CAPÍTULO II

En la casa

Advirtiendo la confusión de Mr. Bashwood (después de observar un instante el cambio en su aspecto personal), Midwinter fue el primero en hablar.

—Veo que le he sorprendido —dijo—. Supongo que estaba esperando a otra persona, ¿no? ¿Ha sabido algo de Allan? ¿Está ya en camino de vuelta a casa?

Las preguntas acerca de Armadale, aunque naturales en cualquier persona que se hallase entonces en la situación de Midwinter, aumentaron la confusión de Mr. Bashwood. Sin saber cómo librarse de la crítica posición en que estaba colocado, se refugió en la simple negativa.

—No sé nada de Mr. Armadale; no, señor, no sé nada de Mr. Armadale —le respondió con una ansiedad y un apresuramiento innecesarios—. Bienvenido de nuevo a Inglaterra, señor —prosiguió, cambiando nerviosamente de tema—. No sabía que estuviese en el extranjero. Hace tanto tiempo desde que tuvimos el placer…, desde que tuve el placer… ¿Se ha divertido, señor, en aquellas tierras extrañas? Sus costumbres son…, sí, sí, ¡tan diferentes de las nuestras! ¿Piensa estar mucho tiempo en Inglaterra, ahora que ha vuelto?

—No lo sé —dijo Midwinter—. He tenido que cambiar mis planes y venir inesperadamente a Inglaterra. —Vaciló un poco; después cambió de actitud, al añadir en voz más baja—: Una grave inquietud me ha hecho volver. No puedo decir cuáles serán mis planes hasta que la haya calmado.

La luz de una lámpara iluminó su cara mientras hablaba, y Mr. Bashwood observó, por primera vez, que parecía desmejorado y cambiado.

—Lo siento, señor… Lo siento mucho. Si puedo ayudarle en algo… —sugirió Mr. Bashwood, hablando bajo la influencia de su nerviosa cortesía y también de su recuerdo de lo que Midwinter había hecho por él en Thorpe-Ambrose en tiempos pasados.

Midwinter le dio las gracias y volvió tristemente la cabeza.

—Temo que no puede ayudarme, Mr. Bashwood, pero se lo agradezco de todos modos. —Se interrumpió y reflexionó un poco—. Supongamos que no estuviese enfermo. Supongamos que hubiese ocurrido alguna desgracia —prosiguió, hablando consigo mismo y volviéndose de nuevo hacia el administrador—. Si se ha separado de su madre, tal vez podría encontrar su rastro preguntando en Thorpe-Ambrose.

Mr. Bashwood sintió que se despertaba de pronto su curiosidad. Todo el sexo femenino le interesaba ahora, por mor de Miss Gwilt.

—¿Una dama, señor? —preguntó—. ¿Está buscando a una dama?

—Estoy buscando a mi esposa —dijo simplemente Midwinter.

—¿Está casado, señor? —exclamó Mr. Bashwood—. ¿Se casó después de la última vez que tuve el placer de verle? ¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle…?

Midwinter bajó nerviosamente la mirada.

—Usted conoció a la dama —dijo—. Me casé con Miss Gwilt.

El administrador se echó atrás de un salto, como lo habría hecho delante de una pistola cargada que le apuntase a la cabeza. Sus ojos brillaron como si hubiese enloquecido de pronto, y el temblor nervioso que sentía le sacudió desde la cabeza hasta los pies.

—¿Qué le pasa? —le preguntó Midwinter. No obtuvo respuesta—. ¿Tan extraordinario es —prosiguió, con cierta impaciencia— que Miss Gwilt sea mi esposa?

—¿Su esposa? —repitió desesperadamente Mr. Bashwood—. ¡Mrs. Armadale…!

Se contuvo, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y no dijo más.

El estupor y el asombro que sentía el administrador se reflejaron instantáneamente en la cara de Midwinter. ¡El nombre con que se había casado en secreto con su esposa había sido pronunciado por el último hombre del mundo en quien hubiese soñado poner su confianza! Asió a Mr. Bashwood del brazo y le condujo a una parte más tranquila de la estación terminal que aquélla donde habían estado hablando hasta ahora.

—Acaba de referirse a mi esposa —dijo— y enseguida ha pronunciado el nombre de Mrs. Armadale. ¿Qué ha querido decir con eso?

Tampoco ahora obtuvo respuesta. Totalmente incapaz de comprender algo, salvo que se había metido en algún grave enredo que era un misterio absoluto para él, Mr. Bashwood luchaba en vano por desenredarse. Midwinter repitió enérgicamente la pregunta.

—Le preguntaré de nuevo —dijo—. ¿Qué ha querido decir con eso?

—¡Nada, señor! ¡Le doy mi palabra de honor de que no he querido decir nada!

Sintió que la mano le apretaba con más fuerza el brazo; vio, incluso en la oscuridad del rincón apartado en que se hallaban, que el ardiente temperamento de Midwinter se estaba excitando, y pensó que no debía jugar con esto. El peligro en que se hallaba le incitó a emplear el único recurso que posee el hombre tímido cuando una fuerza mayor le obliga a hacer frente a una emergencia, el recurso de mentir.

—Sólo quise decir, señor —exclamó, con un desesperado esfuerzo de hablar serenamente—, que Mr. Armadale se sorprendería…

—¡Ha dicho Mrs. Armadale!

—No, señor; palabra de honor, palabra de honor que está equivocado. Dije Mr. Armadale. ¿Cómo podía decir otra cosa? Suélteme, por favor; tengo prisa. ¡Le aseguro que tengo mucha prisa!

Midwinter mantuvo un momento más su presa, y en aquel instante decidió lo que tenía que hacer.

Había expresado exactamente su razón de volver a Inglaterra, como producto de su inquietud acerca de su esposa, inquietud naturalmente causada (después de que ella le escribiese regularmente cada dos o tres días) por el hecho de que hubiese cesado de pronto toda correspondencia por parte de ella, desde hacía una semana. La primera sospecha, vagamente terrible, de que pudiese haber otra razón de su silencio que no fuese un accidente o una enfermedad, a los que lo había atribuido hasta ahora, le había acometido, produciéndole un súbito estremecimiento, en el instante en que el administrador había asociado el nombre de «Mrs. Armadale» con la idea de su esposa. Pequeñas anomalías en sus cartas, que antes sólo le habían parecido extrañas, acudieron a su mente y también le resultaron sospechosas. Hasta ahora, había creído en los motivos que le había expresado ella para no darle más dirección adonde contestar sus cartas que la lista de correos. Ahora temió por primera vez que aquellas razones fuesen excusas. Hasta ahora, había resuelto que al llegar a Londres iría a preguntar en el único sitio donde sabía que podía obtener noticias de ella: la dirección que le había dado de «su madre». Ahora (con un motivo que temía confesarse a sí mismo, pero que era lo bastante fuerte para imponerse a cualquier otra consideración) decidió resolver, antes que nada, el misterio de que Mr. Bashwood conociese un secreto, el de su boda bajo el nombre de Armadale, que sólo hubiesen debido saber su esposa y él. Cualquier apelación directa a un hombre del carácter del administrador, y en el actual estado mental de éste, habría sido evidentemente inútil. El arma del engaño era, en este caso, de empleo literalmente obligatorio por parte de Midwinter. Soltó el brazo de Mr. Bashwood y aceptó la explicación de éste.

—Le ruego que me disculpe —dijo—. Sin duda tiene usted razón. Atribuya mi descortesía a la inquietud y a la fatiga. Le deseo buenas noches.

La estación estaba ahora casi desierta, pues los pasajeros se habían reunido en la sala de la Aduana para someterse al examen de los equipajes. No era tarea fácil despedirse ostensiblemente de Mr. Bashwood y no perderle de vista. Pero el tiempo que había pasado Midwinter en su infancia con su maestro gitano le había enseñado estratagemas como la que se veía ahora obligado a emplear. Se dirigió hacia la sala de espera pasando junto a los vagones vacíos, abrió la puerta de uno de ellos, como buscando algo que hubiese olvidado, y observó que Mr. Bashwood se dirigía hacia la hilera de coches que esperaban en el otro lado del andén. En un instante, cruzó aquél y pasó a lo largo de la fila de vehículos, por la parte más alejada del andén. Subió al segundo coche por la portezuela de la izquierda, un momento después de que Mr. Bashwood subiese al primero por la de la derecha.

—Le pagaré el doble de la tarifa, sea ésta cual fuere —dijo al cochero—, si no pierde de vista a aquel simón y le sigue dondequiera que vaya.

Un minuto después, ambos vehículos salieron de la estación.

Había un empleado sentado en una cabina junto a la puerta de la verja, anotando el destino de los coches al pasar éstos. Midwinter oyó que su cochero gritaba «¡Hampstead!» al pasar por delante de la ventanilla.

—¿Por qué ha dicho «Hampstead»? —preguntó cuando hubieron dejado la estación atrás.

—Porque el hombre que iba delante de mí dijo «Hampstead», señor —respondió el cochero.

Una y otra vez, durante el tedioso trayecto hacia el suburbio noroccidental, Midwinter preguntó si el coche al que seguían permanecía a la vista. Y una y otra vez le respondió el hombre:

—Va delante de nosotros.

Entre las nueve y las diez, el cochero detuvo sus caballos. Midwinter se apeó y vio que el otro coche estaba esperando ante la puerta de una casa. En cuanto se hubo convencido de que el cochero era el mismo que había servido a Mr. Bashwood, pagó la recompensa prometida y despidió su propio coche.

Pasó un par de veces por delante de aquella puerta. La vaga pero terrible sospecha que había surgido en su mente en la estación tomaba ahora una forma definida, detestable para él. Sin la sombra de una sólida razón, advirtió que estaba desconfiando ciegamente de la fidelidad de su esposa y sospechando ciegamente que Mr. Bashwood actuaba como su alcahuete. Horrorizado de su propia imaginación morbosa, resolvió anotar el número de la casa y el nombre de la calle, y después, para ser justo con su esposa, encaminarse rápidamente a la dirección que le había dado ella como la de su madre. Había sacado la libreta y se dirigía a la esquina de la calle, cuando observó que el hombre que había llevado a Mr. Bashwood le estaba mirando con una expresión de curiosa sorpresa. Inmediatamente se le ocurrió la idea de interrogar al cochero mientras tenía oportunidad de hacerlo. Sacó media corona del bolsillo y la puso en la mano ávida del hombre.

—¿Ha entrado en esta casa el caballero que ha traído usted de la estación? —le preguntó.

—Sí, señor.

—¿Ha oído si ha preguntado por alguien cuando le han abierto la puerta?

—Ha preguntado por una dama, señor. Mrs… —El hombre vaciló—. No era un nombre corriente, señor; lo recordaría si lo oyese otra vez.

—¿Fue Midwinter?

—No, señor.

—¿Armadale?

—Sí, señor. Mrs. Armadale.

—¿Está seguro de que fue Mrs. y no Mr.?

—Estoy todo lo seguro que puede estar un hombre que no ha prestado una atención particular.

La duda implícita en esta respuesta decidió a Midwinter a investigar personalmente el asunto. Subió la escalinata de la entrada. Al levantar la mano para tocar la campanilla del lado de la puerta, la violencia de su agitación le dominó físicamente durante un momento. Una extraña sensación, como de algo que saltase de su corazón a su cerebro, hizo que le diese curiosamente vueltas la cabeza. Se apoyó en la baranda de la casa, levantó la cara para que le diese el aire y esperó resueltamente a serenarse de nuevo. Entonces tocó la campanilla.

—¿Está…? —Había querido preguntar por Mrs. Armadale, cuando la doncella le abrió la puerta. Pero, a pesar de su resolución, no pudo pronunciar aquel nombre—. ¿Está su señora en casa? —preguntó.

—Sí, señor.

La joven le introdujo en un salón y le presentó a una ancianita de corteses modales y brillantes ojos.

—Habré cometido un error —dijo Midwinter—. Deseaba ver…

Una vez más trató de pronunciar el nombre, y una vez más se negó éste a brotar de sus labios.

—¿A Mrs. Armadale? —sugirió la ancianita, con una sonrisa.

—Sí.

—Conduce al caballero arriba, Jenny.

La muchacha le condujo al salón del piso alto.

—¿Su nombre, señor?

—No importa.

Mr. Bashwood apenas había terminado de referir lo ocurrido en la estación terminal, y la imperiosa dueña de Mr. Bashwood estaba todavía bajo los efectos del descubrimiento que éste acababa de comunicarle, cuando se abrió la puerta de la estancia y Midwinter apareció sin previo aviso en el umbral. Entró en el salón y cerró mecánicamente la puerta a su espalda. Se quedó plantado en total silencio y se enfrentó a su esposa, observándola con una sangre fría antinatural y con una mirada que la envolvió de la cabeza a los pies.

También en silencio, se levantó ella de su sillón, y en total silencio permaneció erguida sobre la alfombra frente a la chimenea, enfrentándose a su marido en su traje de viuda.

Él dio otro paso adelante y se detuvo de nuevo. Levantó la mano y señaló el vestido con un dedo delgado y moreno.

—¿Qué significa esto? —preguntó, sin perder su terrible sangre fría y sin mover su mano extendida.

Al oír su voz, el rápido jadeo de su pecho, único signo externo de la angustia que la torturaba, cesó de pronto. Permaneció impenetrablemente silenciosa, absolutamente inmóvil, como si la pregunta la hubiese fulminado, y el dedo acusador, petrificado.

Él avanzó otro paso y repitió la frase, en una voz incluso más baja y tranquila que antes.

Un momento más de silencio, un momento más de inactividad, hubiese podido ser la salvación para ella. Pero la fuerza fatal de su carácter triunfó en la crisis de los destinos de ambos. Pálida e inmóvil y macilenta y envejecida, respondió a la espantosa emergencia con un terrible valor y pronunció las palabras irrevocables de rechazo.

—Mr. Midwinter —dijo, en un tono extraordinariamente duro y extraordinariamente claro—, nuestra amistad no le autoriza a hablarme de esta manera.

Éstas fueron sus palabras. No levantó la mirada del suelo mientras las pronunciaba. Cuando hubo terminado, se desvaneció el último débil vestigio de color en sus mejillas.

Hubo una pausa. Sin dejar de mirarla fijamente, grabó él en su mente los términos que ella había pronunciado.

—Me llama «Mr. Midwinter» —dijo despacio y en voz baja—. Habla de «nuestra amistad».

Esperó un poco y miró a su alrededor. Su mirada errante se fijó en Mr. Bashwood por primera vez. Vio que el administrador estaba en pie cerca de la chimenea, temblando y observándole.

—Una vez le hice un favor —le dijo— y usted me dijo que no era desagradecido. ¿Será lo bastante agradecido para responderme, si le pregunto algo?

Esperó de nuevo un poco. Mr. Bashwood siguió temblando junto a la chimenea, observándole en silencio.

—Veo que me está mirando —prosiguió—. ¿Hay en mí algún cambio que ni yo mismo advierto? ¿Estoy viendo cosas que usted no ve? ¿Estoy oyendo palabras que usted no oye? ¿Parezco, por mi actitud o mis palabras, haber perdido la razón?

Esperó una vez más, y una vez más continuó el silencio. Sus ojos empezaron a centellear, y la sangre caliente que había heredado de su madre coloreó despacio sus pálidas mejillas.

—¿Es esa mujer —preguntó— la que conoció usted un día con el nombre de Miss Gwilt?

Una vez más hizo su esposa acopio de su valor fatal. Y una vez más pronunció las palabras fatales.

—Me obliga usted a repetir —dijo— que abusa de nuestra amistad y olvida el respeto que merezco.

Él se volvió hacia ella con una furia que provocó un grito de alarma en los labios de Mr. Bashwood.

—¿Eres o no eres mi esposa? —preguntó, entre los dientes apretados.

Ella levantó los ojos por primera vez. Su espíritu perdido le miró, desafiante, brotando del infierno de su propia desesperación.

—No soy su esposa —dijo.

Él se tambaleó, buscando a tientas algo a lo que agarrarse, como si estuviese a oscuras. Se apoyó pesadamente en la pared de la habitación y miró a la mujer que había dormido reclinada en su pecho y que ahora le negaba cara a cara.

Mr. Bashwood se acercó a ella, presa de pánico.

—¡Entre allí! —murmuró, tratando de empujarla hacia la puerta que conducía a la habitación contigua—. ¡Deprisa, por el amor de Dios! ¡La matará!

Ella rechazó al viejo con la mano. Le miró con una súbita irradiación en su inexpresivo semblante. Le respondió torciendo lentamente los labios en una espantosa sonrisa.

—Deje que me mate —dijo.

Al decir ella estas palabras, Midwinter se apartó de un salto de la pared, lanzando un grito que resonó en toda la casa. Sus ojos vidriosos centellearon con el frenesí de un loco, y tendió hacia ella las manos amenazadoras. Se acercó hasta que la tuvo a su alcance y se detuvo de pronto. La expresión iracunda se extinguió en su semblante en el momento en que se detuvo. Cerró los ojos, temblaron sus manos tendidas, se encogió impotente. Y cayó al suelo, como si estuviese muerto. Yació como yacen los muertos en brazos de la esposa que le había negado.

Ella se arrodilló y apoyó la cabeza de él sobre sus rodillas. Agarró el brazo que le tendía el administrador para ayudarla, con una mano que se cerró como un torno a su alrededor.

—Envíe a buscar un médico —dijo— y que no se acerque la gente de la casa hasta que llegue.

Había algo en su mirada y en su voz que habría obligado a cualquiera a obedecerla en silencio. Y en silencio la obedeció Mr. Bashwood, que salió corriendo de la habitación.

En cuanto estuvo sola, incorporó a Midwinter y, rodeándole con ambos brazos, la infeliz le levantó la cara hacia la suya y le meció sobre su pecho con una ternura y una angustia que no podía desfogar con lágrimas, y con una pasión y un remordimiento que no podía expresar con palabras. En silencio le estrechó contra su pecho, en silencio cubrió de besos su frente, sus mejillas y sus labios. Ningún sonido brotó de su garganta hasta que oyó pisadas presurosas en la escalera. Entonces un grave gemido brotó de sus labios, al mirar a Midwinter y apoyar de nuevo la cabeza de éste en sus rodillas, antes de que entrase la gente.

La patrona y el administrador fueron las primeras personas a quienes vio cuando se abrió la puerta. El médico (un cirujano que vivía en la misma calle) les siguió. El horror y la belleza del semblante de ella al levantarlo para mirarle, absorbieron momentáneamente la atención del doctor, con exclusión de todo lo demás. Ella tuvo que llamarle y señalar al hombre inconsciente para que atendiese al paciente y dejase de fijarse en ella.

—¿Está muerto? —preguntó. El médico llevó a Midwinter al sofá y ordenó que abriesen las ventanas.

—Se ha desmayado —dijo—, esto es todo.

Al oír esta respuesta, sintió ella por primera vez que le fallaban las fuerzas. Lanzó un profundo suspiro de alivio y se apoyó en la chimenea para sostenerse. Mr. Bashwood fue el único de los presentes que advirtió su estado. La condujo al otro extremo de la habitación, donde había una poltrona, y dejó que la patrona alcanzase los reconfortantes que le pedía el doctor.

—¿Va usted a esperar aquí hasta que se restablezca? —murmuró el administrador, mirando hacia el sofá y temblando.

La pregunta hizo que considerase ella su posición, que comprendiese las necesidades ineludibles a las que debía enfrentarse. Con un fuerte suspiro, miró hacia el sofá, reflexionó un momento y respondió a Mr. Bashwood preguntándole a su vez:

—¿Está aún ante la puerta el coche que le trajo de la estación?

—Sí.

—Diríjase enseguida a la verja del sanatorio y espéreme allí.

Mr. Bashwood vaciló. Ella levantó los ojos y, con una mirada, le hizo salir de la habitación.

—El caballero está volviendo en sí, señora —dijo la patrona, al cerrar la puerta el administrador—. Ha recobrado el aliento.

Ella inclinó la cabeza en muda respuesta, se levantó, consideró de nuevo su situación, miró hacia el sofá por segunda vez y cruzó la puerta de su dormitorio.

Al poco rato, el médico se apartó del sofá e hizo ademán a la patrona de que se quedase a su lado. La recuperación corporal del paciente estaba asegurada. Nada más había que hacer, salvo esperar, y dejó que su mente recordase poco a poco todo lo que había sucedido.

—¿Dónde está ella? —fueron las primeras palabras que dijo Midwinter al doctor y a la patrona, que le observaba inquieta.

La patrona llamó a la puerta de la otra habitación y no obtuvo respuesta. Entró y vio que estaba vacía. Sobre el tocador, había una hoja de papel y, encima de ella, los honorarios del médico. El papel contenía una nota, escrita evidentemente con gran agitación y mucha prisa: «No puedo quedarme aquí esta noche, después de lo ocurrido. Volveré mañana para llevarme el equipaje y pagarle lo que le debo».

—¿Dónde está ella? —volvió a preguntar Midwinter, cuando volvió sola la patrona al salón.

—Se ha ido, señor.

—¡No lo creo!

La anciana se puso colorada.

—Si conoce usted su escritura, señor —repuso ella, tendiéndole la hoja de papel—, tal vez dará crédito a esto.

Él miró el papel.

—Le pido disculpas, señora —dijo, al devolvérselo—. Le pido disculpas, de todo corazón.

Había algo en su semblante, mientras pronunciaba estas palabras, que hizo que se desvaneciese por completo la irritación de la anciana, que de pronto se compadeció del hombre que la había ofendido.

—Temo que haya algo terrible, señor, en el fondo de todo esto —dijo simplemente ella—. ¿Desea que dé algún mensaje de su parte a la dama, cuando regrese?

Midwinter se levantó y se apoyó un momento en el sofá.

—Mañana le daré personalmente mi mensaje —dijo—. Debo verla antes de que se vaya de su casa.

El doctor acompañó a su paciente hasta la calle.

—¿Quiere que le lleve a su casa? —preguntó amablemente—. Si está lejos, será mejor que no vaya andando. No debe esforzarse demasiado, y podría acatarrarse en una noche tan fría como ésta.

Midwinter le estrechó la mano y le dio las gracias.

—Estoy acostumbrado a andar en noches frías, señor —dijo—, y no me doy fácilmente por vencido, ni siquiera cuando parezco tan aturdido como ahora. Si quiere usted decirme el camino más rápido para salir de estas calles, creo que la paz del campo y de la noche me serán de gran ayuda. Tengo algo importante que hacer mañana —añadió, bajando la voz— y no podré descansar ni dormir hasta que no haya reflexionado sobre ello esta noche.

El médico comprendió que no se las había con un hombre corriente. Dio las instrucciones necesarias sin más preámbulos y se despidió del paciente en la puerta de su casa.

Al quedarse solo, Midwinter se detuvo y miró en silencio el cielo. Éste se había despejado y habían salido las estrellas, las estrellas que había aprendido a conocer de labios de su amo gitano, en las faldas de los montes. Por primera vez, recordó con añoranza sus días de muchacho. «¡Oh, mi antigua vida! —pensó, ansiosamente—. ¡Hasta ahora no he sabido lo feliz que fue aquella vida!».

Se animo y se dirigió hacia el campo abierto. Su rostro se ensombreció al dejar atrás la calle y adentrarse en la soledad y la oscuridad que reinaban más allá.

—Ésta noche ha negado a su marido —dijo—. Mañana conocerá a su dueño.