II

—Qué ceremonia tan magnífica.

El arzobispo Capek, un hombre calvo y ya en los umbrales de la vejez, sonreía con satisfacción a sus tres invitados. Los actos de la catedral de San Vito habían transcurrido sin incidentes.

Asistido por su hermana la cardenal, el papa había completado la ceremonia por los caídos en la batalla que había tenido lugar dos años atrás. Los organizadores, los duques de Bohemia y su hija Libuse, famosa por su popular apodo de Perla de Praga, habían recibido la comunión con toda normalidad. En la catedral resonaba entonces el discurso del duque, pero el papa y la cardenal, así como el sacerdote canoso que los escoltaba, habían decidido enseguida al palacio arzobispal, donde estaban alojados. Oficialmente se trataba de «una indisposición de su santidad», pero la verdadera razón era que intentaban evitar un ataque como el de la tarde anterior.

—Que las almas de los soldados y los caballeros que cayeron en la batalla hayan encontrado la paz. Magnífico, magnífico.

—Todo ha sido gracias a vuestro gran trabajo con los preparativos.

Incluso dentro del coche de caballos, Alessandro no se había quitado la capucha del hábito que había llevado durante la ceremonia. Quien había dado las gracias al arzobispo había sido la cardenal, y no el tímido adolescente.

—Imagino que os ha costado muchos esfuerzos, pero ha resultado una ceremonia perfecta, arzobispo Capek.

Caterina ofreció al arzobispo de Praga una sonrisa impecable, pero se giró en seguida a mirar el paisaje por el que corría el coche.

—¿Volvemos por otra ruta, arzobispo? —preguntó, extrañada, la cardenal.

La catedral de San Vito se encontraba dentro del castillo de Praga. El palacio arzobispal en el que estaba alojado el séquito papal estaba a mano derecha, saliendo por la puerta principal del castillo. Sin embargo, hacía un rato que se veían las torres del palacio arzobispal a la izquierda del carruaje.

—Nuestro alojamiento es ese edificio, ¿no es así? ¿Seguro que vamos bien?

—Vamos por el camino correcto —asintió el arzobispo, sin dejar de sonreír—. Hay cierta persona que quiere ver a su santidad y a su eminencia. Por eso daremos una pequeña vuelta antes de volver al palacio.

—¿Cierta persona? —repitió la cardenal, alarmada ante la insolencia del arzobispo, que se había permitido planear algo así sin avisarlos—. ¿De quién se trata? ¿Alguien que conozco?

—Así es, su eminencia le conoce muy bien.

Fue como si se hubiera quitado una máscara.

En el rostro sincero del arzobispo, los labios se torcieron maliciosamente, como si de otra persona se tratara.

—Incluso es pariente de sangre vuestro… Es el único papa verdadero, su santidad Alfonso.

—¿¡Su santidad Alfonso!?

¿Cómo podía atreverse a usar aquellas palabras?

—Arzobispo… No puede ser… ¿Vos… formáis parte del Nuevo Vatic…?

La voz de Caterina se cortó en seco. Alrededor del coche, que se había detenido, aparecieron cuatro figuras siniestras. Llevaban abrigos negros y máscaras antigás…

—¡Autosoldados!

—No os mováis, eminencia. No tengo intención de usar la violencia —dijo el arzobispo, empuñando una pequeña pistola que apuntaba directamente al papa—. Su santidad ha ordenado que os llevemos a vos y a Alessandro ante él con vida, así que podéis estar tranquila. Si no, no respondo de vuestra integridad física.

—No puedo creer que las garras del Nuevo Vaticano hayan llegado al nivel de un arzobispo… —dijo, decepcionada, Caterina, quien, sin fuerzas, se cubrió la cara con las manos.

—Es una lástima, eminencia. Traéis a cuatro agentes de escolta y en el momento decisivo no tenéis más que uno —rió el arzobispo a la vez que movía su arma. Apuntando a Abel, quien estaba sentado en una esquina con las manos en los bolsillos. El arzobispo levantó teatralmente los hombros—. Lo siento, Abel, pero tu viaje acaba aquí.

Apretó el gatillo con una risa sarcástica. La bala dirigida al sacerdote salió disparada con una brillante detonación…

—Pero… ¿¡qué!?

Pero quien abrió los ojos con dolor y asombro no fue Abel, sino el arzobispo Capek.

—¿¡Qué demonios er…!?

Al arzobispo se le atragantaron las palabras. Unos de los dedos le agarraban con fuerza la mano que empuñaba la pistola. El papa adolescente que tenía delante había desviado el arma con una velocidad inhumana.

—¡No soltéis al arzobispo! ¡Yo me encargaré de los zombis de ahí fuera! —gritó Abel al mismo tiempo que sacaba su viejo revólver de percusión.

El arzobispo estaba tan sorprendido que casi ni se dio cuenta de cómo estallaban las cabezas de los autosoldados, convertidas en una lluvia de plasma sanguíneo.

—El…, el…, el arzobispo está en nuest…, nuestro poder, duquesa de Milán —anunció el papa, a la vez que desarmaba a Capek—. Esp…, espero inst…, instrucciones ulteriores.

—La primera orden es volver a la voz normal y quitarse la capucha, padre Tres.

—Com…, comprendido.

La voz sintética que salía por debajo de la capucha cambió de repente, como si fuera la de una persona distinta. El rostro que apareció era el de un joven apuesto que no tenía nada que ver con el papa adolescente.

—¿¡Un agente!? ¡Im…, imposible! Pero ¿y el papa…?

—Era un doble. Es un truco muy viejo, pero hoy parece que ha funcionado. El auténtico papa está escondido en un hotel de la ciudad…, así que rendíos, arzobispo Capek —explicó Caterina, sin sombra de orgullo en su gélida voz—. Sospeché de vos desde el ataque de ayer. Erais el único que estaba al corriente de nuestra visita de incógnito.

Al principio, Caterina no había acabado de creer que un cargo tan alto como el arzobispo pudiera haberles traicionado.

De momento, tenían que encargarse de cubrir de algún modo el arresto de Capek. Lo llevarían a Roma para interrogarle acerca de la existencia de otros informantes. Resultaba duro tener que sospechar así de sus propios compañeros, pero era la única manera.

—¿Estáis bien, eminencia? —preguntó Abel—. No tenéis buen color. ¿Estáis cansada?

—¡Ah, no!, estoy bien… Me he quedado abstraída un momento —respondió, carraspeando y un poco azorada, la hermosa mujer—. Toda la tensión esperando el momento en el que nos atacarían… La verdad es que yo no estoy hecha para la acción sobre el terreno.

—Por eso os dijimos que nos dejarais a nosotros encargarnos del trabajo sucio —suspiró con aires de héroe—. Vos no estáis preparada para este tipo de acción física… Dejad que nos ocupemos nosotros de eso.

—Lo siento, pero esta vez quería actuar en primera línea… ¿Acaso no ha sido por mi presencia que no han sospechado ni un momento del disfraz de Tres? Tampoco he sido completamente inútil —se justificó Caterina, con un tono defensivo que era extraño en ella—. Y nadie ha resultado herido. Yo diría que la operación ha sido un éxito.

—Pero, duquesa de Milán, no hacía falta poneros en peligro así —respondió mordazmente Tres, quizá molesto por haber tenido que usar a su superiora como señuelo—. Ha salido bien, pero era un plan demasiado arriesgado. No se puede decir que haya sido perfecto.

—Alec no era tan cobarde antes… —murmuró Caterina de repente, mientras se secaba los labios con un pañuelo.

Consciente o inconscientemente, su mirada se dirigió a la parte de la ciudad en la que se encontraba escondido el verdadero Alessandro. A la Dama de Hierro le temblaba la voz.

—Nunca fue demasiado valiente, es verdad, pero no era algo tan exagerado antes de convertirse en papa. Fue entonces cuando empezó a tartamudear y a rehuir el contacto humano… ¿Sabíais que la tartamudez está relacionada con inseguridades de la autoestima?

Ante el silencio de sus subordinados, Caterina suspiró profundamente.

—«Yo no quería ser papa». Y dice la verdad. Aunque él se negaba, fui yo quien le forzó a aceptar la tiara.

La lucha por la sucesión de Gregorio XXX, muerto cinco años atrás, había sido encarnizada.

Encabezando a los cardenales de origen noble, el jefe del colegio cardenalicio, Alfonso d’Este, llamado Il Furioso, se había presentado como candidato.

Para Francesco, que era producto del adulterio del anterior papa con una dama de la baja nobleza, y Caterina, que era una mujer, resultaba imposible rivalizar con los cardenales nobles y su poderoso tío. Por eso, se guardaron hasta el final el as que tenían en la manga: Alessandro, que, aunque no era más que un adolescente, era un hijo de una de las aristócratas más famosas de Roma. Al final, la apuesta les había salido bien a los dos hermanos, que manejaban al nuevo papa y, con él, el poder real del Vaticano.

La elección de Caterina en aquel momento había sido la correcta.

Si hubiera ganado su tío, ella nunca habría llegado a ser la columna vertebral del Vaticano. Y era absolutamente necesario que Caterina controlara el poder. En el fondo sabía que no había tenido otra elección.

Sin embargo, al mismo tiempo, también había incurrido en un terrible delito: el de haber sacrificado a su hermano adolescente al altar del poder.

—Yo tengo la culpa de que ese pobre niño haya terminado así. Por eso debo aceptar que me odie y me deteste. Pero tengo el deber de defenderle al precio que sea… Ésa es mi única obligación. Por tal motivo quería participar en persona en la operación. Perdonadme por haberos traído problemas.

—Bueno, pero al final ha salido todo bien, ¿verdad, padre Tres? —dijo Abel mientras encogía los hombros con aire inocente.

—… Positivo —asintió Tres, aunque por la inexpresividad de su voz era difícil decir hasta que punto era sincero.

Abel prosiguió en tono alegre y despreocupado:

—Venga, maniatemos al arzobispo y vayamos a ver a su santidad. El Profesor y el padre Havel están con él, así que podemos estar tranquilos…

—¿Qué ocurre, Abel? —preguntó, extrañada, Caterina al ver cómo al sacerdote se le apagaba la sonrisa en los labios en mitad de la frase.

—Un momento… ¿Qué ha dicho antes el arzobispo?

—¿Eh?

Caterina iba, poco a poco, arqueando las cejas. Sin embargo, Abel ignoró por completo a su superiora y se encaró directamente con el arzobispo.

—«Traéis a cuatro agentes de escolta»… ¿Cómo sabíais que éramos cuatro agentes?

Al ver que Capek desviaba la mirada ante la pregunta, Caterina se dio cuenta del significado de aquellas palabras.

«Cuatro agentes»… En otras palabras: Abel, Gunslinger, el Profesor y Know Faith.

Pero que Know Faith había llegado a Praga sólo lo sabían ellos tres, el Profesor, Alessandro y el propio Václav. ¿Cómo se había enterado el arzobispo?

—¿Esto era sólo una maniobra de distracción?

—Os dejo el arzobispo… ¡Yo me pongo en camino! —dijo Abel, mientras salía disparado de un salto.

Caterina se había quedado pálida.