CAPÍTULO XII
El cielo se nubla
Habían pasado nueve días y el décimo tocaba a su fin, desde que Miss Gwilt y su discípula habían dado aquel paseo matinal en el jardín de la casita.
La noche estaba nublada. Desde que se había puesto el sol, se habían producido señales en el cielo que anunciaban lluvia según la sabiduría popular. Los salones de la gran mansión estaban vacíos y a oscuras. Allan había salido y estaba pasando la velada con los Milroy, y Midwinter esperaba su regreso, no donde solía hacerlo, entre los libros de la biblioteca, sino en la pequeña habitación trasera que había ocupado la madre de Allan durante sus últimos días de residencia en Thorpe-Ambrose.
Desde que Midwinter había visto por primera vez aquella estancia, nada se había sacado de ella y se le habían añadido muchas cosas. Los libros que dejó Mrs. Armadale al marcharse, los muebles, la vieja estera que cubría el suelo y el viejo papel de las paredes permanecían intactos. La estatuilla de Niobe se alzaba todavía sobre su soporte y la cristalera seguía abriéndose al jardín. Pero ahora, algunos bienes personales del hijo se habían añadido a las reliquias dejadas por la madre. La pared, hasta el momento desnuda, aparecía adornada por unas acuarelas: un retrato de Mrs. Armadale entre una vista de la vieja casa de Somersetshire y una pintura del yate. Además de los libros donde aparecía la inscripción «De mi padre» en caracteres descoloridos estampados antaño por Mrs. Armadale, había otros donde podía leerse «A mi hijo», en tinta más brillante y con la misma caligrafía. Colgando de la pared, alineados sobre la repisa de la chimenea y desparramados sobre la mesa, había gran cantidad de pequeños objetos algunos de ellos relacionados con la vida pasada de Allan, otros, necesarios para sus distracciones y tareas cotidianas, pero todos ellos revelaban claramente que la estancia que ocupaba habitualmente en Thorpe-Ambrose era la misma que había recordado a Midwinter la segunda visión del sueño. Aquí, extrañamente indiferente a cuanto le rodeaba, a lo que había sido objeto de su desconfianza supersticiosa, esperaba ahora el amigo de Allan el regreso de éste. Desde aquí, más extrañamente aún, observó un cambio en las disposiciones de la casa, debido sobre todo a él mismo. Sus propios labios habían revelado el descubrimiento que había hecho la primera mañana en la nueva casa y deliberadamente había inducido al hijo a instalarse en la habitación de la madre.
¿Qué motivos lo habían impulsado a pronunciar aquellas palabras? Ninguno que no fuese el desarrollo natural de los nuevos intereses y de las nuevas esperanzas que ahora lo animaban.
Su propio carácter le había impedido ocultar a Allan todo el cambio que se había producido en sus convicciones gracias al memorable suceso que había hecho que se encontrase con Miss Gwilt. Había hablado francamente, tal como correspondía a su personalidad. No quiso atribuirse el mérito de haber dominado su superstición sin haber antes expuesto aquélla en sus peores y más débiles aspectos. Sólo después de haber reconocido sin reservas el impulso que lo había llevado a separarse de Allan en el Mere, se había jactado del nuevo punto de vista desde donde ahora podía observar el sueño de su amigo. Entonces y sólo entonces, había hablado del cumplimiento de la primera visión como lo habría hecho el médico de la isla y había preguntado, como habría inquirido el médico: ¿qué tenía de extraño que viese un estanque al ponerse el sol, si había toda una red de estanques que podían recorrerse en coche en pocas horas? ¿Qué tenía de extraordinario que descubriese una mujer en el Mere, si había caminos que conducían a él, pueblos en las cercanías, barcas que los cruzaban, grupos de excursionistas que lo visitaban? Una vez más, había esperado para revindicar la más firme resolución con que miraba ahora al futuro hasta haber revelado primero cuanto pensaba ahora acerca de los errores del pasado. El abandono de los intereses de su amigo, el no merecimiento de la confianza que éste había depositado en él cuando lo nombró administrador suyo y el olvido de la que le había otorgado Mr. Brock, implicado todo ello en su idea de abandonar a Allan, fueron otras tantas confesiones que hizo. También expuso, sin guardarse nada, la flagrante contradicción de aceptar el sueño como revelación de una fatalidad e intentar escapar a ésta con un acto de su libre albedrío, de tratar de adquirir conocimientos de administración para el futuro y querer impedir que el futuro le encontrase en casa de Allan. Confesó resueltamente todos sus errores, todas sus inconsecuencias, antes de intentar afirmar su ahora más clara y ventajosa manera de pensar, antes de formular la última y sencilla súplica que puso fin a todo: «¿Confiarás en mí en el futuro? ¿Perdonarás y olvidarás el pasado?».
Un hombre capaz de abrir así su corazón, sin la menor reserva inspirada por su propio interés, no podía olvidar ningún pequeño pecado del que su debilidad pudiera hacerle culpable ante su amigo. Por esto le remordía fuertemente la conciencia al haber guardado en secreto un descubrimiento que hubiese interesado más que nada a Allan: el descubrimiento de la habitación de su madre.
Pero una duda le había sellado los labios: la duda de si la conducta de Mrs. Armadale en Madeira había permanecido en secreto a su regreso a Inglaterra. Una cuidadosa investigación, primero entre los criados y después entre los arrendatarios, y una minuciosa consideración de lo que se había dicho en aquella época y le repitieron las pocas personas que lo recordaban, lo habían convencido al fin de que el secreto se había mantenido dentro de los límites de la familia. Después de asegurarse con esto de que las averiguaciones que pudiese hacer el hijo no lo llevarían a descubrir lo que habría podido quebrantar su respeto a la memoria de su madre, Midwinter no había vacilado más. Había conducido a Allan a la habitación y le había mostrado los libros y todo lo que revelaban las inscripciones de los mismos. Después le había dicho sin más: «Si no te hablé antes de esto fue únicamente por miedo a interesarte en la habitación que yo consideraba, con espanto como la segunda escena de tu sueño. Perdóname también esto y me lo habrás perdonado todo».
Dado el amor de Allan por la memoria de su madre, sólo una cosa podía resultar de aquella confesión. Le había gustado desde el primer momento la pequeña habitación, que contrastaba agradablemente con la opresiva grandeza de las otras habitaciones de Thorpe-Ambrose; ahora que conocía los recuerdos que guardaba, había resuelto inmediatamente hacerla suya de un modo especial. El mismo día, recogió todos sus objetos personales y los depositó en la habitación que había pertenecido a su madre, en presencia de Midwinter y mientras éste colaboraba en el trabajo.
En estas circunstancias se había producido el cambio en los usos de la casa y de esta manera había triunfado Midwinter sobre su propio fatalismo, al hacer que Allan ocupase diariamente una habitación en la que difícilmente habría entrado, con lo cual facilitó el cumplimiento de la segunda visión del sueño.
El tiempo transcurría mansamente mientras el amigo de Allan esperaba el regreso de éste. A veces leyendo y a veces pensando plácidamente, iba pasando el rato. Ahora no lo turbaban las dudas ni las preocupaciones. El día de los arrendatarios, que él había temido al principio, había llegado y pasado sin contratiempos. Se había establecido una comprensión más amistosa entre Allan y aquéllos, Mr. Bashwood se había mostrado digno de la confianza depositada en él, los Pedgift, padre e hijo, habían justificado ampliamente la buena opinión que de ellos se había formado su cliente. Dondequiera que dirigiese Midwinter la mirada, la perspectiva era brillante, el futuro aparecía sin una sola nube.
Despabiló la lámpara de encima de la mesa y se asomó a contemplar la noche. El reloj de la caballeriza dio las once y media cuando se acercó a la ventana. Empezaba a llover. A punto estaba de tocar la campanilla para llamar al criado para enviarlo al cottage con un paraguas, cuando se detuvo al oír las conocidas pisadas en el paseo.
—¡Qué tarde llegas! —exclamó Midwinter, cuando Allan entró por la cristalera abierta—. ¿Se ha celebrado una fiesta en el cottage?
—¡No! Sólo estábamos nosotros. El tiempo ha pasado volando.
Había contestado en un tono más bajo de lo acostumbrado y suspiró al sentarse en su sillón.
—Pareces desanimado —continuó Midwinter—. ¿Qué te sucede?
Allan vaciló.
—Bueno, te lo diré —respondió al cabo de un momento—. No es nada de lo que deba avergonzarme, sólo me extraña que no lo hayas advertido antes. Como suele ocurrir, se trata de una mujer… Estoy enamorado.
Midwinter se echó a reír.
—¿Acaso, esta noche, se ha mostrado Miss Milroy más encantadora que nunca? —preguntó alegremente.
—¡Miss Milroy! —exclamó Allan—. ¿En qué estás pensando? Yo no estoy enamorado de Miss Milroy.
—Entonces, ¿quién es ella?
—¿Qué quién es ella? ¡Vaya una pregunta! ¿Quién puede ser, sino Miss Gwilt?
Se hizo un súbito silencio. Allan permaneció sentado tranquilamente, con las manos en los bolsillos, contemplando la lluvia a través de la ventana abierta. Si se hubiese vuelto hacia su amigo al pronunciar el nombre de Miss Gwilt, posiblemente lo habría sobresaltado un poco el cambio que se había producido en su semblante.
—Supongo que no lo apruebas, ¿verdad? —dijo, después de esperar un rato.
No hubo respuesta.
—Es tarde para poner reparos. Te he dicho completamente en serio que estoy enamorado de ella.
—Hace quince días, dijiste que estabas enamorado de Miss Milroy —objetó el otro, en tono grave y comedido.
—¡Bah! Aquello fue un simple galanteo. Ésta vez es diferente. Lo de Miss Gwilt va en serio.
Miró a su alrededor mientras hablaba. Midwinter volvió el rostro al instante e inclinó la cabeza sobre un libro.
—Veo que no lo apruebas —continuó Allan—. ¿Te parece mal porque no es más que una institutriz? Estoy seguro de que no puedes pensar eso. Si estuvieses en mi lugar, ¿sería para ti un obstáculo el hecho de que no fuese más que una institutriz?
—No —admitió Midwinter—, no puedo decir honradamente que sería un obstáculo para mí.
Dio esta respuesta a regañadientes y empujó el sillón para apartarlo de la luz de la lámpara.
—Una institutriz es una dama sin fortuna —dijo Allan, en tono sentencioso—, y una duquesa es una dama que no es pobre. Ésta es toda la diferencia que reconozco entre ambas. Miss Gwilt es mayor que yo, no lo niego. ¿Qué edad le calculas tú, Midwinter? Yo diría que tiene veintisiete o veintiocho años. ¿Qué dirías tú?
—Nada. Estoy de acuerdo contigo.
—¿Crees que a sus veintisiete o veintiocho años es demasiado vieja para mí? Si estuvieses enamorado, ¿pensarías que veintisiete o veintiocho años son demasiados?
—No puedo decir que lo pensara, si…
—¿Si estuvieses realmente enamorado de ella?
Ésta vez tampoco hubo respuesta.
—Bueno —continuó Allan—, si no es mala cosa que sea institutriz y tampoco su edad es un obstáculo, ¿qué reparos puedes poner a Miss Gwilt?
—No tengo ningún reparo que oponer.
—No digo que lo tengas, pero no parece gustarte la idea, a pesar de todo.
Hubo otra pausa. Ésta vez fue Midwinter el primero en romper el silencio.
—¿Estás seguro de ti, Allan? —preguntó mientras inclinaba de nuevo la cabeza sobre el libro—. ¿Quieres de verdad a esa dama? ¿Has pensado seriamente en pedirle que sea tu esposa?
Lo estoy pensando seriamente en este momento —dijo Allan—. No podría ser feliz, no podría vivir sin ella. Por mi alma, que adoro el suelo que pisa.
—¿Desde cuándo…? —Le flaqueó la voz y se detuvo—. ¿Desde cuándo —repitió— adoras el suelo que ella pisa?
—Desde antes de lo que te imaginas. Sé que puedo confiarte todos mis secretos…
—¡No te fíes de mí!
—¡Tonterías! Confiaré en ti. Existe una pequeña dificultad que todavía no te he mencionado. Es una cuestión un poco delicada y quiero consultarte acerca de ella. Dicho entre nosotros, he sostenido entrevistas privadas con Miss Gwilt…
Midwinter se puso rápidamente en pie y abrió la puerta.
—Mañana hablaremos de esto —dijo—. Buenas noches.
Allan se volvió, atónito. Se había cerrado la puerta y él se había quedado solo en la habitación.
—¡Ni siquiera me ha dado la mano! —exclamó mirando con asombro el sillón vacío.
En el momento en que pronunciaba estas palabras, se abrió la puerta y Midwinter apareció de nuevo.
—No nos hemos estrechado la mano —dijo bruscamente—. ¡Qué Dios te bendiga, Allan! Mañana hablaremos. Buenas noches.
Allan se quedó solo junto a la ventana, contemplando la copiosa lluvia. Se sentía inquieto sin saber por qué. «Midwinter se está volviendo más raro cada día —pensó—. ¿Por qué se ha empeñado en esperar hasta mañana, si yo quería hablar con él esta noche?». Cogió la lámpara con cierta impaciencia, la dejó de nuevo y volvió a plantarse detrás de la ventana abierta, mirando en dirección al cottage.
—¿Estará pensando ella en mí? —se preguntó en voz baja.
En efecto, ella estaba pensando en él. Acababa de abrir su escritorio para escribir a Mrs. Oldershaw y su pluma trazaba la primera línea de la carta: «Tranquilízate. ¡Ya es mío!».