V

Como antiguo eclesiástico, Colonia era una ciudad excepcionalmente elegante dentro del rudo estado militar que era el Reino Germánico. Sin embargo, como en cualquier lugar habitado por humanos, también había sitios en los que podían satisfacerse todos los deseos. No hay tanta gente que pase el fin de semana leyendo y escuchando música…

El Schwarzwald era uno de esos establecimientos que se encargaban de atender las necesidades de la mitad inferior del cuerpo. El cartel decía que era una cervecería, pero la mitad de las mujeres que ocupaban la sala eran profesionales de otro tipo de negocio que se llevaba a cabo en las camas del segundo piso. Además, en el subterráneo se encontraba el casino más grande de la ciudad.

—Esto es el infierno…

Al entrar en el establecimiento, el padre Lenz arrugó la nariz con fuerza. Los falsos policías que le acompañaban, vestidos ya de paisano, tampoco hicieron ningún esfuerzo por ocultar su desagrado.

—Que una ciudad de la tradición de Colonia tenga que sufrir lugares así… ¡Pagaréis por vuestros pecados! El Nuevo Vaticano se ha alzado precisamente para acabar a sangre y fuego con Sodomas como ésta.

Antonio no pareció quedar muy impresionado por las palabras pías del soldado biónico y se limitó a encogerse de hombros.

—El propietario de este local es un buen amigo mío. La lista está en la caja fuerte del sótano. Me parece que éste es el lugar más seguro de Colonia.

El aristócrata iba el primero, seguido de Lenz y el resto de sicarios del nuevo Vaticano, que hacía avanzar a Abel apuntándole con la pistola. Al principio habían pensado matar al sacerdote, pero Lenz los detuvo.

—Si es agente de Ax seguro que tendrá mucha información valiosa sobre Roma. Después nos contaréis cuánto sabe el Vaticano acerca de nosotros, padre Nightroad.

Abel se mordió los labios sin contestar. Desarmado y rodeado de enemigos poderosos, no podía hacer nada. En una situación tan desesperada como aquélla ni siquiera «el mejor hombre del Vaticano» podría hacer nada.

—Seguro que el propietario saldrá en seguida.

Del fondo de la sala surgió un hombre imponente, de mediana edad. Aguzando los ojos bajó las pestañas porcinas, lanzó una mirada asesina que atravesó a Antonio.

—Al oír que has venido, el jefe ha saltado de alegría, Antonio. Te va a mimar mucho… Coged las escaleras del fondo.

Con una risotada repugnante, el hombre le guiñó un ojo a Lenz.

—Gracias por traernos a Antonio. Siempre se resistía a aceptar la invitación del jefe… De ésta te vas a forrar.

—Sí, espero obtener una buena recompensa.

Como si conversar con él ya fuera un atentado contra su fe, Lenz respondió sin mirar al hombre. Si hubiera sido una persona más flexible, se habría dado cuenta de que Antonio tampoco le miraba directamente y de que Abel tenía una extraña luz en los ojos.

El despacho del dueño se encontraba en la parte más profunda del sótano. Detrás del falso espejo, que se abrió sin hacer ruido, se extendía una sala vasta, pero de decoración relativamente sencilla. Por el tamaño, podía haber sido el despacho del presidente de una gran compañía, considerando que acababan de entrar en ella más de veinte hombres.

—Bienvenido, Antonio…

Tras la enorme mesa, que parecía más bien una cama debido a sus dimensiones, se encontraba un hombre con el rostro tan duro que podría haberse dicho que estaba cincelado en piedra.

—Cuánto tiempo sin vernos. Estoy muy contento de tener la oportunidad de charlar contigo otra vez.

—Y yo, papa Sepp —respondió Antonio, rascándose la cabeza—. Hace al menos un mes, ¿no? Desde lo de Eva…

—Así es. La noche antes de que ella se marchara, tú…

—Disculpadme, pero ¿podría pediros que dejéis la charla de amigos para luego? —los interrumpió una voz elegante. Lenz había cruzado los brazos e hizo un gesto con la barbilla sin un ápice de amabilidad—. Primero, a lo que hemos venido. No nos vayamos por las ramas… Dadnos la lista que tenéis en la caja fuerte y os dejaremos solos en seguida.

—¿La lista?

Lenz se inclinó ante la extrañada mirada del hombre.

—La lista que tenía este joven. Está aquí, ¿verdad?

—¡Oye!, cuidado con el tono que utilizas, chaval.

Reaccionando ante la ira del jefe, los matones que esperaban a su espalda se llevaron las manos al bolsillo todos a la vez.

—¿Qué demonios quieres decir con eso de la lista?

—No os hagáis el tonto. Esa lista no tiene valor si no es en poder de un noble —replicó Lenz, con un golpe de cabeza; su tono calmado contrastaba con el del mafioso—. Nos pertenece. Entregádnosla.

—Mira, mocoso —dijo Sepp, alargando los gruesos dedos para agarrar a Lenz de la corbata y mostrando sus dientes, sucios de nicotina—, no sé qué pinta ese crío en todo esto, pero ¡esa lista es mi tesoro! Pase lo que pase, no te la voy a dar. ¿Entendido? Así que esfúmat… ¡Ah!

Un gemido interrumpió el final de la frase. Lenz había aferrado los dedos que le agarraban de la corbata. Con el poder que le había dado los anabolizantes y las proteínas artificiales, apretó el hueso hasta que sonó un crujido horrible.

—Si no queréis darnos la lista por las buenas… —respondió el hombre biónico, pulverizando los dedos con una sonrisa cruel ante los gritos de dolor de Sepp—, ¡nos la daréis por las malas!

Los matones sacaron sus armas todos a una. En respuesta, los hombres de Lenz también mostraron las suyas.

La sala se llenó en seguida de las detonaciones y las salpicaduras de sangre de una treintena de armas disparando a quemarropa.

Los hombres del Nuevo Vaticano eran claramente inferiores en número, pero eso no parecía preocuparles. Aunque sus compañeros cayeran abatidos a su lado, seguían disparando sin ningún miedo.

—¡Cerdo! ¡Te enviaré al infierno!

Con un grito terrible, Lenz alzó el cuerpo de Sepp por encima de su cabeza y lo lanzó con fuerza hacia sus secuaces. En un instante, aprovechando la confusión del enemigo, el sacerdote biónico atravesó la mesa de un salto y se plantó ante la caja fuerte.

—¡Ahí está! —gritó Lenz, con el rostro brillante después de arrancar la puerta de cuajo.

En la caja fuerte había una carpeta fina llena de documentos. Era seguro que el papa Alfonso se alegraría enormemente cuando le informara de su éxito.

—¡Ya la tengo! ¡Retirada!

Al gritar las órdenes vio que le quedaban pocos hombres. Habían pagado un precio muy alto, pero el beneficio había sido diez veces mayor. Recuperar la lista de…

—¡Pero ¿qué demonios es esto?!

Al abrir la carpeta, a Lenz se le tensó el rostro el rostro de inmediato.

—«Walter Schumacher. Amalie. 22 de marzo. Dos mil piezas de oro»… ¡Pero ¿qué…?!

¡Aquella no era la lista!

Bueno, era una lista, pero no era la lista que Alfonso les había ordenado recuperar. ¡Era la lista de clientes de aquel establecimiento infernal!

—¡Pero ¿se puede saber qué…?! ¿¡Y la lista!? ¿¡Dónde está la lista!? ¡Hemos fracasado!

Al darse cuenta de lo que había ocurrido, Lenz recorrió la sala con la mirada hasta localizar a las dos figuras que se escapaban por el fondo. Abel había conseguido quitarse las esposas y empuñaba el viejo revólver de percusión, que había caído al suelo en la confusión del tiroteo.

—Nos la has jugado, Borgia…

Con un rugido de ira, el fanático agarró la espada de una armadura que decoraba una de las esquinas de la sala. Lanzando un grito, dio un salto impulsado por su fuerza biónica hasta el techo y aterrizó como un monstruo frente a los dos jóvenes que intentaban huir.

—¡No te lo perdonaré, Borgia! ¡Esto lo pagarás con tu vida!

Sin embargo, a quien tenía enfrente no era el aristócrata, sino al sacerdote canoso, a quien Antonio había empujado hacia delante con toda naturalidad.

—Comprendo a la perfección vuestras ganas de matarle… —dijo Abel, como si compartiera los sentimientos de Lenz—, pero por desgracia no puedo entregároslo. Padre Lenz, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, quedáis detenido por obstrucción a la justicia y pertenencia a banda armada. Os conmino a que os entreguéis sin resistencia.

—¡No me hagas reír!

Con un silbido terrorífico, el filo cortó el aire. La potencia de los refuerzos biónicos le habría permitido abatir en un instante a los dos jóvenes. Si hubieran sido personas normales, la espada les habría abierto el cráneo y…

Una luz azulada produjo un estrépito metálico. Abel había alcanzado con una bala el arma que caía sobre ellos a velocidad supersónica. Desviando la órbita del filo, hizo que acabara clavándose en el suelo.

—¡Aaaaah!

Aprovechando la fuerza del rebote contra el suelo, Lenz alzó de nuevo la espada en diagonal. El filo le cortó algunos cabellos a Abel, que había retrocedido, resbalando, al mismo tiempo que levantaba el revólver.

—No está mal, agente… ¡Pero te falla la finalización!

El golpe había sido una trampa. En vez de intentar cortar en diagonal, Lenz se llevó la empuñadura de la espada hacia el flanco. En esa postura, aprovechó al máximo la flecha de las caderas para lanzar una y otra vez el filo diabólico hacia el rostro del sacerdote.

Fugite partes adversae[9]… ¡Te voy a atravesar, agente!

Est mihi, Domine, turris fortitudinis[10]… ¡Vuestros esfuerzos son en vano, padre Lenz!

Las oraciones chocaron una contra otra.

Abel no evitó el filo que volaba hacia él. En vez de eso, lanzó una patada que alcanzó la parte plana de la espada…

—¡…!

Lenz perdió el equilibrio. Arrastrado por el peso del arma, cayó impulsado hacia delante.

El revólver se le posó en la espalda e hizo que sintiera un escalofrío.

Miserere Domine… Amén[11].

Por muy rápido que fuera, no pudo evitar un ataque como aquél. Los cinco balazos a quemarropa le dejaron tendido en el suelo. El soldado biónico cayó desangrándose con un grito de dolor.

—¡Padre Lenz! ¡Maldito…! —gritaron los sicarios supervivientes, levantando sus armas hacia Abel.

—¡Que nadie se mueva!

Justo en ese momento, aparecieron en la sala una decena de sacerdotes con las armas a punto.