III
—Los preparativos de la recepción están listos, excelencia.
El hombre de mediana edad llevaba un buen rato hablando por el teléfono instalado en la cabina VIP. Cuando finalmente lo colgó, se giró hacia la figura del sofá con una sonrisa que recordaba a la de una ardilla.
—Ahora ya no hace falta preocuparse, venga cuando venga.
—Yo no me preocupo, superintendente… Nunca me he preocupado —respondió el hombre mayor que estaba en el sofá.
El superintendente había hablado con tono humilde, pero parecía esperar que le dieran las gracias. Por la ventana de la cabina se veía el aeropuerto, sobre el que ya caían las sombras azuladas. Siguiendo con la vista la luz que les guiaba hasta el hangar entre la lluvia, el conde de Bruselas, Thierry d’Alsace, lanzó una sonrisa magnánima a su terrano.
—¿Cómo se llama…? ¿Watteau? Por mucho que haya conseguido eliminar a Karel y a Memling, no deja de ser un simple terrano. Ya le será extremadamente difícil sólo llegar hasta aquí… Brandt, tranquilízate un poco. Hoy tienes una misión muy importante como superintendente. Si estás nervioso podrías cometer algún error.
—Soy consciente de ello y pondré el cuidado necesario —dijo el hombre con una sonrisa de adulación.
Louis Brandt había ocupado el cargo de superintendente de policía después de que Jan Van Mehren lo abandonara. Inclinándose hacia su superior con expresión servil, parecía un perrito faldero movimiento la cola.
—Esta noche en el aeropuerto no hay ni un solo civil. La tripulación, los operarios y los mecánicos…, todos son policías de paisano. Doscientos en total. Sólo con que el padre Hugue de Watteau ponga un pie en el aeropuerto lo apresaremos al instante.
—¿Todos conocen el aspecto de Watteau? Por cierto, seguro que hay algunos que sirvieron a la familia Watteau en el pasado. ¿Qué les has dicho?
—Que es un terrorista internacional que atacó al superintendente Jan Van Mehren… —dijo Brandt, mientras sonreía sacando los dientes con aire vulgar.
El oficial, que tenía fama de hombre capaz desde su época de lugarteniente de la superintendencia, siguió explicando con tacto las medidas que había tomado.
—Hugue de Watteau asesinó a su padre y a toda su familia diez años atrás. Después, huyó y participó en diversos movimientos terroristas, pero ahora ha vuelto a su tierra natal. Sabemos que esta noche planea asaltar la nave Ommegang[19] y asesinar de modo indiscriminado a sus pasajeros. Ésa es la información de que dispone la policía.
—¡Ah!, ya veo…
D’Alsace asintió, acariciándose las cejas, de color negro aceitoso. Los cabellos y la barba los tenía completamente blancos. Después de llevarse la copa a los labios, expresó su agradecimiento a su aduladora mascota.
—Buen trabajo, Brandt. Espero que me traigas buenas noticias luego… Venga, en marcha.
—¿Eh? ¿Adónde vais, excelencia? —dijo el hombre, sorprendido, al mismo tiempo que levantaba la mirada hacia el vampiro—. ¿Queréis enfrentaros a Watteau dentro de la nave?
—¿Enfrentarme a él? ¿Yo contra un terrano? No vale la pena.
Arreglándose la chaqueta que le había puesto la sirvienta D’Alsace compuso una sonrisa magnánima.
—Se lo dejaré a los terranos. Lo que quiero es que vengas conmigo al palacio, Brandt, y que nos tomemos una copa.
—Pero…
A Brandt se le nubló el rostro. Pese a que un momento antes se jactaba de su plan infalible, no le parecía digno abandonar el terreno ante un terreno enemigo de aquellas características. Titubeando, intentó responder:
—Se trata del asesino del conde de Ámsterdam y del conde de Amberes. Pensé que su excelencia querría acabar con él con sus propias manos…
—Ya he hecho suficiente. El problema está ya solucionado… Además, aquí dentro no me puedo relajar. Sólo de pensar lo que hay debajo… —respondió al anciano con una luz traviesa en los ojos mientras levantaba la alfombra con el bastón.
Mirando las cajas de madera que había aparecido bajo los pies, Brandt preguntó con curiosidad:
—¿De que se trata, excelencia?
—¿Esto? Sólo son explosivos…
—¿¡Ex…, explosivos!?
El superintendente retrocedió, retorciendo el rostro. Como si la reacción del hombre le divirtiera, D’Alsace añadió con tono travieso:
—No es que no me fía de ti, pero mi estilo es asegurarme de que no haya ningún riesgo… Si por casualidad De Watteau logra atravesar el cordón de seguridad y llegar hasta aquí, esto se pondrá en acción. Sólo un pie en la trampa y no quedarán ni los huesos de ese terrano. Una aeronave y cincuenta terranos… Para librarme de un incordio como él hasta parece un precio barato, ¿no crees?
D’Alsace era conocido como el más conciliador de los Cuatro Condes, pero también se oían historias brutales sobre su extrema crueldad y sus métodos brutales cuando era joven. Se decía que incluso su propia familia le temía. Al ver por primera vez aquella cara de su superior, Brandt se quedó sin palabras. ¿¡Aquel monstruo pretendía hacer estallar una aeronave y usar a cincuenta personas de cebo para matar a un solo hombre!?
Mientras el superintendente tragaba saliva, el anciano dejó que la sombra se extendiera de nuevo y salió con paso tranquilo de la habitación, riendo y con la espalda erguida.
—Venga, Brandt, vamos… En el palacio tengo un vino tinto muy bueno que guardaba para una ocasión especial. Podemos abrirlo esta noche.
—¡Alto!
Antes de que el guardia lanzara su aviso, el automóvil ya se había detenido frente al puesto de control. La ventana se bajó mientras el policía salía corriendo hacia el vehículo bajo la lluvia.
—Buenas noches. Soy Rodenbach, fiscal del cuarto distrito.
Tras mostrar la placa de la fiscalía, sacó una carpeta para protegerse de la lluvia y explicó con tono honesto:
—Vengo a efectuar la repatriación de un inmigrante ilegal. Creo que los trámites ya están completos.
—¡Ah, sí!, me han llamado antes. Ya sé de qué se trata —asintió el policía, comprobando los documentos.
Después de asegurarse de que todo estaba en regla, recorrió con la mirada al hombre que ocupaba el asiento trasero del vehículo. Estaba cubierto con una chaqueta y la cabellera negra le tapaba la mayor parte de la cara.
—Todo en orden. Adelante, fiscal —dijo el guardia sin más dilación.
—Gracias.
Devolviendo el saludo, el joven arrancó de nuevo el coche. Conducía con cuidado bajo la lluvia torrencial, y se cruzaron con varios operarios del aeropuerto, todos policías de paisano, pero nadie les dio el alto.
—«Vigilad y apresad a cualquier sospechoso»… Pero nadie se preocupa de vigilar a un sospechoso que ya está preso y en custodia… —dijo Rodenbach con sarcasmo cuando la luz de la caseta de guardia había desaparecido del retrovisor.
Al ver que su pasajero seguía con la cabeza gacha, añadió:
—Ya podéis quitaros el traje de preso y poneros vuestro uniforme.
—Si los documentos están en regla se lo tragan todo… La policía de la Alianza ya no es lo que era —comentó Hugue, sacando la cabeza de la chaqueta.
Después de deshacerse del disfraz, empezó a ponerse el uniforme de policía que el fiscal le había dado. Mientras se cambiaba, Rodenbach comentó con aire triste:
—Desde que desapareció la familia De Watteau, la policía e ha convertido en esto. Sólo hay idiotas y vagos… Pero bueno, ahí está la aeronave.
La lluvia hacía difícil ver nada en el exterior. Haciendo una señal hacia la sombra que se adivinaba a lo lejos, el fiscal se puso aún más serio.
—El Ommegang está a nombre de una compañía privada de aviación de transporte de pasajeros y mercancías, que no es más que una tapadera. En realidad, es la aeronave privada de D’Alsace… ¿Estáis listo?
—Cuando queráis.
Agarrando la barra de hierro con una mano, Hugue abrió con precaución la puerta. A través de la lluvia que le empapaba el rostro se veía la silueta de la gigantesca aeronave. Con voz preocupada, Rodenbach se dirigió a él, extendiendo la mano derecha.
—Id con cuidado… D’Alsace es una gran espadachín. Si os veis en peligro, retiraos de inmediato.
—Gracias por vuestra ayuda, fiscal Rodenbach —respondió el sacerdote, pero no hizo ademán de estrechar la mano que le ofrecía—. Sea cual sea el resultado, no volveremos a vernos.
Dejando sólo aquellas palabras, desapareció del vehículo. Después de bajar de un salto, echó a correr hacia la enorme sombra. La mirada verde brillaba como la de un dios de la muerte que hubiera bajado a la Tierra a segar almas.
—¡Alto! ¿¡Quién eres!?
Cuando los policías de paisano que vigilaban la pista de aterrizaje se dieron cuenta de su presencia, ya se encontraba a pocos pasos de la aeronave.
—¿¡De que unidad eres!? ¡Di tu nombre y graduación! ¡Pero ¿qué…?!
La voz del policía vestido de operario se volvió un gemido y cayó abatido sin que pudiera sacar la mano que se había dirigido a buscar la pistola. Casi antes de que tocara el suelo, el otro policía, camuflado de pasajero cargado de maletas, ya había recibido el impacto de la barra que blandía Hugue. El sacerdote apartó el cuerpo que se desplomaba con una mano, mientras con la otra hacía girar su arma. Su blanco era el mentón del tercer policía.
El ruido sordo de un gemido y el crujir de los huesos partiéndose precedieron a la rociada de agua rojiza que levantó el cuerpo al caer.
Había acabado con tres enemigos en pocos segundos, pero si se le había acelerado la respiración. La luz de su mirada se endureció.
¿Conseguiría realmente lo que deseaba?
Incluso acabando con Karel Van der Welf y Hans Memling no había obtenido ninguna información acerca del enemigo al que buscaba. Seguía sin saber quién había aniquilado a la familia De Watteau aquella noche. ¿Lo sabría D’Alsace, el más anciano de los Cuatro Condes? Y si efectivamente lo sabía, ¿podría hacerle cantar y salir después con vida del aeropuerto?
La probabilidad de éxito en ambos casos era escasa, pero Hugue permaneció imperturbable.
El resultado era indiferente. Incluso morir en vano sin haber cumplido su venganza le parecía a veces un futuro más dulce, comparado con el terror del vacío si sobrevivía.
El espadachín lanzó una mirada diabólica hacia la aeronave. A través de las ventanillas, cálidamente iluminadas, se podía vera los pasajeros moverse atareados. Cuando Hugue puso un pie en la escalerilla…
—¿¡…!?
El espadachín se elevó por los aires como desafiando la ley de la gravedad. Dando una voltereta en pleno, aterrizó unos metros más allá. Cuando la ráfaga de balas atravesó el asfalto, Hugue ya había dado otro salto, apoyándose en su barra de hierro. Los proyectiles le perseguían…
—¡Qué pesado eres, Gunslinger!
Al aterrizar, una luz blanquecina le brillaba en la mano. Poniendo el filo desenvainado a la altura de los ojos, rugió como un demonio:
—¡Déjame en paz!
—Aviso para Hugue de Watteau, nombre en clave Sword Dancer…
la voz que le respondió a través de la lluvia era fría. Una pequeña figura masculina le hablaba sin emoción mientras recargaba sus armas.
—Hay una orden de regreso a vuestro nombre. Acompañadme de inmediato a Roma…, u os tendré que forzar a ello.