CAPÍTULO X
La cara de la doncella
Todo estaba tranquilo en Thorpe-Ambrose. No había nadie en el vestíbulo y las habitaciones estaban a oscuras. Los criados, que esperaban la hora de la cena en el jardín posterior de la casa, contemplaron el cielo despejado y la luna naciente y convinieron en que no era probable que los excursionistas regresasen antes de bien entrada la noche. La opinión general, inspirada por la suprema autoridad de la cocinera, fue que podían sentarse a cenar sin temor a que los molestara la campanilla de la puerta. Después de llegar a esta conclusión, los criados ocuparon sus sitios alrededor de la mesa, pero precisamente cuando se estaban sentando, sonó la campanilla.
El joven criado, muy extrañado, subió a abrir la puerta y se encontró, para su asombro, con Midwinter, solo, y parecía, en opinión del criado, muy enfermo. Pidió una lámpara y, alegando que no necesitaba nada más, se retiró enseguida a su habitación. El criado volvió junto a sus compañeros y les informó de que, indudablemente, algo le había sucedido al amigo de su señor.
Midwinter entró en la habitación, cerró la puerta y llenó apresuradamente una bolsa con todo lo necesario para un viaje. Acto seguido, abrió un cajón, sacó de él algunos pequeños regalos que le había hecho Allan (una petaca, una bolsa y unos gemelos de oro) y los introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta. Cuando hubo guardado estos recuerdos, cogió la bolsa de viaje y apoyó la mano en el tirador de la puerta. Entonces, por primera vez, se detuvo. Cesó de pronto la premura que había gobernado sus acciones y empezó a suavizarse la desesperación que se pintaba en su semblante. Esperó, sin soltar el tirador. Hasta aquel momento, sólo había tenido conciencia del único motivo que lo impulsaba, del único objetivo que estaba resuelto a lograr. «¡Por el bien de Allan!», se había dicho, cuando se volvió a mirar el paisaje fatal y vio que su amigo lo dejaba para ir al encuentro de la mujer del estanque. «¡Por el bien de Allan!», se había dicho de nuevo, al cruzar el campo abierto más allá del bosque y ver a lo lejos, bajo la luz grisácea del crepúsculo, la larga línea del terraplén y el destello distante de las lámparas de la estación del ferrocarril, que lo invitaban a tomar el tren.
Sólo cuando se detuvo ante la puerta cerrada, sólo cuando fue capaz de controlar por vez primera su impetuoso impulso, salió por sus fueros el carácter más noble del hombre, protestando contra la desesperación supersticiosa que lo apremiaba para que se alejase de todo lo que más amaba. Su convicción de la terrible necesidad de separarse de Allan para el bien de éste no había flaqueado un instante desde que vio realizada a orillas del Mere la primera visión del sueño. Pero ahora, por primera vez, su propio corazón se rebeló de un modo inapelable contra él. «¡Vete, si debes y quieres hacerlo! Pero recuerda aquella vez que estabas enfermo y él se sentó junto a tu cabecera, cuando no tenías un amigo y él te abrió el corazón… Escribe, si no te atreves a hablar; escríbele y pídele que te perdone, ¡antes de abandonarlo para siempre!».
Había empezado a abrir la puerta, pero volvió a cerrarla sin ruido. Se sentó a la mesa escritorio y tomó la pluma. Trató repetidas veces de escribir las frases de despedida, lo intentó hasta que todo el suelo alrededor de él estuvo cubierto de hojas de papel rasgadas. A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, los viejos tiempos volvían a la memoria y le reprochaban su conducta. El espacioso dormitorio donde se hallaba sentado se estrechaba, a su pesar hasta convertirse en su buhardilla de enfermo en la posada. La mano amable que le había palmeado en el hombro lo tocó de nuevo y la voz amistosa que lo había animado volvió a hablarle en su inmutable y cariñoso tono. Midwinter extendió los brazos sobre la mesa y hundió la cabeza entre ellos con muda desesperación. Su pluma era impotente para escribir las palabras de despedida que su lengua no podía pronunciar. Su superstición, inflexible y despiadada, le indicaba que se marchase mientras estuviese a tiempo; su amor por Allan, inflexible y despiadado, le impedía escribir la despedida y la súplica de perdón y de piedad.
Después de tomar una súbita decisión, se levantó y llamó al criado.
—Cuando regrese Mr. Armadale —le dijo—, pídale que me disculpe y dígale que estoy tratando de dormir un poco.
Cerró la puerta, apagó la luz y se sentó, solo en la oscuridad. «La noche nos mantendrá apartados —pensó—, y quizás el tiempo me ayudará a escribir. Puedo marcharme por la mañana temprano, puedo marcharme mientras…». La idea se extinguió en su mente, incompleta, y la angustia lacerante de la lucha que sostenía consigo mismo hizo que el primer grito de angustia brotase de sus labios.
Esperó en la oscuridad. Transcurrió el tiempo y sus sentidos permanecieron mecánicamente despiertos, pero su mente empezó a nublarse lentamente bajo la fuerte tensión a que estaba sometida desde hacía horas. Lo envolvió un oscuro vacío, pero no intentó encender la lámpara y ponerse de nuevo a escribir. No se sobresaltó, ni siquiera se acercó a la ventana, cuando el primer ruido de unas ruedas que se acercaban quebró el silencio de la noche. Oyó que los carruajes se detenían ante la puerta y que los caballos tascaban los frenos, percibió las voces de Allan y el joven Pedgift en la escalera de la entrada… y permaneció inmóvil en la oscuridad, sin que los ruidos que llegaban sus oídos desde el exterior despertasen su interés.
Las voces siguieron oyéndose después de que se alejaran los carruajes, sin duda los dos jóvenes se entretenían en la escalinata antes de despedirse. Todas sus palabras llegaban hasta Midwinter a través de la ventana abierta. El único tema de la conversación era la nueva institutriz. La voz de Allan se alzaba fuerte y se deshacía en alabanzas. La hora que había pasado con Miss Gwilt en la barca, para ir desde Hurle Mere hasta el otro Broad, donde esperaban los excursionistas, había sido la más deliciosa de su vida. Por su parte, el joven Pedgift, aunque se mostraba de acuerdo con todo lo que decía su cliente acerca de la encantadora forastera, parecía enfocar el tema de un modo diferente. Los encantos de Miss Gwilt no habían absorbido su atención hasta el punto de no advertir la impresión que la nueva institutriz había causado al comandante y a su hija.
—Hay algo que no cuadra en la familia del comandante Milroy, señor —dijo la voz del joven Pedgift—. ¿Ha advertido usted la expresión del comandante y de su hija cuando Miss Gwilt se excusó por haber llegado tarde al Mere? ¿No se acuerda? ¿No recuerda lo que dijo Miss Gwilt?
—Algo acerca de Mrs. Milroy, ¿no? —dijo Allan.
El joven Pedgift bajó misteriosamente el tono de su voz.
—Miss Gwilt llegó esta tarde al cottage a la hora que usted había previsto que llegaría y se habría reunido con nosotros a la hora que usted calculó, de no haber sido por Mrs. Milroy. Ésta la hizo subir a su habitación en cuanto llegó y la entretuvo allí media hora o más. Ésta fue la excusa de Miss Gwilt, Mr. Armadale, por haber llegado tarde al Mere.
—¿Qué sucede?
—Parece olvidar, señor, lo que todo el vecindario ha oído decir acerca de Mrs. Milroy desde que el comandante vino a residir entre nosotros. Todos sabemos, ya que el médico lo ha dicho, que su dolencia es demasiado grave para que pueda entrevistarse con desconocidos. ¿No resulta un poco extraño que experimentase de pronto una mejoría tal que le permitiese ver a Miss Gwilt, en ausencia de su marido, en el mismo momento en que ésta llegó a la casa?
—¡En absoluto! Desde luego, debía de estar ansiosa por conocer a la institutriz de su hija.
—Probablemente tiene razón, Mr. Armadale. Pero el comandante y Miss Neelie no opinan lo mismo. Yo me fijé en los dos cuando la institutriz les dijo que Mrs. Milroy la había enviado a buscar. Si alguna vez he visto a una chica terriblemente asustada, ésta es Miss Milroy, y yo diría (si me permite que, de modo estrictamente confidencial, hable en estos términos de un bizarro militar) que incluso el comandante experimentó un sentimiento parecido. Estoy seguro, señor, de que algo extraño ocurre en aquella linda casita y de que Miss Gwilt guarda ya alguna relación con ello.
Hubo un instante de silencio. Cuando Midwinter volvió a oír las voces, éstas sonaron lejos de la casa, probablemente Allan acompañaba un trecho al joven Pedgift. Al cabo de un rato, se oyó de nuevo en el porche la voz de Allan, que preguntaba por su amigo, y la respuesta del criado al transmitirle el mensaje de Midwinter. Después de esta breve interrupción, el silencio no volvió a romperse hasta que llegó la hora de cerrar la casa. Los pasos de los criados, el chasquido de las puertas al cerrarse y el ladrido de un perro en el patio de la caballeriza, fueron otros tantos ruidos que advirtieron a Midwinter que se estaba haciendo tarde. El joven se levantó mecánicamente para encender una lámpara; pero le temblaba la mano y la cabeza le daba vueltas, de manera que dejó a un lado la caja de cerillas y volvió de nuevo a su silla. Se había desinteresado de la conversación entre Allan y el joven Pedgift en el mismo instante en que había dejado de oírla, y ahora, una vez más, la impresión de que estaba malgastando un tiempo precioso perdió todo su sentido cuando se extinguieron los ruidos que la habían provocado. Midwinter había agotado por un igual sus fuerzas físicas y mentales: esperó con estoica resignación lo que habría de traerle el día siguiente.
Después de un intervalo, unas voces volvieron a romper el silencio en el exterior; las voces, esta vez, de un hombre y una mujer. Las primeras palabras que intercambiaron indicaron con bastante claridad que se trataba de una entrevista clandestina y revelaron que el hombre era uno de los criados de Thorpe-Ambrose y la mujer, una de las sirvientas de la casita vecina.
Una vez más, después de los saludos, el tema de la nueva institutriz absorbió toda la conversación. Los malos presagios (inspirados solamente por la belleza de Miss Gwilt) embargaban a la mujer, la cual los vertía sobre el hombre, a pesar de los esfuerzos de éste por cambiar de tema. Tarde o temprano, insistía ella, se produciría un terrible «trastorno» en la casita. Su amo, y lo decía confidencialmente, llevaba una vida espantosa con su mujer. El comandante era un hombre excelente. En su corazón, sólo había sitio para su hija y su eterno reloj. Pero había bastado con que se presentase una mujer bonita en el lugar para que Mrs. Milroy se hubiese puesto celosa, furiosamente celosa, como una mujer posesa, en su triste lecho de enferma. Si Miss Gwilt (que desde luego era atractiva, a pesar de sus horribles cabellos) no encendía la llama antes de que pasaran muchos días, el ama no sería el ama, sino otra persona. En cualquier caso, la culpa sería esta vez de la madre del comandante. La anciana y el ama habían tenido una espantosa disputa dos años atrás, y la anciana se había marchado furiosa, diciendo a su hijo, en presencia de todos los criados, que si le quedaba una pizca de energía, no debía seguir aguantando los malos humores de su esposa. Quizá sería excesivo acusar a la madre del comandante de haber elegido una institutriz hermosa para fastidiar a la esposa de aquél. Pero sí que podía decir, sin miedo a equivocarse, que la anciana dama era la última persona del mundo capaz de tener en cuenta los celos de su nuera y de rechazar por ello a una institutriz apta y respetable para su nieta, por el único motivo de que la naturaleza le hubiese otorgado tan agradable aspecto. Ninguna criatura humana podía decir cómo terminaría el asunto, aunque era indudable que acabaría mal. Ya en este momento, el panorama no podía ser más negro. Miss Neelie estaba llorando, después de la diversión del día, lo cual era mala señal; el ama no había reñido a nadie, lo cual también lo era, el amo le había dado las buenas noches a través de la puerta (tercer mal síntoma), y la institutriz se había encerrado con llave en su habitación (y ésta era la peor señal de todas, ya que daba la impresión de recelar de la servidumbre). Así discurrió el chismorreo de la mujer, que llegó a oídos de Midwinter a través de la ventana abierta, hasta que sonó el reloj del patio de las caballerizas y terminó la conversación. Cuando se extinguieron las vibraciones de la última campanada, no se volvieron a oír las voces ni volvió a interrumpirse el silencio.
Pasó otro rato y Midwinter hizo otro esfuerzo para salir de su abatimiento. Ésta vez encendió la lámpara sin vacilar y tomó la pluma.
Hizo el primer intento con una facilidad de expresión tan imprevista que lo sorprendió al principio y acabó despertando en él cierta vaga sospecha en lo tocante a sus propias facultades. Se levantó de la mesa, se mojó la cara y la cabeza y volvió a su sitio para leer lo que había redactado. El lenguaje era apenas inteligible: frases inconexas, palabras equivocadas. Cada línea reflejaba la protesta de un cerebro cansado contra la despiadada voluntad que lo había obligado a la acción. Midwinter rompió la hoja de papel como había rasgado todas las anteriores, e incapaz al fin de continuar la lucha, reclinó la fatigada cabeza sobre la almohada. Casi al instante, sucumbió al agotamiento y, antes de que pudiese apagar la lámpara, se quedó dormido.
Lo despertó un ruido en la puerta. La luz del sol entraba a raudales en la habitación; la vela se había consumido por completo y el criado esperaba fuera, con una carta que había llegado en el correo de la mañana.
—Me he atrevido a molestarlo, señor —se disculpó el hombre, cuando Midwinter abrió la puerta—, porque la carta lleva la indicación de «Urgente» y pensé que podía ser importante para usted. Midwinter le dio las gracias y miró la carta. Era importante, pues reconoció la letra de Mr. Brock.
Hizo una pausa para recobrar sus facultades. Las hojas de papel rasgadas le recordaron al instante la posición en que se hallaba. Volvió a cerrar la puerta con llave, por miedo de que Allan se levantase antes que de costumbre y entrase para ver qué le pasaba. Después, sintiendo una extraña indiferencia por cuanto pudiese escribirle ahora el párroco, abrió la carta de Mr. Brock y leyó estas líneas:
Martes.
Mi querido Midwinter: A veces es mejor dar claramente las malas noticias, en pocas palabras. Deje que le comunique las mías en una sola frase. Todas mis precauciones fueron inútiles: la mujer se me ha escapado.
Ésta desgracia —pues en efecto lo es— ocurrió ayer (lunes). Entre las once y las doce del mediodía, el asunto que en principio me había traído a Londres me obligó a ir a Doctor’s Commons y dejar que mi criado Robert vigilase la casa de enfrente hasta mi regreso. Aproximadamente una hora y media después de mi partida, observó que un coche vacío se detenía delante de la entrada de la casa. Ante todo, sacaron de ella varias cajas y maletas; luego apareció la mujer, con el mismo vestido que llevaba la primera vez que la vi. Robert, que previamente había alquilado un coche, la siguió hasta la estación del North-Western Railway, vio que pasaba por la taquilla, no la perdió de vista hasta que ella salió al andén… y allí sí que la perdió, entre la muchedumbre y la confusión causada por la partida de un largo tren mixto. Debo decir en su disculpa que, en esta emergencia, optó por lo más adecuado. En vez de perder tiempo buscándola en el andén, miró a lo largo de la hilera de vagones y declara positivamente que no la vio en ninguno de ellos. Al mismo tiempo confiesa que su búsqueda, realizada entre las dos de la tarde, que fue cuando perdió de vista a la mujer, y las dos y diez minutos, hora en que arrancó el tren, fue necesariamente imperfecta dada la confusión del momento. Pero, en mi opinión, esta última circunstancia carece de importancia. Estoy tan seguro de que la mujer no salió en aquel tren como si yo mismo hubiese registrado cada uno de los vagones. No me cabe la menor duda de que estará usted completamente de acuerdo conmigo.
Ahora sabe cómo ocurrió el desastre. Pero no perdamos tiempo ni palabras en lamentaciones. El mal ya está hecho y usted y yo, juntos, debemos encontrar la manera de remediarlo.
Lo que por mi parte he realizado puede contarse en dos palabras. Todas mis anteriores vacilaciones en confiar este delicado asunto a personas extrañas se desvanecieron cuando escuché el relato de Robert. Volví de inmediato a la ciudad y puse todo el asunto confidencialmente en manos de mis abogados. La conferencia fue larga y cuando salí de su despacho había pasado la hora de recogida del correo, de no haber sido así, le habría escrito ayer y no hoy. Mi entrevista con los abogados no resultó muy alentadora. Me hicieron ver claramente las dificultades de recuperar la pista perdida. Pero me prometieron hacer todo lo posible por su parte y decidimos las medidas a tomar, a excepción de una en la que discrepamos por completo. Debo decirle cuál es esta discrepancia, pues mientras mi asunto me mantenga lejos de Thorpe-Ambrose, es usted la única persona que puede comprobar mi teoría.
Los abogados opinan que la mujer descubrió desde el primer momento que yo la estaba vigilando, y que, en consecuencia, no hay que esperar que sea lo bastante imprudente para aparecer personalmente en Thorpe-Ambrose; que, sean cuales fueren sus malas intenciones, actuará de momento por medio de otra persona. Consideran que lo mejor que pueden hacer los amigos y protectores de Allan es esperar sin hacer nada a que los sucesos los iluminen. Mi opinión es radicalmente opuesta. Después de lo ocurrido en la estación del ferrocarril, no puedo negar que la mujer debió descubrir que yo la estaba vigilando. Pero no tiene motivos para suponer que no ha logrado engañarme y creo firmemente que es lo bastante audaz para pillarnos por sorpresa y lograr ganarse la confianza de Allan antes de que podamos impedírselo. Sólo nosotros dos (mientras yo tenga que permanecer en Londres) podemos decidir si tengo razón o estoy equivocado, y usted puede hacerlo de la siguiente manera. Averigüe inmediatamente si alguna forastera ha aparecido desde el lunes en Thorpe-Ambrose. Si se ha observado la presencia de semejante persona (pues nadie pasa inadvertido en las zonas rurales), aproveche la primera oportunidad que tenga de verla y pregúntese si su cara responde afirmativa o negativamente a las sencillas preguntas que voy a hacerle a continuación. Puede usted confiar en la exactitud de mis datos. Vi a la mujer sin velo en más de una ocasión y, la última vez, a través de unos gemelos excelentes.
1) ¿Son sus cabellos de un color castaño claro y de apariencia rala?
2) ¿Tiene la frente alta, estrecha e inclinada hacia atrás desde las cejas?
3) ¿Son las cejas poco marcadas y pequeños los ojos, más bien oscuros, aunque siempre estaba demasiado lejos para saber si son grises o castaños?
4) ¿Tiene la nariz aguileña?
5) ¿Tiene los labios finos y bastante largo el superior?
6) ¿Tiene blanca la piel, pero deteriorada hasta adquirir una palidez mate y enfermiza?
7) (y último) ¿Tiene el mentón hundido y una marca en el lado izquierdo, que no estoy seguro de si es una peca o una cicatriz?
No diré nada acerca de su expresión, pues es posible que usted la vea en circunstancias que pueden alterarla, al menos en parte. Fíjese en sus facciones, que ninguna circunstancia puede cambiar. Si hay una forastera en la vecindad y si su semblante responde afirmativamente a mis siete preguntas, ¡habrá encontrado a la mujer! En tal caso, acuda inmediatamente al abogado más cercano y dígale que yo respondo, con mi nombre y mi solvencia, de todos los gastos que haya que hacer para mantenerla día y noche bajo vigilancia. Después, póngase en contacto conmigo de la manera más rápida posible y, aunque no haya terminado el asunto que aquí me retiene, tomaré el primer tren hacia Norfolk.
En todo caso, confirme o no mis sospechas, escríbame a vuelta de correo. ¡Aunque sólo sea para decirme que ha recibido mi carta! Sólo usted puede aliviar la inquietud y la angustia que me oprimen al estar lejos de Allan. Dicho esto, conozco a usted lo bastante para saber que no hace falta añadir más.
Siempre buen amigo suyo,
Decimus Brock.
Endurecido por la convicción fatalista que ahora lo embargaba, Midwinter leyó la confesión del fracaso del párroco, desde la primera línea hasta la última, sin dar muestras de interés o de sorpresa. La única parte de la carta que llamó su atención fue la última. Leyó el último párrafo por segunda vez. Después esperó un momento para reflexionar. «Debo mucho a la bondad de Mr. Brock —pensó—, y nunca volveré a verlo. Es completamente inútil, pero él me pide que lo haga y cumpliré su deseo. Un vistazo a esa mujer bastará, la observaré un momento, sin olvidar lo que dice esta carta, y escribiré unas líneas a Mr. Brock para decirle que la mujer está aquí».
Volvió a cavilar ante la puerta entreabierta; una vez más lo detuvo, como si lo mirase a la cara, la cruel necesidad de escribir a Allan para despedirse de él.
Miró de reojo la carta del párroco.
—Escribiré las dos al mismo tiempo —decidió en voz alta—. Así será más fácil.
Se ruborizó al pronunciar estas palabras. Se daba cuenta de que estaba retrasando deliberadamente la hora fatal, de que tomaba a Mr. Brock como pretexto para el último respiro, para alargar el plazo.
El único sonido que llegaba hasta él a través de la puerta abierta era el de Allan, que se movía ruidosamente en la habitación contigua. Salió rápidamente al corredor vacío y como no se encontró con nadie en la escalera, salió de la casa. Su temor de que la resolución de alejarse de Allan pudiese flaquear si volvía a verlo, era tan intenso por la mañana como lo había sido durante toda la noche. Lanzo un profundo suspiro mientras bajaba la escalinata de la casa, aliviado de haberse librado del saludo matinal del único ser humano a quien quería.
Recorrió el sendero entre los arbustos, con la carta de Mr. Brock en la mano, y tomó el camino más corto para ir a la casa del comandante. No recordaba en absoluto la conversación que había oído durante la noche. La única razón de que quisiese ver a la mujer era la que le había suscitado la carta del pastor. El único recuerdo que le guiaba ahora hacia el lugar donde vivía ella era el de la exclamación de Allan cuando identificó a la institutriz con la figura del estanque. Se detuvo al llegar a la verja del cottage. Se le ocurrió pensar que podía fracasar en su objetivo si miraba las preguntas del párroco en presencia de la mujer. Probablemente ella sospecharía ya algo cuando preguntara por la institutriz (como había resuelto hacer, con o sin pretexto), y la aparición de la carta en su mano confirmaría la sospecha. La mujer podría frustrar sus intenciones si salía inmediatamente de la habitación. Decidido a fijar primero la descripción en su memoria y enfrentarse después con la mujer, abrió la carta y, después de volverse despacio hacia un lado de la casa, leyó las siete condiciones que según creía quedarían plenamente confirmadas por la cara de la mujer.
En el silencio matinal del parque, los más débiles ruidos se oían desde muy lejos. Un ligero sonido distrajo a Midwinter de su lectura.
Levantó la mirada y se encontró en el borde de una ancha y herbosa zanja, a uno de cuyos lados se extendía el parque, mientras que en el otro se alzaba un alto seto de laureles. Saltaba a la vista que aquel cercado rodeaba el jardín posterior de la casita y que la zanja tenía por objeto protegerlo de los daños que habría podido ocasionar el ganado que pacía en el campo. Al escuchar atentamente aquel ligero sonido que ahora se debilitaba aún más, lo reconoció como el susurro de un vestido femenino. A unos pasos delante de él, un puente, cerrado por un portillo y que comunicaba el jardín con el campo, cruzaba la zanja. Midwinter abrió el portillo, cruzó el puente y, después de empujar una puerta al otro lado, se encontró en una glorieta cubierta de espesas enredaderas y desde donde se dominaba todo el jardín.
Miró y vio las figuras de dos damas que se alejaban despacio de donde él se hallaba, en dirección a la casa. De momento, no prestó atención a la más baja de las dos, ni siquiera se paró a considerar si era o no era la hija del comandante. Su mirada permanecía fija en la otra figura, que caminaba por el jardín con fácil y seductora elegancia, arrastrando su largo vestido. Allí, con el mismo aspecto de cuando la había visto por primera vez, pero vuelta de espaldas a él, ¡estaba la mujer del estanque!
Cabía la posibilidad de que diesen otra vuelta por el jardín y se acercasen a la glorieta. Dispuesto a aprovecharla, Midwinter esperó. No había tenido conciencia de cometer un allanamiento cuando entró en la glorieta y tampoco ahora lo turbó esta idea. La cruel angustia de la noche anterior había embotado las fibras más sensibles de su naturaleza. La terca resolución de hacer lo que lo había llevado hasta allí era la única fuerza que lo impulsaba. Actuaba como lo habría hecho el hombre más impasible de hallarse en su lugar, e incluso su aspecto era el propio de éste. Tuvo el aplomo suficiente para aprovechar el intervalo, antes de que la institutriz y su discípula llegasen al final del paseo, para abrir la carta de Mr. Brock y refrescar la memoria con una última mirada al párrafo donde se describía el rostro de aquélla.
Todavía estaba absorto en la descripción cuando oyó el débil susurro de los vestidos que se acercaban de nuevo a él. De pie a la sombra de la glorieta, esperó a que se redujese la distancia entre él y las damas. Con la descripción de la institutriz grabada en su memoria y ayudado por la clara luz de la mañana, sus ojos la interrogaron cuando ella se acercó. El semblante de la mujer ofreció las siguientes respuestas:
Los cabellos, según la descripción del párroco, eran de color castaño claro y no muy abundantes. Los de la mujer, soberbiamente espesos, tenían ese tono único y especial que los prejuicios de las naciones norteñas nunca perdonan del todo: ¡eran rojos! La frente que describía el pastor era alta, estrecha e inclinada hacia atrás desde las cejas, éstas eran poco marcadas y los ojos se describían como pequeños y grises o castaños. La frente de esta mujer era baja, recta y ancha; las cejas, firme pero delicadamente marcadas, eran un poco más oscuras que los cabellos; los ojos, grandes, brillantes y abiertos, tenían ese puro color azul, sin sombra de gris o de verde, que admiramos a menudo en los cuadros y en los libros pero que raras veces encontramos en un rostro vivo. La nariz que describía el párroco era aguileña. La línea de la nariz de esta mujer no se torcía, era la nariz recta y delicadamente moldeada (sobre el breve labio superior) de las estatuas y bustos antiguos. Los labios que describía el pastor eran finos, y el superior, largo; la tez tenía una palidez opaca y enfermiza; el mentón era hundido, y tenía la marca de una peca o una cicatriz en el lado izquierdo. Los labios de esta mujer eran gordezuelos y sensuales. La tez era la que suele acompañar a unos cabellos como los suyos, delicadamente brillante donde era más rosada, cálida y suavemente blanca, con sutiles gradaciones de color, en la frente y en el cuello. La barbilla, redonda y con un hoyuelo, estaba limpia de toda mancha y era tersa como su frente. Cuanto más se acercaba, más bella parecía bajo la luz de la mañana, en la más sorprendente e inexplicable contradicción que pudiesen ver los ojos o concebir la mente, con las descripciones de la carta del párroco. La institutriz y su discípula estaban ya muy cerca de la glorieta cuando miraron hacia ésta y advirtieron la presencia de Midwinter en su interior. La institutriz fue quien lo vio primero.
—¿Un amigo suyo, Miss Milroy? —preguntó, sin sobresaltarse ni mostrar la menor sorpresa.
Neelie lo reconoció al instante. Predispuesta contra Midwinter por la conducta de éste cuando su amigo lo había presentado, lo detestaba ahora como primera causa de su tropiezo con Allan en la excursión. Enrojecido el semblante, se echó atrás con una expresión de airada sorpresa.
—Es un amigo de Mr. Armadale —respondió secamente—. No sé lo qué quiere ni por qué está aquí.
—¡Un amigo de Mr. Armadale!
La cara de la institutriz se iluminó con súbito interés mientras repetía estas palabras. Correspondió a la mirada de Midwinter, todavía fija en ella, con similar firmeza por su parte.
—Yo diría —prosiguió Neelie, resentida al ver que Midwinter no le prestaba ninguna atención— que es un abuso irrumpir en el jardín de papá como si fuese un parque público.
La institutriz se volvió en redondo, interponiéndose delicadamente entre los dos.
—Mi querida Miss Milroy —la reprendió—, hay que tener en cuenta las circunstancias. Ése caballero es amigo de Mr. Armadale. No habría podido usted expresarse con más brusquedad si se hubiese tratado de un desconocido.
—He expresado mi opinión —replicó Neelie, irritada por el tono irónico e indulgente con que se había dirigido a ella la institutriz—. Es cuestión de gustos, Miss Gwilt, y hay gustos de muchas clases.
Se volvió con petulancia y se dirigió sola a la casa.
—Es muy joven —la excusó Miss Gwilt, apelando con una sonrisa a la indulgencia de Midwinter— y, como habrá visto usted, señor, es una niña mimada. —Hizo una pausa; mostró, sólo por un instante, su sorpresa por el extraño silencio de Midwinter y su extraña insistencia en mirarla fijamente, y procuró después, con presteza y discreción, sacarlo de la falsa posición en que se había situado—. Ya que ha llegado usted hasta aquí en su paseo —continuó—, ¿sería tan amable de transmitirle un mensaje a su amigo cuando regrese a casa? Mr. Armadale tuvo la bondad de invitarme a ver los jardines de Thorpe-Ambrose esta mañana. ¿Querrá usted decirle que el comandante Milroy permite que acepte la invitación (en compañía de Miss Milroy) entre las diez y las once de esta mañana?
Durante un momento, sus ojos se fijaron con renovado interés en el rostro de Midwinter. Esperó, en vano una respuesta, sonrió como si su extraordinario silencio la divirtiese en vez de irritarla y siguió a su discípula hacia la casa.
Sólo cuando la hubo perdido totalmente de vista, salió Midwinter de su ensimismamiento y trató de analizar la posición en que se hallaba. La revelación de su belleza no era en modo alguno la causa del asombro que lo había hecho enmudecer hasta ese momento. La única impresión clara que ella le había producido hasta entonces empezaba y terminaba con el descubrimiento de las asombrosas contradicciones que ofrecían todas y cada una de sus facciones respecto a la descripción realizada por Mr. Brock. Todo lo demás era vago y nebuloso: la vaporosa imagen de una mujer alta, elegante, amable, que le había hablado modesta y delicadamente, y nada más.
Dio unos pasos en el jardín sin saber por qué, se detuvo mirando a un lado y otro como si se hubiese perdido, reconoció la glorieta haciendo un esfuerzo, como si hubiesen transcurrido años desde que había estado en ella, y por fin, salió otra vez al parque. Incluso allí, anduvo primero en una dirección y después en otra. Su mente todavía vacilaba a causa de la impresión sufrida, todas sus percepciones eran confusas. Algo lo mantenía mecánicamente en movimiento, empujándolo sin motivo, haciéndole andar sin rumbo fijo.
Incluso un hombre mucho menos sensible que él se habría sentido abrumado, tal como le sucedía a él, por la enorme e instantánea conmoción de sentimientos que los últimos minutos habían provocado en su mente.
En el memorable instante en que había abierto la puerta que daba a la glorieta, ninguna influencia capaz de confundirlo turbaba sus facultades. Con razón o sin ella, un proceso de pensamiento absolutamente definido lo había llevado a una conclusión tajante en lo tocante a su posición con respecto a su amigo. Toda la fuerza del motivo que lo había impulsado a tomar la resolución de separarse de Allan se apoyaba en la creencia de que había visto en Hule Mere la realización fatal de la primera visión del sueño. Ésta creencia se apoyaba a su vez, necesariamente, en la convicción de que la única superviviente de la tragedia de Madeira debía ser, inevitablemente, la mujer que había visto junto al estanque, en el lugar de la sombra. Firme en este convencimiento, había comparado el objeto de su desconfianza y de la desconfianza del párroco con la descripción que éste había hecho (una descripción súmamente minuciosa, realizada por un hombre digno de toda confianza), y por sus propios ojos reconoció que la mujer vislumbrada en el Mere y la mujer a quien había identificado Mr. Brock en Londres no eran una, sino dos. La carta del párroco demostraba que, en el lugar de la sombra soñada, no se había encontrado el instrumento de la fatalidad, ¡sino una desconocida!
El descubrimiento que acababa de hacer no despertó en su mente ninguna de las dudas que hubiese podido preocupar a un hombre menos supersticioso.
No se le ocurrió preguntarse si una desconocida podía ser el instrumento de la fatalidad, ya que la carta le había persuadido de que una desconocida había sido revelada como la figura en el paisaje del sueño. Ésta idea no entró, ni podía entrar, en su cabeza. La única mujer que su superstición temía era la que se había entrometido en las vidas de los dos Armadale de la primera generación y en la suerte de los dos Armadale de la segunda; la mujer que era marcado objeto de la advertencia de su padre en su lecho de muerte y primera causa de las calamidades familiares que habían abierto a Allan el camino de la hacienda de Thorpe-Ambrose; la mujer, en una palabra, que habría identificado instintivamente, de no haber sido por la carta de Mr. Brock, con la que ahora había visto.
Considerando los acontecimientos que acababan de ocurrir, bajo la influencia del error provocada inocentemente por la carta del párroco, su mente concibió y llegó instantáneamente a una nueva conclusión, actuando exactamente como lo había hecho en el pasado, en la entrevista con Mr. Brock en la isla de Man.
De la misma manera que en una ocasión declaró que el hecho de no haber tropezado nunca con el barco maderero en sus viajes por mar era razón más que suficiente para refutar la idea de la fatalidad, así concluyó que la atribución del sueño a un origen sobrenatural quedaba refutada por la aparición de una desconocida en el lugar de la sombra. Partiendo de este punto (que le permitía ceder a la influencia total de su afecto por Allan), su pensamiento recorrió con la velocidad del rayo toda la consiguiente cadena de ideas. Si se había demostrado que el sueño no era un aviso del otro mundo, de ello se desprendía inevitablemente que había sido la casualidad y no el destino lo que los había conducido al barco encallado. De la misma forma, todos los sucesos que habían ocurrido desde que Allan y él se habían separado de Mr. Brock eran otros tantos acontecimientos inofensivos y deformados por su superstición. En un instante, su imaginación vivaz lo había llevado a aquella mañana en Castletown, cuando había revelado al párroco el secreto de su nombre, cuando había declarado al pastor, con la carta de su padre ante sus ojos, lo que creía a pies juntillas. De nuevo sentía en su corazón la firmeza del lazo fraternal que lo unía a Allan. Ahora podía decir una vez más, con la grave sinceridad de antaño: «Si la idea de dejarlo me rompe el corazón, ¡la idea de dejarlo es errónea!». Mientras esta noble convicción se adueñaba de nuevo de su mente (acallando el tumulto, despejando la confusión que reinaba en su interior), la casa de Thorpe-Ambrose, con la figura de Allan en la escalinata, quien lo esperaba y lo buscaba con la mirada, apareció ante sus ojos a través de la arboleda. Una sensación de infinito alivio libró a su afanoso espíritu de todos los cuidados, dudas y temores que durante tanto tiempo le habían oprimido y le mostró, una vez más, el futuro mejor y más brillante de sus primeros sueños. Sus ojos se llenaron de lágrimas y estrujó la carta del párroco antes de llevársela apasionadamente a los labios, cuando miró a Allan desde el lugar donde se hallaba entre los árboles. «De no haber sido por este pedazo de papel —pensó—, mi vida habría podido ser un largo camino de amargura, ¡y el crimen de mi padre podía habernos separado para siempre!».
Tal fue el resultado de la estratagema que había hecho que Mr. Brock tomase la cara de la doncella por la de Miss Gwilt. De esta forma (destruyendo la confianza de Midwinter en su superstición, en el único caso en que ésta apuntaba a la verdad) triunfó la astucia de Mrs. Oldershaw ante unos peligros y dificultades que ni ella misma había previsto.