de nuevo detrás de la rejilla para esperar a Miss Gwilt.

Era la una menos cuarto, la luna iluminaba ahora la fachada del sanatorio. De vez en cuando, su luz resplandecía en la ventana del pasillo, al filtrarse entre las nubes movedizas. Se había levantado el viento y cantaba débilmente su lúgubre canción, al soplar a intervalos sobre el terreno desierto de delante de la casa.

El minutero del reloj recorrió la mitad de la esfera. A la una y cuarto, Miss Gwilt apareció en el corredor sin hacer ruido.

—Salga —murmuró a través de la rejilla— y sígame.

Volvió a la escalera por la que acababa de bajar, empujó suavemente la puerta, cuando Mr. Bashwood la hubo seguido, y condujo a éste al rellano del segundo piso. Allí le hizo la pregunta que no se había atrevido a formular cuando estaban abajo.

—¿Ocupó Mr. Armadale la habitación número cuatro?

Él inclinó la cabeza, sin hablar.

—Respóndame con palabras. ¿Salió alguna vez Mr. Armadale de allí?

—No —respondió él.

—¿No ha perdido nunca de vista la número cuatro desde que yo le dejé?

—Nunca —respondió él.

Algo extraño en su actitud, algo diferente en su voz al dar la última respuesta, llamó la atención a Miss Gwilt. Tomó la vela de encima de una mesa próxima, donde la había dejado, y proyectó su luz sobre él.

Tenía los ojos muy abiertos y le castañeteaban los dientes. Todo le delataba como un hombre aterrorizado, pero nada revelaba que su terror era causado por el conocimiento de que, por primera vez en su vida, estaba engañando a Miss Gwilt. Si ella no le hubiese amenazado tan abiertamente al ponerlo allí de vigilante, si le hubiese hablado con menos reserva de la entrevista con que le recompensaría por la mañana, tal vez le habría, dicho la verdad. Pero en la actual situación, sus peores temores y sus mayores esperanzas le habían impulsado a decirle aquella mentira fatal, que reiteró cuando ella le hizo la pregunta por segunda vez.

Miss Gwilt le miró, engañada por el último hombre del mundo a quien habría creído capaz de engañarla, el hombre a quien ella misma había engañado.

—Parece muy excitado —dijo, en voz baja—. Ésta noche ha sido excesiva para usted. Vaya arriba y descanse. Encontrará abierta la puerta de una de las habitaciones. Es la que tiene que ocupar. Buenas noches.

Dejó la vela (que había conservado encendida para él) encima de la mesa, y le tendió la mano. Él la retuvo desesperadamente, al volverse ella para dejarle. Su horror por lo que podía ocurrir cuando ella se quedase sola, le obligó a decir unas palabras que no se habría atrevido a pronunciar en cualquier otra ocasión.

—No —suplicó, en un murmullo—, ¡oh, no, no, no baje allí esta noche!

Ella soltó la mano y le hizo seña de que tomase la vela.

—Nos veremos mañana —dijo—. Ahora, ¡ni una palabra más!

Su firme voluntad dominó la de él en aquel último momento, como la había dominado siempre. Él tomó la vela y esperó, siguiendo a la mujer con la mirada al bajar ésta la escalera. El frío de la noche de diciembre parecía haberla afectado, a pesar del calor que reinaba en la casa. Se había puesto un largo y grueso chal negro, ciñiéndolo sobre su pecho. La corona de cabellos trenzados parecía pesar demasiado sobre su cabeza. La había destrenzado y los cabellos caían ahora sobre sus hombros. El viejo los miró, rojos sobre el negro chal, y miró también la mano fina y de largos dedos, que se deslizaban sobre la barandilla, y la suave y seductora gracia de todos sus movimientos al alejarse más y más de él. «La noche pasará de prisa —se dijo, al perderse ella de vista—; soñaré con ella hasta que llegue la mañana».

Ella cerró la puerta de la escalera, después de haberla cruzado; escuchó y, al no oír absolutamente nada, caminó despacio por el pasillo hasta la ventana. Apoyándose en el antepecho; contempló la noche. Las nubes cubrían la luna en aquel momento; nada podía verse en la oscuridad, salvo los desparramados faroles de gas del barrio. Se apartó de la ventana y miró el reloj. Era la una y veinte minutos.

Por última vez, la resolución que había tomado a hora más temprana de la noche, al saber que su marido estaba en la casa, se impuso con fuerza en su mente. Por última vez, la voz interior le dijo: «¡Piensa si hay otra manera!».

Reflexionó sobre esto hasta que el minutero del reloj señaló la media hora. «¡No! —se dijo, pensando todavía en su marido—. La única posibilidad que tengo es llegar hasta el final. Él no hará lo que ha venido a hacer aquí; no pronunciará las palabras que ha venido a decir…, cuando sepa que tal acción puede convertirme en un escándalo público, ¡y que esas palabras pueden enviarme al patíbulo!». Se puso colorada y sonrió con terrible ironía al mirar por primera vez la puerta de la habitación. «Seré tu viuda —se dijo— ¡dentro de media hora!».

Abrió la caja del aparato y tomó el frasco púrpura. Después de determinar el tiempo mirando el reloj, vertió en el embudo de cristal la primera de las seis porciones marcadas por las tiras de papel.

Cuando hubo dejado el frasco, escuchó en la boca del embudo. Ningún sonido llegó a su oído: el proceso letal se desarrollaba en el silencio propio de la muerte. Cuando se incorporó y miró hacia arriba, la luna estaba brillando en la ventana y el viento tremebundo se había callado.

¡Oh, el tiempo, el tiempo! ¡Si pudiese empezar y terminar con esta primera operación!

Bajó al vestíbulo, anduvo de un lado a otro y escuchó en la puerta abierta de la escalera de la cocina. Subió de nuevo y bajó de nuevo. El primer intervalo de cinco minutos se hacía interminable. Se había detenido el tiempo. La tensión era enloquecedora.

Transcurrió el intervalo. Al tomar ella el frasco por segunda vez y verter la segunda dosis, las nubes cubrieron la luna y se oscureció lentamente el paisaje nocturno a través de la ventana.

La inquietud que le había hecho subir y bajar la escalera y pasear de un lado a otro en el vestíbulo, se calmó con la misma rapidez con que se había producido. Esperó durante el segundo intervalo, apoyada en el antepecho de la ventana y mirando fijamente, sin ninguna idea consciente en la cabeza, la negrura de la noche. El viento traía a intervalos, desde algún lugar lejano del suburbio, los aullidos de un perro trasnochador. Miss Gwilt siguió con vaga atención aquel débil sonido al extinguirse en el silencio y escuchó, con una esperanza todavía más vaga, su repetición. Sus brazos pesaban como el plomo sobre el antepecho de la ventana, y su frente se apoyaba en el cristal sin sentir el frío. Sólo cuando volvió a aparecer la luna, se sobresaltó, recordando de pronto. Se volvió rápidamente y miró el reloj; habían pasado siete minutos.

Al levantar el frasco y llenar el embudo por tercera vez, volvió a darse plena cuenta de su posición. El calor febril hizo latir su sangre y encendió sus mejillas. Rápida, suavemente y sin ruido, anduvo arriba y abajo por el pasillo, cruzados los brazos debajo del chal y mirando el reloj a cada momento. Transcurrieron tres de los cinco minutos siguientes y de nuevo empezó a enloquecerla la tensión. El espacio del pasillo era demasiado limitado para la inquietud ilimitada que se había apoderado de sus miembros. Bajó de nuevo al vestíbulo y dio vueltas por él como una fiera enjaulada. En la tercera vuelta, sintió que algo rozaba su vestido. El gato de la casa había llegado, cruzando la puerta abierta de la cocina: un gato grande, leonado, sociable, que ronroneaba satisfecho y la seguía para tener compañía. Ella tomó el animal en brazos, y éste frotó la lisa cabeza, contra su barbilla al inclinar ella la cara.

—Armadale odia a los gatos —murmuró al oído del animal—. ¡Sube y verás a Armadale muerto!

Un momento después, la aterrorizó su propia y terrible fantasía. Dejó caer el gato con un estremecimiento; lo empujó de nuevo hacia abajo, con manos amenazadoras. Permaneció un momento inmóvil y, entonces, volvió a subir a toda prisa la escalera. Su marido se había adueñado una vez más de su pensamiento; su marido la amenazaba con un peligro en el que no había pensado ella hasta ahora. ¿Y si no estuviese durmiendo? ¿Y si saliese de su habitación y la encontrase con el frasco púrpura en la mano?

Se acercó a la puerta de la habitación número tres y escuchó. Percibió a duras penas la respiración lenta y regular de un hombre que dormía. Después de esperar un momento para dejar que la impresión de alivio la tranquilizase, dio un paso hacia la número cuatro y se detuvo. Era inútil escuchar en aquella puerta. El doctor le había dicho que primero se producía el sueño, tan infaliblemente como la muerte después, a causa del aire envenenado. Miró de soslayo el reloj. Había llegado el momento de la cuarta porción. Su mano empezó a temblar violentamente al llenar el embudo por cuarta vez. El miedo a su marido agitó de nuevo su corazón. ¿Y si algún ruido le molestaba antes de la sexta operación? ¿Y si se despertaba de pronto (como ella le había visto hacer a menudo) sin el menor ruido?

Miró arriba y abajo en el pasillo. La habitación del extremo, en la que había estado escondido Mr. Bashwood, le ofrecía un lugar donde refugiarse. «¡Podría entrar ahí! —pensó—. ¿Habrá dejado él la llave?». Abrió la puerta para mirar y vio el pañuelo tirado en el suelo. ¿Era de Mr. Bashwood, que lo había dejado allí por accidente? Examinó las puntas. ¡Encontró el nombre de su marido en la segunda! Su primer impulso fue correr hacia la puerta de la escalera, para despertar al administrador y pedirle una explicación. Pero recordó inmediatamente el frasco púrpura y el peligro de abandonar el corredor. Se volvió y miró la puerta de la número tres. El pañuelo demostraba indefectiblemente que su marido había salido de su habitación y que Mr. Bashwood no se lo había dicho. ¿Estaba él ahora en aquella habitación? Fue tal su agitación, al pasar esta pregunta por su mente, que olvidó el descubrimiento que había hecho hacía menos de un minuto. De nuevo escuchó junto a la puerta; de nuevo oyó la respiración pausada y regular del nombre que dormía. La primera vez había bastado, para tranquilizarse, la prueba que le daban sus oídos. Ahora al multiplicarse sus recelos y su alarma, decidió tener también la prueba de sus propios ojos. «Todas las puertas se abren sin ruido en esta casa —se dijo—; No debo tener miedo de despertarle». Cautelosamente, pulgada a pulgada, abrió la puerta, que no estaba cerrada por dentro, y miró hacia el interior en el momento en que la rendija fue lo bastante ancha. A la débil luz que se filtraba en la habitación, la cabeza del durmiente era apenas visible sobre la almohada. ¿Era tan oscura, en contraste con la blanca almohada, como parecía la de su marido cuando estaba en la cama? ¿Era la respiración tan suave como la de su marido cuando estaba durmiendo?

Abrió más la puerta y volvió a mirar, ahora con más luz. Allí yacía el hombre contra cuya vida había atentado por tercera vez, durmiendo tranquilamente en la habitación que había sido destinada a su marido, ¡y respirando un aire que no podía perjudicar a nadie!

Inmediatamente sacó ella la inevitable conclusión. Levantando frenéticamente las manos, salió tambaleándose al pasillo. La puerta se cerró de nuevo, pero no con el ruido suficiente para despertar a Allan.

Ella se volvió y se la quedó mirando durante un momento, como pasmada. Pero, un instante después, su instinto la impulsó a la acción, antes de recobrar el pleno uso de su razón. En dos zancadas, se plantó ante la habitación número cuatro.

La puerta estaba cerrada.

Tocó la pared con ambas manos, frenética y torpemente, buscando el botón que había visto que apretaba el doctor cuando mostraba la habitación a los visitantes. Falló dos veces. La tercera, los ojos ayudaron a las manos, encontró el botón y lo apretó. Se descorrió el cerrojo y, al empujarla, se abrió la puerta.

Sin vacilar un instante, entró en la habitación. Aunque la puerta estaba ahora abierta, aunque había pasado tan poco tiempo desde que vertiera la cuarta porción y sólo se había producido poco más de la mitad del gas proyectado, el aire envenenado hizo presa en ella, como si una mano le atenazase la garganta y le apretasen un alambre alrededor de la cabeza. Lo encontró tendido a los pies de la cama, con la cabeza y un brazo en dirección a la puerta, como si se hubiese levantado a la primera sensación de modorra, pero se hubiese derrumbado bajo el esfuerzo por salir de la habitación. Con la desesperada concentración de fuerza de que son capaces las mujeres en situaciones críticas, le levantó y le arrastró hasta el pasillo. Le dio vueltas la cabeza al tenderle en el suelo y volver a gatas hacia la habitación, para cerrar la puerta e impedir que el aire envenenado les siguiese hasta el corredor. Después, sin atreverse a mirarle, esperó a recobrar la fuerza suficiente para levantarse e ir hacia la ventana de encima de la escalera. Cuando la hubo abierto y entró el aire puro de la mañana temprana, volvió junto a él, le levantó la cabeza y le miró por primera vez de cerca a la cara.

¿Era la muerte quien extendía aquella lívida palidez sobre su frente y aquel tono plomizo en los labios y en los párpados?

Le aflojó la corbata y le desabrochó el chaleco, para que le diese el aire en el cuello y en el pecho. Y apoyando la mano sobre su corazón y sosteniendo sobre el pecho la cabeza de él, de modo que estuviese de cara a la ventana, esperó. Pasó tiempo: un tiempo lo bastante corto para ser contado por minutos del reloj, y sin embargo, lo bastante largo para que pudiese recordar toda su vida de casada con él, lo bastante largo para madurar la resolución que surgía en su mente, como único resultado posible de la retrospección. Al posar la mirada en él, una extraña serenidad se impuso lentamente en su semblante. Tenía el aire de una mujer igualmente dispuesta a celebrar la posibilidad de su recuperación que a aceptar la certidumbre de su muerte.

No había lanzado todavía un grito ni vertido una lágrima. No había lanzado un grito ni vertido una lágrima cuando, al poco rato, sintió los primeros débiles latidos del corazón de él y oyó el débil susurro del aliento en sus labios. Se inclinó en silencio y le besó en la frente. Cuando levantó de nuevo la mirada, la expresión terriblemente desesperada se había borrado de su semblante. Había algo suavemente radiante en sus ojos que iluminaba todo su rostro con una luz interior y hacía que fuese, una vez más, femenina y adorable.

Le tendió en el suelo y, quitándose el chal, hizo con él una almohada para que reclinase la cabeza.

—Podía haber sido muy duro, amor —dijo, sintiendo que se fortalecían los latidos del corazón de él—. Pero tú has hecho que ahora sea fácil.

Se levantó y, al volverse, vio el frasco púrpura en el sitio donde lo había dejado después de verter la cuarta porción. «¡Ay! —pensó—. Me había olvidado de mi mejor amigo; había olvidado que tenía aún que verter más».

Con mano firme y tranquila expresión, llenó el embudo por quinta vez.

—Cinco minutos más —dijo, cuando hubo dejado el frasco y mirado el reloj.

Se sumió en honda reflexión, una reflexión que acentuó la grave y delicada expresión de su semblante.

—¿Le escribiré unas palabras de despedida? —se preguntó—. ¿Le diré la verdad, antes de dejarle para siempre?

El pequeño lápiz de oro pendía con otras chucherías de la cadena de su reloj.

Después de mirar un momento a su alrededor, se arrodilló junto a su marido y metió la mano en el bolsillo del pecho de su chaqueta.

La cartera estaba allí. Algunos papeles cayeron de ella al abrirla.

Uno de ellos era la carta que le había escrito Mr. Brock en su lecho de muerte. Volvió las dos hojas de papel en que había escrito el rector las palabras que ahora habían resultado ciertas, y vio que el dorso de la segunda hoja estaba en blanco.

Y en aquella página escribió sus frases de despedida, arrodillada al lado de su marido.

«Soy peor que lo peor que puedas imaginarte. Has salvado a Armadale al cambiar de habitación con él esta noche, y le has salvado de mí. Ahora puedes adivinar de quién habría pretendido ser la viuda, si tú no le hubieses salvado la vida, y sabrás lo miserable que era la mujer con quien te casaste, la mujer que escribe estas líneas. Sin embargo, tuve momentos de inocencia, y en ellos te amé de todo corazón. Olvídame, querido, en el amor de una mujer que será mejor que yo. Tal vez habría podido ser yo misma, mejor mujer, si no hubiese tenido una vida tan miserable antes de conocerte. Pero ahora, esto importa poco. La única expiación que puedo hacer de todo el mal que te he causado es la de mi muerte. No me costará morir, ahora que sé que vivirás. Incluso mi maldad tiene un mérito: no ha prosperado. Nunca he sido una mujer feliz».

Dobló de nuevo la carta y la puso en la mano de él, para que le llamase la atención cuando volviese en sí. Al apretarle delicadamente los dedos sobre el papel y levantar la mirada, vio que el reloj marcaba el último minuto del último intervalo.

Se inclinó sobre Midwinter y le dio el beso de despedida.

—¡Vive, ángel mío, vive! —murmuró cariñosamente, rozándole los labios con los suyos—. Tienes ante ti toda una vida, una vida feliz, una vida honrada, ¡cuándo te hayas librado de mí!

Con un último ademán de ternura, le apartó los cabellos de la frente.

—No es ningún mérito haberte amado —dijo—. Eres uno de esos hombres que gustan a todas las mujeres.

Suspiró y se apartó de él. Fue su última flaqueza. Movió afirmativamente la cabeza hacia el reloj, como si hubiese sido éste una criatura viviente que le hablase, y llenó el tubo por última vez, hasta la última gota que había en el frasco.

La luna menguante brillaba débilmente en la ventana. Con la mano en la puerta de la habitación, se volvió y miró la luz que se desvanecía lentamente en el lúgubre cielo.

—¡Dios mío, perdóname! —dijo—. ¡Oh, Cristo, da testimonio de lo mucho que he sufrido!

Se entretuvo un momento más en el umbral; se entretuvo para echar su última mirada en este mundo… y se volvió para mirarle a él.

—¡Adiós! —dijo, suavemente.

Se abrió la puerta de la habitación… y se cerró detrás de ella.

Hubo un intervalo de silencio.

Después, se oyó un ruido sordo, como de algo que cayese.

Después, se hizo de nuevo el silencio.

Las saetas del reloj, siguiendo su curso constante, marcaban uno a uno los minutos de la mañana, a medida que iban transcurriendo.

Habían pasado diez, desde que se había abierto y cerrado la puerta de la habitación, cuando Midwinter se movió sobre la almohada y, al esforzarse en levantarse, notó la carta que tenía en la mano.

En el mismo instante, giró una llave en la cerradura de la puerta de la escalera. Y el doctor, al mirar, expectante, hacia la habitación fatal, vio el frasco púrpura sobre el antepecho de la ventana y el hombre postrado, que trataba de levantarse del suelo.