IX
—¡Alejaos de inmediato de ahí, hermana Paula! —gritó Abel con voz airada al tocar el suelo, apuntando con mano segura su arma hacia la inquisidora—. ¡Ax se encargará de ese misil! ¡No permitiremos que estalle!
—¿Crees que te saldrás con la tuya enfrentándote así a la Inquisición, agente? —retó la Dama de la Muerte al intruso con voz serena, aunque levemente venenosa—. Esto es una misión oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cualquier interferencia tendrá consecuencias no sólo para ti, sino también para la cardenal Sforza. ¿Comprendes lo que estás haciendo?
—Si eso sale a la luz, ¿no será vuestro superior el que se verá en un buen lío? —replicó con rapidez Abel, echando una mirada hacia su antiguo compañero.
Václav había sufrido más daños de lo que había imaginado. Si no actuaba con premura, su vida correría grave peligro.
Este misil está equipado con cianuro sódico, cuyo uso militar está prohibido explícitamente por la ley del Vaticano. Si el resto de cardenales y señores seculares se entera, el escándalo será enorme. Sería una situación muy peligrosa para el cardenal Medici.
—Veo que estás muy bien informado…
A la hermana Paula se le suavizó la voz. Bajando los brazos, compuso una expresión serena.
—Pues, ¿qué es lo que quieres, agente? ¿Pretendes salvar la vida a este hereje?
—No sólo a él, sino a toda la gente de esta ciudad —respondió Abel, mientras se acercaba con lentitud hacia Václav—. Os ruego que aceptéis la rendición pacífica de Brno. Y no me digáis que no es posible. El cardenal Medici tiene poder de sobre para hacerlo.
—Por desgracia, es imposible, padre Abel…
Al pronunciar aquellas palabras, la inquisidora desapareció.
—Porque no vas a salir vivo de aquí.
Al girarse hacia la voz, Abel se encontró de cara con un ataque como un torbellino. Si no hubiera levantado de forma instintiva los brazos, habría caído decapitado allí mismo. El revólver de percusión recibió el impacto, en vez de su dueño, y cayó partido por el cañón.
—Vamos a exterminar a todos los habitantes de la ciudad… porque ésa es nuestra misión. Ya es tarde para una rendición pacífica.
La voz de la monja era incluso amable. Sin embargo, sus ataques seguían cayendo con precisión mecánica.
—Y no podemos permitirnos que alguien que sabe de la existencia del gas venenoso viva para contarlo.
—¡Ah!
Enfrentado al ataque mortal, a Abel se le tiñeron los ojos de rojo y le aparecieron unos colmillos entre los labios al mismo tiempo que murmuraba el sortilegio…
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de cuarent…
—Demasiado tarde.
Abel no pudo terminar la frase. Después de desaparecer durante un instante, la inquisidora le hizo salir volando con una patada tan potente como para matar a un oso.
—¡Aaaaah!
—Agente de Ax Abel Nightroad Krusnik —dijo la hermana Paula, mirando fríamente cómo el sacerdote escupía sangre por el suelo—. Un metro noventa y tres centímetros de altura. Sesenta y cinco kilos de peso. Edad: desconocida. Lugar de nacimiento: desconocido. Capacidad de combate: B-. Capacidad de combate en modo Krusnik: A++.
La delicada mano le levantó por la cabellera y le alzó con una fuerza sorprendente para el cuerpo elegante que tenía.
—Tenemos todos los datos sobre los agentes. Conocemos todos vuestros puntos débiles… Padre Nightroad, mientras no os transforméis en Krusnik, no tenéis ninguna posibilidad.
—¡So…, soltadle!
La débil voz era la de Václav, que seguía caído en el suelo. AL ver que la inquisidora se disponía a rematar a Abel, gritó con esfuerzo:
La débil voz era la de Václav, que seguía caído en el suelo. AL ver que la inquisidora se disponía a rematar a Abel, gritó con esfuerzo:
—¡Ya habéis vencido! ¡No derraméis sangre en vano!
—No es en vano. No puede salir con vida si sabe de la existencia del gas venenoso. Además…
Mirando el rostro ensangrentado del sacerdote, la monja contrastaba por su aspecto impoluto. Como si de un ángel vengador se tratara, la hermana Paula anunció con voz limpia:
—La voluntad de Dios es que tanto tú como él muráis. Dios es la Ley del mundo. Ésa es la verdad. Exterminar sin piedad a los que se le oponen es cumplir la voluntad de Dios… Acéptalo, padre Havel.
El sacerdote caído escuchaba en silencio el dulce susurro de la Dama de la Muerte.
—Dios es el Poder. Eso es todo lo que cuenta en este mundo. Traicionar a ese Poder para perseguir vuestros propios sueños ha sido vuestro pecado. No hay perdón para…
—¡No!
Una voz débil interrumpió la explicación fría de la inquisidora.
—Eso no es así, hermana Paula… Lo que decís no es más que la excusa de los perdedores.
—¿Los perdedores? —repitió Paula, estupefacta.
Quien la había interrumpido era el sacerdote al que estaba a punto de decapitar. Mirando al joven ensangrentado, cuya vida tenía en sus manos, la hermana Paula preguntó con dulzura:
—Padre Abel, ¿me has llamado perdedora? ¿A mí, que soy apóstol del Señor? ¿Yo soy una perdedora?
—Sí, hermana… Sois una miserable perdedora.
El rostro se retorcía de dolor, pero los ojos del color de un lago invernal, seguían limpios como siempre. Abel repitió, sufriendo, pero decidido:
—Lo sé porque yo también era así. Perdía la fe en el mundo y me reí de los ideales de la persona a quien amaba. Incluso llegué a odiarlos… Pero ahora que lo pienso bien, sé que era un perdedor. Tenía miedo de enfrentarme a la realidad y no podía más que burlarme como un perdedor. Igual que vos ahora.
La mirada de Abel se dirigía a algo que no se encontraba en aquel lugar ni en aquel presente. Su voz estaba teñida de profundo dolor y remordimientos pero, a la vez, dejaba entrever un eco de nostalgia del pasado.
—Hay que enfrentarse a la realidad. Es importante saber que la fuerza de uno solo no basta. Pero no hay que abandonar por eso. Hermana Paula, vuestro razonamiento es el de los perdedores. ¡Es la excusa de una perdedora que no quiere luchar!
—Gracias por el sermón, padre… Pero ¿os dais cuenta de en qué situación os encontráis? —dijo riendo la monja, con los helados ojos clavados en su oponente.
Con calma pero cargada de ira, se dispuso a ejecutarlo.
—Venga. Si después de que te haya cortado la cabeza y haya arrasado la ciudad aún me llamas perdedora, aceptaré que tú y el padre Havel tenéis razón. ¡Muere, agente!
Sonriente, la inquisidora golpeó con fuerza para decapitar al sacerdote. Pero el impacto nunca alcanzó a Abel.
La inquisidora lanzó un grito de sorpresa. La fuerza monstruosa que la había atacado por la espalda la había arrollado. Soltando a Abel, la hermana Paula se enfrentó al hombre de un solo brazo que la sujetaba.
—¿Cómo puedes ni siquiera moverte?
—Abel, antes he negado a Dios… Pero Dios existe —dijo, sonriendo, Václav, sin soltar a la monja.
Como había tenido que utilizar toda la energía de reserva del sistema de soporte vital, ya no le quedaba ningún color en el rostro. Pero incluso enfrentándose a la muerte, su expresión era serena.
—Dios existe, pero no existe en la realidad ni en los sueños… Existe en el espacio que hay entre la realidad y los sueños: ¡en la voluntad de las personas!
—¡Václav!
Cuando Abel gritó, el arma de Paula había atravesado a Václav por el pecho. El impacto le destruyó la médula espinal. Era una herida mortal.
—Abel… —susurró el agente, agonizante, sin dejar de sonreír—. Cuida… a la humanidad… por mí…
—¡Muérete de una vez, maldita sea!
Cuando Václav cerró los párpados y se detuvieron todas sus funciones vitales, la hermana Paula logró arrancar el arma que le había clavado y, girándose, se enfrentó al único adversario que le quedaba.
—Basta de perder el tiempo. Ahora me encargaré de ti.
Pero quien se enfrentaba a la Dama de la Muerte ya no era un sacerdote agonizante.
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de cuarenta por ciento. Confirmado.
El rugido oscuro como la noche se elevó serenamente.