CAPÍTULO III

Las exigencias de la sociedad

Midwinter se levantó más de una hora después de que Allan hubiese salido para explorar su propia finca y pudo contemplar a su vez, a la luz del día, la magnificencia de la nueva casa.

Restauradas sus fuerzas por el largo descanso nocturno, bajó la enorme escalinata tan alegremente como el mismo Allan. También él examinó, una tras otra, las espaciosas habitaciones de la planta baja, asombrado ante la belleza y el lujo de cuanto lo rodeaba. «La casa donde serví de niño era muy bonita —pensó alegremente—; ¡pero no era nada comparada con ésta! Me pregunto si Allan estará tan sorprendido y encantado como yo». La hermosura de la mañana estival lo incitó a salir por la puerta abierta del vestíbulo, como le había sucedido antes a su amigo. Bajó corriendo la escalinata, tarareando el estribillo de una vieja canción a cuyo compás había bailado hacía tiempo, durante su antigua andadura de vagabundo.

Incluso los recuerdos de su desdichada infancia adquirían, aquella mañana feliz, el color que les transmitía el brillante ambiente desde el cual los evocaba. «Si no hubiese perdido práctica —pensó, mientras se apoyaba en la valla y contemplaba el parque—, probaría a dar alguna de mis viejas volteretas sobre ese delicioso césped». Se volvió, observó que dos criados estaban hablando cerca de los arbustos y les pidió noticias del dueño de la casa. Los hombres sonrieron y señalaron en dirección a los jardines; Mr. Armadale había ido por allí hacía más de una hora, y (según les habían dicho) se había encontrado con Miss Milroy en el jardín. Midwinter siguió el sendero entre los arbustos, pero se detuvo al llegar al jardín, reflexionó un poco y volvió atrás. «Si Allan se ha encontrado con la señorita, no deseará mi compañía», se dijo. Rio al sacar esta inevitable conclusión y se dedicó, discretamente, a explorar las bellezas de Thorpe-Ambrose al otro lado de la casa. Dobló la esquina de la fachada de la mansión, descendió unos peldaños, recorrió un paseo pavimentado, torció en ángulo recto y se encontró con un huerto en la parte trasera de la casa. Detrás de él había una hilera de pequeñas habitaciones situadas al nivel de las dependencias de la servidumbre. Allí delante, al fondo del pequeño huerto, se alzaba un muro resguardado por un seto de laureles en uno de cuyos extremos había una puerta que daba a las caballerizas y, más allá, a una verja que se abría a la carretera. Advirtiendo que, hasta entonces, sólo había descubierto el camino más corto para ir a la casa, que sin duda empleaban los criados y los abastecedores, Midwinter volvió de nuevo atrás y miró por la ventana de una de las habitaciones de la planta baja. ¿Serían las dependencias de la servidumbre? No, éstas quedaban por lo visto en otra parte de la misma planta; la ventana por donde había atisbado correspondía a un cuarto trastero. Las dos habitaciones siguientes estaban vacías. La cuarta ventana a la que se acercó era un poco diferente. Servía también de puerta y, en aquel momento, estaba abierta.

Atraído por las librerías que vio adosadas a una de las paredes, el joven penetró en la estancia. Los libros, pocos en número, no le entretuvieron mucho rato; le bastó una mirada a los lomos, sin necesidad de tomarlos, para saber lo que eran. Las novelas de Waverley, cuentos de Miss Edgeworth y de muchos imitadores de ésta, los poemas de Mrs. Hemans y unos pocos volúmenes ilustrados de los solían regalarse en aquella época, componían la mayor parte de la pequeña biblioteca. Midwinter se volvió para salir de la estancia cuando un objeto colocado a un lado de la ventana y que antes le había pasado inadvertido llamó la atención e hizo que se detuviese. Era una estatuilla situada sobre un soporte: una copia en tamaño reducido de la famosa Niobe del Museo de Florencia. Miró de la estatuilla a la ventana con una súbita aprensión que le aceleró el pulso. Era una cristalera y la estatuilla se hallaba la izquierda de él. Miró hacia el exterior con un recelo que antes no había sentido. Ante él se extendía un prado de césped y un jardín. Por un instante, su mente luchó ciegamente para librarse de la conclusión a la que había llegado, pero fue en vano. Allí, a su alrededor y delante de él, allí, obligándolo despiadadamente a volver del feliz presente al horrible pasado, estaba la habitación que Allan había vislumbrado en el segundo escenario de su sueño. Esperó, reflexionando y mirando alrededor mientras pensaba. Su rostro y sus modales disimulaban a la perfección la turbación que sentía; miró, uno tras otro, los pocos objetos que había en la estancia, como si aquel descubrimiento le hubiese entristecido más que sorprendido. Unas esteras que parecían extranjeras cubrían el suelo. Dos sillones de mimbre y una tosca mesa constituían todo el mobiliario. Las paredes estaban desnudas y vulgarmente empapeladas; en una de ellas se abría una puerta que conducía al interior de la casa; en otra, una pequeña estufa; en la tercera, las librerías que Midwinter había examinado ya. Volvió a los libros y en esta ocasión cogió algunos de ellos.

El primero que abrió contenía unas líneas escritas por una mano femenina, con tinta que se había descolorido con el tiempo. Leyó la inscripción: «Jane Armadale, de su querido padre. Thorpe-Ambrose, octubre de 1828.» En el segundo, tercero y cuarto volúmenes que abrió aparecía la misma inscripción. El previo conocimiento de las fechas y de las personas le permitió sacar la deducción lógica de lo que veía. Los libros debieron pertenecer a la madre de Allan, y ésta los había marcado con su nombre en la época que medió entre su regreso de Madeira a Thorpe-Ambrose y el nacimiento de su hijo. Midwinter pasó a un volumen de otro estante donde, entre otras, se hallaban las obras de Mrs. Hemans. En este caso, la hoja en blanco del principio del libro había sido llenada, en ambos lados, con unos versos; la caligrafía correspondía también a Mrs. Armadale. El título de la poesía era «Adiós a Thorpe-Ambrose», y estaba fechada en marzo de mil ochocientos veintinueve, o sea sólo dos meses después del nacimiento de Allan.

Carente de todo mérito literario, lo único interesante del pequeño poema era la historia doméstica que relataba. Se describía la habitación donde estaba ahora Midwinter con la vista sobre el jardín, la cristalera que se abría a éste, los estantes de libros, la Niobe y otros adornos perecederos que el tiempo había destruido. Allí, enemistada con sus hermanos, rehuyendo a sus amigos, se había recluido la viuda del hombre asesinado, esperando el nacimiento de su hijo y sin más consuelo que el amor y el perdón de su padre. La clemencia del padre y la reciente muerte de éste llenaban muchos versos, afortunadamente demasiado vagos en su vulgar expresión de arrepentimiento y de desesperación para que cualquier lector ignorante de la verdad pudiese hacerse alguna idea de las circunstancias de la boda celebrada en Madeira. Seguía una breve referencia al distanciamiento de la autora de sus parientes y a su próxima partida de Thorpe-Ambrose. Por último se afirmaba la decisión de la madre de apartarse de todas sus antiguas relaciones; de abandonar todo aquello, incluso lo más insignificante, que pudiese recordarle su desdichado pasado y de iniciar una nueva vida a partir del nacimiento del hijo que sería su único consuelo, lo único en el mundo que todavía podría hablarle de amor y de esperanza. Así se refería una vez más la antigua historia de una pasión que prefiere buscar consuelo en unas frases a renunciar a él. Así terminaba la poesía, desvaneciéndose, como se había descolorido la tinta de su escritura.

Midwinter devolvió el libro a su sitio, suspirando profundamente, y abrió otro volumen. «Aquí, en la casa de campo, o allí, a bordo del barco encallado —pensó, amargamente—, vaya donde vaya, me siguen las huellas del crimen de mi padre». Se dirigió a la ventana, se detuvo y se volvió a mirar la abandonada habitación. «¿Es esto una casualidad? —se preguntó—. El lugar donde sufrió su madre es el que vio él en su sueño, y ahora se me revela a mí, no a él, durante la primera mañana que pasamos en la nueva casa. ¡Oh, Allan! ¡Allan! ¿Cómo acabará todo esto?». Apenas había pasado esta idea por su mente cuando oyó la voz de Allan, que le llamaba desde el paseo pavimentado junto a la casa. Salió apresuradamente al jardín. En el mismo momento, llegó corriendo Allan, deshaciéndose en volubles excusas por haber olvidado, en compañía de sus nuevos vecinos, las leyes de la hospitalidad y los derechos de su amigo.

—En realidad, no te he necesitado —lo tranquilizó Midwinter—, y me alegro mucho, muchísimo, de que tus nuevos vecinos te hayan producido una impresión tan favorable.

Mientras hablaba, trató de apartarse del lugar donde estaba; pero la ventana abierta y la solitaria y pequeña habitación habían captado ya la voluble atención de Allan. Entró inmediatamente en la estancia. Midwinter lo siguió y lo observó con ansiedad y conteniendo el aliento, mientras su amigo miraba alrededor. Ni el más ligero recuerdo del sueño turbó la tranquila mente de Allan. Ninguna referencia a aquél brotó de los mudos labios de Midwinter.

—¡Exactamente la clase de lugar donde debí suponer que te encontraría! —exclamó alegremente Allan—. Pequeño, recogido y sencillo. ¡Te conozco, maestro Midwinter! Te esconderás aquí cuando vengan a visitarme las familias del condado y sospecho que, en esas terribles ocasiones, no te iré mucho a la zaga. Pero ¿qué te pasa? Pareces enfermo y desalentado. ¿Tienes hambre? ¡Claro que sí! Es imperdonable que te haya hecho esperar… Supongo que esta puerta conduce a alguna parte, probemos si por aquí es más corto el camino. No temas que no te acompañe en el desayuno. No he comido mucho en la casita: mis ojos se saciaron con Miss Milroy, como dice el poeta. ¡Es un encanto! ¡Un encanto! Te trastorna en el instante en que la miras. En cuanto a su padre, ¡espera a ver su maravilloso reloj! Tiene dos veces el tamaño del famoso de Estrasburgo, ¡y te aseguro que nunca había oído campanadas tan sonoras! Cantando las alabanzas de sus nuevos amigos a voz en grito, Allan empujó a Midwinter por los largos pasillos embaldosados de la planta inferior, que conducían, como había certeramente adivinado, a la escalera que comunicaba con el vestíbulo. Pasaron por delante de las dependencias de la servidumbre. A la vista de la cocinera y del rugiente fuego, a través de la puerta abierta de la cocina, la mente de Allan se desvió y su entusiasmo se desbordó, como de costumbre.

—¡Ah, Mrs. Gripper! ¡Ahí está usted con sus ollas y sus cacerolas y el horno en llamas! Habría que ser Shadrach, Meshech y el otro para aguantar esto. Prepárenos el desayuno cuanto antes. Huevos, salchichas, tocino, riñones, mermelada, berros, café, etcétera. Mi amigo y yo pertenecemos a la élite para quien resulta un privilegio cocinar. Voluptuosos, Mrs. Gripper, voluptuosos: esto es lo que somos. Ya verás —continuó Allan, mientras se dirigían los dos a la escalera— cómo hago que esa valiosa criatura recupere la juventud; soy mejor que un médico para Mrs. Gripper. Cuando ríe sacude los gordos costados y ejercita su musculatura, de manera que… ¡Ah!, aquí está Susan de nuevo. No te arrimes tanto a la barandilla, querida; si no quieres tropezar conmigo en la escalera, permite que tropiece yo contigo. Cuando se ruboriza, parece una rosa abierta, ¿no crees? ¡Detente, Susan! Tengo que darte algunas órdenes. Cuida sobre todo de la habitación de Mr. Midwinter: sacude la cama como una loca y quita el polvo de los muebles hasta que te duelan esos lindos y redondos brazos. ¡Tonterías, mi querido amigo! No los trato con demasiada confianza, sólo procuro que hagan bien su trabajo. ¡Hola, Richard! ¿Dónde desayunamos? ¡Oh, aquí! En confianza, Midwinter, estas espléndidas habitaciónes son demasiado grandes para mí; me siento como un extraño entre mis propios muebles. A mí me gusta la vida comoda y despreocupada: una silla de cocina y un techo bajo, ¿sabes? El hombre necesita poco en este mundo, o quiere que este poco dure mucho. No es una cita correcta pero expresa mis sentimientos y no la corregiremos hasta mejor ocasión.

—Perdona —lo interrumpió Midwinter—, pero aquí hay algo que no has visto y que te está esperando.

Mientras hablaba, señaló con cierta impaciencia una carta depositada encima de la mesa del desayuno. Podía ocultar a Allan el siniestro descubrimiento que había hecho aquella mañana, pero no podía dominar la latente desconfianza hacia las circunstancias que se habían despertado de nuevo en su naturaleza supersticiosa, el instintivo recelo de todo lo que ocurría, por muy insignificante que fuese, en el día memorable en que se iniciaba la nueva vida en la casa.

Allan leyó rápidamente la carta y la arrojó a su amigo por encima de la mesa.

—Esto no tiene pies ni cabeza —protestó—. A ver si tú logras entenderlo.

Midwinter leyó la carta, despacio y en voz alta:

—«Muy señor mío. Espero que me perdonará la libertad de enviarle estas líneas, para que las reciba al llegar a Thorpe-Ambrose. En caso de que las circunstancias no le inclinen a poner sus asuntos legales en manos de Mr. Darch…».

Al llegar a este punto, se interrumpió y reflexionó un poco.

—Darch es nuestro amigo el abogado —le explicó Allan, presumiendo que Midwinter había olvidado el nombre—. ¿No recuerdas que lo echamos a suertes, sobre la mesa del camarote, cuando recibí las dos solicitudes de alquiler de la casita? Cara, el comandante; cruz, el abogado. Éste es el abogado.

Midwinter no respondió y siguió leyendo la carta.

—«En caso de que las circunstancias no le inclinen a poner sus asuntos legales en manos de Mr. Darch, permítame que le diga que me sentiría dichoso si me honrase con su confianza. Incluyo (por si lo desea) una credencial de mis agentes en Londres. Le pido de nuevo disculpa por haber molestado su atención y quedo, señor, respetuosamente suyo, A. Pedgift, hijo».

—¿Las circunstancias? —repitió Midwinter, quien dejó la carta sobre la mesa—. ¿Qué circunstancias pueden predisponerte contra Mr. Darch para que no le confíes tus asuntos legales?

—Ninguna —respondió Allan—. Además de haber sido el abogado de la familia, Darch fue el primero que me escribió a París para darme noticias de mi fortuna. Por consiguiente, si tengo algún asunto legal que resolver, es lógico que se lo confíe a él.

Midwinter siguió mirando con recelo la carta abierta sobre la mesa.

—Temo, Allan, y lo lamento, que algo anda mal —dijo—. Ése hombre no se habría atrevido a dirigirte esta súplica si no hubiese tenido buenas razones para pensar que daría resultado. Si quieres empezar como es debido, enviarás recado a Mr. Darch esta mañana para comunicarle tu llegada y de momento harás caso omiso de la carta de Mr. Pedgift.

Antes de que cualquiera de los dos pudiese añadir palabra, entró el criado con la bandeja del desayuno. Después de un breve intervalo, le siguió el mayordomo, hombre de aire esencialmente confidencial, voz modulada, corteses modales y nariz bulbosa. Cualquiera que no hubiese sido Allan habría comprendido de inmediato por su semblante que había entrado en la habitación para comunicar algo especial a su dueño. Allan, que sólo veía el aspecto superficial de las personas y estaba aún dándole vueltas a la carta del abogado, le preguntó sin preámbulos:

—¿Quién es Mr. Pedgift?

Las fuentes de información local del mayordomo se abrieron, confidencialmente, al instante. Mr. Pedgift era el segundo de los dos abogados de la población. No era tan antiguo, tan rico ni tan bien considerado como el viejo Mr. Darch. No tenía pór clientes a los más distinguidos del condado, ni frecuentaba la mejor sociedad, como el viejo Mr. Darch. Pero, a su manera, era un hombre muy capaz, conocido en toda la comarca como abogado sumamente competente y respetable. En una palabra, en lo profesional era casi tan bueno como Mr. Darch y personalmente mejor que éste (valga la expresión), en el sentido de que Darch era un hombre hosco, al contrario que Pedgift. Después de dar su información, el mayordomo pasó directamente al asunto que lo había llevado allí. Se acercaba el día en que los arrendatarios debían rendir cuentas, y estaban acostumbrados a que se les notificase, con una semana de antelación, la fecha exacta en que tendría lugar la operación y se celebraría la correspondiente cena. Como apremiaba el tiempo y no se habían dado órdenes al respecto, y al no haber un administrador en Thorpe-Ambrose, había parecido conveniente que una persona de confianza plantease la cuestión. El mayordomo era esta persona de confianza y por esto se había atrevido a llamar la atención de su señor a tal respecto.

Llegado a este punto, Allan abrió los labios para interrumpirlo y a su vez se vio acallado antes de que pudiese pronunciar palabra.

—¡Espera! —terció Midwinter, viendo en la cara de Allan el peligro de que anunciase públicamente que era él el designado como administrador—. ¡Espera! —repitió enérgicamente—. Antes tengo que hablar contigo.

Los corteses modales del mayordomo no se alteraron con la súbita intromisión de Midwinter ni con su propia exclusión de la escena. Sólo el color más subido de su narizota reveló lo ofendido que se sentía al retirarse. La oportunidad de Mr. Armadale de disfrutar aquel día con su amigo del mejor vino de la bodega quedó en la balanza cuando el mayordomo se dirigió al sótano.

Esto no es un juego, Allan —advirtió Midwinter cuando se quedaron solos—. Para tratar con los arrendatarios, necesitas a alguien que sepa desempeñar las funciones de administrador. Con toda mi buena voluntad, yo no podría prepararme en una semana. Por favor, no dejes que tu interés por mí te coloque en una posición falsa ante otras personas. Nunca me perdonaría que yo fuese la causa…

—¡Calma, calma! —gritó Allan, sorprendido por la extraordinaria vehemencia de su amigo—. Si escribo a Londres para pedir que venga el hombre que ya estuvo aquí y envío la carta en el correo de esta noche, ¿te darás por satisfecho?

Midwinter sacudió la cabeza.

—El tiempo apremia y tal vez el hombre no esté disponible. ¿Por qué no pruebas primero en la vecindad? Ibas a escribir a Mr. Darch. Envía ahora a buscarlo, quizá pueda ayudarnos antes de que salga el correo de la noche.

Allan se retiró a una mesa auxiliar, donde había lo necesario para escribir.

—Puedes desayunar en paz, viejo impaciente —respondió.

Escribió a Mr. Darch, con la acostumbrada brevedad espartana de su estilo epistolar:

«Muy señor mío: lié el petate y aquí estoy. ¿Quiere usted hacerme el honor de ser mi abogado? Le pregunto esto porque necesito consultarle inmediatamente un asunto. Le ruego que pase hoy mismo por mi casa y que se quede a cenar, si le es posible. Suyo afectísimo, Allan Armadale».

Después de leer en voz alta la misiva, sin disimular la admiración que sentía por la rapidez de su ejercicio literario, Allan dirigió la carta a Mr. Darch y tocó la campanilla.

—Toma, Richard, lleva esta carta enseguida y espera contestación. De pasada, si hay alguna noticia en el pueblo, la recoges y me la traes. ¿Ves cómo manejo a mis criados? —siguió diciendo Allan, quien se reunió con su amigo en la mesa del desayuno—. ¿Ves cómo me adapto a mi nueva condición? Todavía no llevo aquí ni un día y ya me intereso por lo que ocurre en la vecindad.

Terminado el desayuno, los dos amigos salieron a holgazanear a la sombra de un árbol del parque. Llego el mediodía y Richard no había aparecido. Dio la una y todavía no se había recibido la respuesta de Mr. Darch. La paciencia de Midwinter no admitía un retraso tan largo. Dejó a Allan dormitando sobre el césped y se dirigió a la villa para investigar. Allí le dijeron que el pueblo estaba a poco más de tres kilómetros de distancia; pero resultaba que aquel día tocaba mercado y probablemente Richard se hubiese entretenido con alguna de las muchas amistades con quienes se tropezaría en tal ocasión. Media hora más tarde regresó el perezoso mensajero y lo enviaron a informar a su dueño al pie del árbol del parque.

—¿Alguna respuesta de Mr. Darch? —preguntó Midwinter, al ver que Allan estaba demasiado amodorrado para formular él mismo la pregunta.

—Mr. Darch estaba ocupado, señor. Me pidieron que le dijese que ya le enviaría su contestación.

—¿Alguna noticia en el pueblo? —preguntó perezosamente Allan, sin molestarse en abrir los ojos.

—No, señor; nada de particular.

Cuando el hombre dio esta respuesta, Midwinter lo observó con recelo y descubrió por su semblante que no estaba diciendo la verdad. Parecía confuso y se vio a las claras que sintió alivio cuando el silencio de su amo le permitió retirarse. Después de pensarlo un poco, Midwinter lo siguió y lo alcanzó en el paseo, delante de la casa.

—Richard —lo llamó a media voz—, si apostase a que por el pueblo circula alguna noticia que prefieres no comunicar a tu señor, ¿crees que acertaría?

El hombre se sobresaltó y mudó el color.

—No sé cómo lo ha adivinado, señor, pero no puedo negar que es la verdad.

—Entonces, si quieres darme la noticia, yo asumiré la responsabilidad de comunicarla a Mr. Armadale.

Después de algunas vacilaciones y de observar a su vez, con cierta desconfianza, la cara de Midwinter, Richard resolvió al fin repetir lo que había oído en el pueblo.

La noticia de la súbita llegada de Allan a Thorpe-Ambrose había precedido en unas horas a la llegada del criado a su destino. Dondequiera que fuese, se encontraba con que su amo era objeto de los comentarios de la gente. La opinión de las fuerzas vivas de la población, de los terratenientes de la comarca y de los principales arrendatarios de la finca, era unánimemente desfavorable. Precisamente el día anterior, el comité encargado de la recepción del nuevo hacendado había trazado el plan del desfile, había resuelto la importante cuestión de los arcos de triunfo y había designado una persona competente para recaudar ayudas para las banderas, las flores el banquete, los fuegos artificiales y la banda de música. En menos de una semana se habría conseguido el dinero necesario y el párroco habría escrito a Mr. Armadale para fijar el día. Pero por culpa del propio Allan, el acto público de bienvenida organizado en su honor se había ido lamentablemente al traste. Todo el mundo daba por sabido (y desgraciadamente era verdad) que había recibido información particular de la ceremonia programada. Todos declaraban que se había introducido premeditadamente en su propia casa, de noche y como un ladrón (ésta era la frase que empleaban), para no tener que aceptar las muestras de cortesía de sus vecinos. En una palabra, el sensible orgullo de la pequeña población se había visto herido en lo más vivo, y de la hasta entonces envidiable posición de Allan en la estimación de la vecindad, no quedaba nada en absoluto.

Por un instante, Midwinter se enfrentó con el portador de malas noticias, afligido y en silencio. Pasado este momento, el conocimiento de la crítica situación en que se encontraba Allan hizo que reaccionase y, dado que el mal ya estaba hecho, buscase el remedio.

—Richard —preguntó—, lo poco que has visto de tu amo, ¿te ha inclinado a tenerle simpatía?

Ésta vez, el hombre respondió sin vacilar.

—Jamás había servido a un caballero tan simpático y amable como Mr. Armadale.

—Si de verdad sientes esto —prosiguió Midwinter—, no te importará darme alguna información que pueda ayudar a tu señor a congraciarse con sus vecinos. Entremos en la casa.

Condujo al criado a la biblioteca y, después de hacerle las preguntas necesarias, redactó una lista de los nombres y direcciones de las personas más influyentes de la villa y de sus alrededores. Hecho esto, tocó la campanilla para llamar al primer criado, después de enviar a Richard a las caballerizas con instrucciones de que tuviesen preparado un carruaje descubierto al cabo de una hora.

—Cuando Mr. Blanchard salía para visitar a algún vecino usted iba con él, ¿no es cierto? —preguntó, cuando se presentó el lacayo—. Muy bien. Tenga la bondad de estar preparado dentro de una hora, para acompañar a Mr. Armadale.

Después de impartir esta orden, salió de nuevo de la casa para volver junto a Allan con la lista de visitas en la mano. Sonrió con cierta tristeza mientras bajaba la escalinata. «¿Quién se habría imaginado —pensó—, que tendría que recordar un día mi experiencia como criado en los usos de la gente distinguida por el bien de Allan?».

El objeto de la inquina popular yacía sobre el césped, dormitando tranquilamente, con el sombrero de verano sobre la nariz, desabrochado el chaleco y con los pantalones arremangados hasta la mitad de las estiradas piernas. Midwinter lo despertó sin vacilar y repitió fríamente la noticia que le había transmitido el criado.

Allan recibió esta revelación sin alarmarse en absoluto.

—¡Qué se vayan al cuerno! Fumemos otro puro.

Midwinter le arrancó el puro de la mano e, insistiendo en que se tomase en serio el asunto, le dijo lisa y llanamente que debía congraciarse con sus ofendidos vecinos, visitándolos personalmente y presentándoles sus disculpas. Allan se sentó sobre la hierba, lleno de asombro y abrió los ojos con incredulidad. ¿En serio se proponía Midwinter obligarlo a ponerse una chistera, una levita bien planeada y un par de guantes limpios? ¿De verdad pensaba cerrarlo en un carruaje, con su lacayo en el pescante y un tarjetero en la mano, y enviarlo de casa en casa, para pedir perdón a un hatajo de imbéciles por no haber dejado que lo convirtiesen en un espectáculo público? En cualquier caso, si de verdad había que hacer algo tan absurdo, no debía realizarlo así. Además, había prometido volver junto a los simpáticos Milroy y llevar consigo a Midwinter. ¿Qué le importaba la opinión que tuviesen de él los residentes distinguidos del lugar? Los únicos amigos que le interesaban los tenía ya. Al señor de Thorpe-Ambrose le importaba un bledo que todo el vecindario le volviese la espalda. Después de dejar que se desahogara de esta suerte, hasta agotar todas sus objeciones, Midwinter trató sabiamente de ejercer su influencia personal. Tomó afectuosamente a Allan de la mano.

—Voy a pedirte un gran favor. Si no quieres visitar a esa gente por tu propio interés, ¿querrás hacerlo para complacerme?

Allan soltó un gruñido de irritación, contempló con muda sorpresa el preocupado semblante de su amigo y cedió de buen humor. Mientras Midwinter lo asía del brazo y lo conducía a la casa, miró a su alrededor y observó con ojos pesarosos las reses que agitaban tranquilamente la cola a la agradable sombra de los árboles.

—No se lo digas a los vecinos, pero de buena gana me cambiaría por una de mis vacas.

Midwinter lo dejó en su habitación para que se vistiese y le prometió ir a buscarlo cuando el coche estuviese ante la puerta. Allan no se dio mucha prisa en arreglarse. Empezó por leer sus propias tarjetas de visita, después procedió a revisar su guardarropa y a mandar al infierno a las fuerzas vivas del lugar. Antes de que pudiese encontrar un tercer medio de retrasar sus operaciones, la llegada de Richard con una nota en la mano le dio inesperadamente el pretexto deseado.

Un mensajero acababa de llevar la respuesta de Mr. Darch. Allan cerró de golpe la puerta del guardarropa centró toda su atención a la carta del abogado. El abogado correspondía a su misiva en los siguientes términos:

«Muy señor mío. Acuso recibo a su atenta carta del día de hoy, en la que me honra con dos ofrecimientos, a saber: un requerimiento a actuar como su asesor jurídico y una invitación a visitarlo en su casa. Con referencia a la primera me permito rehusar, dándole las gracias por su atención. Con respecto a la segunda, tengo que informarle de que han llegado a mi conocimiento circunstancias relativas al alquiler del cottage de Thorpe-Ambrose que me impiden (para ser justo conmigo mismo) aceptar su invitación. He comprobado, señor, que mi solicitud llegó a su poder al mismo tiempo que la del comandante Milroy, y que en esta alternativa, dio preferencia a un desconocido que se había dirigido a usted por medio de un agente inmobiliario sobre un hombre que había servido fielmente a sus parientes durante dos generaciones, y que había sido el primero en informarle del más importante acontecimiento de su vida. Después de esta muestra del valor que da usted a las exigencias de la cortesía y de la justicia, no puedo jactarme de poseer ninguna de las cualidades que me permitirían figurar en la lista de sus amigos. Quedo de usted seguro servidor, James Darch».

—¡Detened al mensajero! —gritó Allan, quien se puso en pie de un salto, enrojecido el semblante por la indignación—. ¡Dame pluma, tinta y papel! ¡Por mil diablos! ¡Qué gentuza tenemos por aquí! ¡Toda la vecindad se ha confabulado para fastidiarme!

Agarró la pluma en un arranque de inspiración epistolar. «Muy señor mío: Usted y su carta sólo me inspiran desprecio…». Al llegar a este punto cayó un borrón de tinta sobre el papel y el autor de la carta vaciló. «Demasiado fuerte —pensó—. Contestaré al abogado en su propio estilo frío y punzante». Tomó otra hoja de papel. «Muy señor mío: Me recuerda usted un toro irlandés. Me refiero a aquel cuento de Joe Miller en el que Pat, al oír un fuerte coletazo a su lado, observó que “la reciprocidad estaba toda de un lado”. Toda su reciprocidad está también de un lado. Se permite rehusar ser mi abogado y después se queja de que yo me permita rehusar ser su casero». Hizo una pausa, satisfecho de las últimas palabras. «Muy bien —pensó—. Lógica y un buen palo al mismo tiempo. Me pregunto de dónde me vendrá esta habilidad para escribir». Tomó de nuevo la pluma y terminó la carta con estas dos frases: «En cuanto a su rechazo de mi invitación, pláceme informarle de que no me ha causado el menor disgusto. Estoy doblemente satisfecho de no tener que relacionarme con usted, en calidad de amigo o de arrendatario. Allan Armadale». Asintió con la cabeza, entusiasmado con su obra, puso la dirección en el sobre e hizo que entregasen la misiva al mensajero.

—Darch tendrá muy duro el pellejo si esto no le duele —dijo.

Un ruido de ruedas en el exterior le recordó de pronto el asunto pendiente. El carruaje lo esperaba para llevarlo a hacer las visitas y Midwinter estaba en su puesto, moviéndose de un lado a otro en el paseo.

—Lee esto —le gritó Allan, arrojándole la carta del abogado—. La contestación va a levantarle ronchas.

Volvió al guardarropa para coger la levita. Había experimentado un cambio sorprendente: ahora apenas le importaba hacer aquellas visitas. El entusiasmo que había sentido al contestar a Mr. Darch le había puesto de un talante agresivo para imponerse en la vecindad. «Por más que murmuren, no podrán decir que tengo miedo de enfrentarme a ellos». Acalorado con la idea, agarró el sombrero y los guantes, y saliendo a toda prisa de la habitación, se tropezó en el pasillo con Midwinter, que llevaba la carta del abogado en la mano.

—¡No te desanimes! —gritó Allan al observar el rostro inquieto de su amigo e interpretando mal el motivo de su inquietud—. Si no podemos contar con que Darch nos ayude en el asunto de la administración, se lo pediremos a Pedgift.

—Mi querido Allan, no estaba pensando en esto, si no en la carta de Mr. Darch. No defiendo a ese hombre desabrido, pero creo que debemos admitir que tiene algún motivo de queja. Por favor, no le des otra ocasión de ponerte en mal lugar. ¿Dónde está tu respuesta?

—¡Ya está en camino! —respondió Allan—. Me gusta golpear cuando el hierro está candente… Hay que hablar y golpear, pero pegar primero: éste es mi lema. Mira, sé buen chico y no te preocupes por los libros del administrador y por el cobro de las rentas. ¡Toma! Éste es un manojo de llaves que me dieron ayer noche, una de ellas abre la habitación donde están los libros del administrador. Entra y échales un vistazo hasta que yo regrese. Te doy mi palabra de honor de que lo arreglaré todo con Pedgift antes de volver.

—Un momento —replicó Midwinter, quien lo detuvo resueltamente cuando se dirigía al carruaje—. No diré que Mr. Pedgift no sea digno de tu confianza, pues no he sabido nada que me induzca a desconfiar de él. Pero su manera de dirigirse a ti no fue muy delicada, y no dijo (aunque para mí queda claro) que conocía la animadversión de Mr. Darch hacia ti, cuando te escribió. Espera un poco antes de acudir a este desconocido, espera a que hablemos de ello esta noche.

¡Esperar! —replicó Allan—. ¿No te he dicho que me gusta golpear cuando el hierro está candente? Confía en mi buen ojo cuando se trata de juzgar a la gente, amigo. Observaré concienzudamente a Pedgift y actuaré en consecuencia. No me entretengas más, por el amor de Dios. Estoy de un humor excelente para enfrentarme con los vecinos, y puedo perderlo si no voy enseguida.

Con esta excelente razón de su prisa, Allan se alejó rápidamente. Antes de que su amigo pudiese detenerlo de nuevo, subió al coche de un salto y éste emprendió la marcha.