IV

—¿Qué broma es ésta, padre? —preguntó, extrañado, Lenz, al sentir el cañón del arma entre las cejas.

—Déjalo, Abel —dijo Antonio, sacudiendo la cabeza—. Por mucho que quieras proteger la confidencialidad de la misión, no puedes permitirte matar a un policía. Eso no es ningún chiste.

—Ya se que no es un chiste. Pero si no es un policía de verdad… Vosotros, ¡quietos ahí! —gritó Abel, imperturbable, con el dedo apoyado con firmeza en el gatillo—. No; ni éste es un inspector de verdad, ni ésos son policías auténticos… Seguro que son del Nuevo Vaticano. ¿Me equivoco?

—No; así es.

Fue como si se hubiera arrancado una máscara.

Ante el cañón del revólver, la expresión del inspector había cambiado por completo. Con una sonrisa sarcástica, el serio rostro del inspector se había transformado en el de un horrible fanático.

—¡Qué sorpresa! No pensaba que me descubrierais tan deprisa… Tenéis razón. Soy el padre Günther Lenz, del Nuevo Vaticano. ¿Cómo me habéis desenmascarado, padre Nightroad?

—Porque me habéis llamado «padre Nightroad», precisamente. ¿Cómo sabíais mi nombre?

—¡Ah, claro!, eso ha sido.

Como aceptando su derrota, Lenz levantó las manos tal y como le habían ordenado.

—Y yo que pensaba que os había engañado. Veo que no exageran cuando hablan de la calidad de Ax.

—Bueno, tampoco hay que excederse… —sonrió Abel, avergonzado ante los halagos del falso inspector.

—Pero tenéis que mejorar el jaque mate.

—¿¡Eh!?

Abel abrió los ojos, asombrado. Por un instante, pareció que los brazos de Lenz habían desaparecido y, de golpe, el gatillo del revólver se quedó atascado.

—Un revólver de percusión de treinta y ocho milímetros, modelo cincuenta y uno, fabricado por Craft Albión Works. ¡Hmmm!, es una buena arma.

La fuerza y la velocidad que había mostrado eran inhumanas. Agarrando con fuerza el tambor del revólver, Lenz sonrió de manera maliciosa.

—Pero estos revólveres tienen un problema fatal. Si se fija el barril, no se puede apretar el gatillo.

—¡…!

Abel puso los labios en forma de gemido.

El brazo derecho, donde empuñaba el arma, se le estaba retorciendo. En un instante, cayó tendido al suelo cuan largo era. El revólver había aparecido como por arte de magia en manos de Lenz.

—¿Qué…, qué ha pasado?

No había sido una cuestión de técnica. Una velocidad así sólo la podía conseguir un vampiro o…

—¿Son… refuerzos biónicos?

—Respuesta correcta.

Apuntando al sacerdote en la cabeza con el revólver, Lenz lanzó una risotada. La piel que dejaban ver los guantes era de un tono grisáceo.

Los refuerzos biónicos eran una de las tecnologías perdidas de antes del Armagedón recuperadas por el Vaticano. El poder que se conseguía a través de las drogas y la cirugía se decía que podía rivalizar incluso con el de los vampiros.

—Antes formaba parte del batallón de infantería especial del Vaticano, pero como me tomé mi trabajo demasiado en serio me metí en un lío de tribunales… Quien me salvó de la acusación de asesinato masivo fue su santidad Alfonso.

Sin dejar de apuntar al sacerdote con el revólver, Lenz se giró hacia Antonio, que se levantaba con dificultad. El aristócrata alzó las manos en señal de rendición, encañonado por el grupo de falsos policías.

—Bueno, bueno. Llevaba mucho tiempo esperando este momento, excelencia… ¿Nos haréis el favor de decirnos dónde habéis escondido la lista?