III
—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Hay que apagar el fuego!
Al ritmo de los gritos, Alfonso tosía con un pañuelo en la boca, intentando expulsar el humo que había inhalado. El fuego, como un diablo travieso, se iba extendiendo por todos los rincones de los subterráneos.
—¡Malditos perros del Vaticano! —gritó Alfonso, dándole una patada al círculo de plástico que le había caído a los pies.
Aquella insignificante pieza de plástico había sido la causante del incendio. Pero no había sido sólo aquélla, sino más de un centenar como ella. Al parecer en la superficie, había explotado todas a la vez, lanzando aceite incendiario.
Quien había construido aquello era astuto como un diablo. El interior de las piezas contenía un ligero baño de cobre y un ácido especial. Al ser sumergidas en el agua se hundían, pero al cabo de unas horas el ácido reaccionaba con el cobre y producía una gran cantidad de hidrógeno. El hidrógeno hacía subir y explotar la piezas, que se habían introducido en el castillo con la corriente. La pieza que antes había mostrado Barbarigo era una defectuosa, que no había llegado a subir por algún motivo.
—¡Santidad! —gritó el coronel al papa Alfonso, mientras organizaba a los soldados para las labores de extinción del fuego.
Barbarigo tenía la cara teñida de ceniza y una ceja quemada por completo.
—¡No hay manera de apagarlo de forma manual! ¡Lo único que podemos hacer es sellar los subterráneos y esperar a que la falta de oxígeno lo extinga de forma natural!
A Alfonso le rechinaron los dientes al oír el aviso de su subordinado. ¡Que se atrevieran a molestarle con una broma tan pesada precisamente la noche antes de su coronación!
—Pero ¿le afectará al castillo un fuego de estas dimensiones? ¡Ah!, ahora que lo pienso —dijo Alfonso, dando una palmada como si acabara de recordar algo. Se dirigió rápidamente a los sacerdotes que le acompañaban—. ¿Aquello sigue guardado en el bloque de antes? Por si acaso, trasladadlo a un lugar seguro. Si por cualquier motivo le alcanzara una chispa, sería una desgracia.
—¡Comprendido!
Con una respetuosa reverencia, los sacerdotes y monjes se dirigieron a cumplir las instrucciones del dirigente del Nuevo Vaticano. Uno de los monjes que habían permanecido al lado de Alfonso dijo en tono cortés:
—Si me permitís que hable…
De los dos monjes, había hablado el más alto, desde el fondo de la capucha que llevaba profundamente calada.
—Si trasladamos el misil, ¿no sería también recomendable trasladar al rehén? Es muy posible que el enemigo intente utilizar la confusión para infiltrarse.
—¿Eh? ¡Ah!, es verdad…
El fuego era cada vez más violento y no había manera de saber cuándo se extinguiría. Mirando las llamas, intranquilo, Alfonso respondió en actitud distraída:
—Sí, trasladadlo a algún lugar adecuado, pero mantened una vigilancia estricta.
—Sí, de inmediato.
Los monjes se retiraron con rapidez al recibir las instrucciones del papa. Sus pasos resonaban vivamente por la sala, hasta que una sombra delgada se les plantó delante.
—Los agentes tienden a evitar el choque frontal, porque sus misiones son a menudo ilegales y no pueden esperar recibir apoyo.
La voz sonó serena, pero con una sombra de agresividad. El hombre, delgado como un santo al que hubieran martirizado, lanzó una mirada verde sobre los dos monjes.
—Alessandro está a salvo… Mientras no os acerquéis a él, Abel y Tres —dijo Know Faith, sacudiendo la cabeza.
—¡Huy! —dijo el monje alto, que era Abel, girándose.
El otro monje, Tres, ya se había quitado el hábito pardo y empuñaba su gigantesca pistola de dos cañones.
—Cambio de planes. Padre Nightroad, tomad a Alfonso d’Este como rehén —gritó Gunslinger, mientras la mira láser se fijaba sobre su antiguo compañero—. ¡Yo eliminaré a Know Faith!
—¿S…, son esbirros de Caterina? —gimió Alfonso.
Mientras retrocedía, de forma inconsciente, el mentón le temblaba por la sorpresa.
Atravesando de un salto las filas de soldados, que se habían quedado helados sin comprender la situación, Abel gritó:
—¡Quieto, arzobispo d’Este!
Una vez descubierta su estratagema, no les quedaba otra opción que capturar a Alfonso para liberar a Alessandro. Ése esperaba, usando a una monja como escudo, al agente que se le acercaba con furia.
—¡El que tiene que quedarse quieto eres tú, Abel! —le gritó Václav, al mismo tiempo que daba un salto con potencia sobrehumana.
Practicando una voltereta en el aire, aterrizó con la facilidad de un gato, delante de Abel.
—¡Apartaos, padre Havel!
—¡Al suelo, padre Nightroad!
Las voces de Tres y Abel resonaron justo cuando Václav se había quitado la sotana y el cuerpo se le empezaba a volver transparente.
—¡Esperad, Tres! ¡Václav, por favor…!
—¡He dicho que al suelo, Nightroad!
Cuando Tres apartó de un golpe a Abel de la línea de tiro, Václav ya era por completo invisible. Sin embargo, Gunslinger apretó el gatillo, sin piedad, de todos modos.
—Es inútil, Tres. Soy invisible… Pero vosotros, no.
La voz resonó serena entre el crepitar de las llamas y los gritos de los soldados. Tres dio un salto de lado, y el espacio que ocupaba hasta un momento antes estalló en pedazos.
—¿Lo has esquivado?
En la voz que flotaba por el aire, parecía haber un punto de sorpresa. Al aterrizar, Tres hizo girar los cañones en una compleja órbita.
—Cero coma veintidós segundos demasiado tarde.
Los cañones mostraron sus colmillos lanzando una tremenda descarga. Al mismo, en el vacío pareció que algo salía rebotando.
—¿Es que… me ves? —preguntó la voz con un eco de sufrimiento.
No había sido un impacto directo, pero la descarga había alcanzado a Know Faith en alguna parte.
—Ya veo… Es un radar de Doppler. Seguro que es obra de William.
—Cero coma treinta y cuatro segundos demasiado tarde.
Tres volvió a lanzar otra descarga hacia su enemigo invisible, con movimientos exactos y despiadados. Ante la mirada de Abel y Alfonso, que estaban absortos en el extraño combate, la pared estalló en mil pedazos.
—¿…?
El soldado mecánico, que había disparado con todas sus fuerzas, puso una expresión que, en términos humanos, sería de confusión, o algo parecido.
—Dos descargas fallidas. Blanco perdido.
Hasta el instante de las detonaciones, el radar de Doppler mostraba con claridad la figura de Know Faith, pero ahora había desaparecido.
—El radar de Doppler funciona correctamente. Imposible de calcular… ¿Por qué no encuentra a Know Faith?
—Dei gratia sumus quod sumus. Deo ducente nihil nocet[13]… —murmuró una voz entre las llamas al lado de Tres—. Es muy difícil ver algo que se ha hecho uno con su entorno… El radar de Doppler percibe los movimientos de los cuerpos. Si me meto entre las llamas y reproduzco su vibración, soy imposible de detectar.
—¡Tres, a la derecha!
Cuando Abel lanzó el grito, apareció un brazo en llamas de la nada, que parecía el brazo del Dios de la Biblia. Atrapando a Tres por el brazo cuando intentaba reorientar el arma, le lanzó volando contra la pared.
—¡No…! ¡Tres!
Probablemente, los sensores de equilibrio habrían resultado dañados, porque el soldado mecánico se había quedado en el suelo y no daba ninguna señal de levantarse. Abel se dirigió de forma instintiva hacia él, pero una llamarada en forma humana le cortó el paso.
—Quieto, Abel… No quiero hacerte daño.
—Václav…, ¿por qué…? —gimió Abel hacia el ascético envuelto en llamas—. ¿Por qué te has vuelto…?
—¡Lo has conseguido, Havel!
Un grito de júbilo interrumpió la conversación. Lanzando a un lado a la monja que le había servido de escudo hasta entonces, Alfonso se quedó mirando a Abel.
—¿No es el insolente que osó apuntarme con un arma en Roma? Perfecto. ¡Prepárate para ir al infierno!
El arzobispo había obtenido de un soldado cercano una arma que brillaba de un modo horrible en sus manos. Apuntando a Abel, anunció:
—Perro de Caterina, piensa que, yo el papa, te voy a matar con mis propias manos. Tendrías que dar gracias…
La detonación retumbó por la sala. Sin embargo, el grito que se elevó no fue el de la agonía de Abel.
—Ha…, Havel…
Quien había salido volando un instante antes de la descarga era Alfonso. Ante sus ojos, el delgado sacerdote le había golpeado el rostro con la mano humeante.
—Havel. No puede ser. ¿Te atreves a traicionarme?
El sacerdote permaneció en silencio ante el lamento, y simplemente extendió la mano.
—¡Ah!
Alfonso escondió la cabeza en reacción al movimiento de la mano. Eso le salvó la vida. La luz que salió disparada desde su espalda atravesó el lugar donde había tenido la cabeza un instante antes, cortándole algunas canas. El ataque de Václav se dirigía a la monja que, detrás de Alfonso, había blandido una afilada barra de metal.
El arma resonó con un eco limpio y la monja dio un salto que parecía imposible por su volumen corporal. Václav tenía clavada en el hombro la lanza que iba destinada a Alfonso.
—Ya me habían dicho que la Inquisición tenía asesinos extraordinarios capaces de usar los recursos más variados… —susurró Václav, arrancándose el arma.
La lanza era una Ring Needle, equipada con un agujero en el centro para que pudiera ser agarrada con el dedo. Era una arma usada desde antiguo en tierras orientales.
—¿Eres la Dama de la Muerte, la que dicen que ha quitado la vida a cientos de personas?
—Soy la hermana Paula de la Santa Inquisición. He venido a leer la sentencia de herejía del ex arzobispo Alfonso d’Este… y a ejecutarla —respondió la mujer con voz calmada.
El rostro tenía una expresión serena. Al deshacerse del hábito de monja, apareció un cuerpo increíblemente musculado enfundado en un body de color plata ceniza. El body no servía sólo para cubrirle el cuerpo: era un traje de combate blindado, el sistema auxiliar que usaban los soldados de infantería mecanizada.
Dirigiéndose al resto de los presentes, quienes, excepto Václav, la observaban sorprendidos, la Dama de la Muerte anunció con frialdad:
—Ésta es la sentencia: Alfonso d’Este, antiguo arzobispo de Colonia, es considerado hereje sin posibilidad de corrección. Se le condena a ejecución inmediata. Se va a proceder a cumplir la sentencia.