VIII

—Hermano, que lo soldados bajen poco a poco las armas —dijo Abel, apuntando el arma humeante hacia Filippo.

La masacre en la catedral había terminado, y los asistentes yacían por el suelo envueltos en sangre. El sacerdote miró los cadáveres con ojos de dolor.

—Separaos de su santidad… Ya se han acabado las muertes.

—¡Je, je, je…! ¿Crees que te vas a salir con la tuya? —respondió riendo Filippo, al tiempo que hacía señales a los soldados para que apuntaran sus armas contra el intruso—. Mueran aquí o no, pronto todos los habitantes de la ciudad serán masacrados. Tú también deberías hacer lo posible por escapar, agente. No me extrañaría que te vieras envuelto en la batalla… ¡así!

Un ruido agudo rasgó el aire al mismo tiempo que el inquisidor acababa su frase. Sin ninguna preparación, con un golpe de muñeca, había lanzado los dardos con vuelo certero hacia el sacerdote. Resonó un ruido limpio como de huesos partiéndose…

—¿¡…!?

Pero lo que saltó en pedazos fue una de las baldosas del suelo. El dardo se había quedado profundamente clavado entre las cejas de uno de los retratos de los príncipes que adornaban la catedral. El sacerdote canoso que estaba de pie sobre él un momento antes se había desvanecido como un espejismo.

—¿¡Eh!? ¡Pero ¿dónde se ha…?!

—Basta de jueguecitos, hermano.

El atónito inquisidor oyó el sonido de un dedo posándose sobre el gatillo. En la nuca tenía clavados unos ojos fríos como un lago invernal.

—¿Qué quiere decir que todos los habitantes de la ciudad serán masacrados?

—Lo digo po…, por el misil… —respondió Filippo, lanzando una mirada servil hacia el arma que le apuntaba—. Con el misil vamos a destruirlo todo todito…

—¿¡Qué!? Pero ¿el plan no era desactivarlo y después invadir la ciudad con las tropas?

—¿Desactivarlo? ¿Invadir? ¡Buf, qué pesado sería todo eso! —respondió Filippo, airado ante las preguntas de Abel—. No vamos a desactivar nada. El misil… ¡va a explotar en plena urbe!

Cambiando el tono de voz, Filippo lanzó el dardo que llevaba escondido en la mano con una rapidez inaudita. Su blanco eran Alessandro, que seguía sin recobrar el conocimiento, y el ex arzobispo Alfonso, que se cubría con él.

—¡No!

El anticuado revólver de percusión resonó con estruendo, y el dardo que volaba hacia el corazón del papa adolescente salió desviado con un ruido agudo. Casi al instante, Filippo agarró con fuerza a Abel del brazo.

—¡Je, je, je…! ¡Qué inocente eres, agente!

—¡…!

A Abel se le pusieron los pelos, literalmente, de punta.

La corriente de trescientos mil voltios, cuatrocientas veces superior a la que produce una anguila eléctrica, le recorrió todos y cada uno de los ciento noventa centímetros que medía y le lanzó volando.

—¡Je, je, je…! ¡Golpe crítico! ¡Jujú!

Abel permanecía convulsionándose en el suelo, despidiendo un leve humo. El enano corrió hacia él y le pisó la cara sin piedad.

—Qué pena, agente… No se puede uno descuidar… ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí!, del misil…

Abel movió levemente los ojos mientras intentaba decir algo. Clavándole las uñas en la sien, Filippo prosiguió, petulante:

—En cuanto nos retiremos, el misil estallará. Una vez que el gas venenoso haya acabado con todos los gusanos, las tropas ocuparán la ciudad. Ése era el plan desde el principio…

—Aquí… vive gente inocente… —pronunció a duras penas Abel, bajo la bota del inquisidor—. ¿Qué culpa tienen ellos de…?

—El público es idiota y no se enterará de nada. La versión oficial dirá que los herejes provocaron un accidente manipulando el gas y hubo un escape. ¡Huy!, qué cara que pones… ¿Sufres? ¿Eh, sufres?

El enano sacó otro dardo y lo blandió frente a Abel, con un gesto teatral, después de ponerlo boca arriba.

—Bueno, ya te tengo que dar la puntilla. Vas a morir sufriendo como un perro.

Levantando el arma hasta la altura de los ojos, Filippo lanzó un grito… porque en la palma de la mano se le había clavado inesperadamente un objeto.

—¿¡Eh!?

Era un círculo esmeradamente afilado, un chakram, lo que había alcanzado al inquisidor, que lanzó un alarido espeluznante al empezar a sangrar.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaay! ¡Mi mano! ¡Mi manoooooooooo!

—Vaya, pero si ahora llevas accesorios, muñeco pegajoso… Sinceramente, no te queda demasiado bien.

Una figura reía frente al sufrimiento del enano. Al lado del altar había aparecido un enorme hombre moreno.

Los soldados levantaron sus armas hacia el intruso sonriente, pero antes de que pudieran disparar una ráfaga fueron abatidos y cayeron al suelo entre gemidos.

—Cero coma treinta segundos demasiado tarde —murmuró de forma inexpresiva una pequeña al lado del hombre, que blandía una pesada ametralladora humeante, de las que suelen equipar vehículos blindados.

—¡León! ¡Tres!

—Perdón por el retraso, torpón —saludó el padre León García de Asturias—. Teníamos intención de llegar antes, pero la ropa ha tardado mucho en secarse.

—Recomiendo dejar las conversaciones superfluas para luego, Dandelion —le interrumpió la monótona voz de Tres, quien tenía a los soldados completamente intimidados con su arma—. En la situación actual, tienen prioridad el rescate de su santidad y la huida.

—Vale, vale, ya lo sé. Pero no me estropees el efecto dramático.

León lanzó una mirada de disgusto al rostro impasible de Tres, pero hizo lo que le indicaban. Ayudando a levantarse con brusquedad a su compañero, señaló hacia el joven inconsciente.

—Abel, encárgate de su santidad. Escapad inmediatamente de la ciudad. El pistolero y yo nos ocuparemos del misil.

—Un…, un momento… —dijo Abel con esfuerzo, mientras se levantaba tambaleándose—. Eh…, tengo que… Václav…, tengo que…

—¿Tengo que qué? No estás en condiciones de hacer nada… Pero, bueno, por la cara que pones, veo que no vas a hacerme caso por mucho que te diga.

León iba a sermonear a su compañero, pero se detuvo al ver la luz de determinación que le brillaba en los ojos. Encogiéndose de hombros, dijo:

—Venga, vuelve al castillo. El pistolero y yo…

—¡Te las verás conmigo, bola de pelo!

La voz era tan oscura que parecía resonar desde el infierno. Cuando bajó los ojos, León se encontró con la mirada enfurecida de Filippo, que por fin se había arrancado el chakram de la mano.

—No sólo una sino dos veces has venido a estorbar. ¡Ahora me he enfadado de verdad!

Dandelion detuvo a su compañero, que levantaba el arma, y sonrió con un punto de locura.

—Tres, no te muevas. Déjame este idiota para mí. Hoy no va a pasar lo mismo que anoche… Prepárate, porque te voy a asar a la parrilla, ¡payaso con cara de anguila!

—¡Que nadie salga de aquí! —gritó Václav a los oficiales que intentaban escapar de la sala subterránea. Y explicó de nuevo con voz paciente—: ¿No lo veis? Mientras el Vaticano no pueda desactivar el misil, no podrán mover sus tropas. Por eso quieren atraernos hacia la superficie, para debilitar la defensa aquí. Entonces…

—¡Aparta, Havel! —gritó, airado, un oficial que tenía el rango de barón—. Nuestras familias están en la catedral. ¿¡Nos estás pidiendo que nos quedemos aquí cruzados de brazos mientras les masacran!?

—No es eso. Pero si caemos en la trampa del enemigo…

—¿Caemos en la trampa? ¿¡Un vulgar plebeyo como tú se cree más inteligente que los nobles!? —rugió el barón con el rostro enrojecido de la ira.

La mayoría de los oficiales del ejército del Nuevo Vaticano eran los hijos menores de los aristócratas de la zona de Bohemia. Ya de por sí eran muy reacios a estar bajo la autoridad de nadie, pero si encima era un sacerdote sin linaje…

—Di lo que quieras, pero nosotros nos vamos a la catedral. ¡Los cobardes se pueden quedar aquí si quieran!

Despidiéndose con un insulto, el barón abandonó el subterráneo a la cabeza del resto de oficiales. Václav les vio desaparecer y encogió los hombros.

—Esto es el fin…

La figura tenebrosa del misil se elevaba hacia el techo negro. Aquélla era su única baza para impedir que el ejército del Vaticano atacara Brno. Václav estaba completamente seguro de ello. Por muy feas que se pusieran las cosas, mientras pudieran proteger el misil, no podían ser derrotados. Si pudieran ganar algo de tiempo y atraer hacia sí a los nobles de la región, quizá lograrían reunir suficientes fuerzas para hacerle frente a Roma. Si congregaran a los verdaderos creyentes y construyeran juntos la verdadera casa de Dios… Pero todo aquello no eran ya más que sueños.

—¿Vosotros no os vais? —preguntó Václav, bajando la cabeza, al darse cuenta de que alguien más se había quedado en la sala.

Eran una docena de los niños soldados que le miraban dubitativos, como si fueran a decir algo.

—¿A qué esperáis? La inquisición atacará en cualquier momento. Huid rápidamente.

—Si…, si el padre se queda, nosotros también —dijo el joven de la pistola automática—. Nosotros os seguiremos a vos. No necesitamos para nada a esos aristócratas.

—Sí, nos importa un comino lo que hagan ésos. Nosotros estamos aquí por el padre.

—¿Cómo íbamos a huir y dejaros tirado precisamente ahora?

Entre las voces de acento campesino, Václav lanzó un suspiro. No había podido hacer nada por ellos. No sólo eso, sino que había puesto en peligro a todos aquellos pobres niños. Todo era culpa suya.

—Escuchadme todos…

Para contener la emoción que le subía por el pecho, Václav se detuvo un momento. Después de mirar una por una las caras serias de los muchachos, empezó a hablar de nuevo.

—Hemos perdido.

Los gemidos de sorpresa resonaron por la oscuridad de la sala.

Ante las miradas de incredulidad de los niños, Václav explicó con voz clara:

—Muy pronto llegarán los inquisidores para desactivar el misil. Después, el ejército del Vaticano asaltará la ciudad. Es el final.

—¡Pe…, pero, padre! —gritaron los jóvenes suplicantes, como si le pidieran que cumpliera una promesa—. ¡Pero dijisteis que los justos no pueden perder! ¡Si uno hace el bien, Dios le ayuda! ¿¡Acaso es eso mentira!?

—Eso… —empezó a decir el sacerdote manco, antes de morderse los labios.

«Bienaventurados vosotros los pobres». Él mismo les había enseñado aquellas palabras.

«Aunque seas pobre, aunque seas débil, haz el bien. Dios te ayudará». Eso es lo que les había enseñado. Y ahora se encontraban así. ¿Qué podía decirles? ¿Tenía que animarlos? ¿O pedirles perdón? No. Lo único que podía hacer era…

—Eso es todo mentira.

—¿¡…!?

Ignorando las caras de estupefacción de los jóvenes, Václav prosiguió, impasible:

—Dios no existe. Hemos perdido. El ejército del Vaticano nos capturará o nos matará… Si queréis sobrevivir, debéis huir ahora mismo.

El silencio era tan pesado que parecía sólido. El sacerdote tomó la mano del muchacho y le dio un pequeño objeto metálico.

—Ésta es la llave del almacén. Coged ropas y provisiones, y huid. Os deberían de durar para unos días, hasta que encontréis un lugar tranquilo.

—¡Mentiroso!

Un líquido cálido le alcanzó en la cara al mismo tiempo que resonaba el insulto.

—¡Este fraude de cura nos ha engañado! ¡Nos ha engañado y nos ha utilizado!

Václav permaneció en silencio, sin limpiarse el salivazo que le resbalaba por la mejilla, recibiendo con serenidad las miradas de odio. Sin embargo, la escena no duró demasiado.

—¡Vámonos! No tiene ningún sentido morir aquí.

El joven de la pistola automática se giró y los otros le siguieron, sin dejar de maldecir al sacerdote. Mirándolos, Václav dijo en voz baja:

—Es lo mejor…

De aquel modo podrían escapar de la ciudad o tirar las armas y rendirse. Pero hasta que estuvieran a salvo, aún pasarían algunas horas. Si el ejército del Vaticano atacaba antes de lo previsto, estarían perdidos. Tenía que ganar tiempo de alguna manera.

«Pero ¿podré hacerlo? ¿Podré ganar tiempo tal y como estoy?».

Por el escándalo que provenía de la catedral, estaba claro que los inquisidores no tardarían mucho en aparecer por allí. ¿Cuánto tiempo podría ganar habiendo perdido un brazo y sin que pudiera usar su camuflaje de invisibilidad?

Pero no tenía otra opción. Él era, hasta cierto punto, responsable de lo que había ocurrido y no podía sino…

—«Así ha dicho Jehová: Ve pues, y hiere a Amalec, y destruye en él todo lo que tuviere…» —resonó una voz serena como un bosque nocturno.

En la puerta había aparecido una figura femenina. Enfundada en un body gris, blandía en ambas manos sendas Moon Blade.

Haciendo girar sus armas, que brillaban en el aire, la inquisidora recitó con voz tranquila los versículos bíblicos.

—«Y no te apiades de él: mata hombres y mujeres, niños y mamantes, vacas y ovejas, camellos y asnos…». Amén.

Václav no mostraba emoción alguno. Inclinándose ligeramente, levantó en vertical el único brazo que tenía. Ninguno de los dos oponentes dijo nada.

Cuando el sacerdote dio un salto, la hermana Paula ya estaba en el aire. El ataque de Václav le pasó rozando los pies y estalló contra el suelo, donde agujereó profundamente la piedra.

—¡…!

El delgado sacerdote tuvo que esquivar a su vez otro ataque. Los filos que llevaba la inquisidora en las botas iban dirigidos al rostro. Si hubiera tardado un segundo más, le habría cortado la cabeza en dos. Al aterrizar, la monja rodó como una peonza y, curvándose como un látigo, repitió el ataque con las Moon Blade. Václav logró esquivar la embestida de un salto, pero la inquisidora no se detuvo. Girando como un molino de viento, dirigió sus armas mortíferas hacia el pecho de su adversario. La manga izquierda del sacerdote se rasgó violentamente, y Václav salió disparado contra la pared.

Eran increíbles la velocidad e intensidad de los ataques.

Václav tenía el hábito rasgado y chorreaba líquido de transmisión subcutáneo por todas partes. Aunque hubiera estado en su mejor forma, las posibilidades de vencerla eran mínimas. Realmente merecía en nombre de Dama de la Muerte.

—¡Pero esto aún no ha acabado…!

Václav no intentó esquivar el ataque de las Moon Blade. Al contrario, avanzando en línea recta, se abalanzó con audacia contra su oponente al mismo tiempo que blandía su filo contra las espadas que le danzaban sobre la cabeza.

—¿¡…!?

Cuando el ruido metálico resonó por la sala, la expresión de la Dama de la Muerte cambió de repente. Después de partir las Moon Blade, el filo de Know Faith volaba hacia la inquisidora, como una serpiente que se le lanzara al cuello. Habiendo perdido sus armas, la hermana Paula no podía hacer nada para evitar el ataque que…

—¿¡Qué!?

Pero quien abrió los ojos de asombro fue Václav. La inquisidora había parado con la mano el filo capaz de atravesar una plancha de hierro.

—Ayer me llamaste «asesina extraordinaria capaz de usar las armas más variadas», pero eso es sólo media verdad —exclamó la Dama de la Muerte con frialdad, sin soltar a Václav de su único brazo—. Si uso armas es para despertar el miedo en los culpables… Para que los herejes sientan terror antes de morir. Sólo las utilizo para que se den cuenta de la gravedad de su culpa. Pero la verdad…

Václav no podía creer lo que veía. Aquellas manos delicadas le estaban pulverizando el puño.

—La verdad es que lo que se me da mejor es la lucha sin armas.

Una lluvia de líquido de transmisión subcutáneo regó el suelo mientras el sacerdote se retiraba, doblándose sobre sí mismo con el puño destrozado. La inquisidora se acercó a Václav y se inclinó hacia él.

—Y el golpe de gracia… —susurró mientras descargaba ambos puños sobre el estómago del sacerdote.

Girando levemente las muñecas, consiguió una potencia de impacto inverosímil.

La inquisidora poseía una técnica de combate capaz de concentrar toda su fuerza muscular en un único punto. Después de salir disparado más de diez metros y chocar con violencia contra la pared, el hábito de Václav cayó hecho jirones como si hubiera sufrido un cañonazo. De entre la piel rasgada salían como serpientes muertas pedazos de tarjetas plásticas de memoria.

—Eliminación de Václav Havel completa. Siguiente objetivo: el misil.

Sin ni siquiera echar una mirada al sacerdote humeante, la inquisidora atravesó la sala. Después de que la hermana Paula tecleara durante unos instantes con mano experta en los controles, la rampa de lanzamiento empezó a iluminarse.

—Por…, por favor, hermana…

A su espalda, Václav hacía todos los esfuerzos posibles por hablar.

Sus circuitos primarios estaban por completo inutilizados. Sólo el trabajo de hablar ya le robaba una energía preciosa al sistema de soporte vital de emergencia, pero el sacerdote no se detuvo.

—Por favor…, esperad un poco antes de desactivarlo. Nuestra derrota es segura… Antes del asalto…, ¿no nos ofreceréis la posibilidad de rendirnos?

La Dama de la Muerte recorrió con la mirada al sacerdote moribundo.

—No entiendo lo que decís. No va a haber ningún asalto. No será necesario.

—No será necesario… ¿Qué queréis decir? —preguntó, extrañado, Václav.

—Ninguno de los herejes sobrevivirá. Este misil va a explotar aquí. ¿¡!?

Las luces tiñeron de rojo la expresión de sorpresa de Václav. Por la escotilla que se abría en el techo entraba el brillo del aire nocturno. Mirando por el agujero que atravesaría el misil al ser disparado, la inquisidora explicó:

—Cuando estalle el misil, el gas venenoso se extenderá por la ciudad. En menos de media hora todos los herejes serán exterminados.

—Pe…, pero… —respondió Václav con voz temblorosa escupiendo sangre—. ¡Es…, esperad, hermana! ¡Esta ciudad está llena de inocentes! Si…

—Los herejes no tienen derecho a vivir —respondió la monja, con voz clara, sin dejar de teclear—. Son reglas de Dios y de la fe las que mueven el mundo. El Vaticano es el que administra ese orden. Por eso, quien se nos opone es un traidor…

La inquisidora no mostraba remordimientos ni furia, ninguna de los sentimientos que asaltan a una persona cuando va a matar a otra. Como si estuviera solucionando una fórmula escrita en la pizarra, anunció con voz monótona la sentencia de muerte de decenas de miles de personas.

—Los que impiden que se cumplan las reglas son basura… Y la basura hay que eliminarla, cuanto antes mejor.

—Pero… Basura…

El sacerdote, agonizante, torció el rostro ensangrentado como si quisiera gritar.

—¿Nos llamáis basura? ¿Creéis que Dios no es más que un puñado de reglas?

—Efectivamente, Dios es Orden. Dios es Ley. Eso es el mundo real. Porque Dios es omnisciente. El mundo es obra de Dios y debe funcionar correctamente.

—Orden… Ley…

«Pero ¿qué es Dios?», se preguntó Václav, retorciéndose a causa de la desesperación.

«Si Dios aprueba que el fuerte se coma al débil, ¿dónde está la justicia?». ¿¡Estaba diciendo aquella mujer que la fe era dejar que la realidad derrotara al ideal!?

«Sí… Tiene razón».

Lo que estaba ocurriendo ante sus ojos era la prueba de ello.

Los que creían con sinceridad en Dios había sido masacrados. Si Dios existía realmente, ¿por qué no se producía un milagro? ¿Por qué no hacía nada para impedir que los débiles pero justos fueran aniquilados?

La respuesta era una sola: Dios no existía.

—Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?

De los ojos del sacerdote, manaba sangre.

Quizá no fuera más que líquido de transmisión subcutáneo. Ya hacía mucho tiempo que no tenía glándulas lacrimales. Pero a pesar de todo, no había duda de que Václav estaba llorando.

«Dios no existe. El Ideal y la Justicia no tienen ningún sentido en este mundo. Lo único que hay es la realidad y la fuerza. Los débiles son pisoteados y la Justicia es negada. Ésa son las leyes del mundo».

—Cuenta atrás a punto. Sólo queda destruir los mandos para que nadie pueda detener la explosión.

Las palabras de la inquisidora llenaron al sacerdote de desesperación. Sin mostrar emoción alguna, la hermana Paula levantaba los puños con fuerza, dispuesta a pulverizar los controles.

Era el fin.

Aquellos puños que anunciaban la muerte de miles de personas y la muerte de Dios descendieron en dirección a la consola…

—¿¡Estáis bien, padre Havel!?

Fue justo en aquel momento cuando una figura vestida con hábito cayó de lo alto, como guiada por la luz nocturna.